Agathe
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Una bellísima y emocionante novela sobre la soledad, los miedos, la empatía, las relaciones humanas y las segundas oportunidades.
Las afueras de París, 1948. Un psiquiatra de setenta y un años, a punto de jubilarse, se dispone a recibir las últimas visitas que le ha concertado Madame Surrugue, su fiel secretaria durante más de tres décadas. El anciano ha llevado una existencia metódica, rutinaria y aislada, sin abandonar nunca la casa de su infancia. Ha estado siempre tan encerrado en sí mismo que ni siquiera sabe nada de la vida privada de su secretaria, tras años y años viéndola todos los días laborables. También evita cualquier complicidad con sus vecinos, a los que elude, y por supuesto con sus pacientes, cuyos problemas matrimoniales le aburren tanto que, últimamente, mientras los escucha dibuja pajarillos en lugar de tomar notas.
Entre las últimas visitas, sin embargo, la fiel secretaria ha añadido una no programada: la de una mujer alemana llamada Agathe, con problemas psiquiátricos previos y una vida envuelta en misterio. La cita desestabilizará el ordenado mundo del viejo psiquiatra. El soplo de lo imprevisible se colará en su vida y lo cambiará para siempre, si es que todavía está a tiempo de cambiar...
Anne Cathrine Bomann debuta con esta novela tan contenida y breve como arrebatadoramente hermosa y emocionante. Una obra que habla de soledades, traumas, indecisiones y miedos, de aislamiento y empatía, del pasado que nos persigue y de segundas oportunidades... Todo ello a través de unos personajes construidos con extrema sutileza y una prosa depurada y exquisita. El texto avanza en capítulos breves, escuetos, que van envolviendo al lector en esta historia inolvidable.
Anne Cathrine Bomann
Anne Cathrine Bomann es psicóloga y vive en Copenhague. Ha sido doce veces campeona danesa de tenis de mesa. Ágata, su debut literario ha sido vendido a veintiocho editoriales extranjeras, traducido a veinticinco lenguas y recibido con encendidos elogios por la crítica internacional.
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Agathe - Anne Cathrine Bomann
Índice
Portada
Matemáticas
Ventanas
Rastro
Ruido
Obligación profesional
Agathe I
El ritmo del vecino
Agathe II
Nenúfares
Agathe III
Entre nosotros
Agathe IV
La carta
Agathe V
El espejo
Chaikovski
Agathe VI
El sordo, el mudo y el ciego
Visita
Extraviado
Agathe VII
El lugar de la muerte
Agathe VIII
Nieve
Agathe IX
Amor
La decisión
Café
Agathe X
Natación
Nimiedades
Limpieza
Agathe XI
Fondo y figura
Paz
En casa
Agathe XII
Créditos
MATEMÁTICAS
Si me jubilaba con setenta y dos años me quedarían cinco meses de trabajo. Tiempo que correspondería a veintidós semanas, luego, contando con que todos mis pacientes acudieran, me quedaban exactamente ochocientas conversaciones. Que por supuesto serían menos en caso de anulaciones o enfermedad. A pesar de todo, ahí había cierto consuelo.
VENTANAS
Me hallaba sentado en el salón mirando por la ventana cuando ocurrió. Sobre la alfombra, el sol de primavera formaba cuatro cuadrados escalonados y se desplazaba lenta pero decididamente por encima de mis pies. Junto a mí descansaba una primera edición sin abrir de La nausée que desde hacía años intentaba empezar. Las piernas de ella eran flacas y pálidas, y me sorprendió que la hubiesen dejado salir con tan solo un vestido en época tan temprana del año. Había dibujado en la calle las ventanas de una rayuela y saltaba muy concentrada, primero sobre una pierna, después sobre ambas, para cambiar de nuevo. Llevaba el pelo recogido en dos coletas, tendría unos siete años y vivía más arriba de la calle, en el número cuatro, con su madre y una hermana mayor.
En este punto podría pensarse que yo era una especie de ejemplar único que filosofaba sentado a la ventana todo el día, contemplando cosas de mayor enjundia que el tejo de la rayuela y el recorrido del sol por el suelo. Pues no. La verdad era que yo me sentaba ahí porque no tenía nada mejor que hacer, y también a causa de esa especie de vitalidad afirmativa de aquellas exclamaciones triunfantes que en ciertas ocasiones penetraban en mí cuando la niña había ejecutado una combinación de saltos especialmente difícil.
En un momento dado me levanté para prepararme una taza de té y al volver a mi puesto vi que ella no estaba. Seguro que se le habría ocurrido otro juego más divertido, pensé; ambas, piedra y tiza, habían quedado en medio de la calle.
Y entonces ocurrió. Acababa de colocar la taza en el alféizar de la ventana para que se enfriara y extender la mantita sobre mis rodillas cuando vi caer algo en los márgenes de mi campo de visión. Al mismo tiempo que un grito estridente me alcanzaba, logré poner de nuevo en pie mi cuerpo rígido y me aproximé a la ventana todo lo que pude. Ella yacía a la derecha, un poco más abajo de la calle, al pie de un árbol donde comienza el sendero que conduce al lago. Sentado arriba, sobre una de las ramas, atisbé un gato que hacía oscilar la cola. Debajo, la niña se había incorporado hasta sentarse con la espalda apoyada en el tronco mientras se agarraba un tobillo gimiendo entre hipidos.
Retiré mi cabeza. ¿Debía ir con ella? Yo no había hablado con un niño desde que era uno de ellos, y eso no cuenta. Pero ¿no le causaría mayor disgusto que de pronto apareciese un hombre a quien no conocía para intentar consolarla? Eché otro vistazo furtivo afuera; seguía sentada en la hierba con el rostro lloroso alzado y la mirada puesta calle arriba más allá de mi casa.
Mejor sería que nadie me viese. ¿Acaso no es doctor?, comentarían entre sí, ¿y qué hace entonces ahí parado mirando? De manera que me llevé la taza de té para ir a sentarme frente a la mesa de la cocina. Pero aunque me repetía a mí mismo que dentro de un momento la niña se levantaría e iría cojeando hasta su casa sin mayor problema, permanecí sentado igual que un prófugo en mi propia cocina mientras pasaban las horas. El té se enfrió y enturbió, y la oscuridad cayó antes de que por fin me escabullese de vuelta al salón y medio oculto tras la cortina escrutase la calle abajo. Por supuesto ella ya no estaba.
RASTRO
Desde que la contraté, Madame Surrugue me recibía cada mañana de la misma manera. Día tras día aparecía sentada tras el gran escritorio de caoba como una reina en su trono y cuando yo entraba por la puerta descendía de él para tomar mi bastón y mi abrigo mientras yo dejaba el sombrero en el estante por encima de la hilera de perchas. Entretanto, ella me ponía al corriente de la agenda del día y al final me entregaba una pila de historiales, que el resto del tiempo permanecían pulcramente archivados en una enorme estantería modular detrás del escritorio. Intercambiábamos algunas palabras más y después no volvíamos a vernos por lo general antes de la una menos cuarto, momento en el que me ausentaba del despacho para comer en un restaurante mediocre de los alrededores.
Al regresar la encontraba siempre sentada exactamente igual que la había dejado, y a veces me daba por pensar si ella comería. Yo no detectaba olor a comida y jamás vi nada parecido a una miga debajo de su escritorio. ¿Realmente Madame Surrugue no necesitaría alimentarse para vivir?
Aquella mañana me contó que una mujer alemana había telefoneado con el fin de pasar más tarde a pedir cita.
«He hablado con el doctor Durand del caso. Según parece estuvo ingresada hace pocos años en Saint Stéphane por manía aguda e intento de suicidio.»
«No», dije categórico, «no podemos aceptarla. Su tratamiento durará años.»
«El doctor Durand opina además que debería volver a ingresar, pero por lo visto ella insiste en que la trate usted. ¿Podría buscarle un hueco en la agenda sin demasiado problema?»
Madame Surrugue me dirigió una mirada interrogativa, pero yo sacudí la cabeza.
«No, no puede ser. Haga el favor de pedirle que busque ayuda en otro sitio.»
Cuando llegue el día de mi retiro habré ejercido cerca de medio siglo, tiempo más que suficiente. Lo último que necesitaba era una nueva paciente.
Madame Surrugue continuó mirándome todavía un momento, aunque luego prosiguió su repaso de la jornada sin insistir en el tema.
«Muy bien, se lo agradezco», dije, y tomé de ella la pila de historiales para dirigirme después a mi despacho. Se hallaba al fondo, en el extremo opuesto de la amplia antesala donde reinaba Madame Surrugue y los pacientes se sentaban a esperar su turno. De ese modo no me distraían durante mi trabajo ni el repiqueteo de la máquina de mi secretaria ni las posibles conversaciones entre los pacientes y ella.
Mi primera paciente, una mujer adusta de nombre Madame Gainsbourg, precisamente acababa de llegar y sentada hojeaba una de las revistas que Madame Surrugue traía de vez en cuando. Exhalé un profundo suspiro y me recordé a mí mismo que después de ella solo me quedarían setecientas cincuenta y tres conversaciones más.
La jornada transcurrió sin puntos de inflexión hasta que regresé