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El calígrafo de Palmyra
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El calígrafo de Palmyra
Libro electrónico197 páginas3 horas

El calígrafo de Palmyra

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Información de este libro electrónico

El anciano calígrafo Yasir Abdul emprendió el largo y penoso viaje desde Palmyra hasta el norte de África con el fin de alcanzar las costas de Al-Andalus, su gran sueño. Había sobrevivido gracias a sus dotes de contador de cuentos –eróticos, morales, satíricos e históricos. Cansado y torpe, decidió tomar al adolescente Tariq, hijo único de una vendedora de hierbas en el mercado de un pueblo cercano al mar, como ayuda, acompañante y discípulo para llegar con él a la ciudad de Córdoba.

Entre maestro y discípulo se crea una estrecha relación que se va fraguando conforme van superando duras pruebas en el viaje. Una novela que se enmarca dentro de la literatura árabe tradicional, con un espléndido uso del lenguaje y una estructura confluyente entre la línea argumental central y el conjunto de cuentos intercalados. Galardonada con el XVII Premio de Novela Corta de Diputación de Córdoba.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 jul 2021
ISBN9788412336023
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    El calígrafo de Palmyra - Manuel Jurado López

    9788412336023_BC.jpg

    EL CALÍGRAFO

    DE PALMYRA

    Manuel Jurado López

    © Manuel Jurado López, 2017

    © Imagen de portada: Utopía Libros, 2017

    © Fotografía del autor: Josefina Roales

    © Utopía Libros, 2017

    Pedidos: editorial@utopialibros.com

    Catálogo: www.utopialibros.com

    Utopía Libros, S.L.

    Patio Beatillas. Plaza de las Beatillas, s/n

    14001 Córdoba

    Twitter: @editorialutopia

    Facebook: @editorialutopia

    La Diputación Provincial de Córdoba concedió el XVII Premio de Novela Corta Diputación de Córdoba a Manuel Jurado López por la obra titulada El calígrafo de Palmyra. El Jurado estuvo compuesto por Matilde Cabello Rubio, José Luis Muñoz Jimena, Cristina Fallarás Sánchez, Eva Fernández Martínez y Alejandro López Andrada. Presidenta del Jurado, Diputada-Delegada de Cultura Marisa Ruz García.

    Este libro no podrá ser reproducido ni total ni parcialmente por ningún tipo de procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, sin la previa autorización escrita de los titulares del copyright. Todos los derechos reservados.

    ISBN: 978-84-123360-2-3

    Diseño, maquetación e impresión: Utopía Libros

    Ebook: R. Joaquín Jiménez R.

    Impreso en España

    Para mis hijas

    María del Mar y Miriam

    Mi madre se llamaba Khadija y vendía hierbas olorosas los días de mercado. Desde muy temprano, cerca de la puerta de la mezquita en el arrabal de los curtidores, montaba su tenderete junto al viejo vendedor de moras casi ciego que pasaba la jornada recitando los noventa y nueve nombres de Dios y los de sus doce hijos varones. Yo me los sabía de memoria: Ahmed, Khaled, Mohamed, Yusuf, Idriss, Abdelkrim, Abatiú, Mustafá, Naim, Karim, Omar y Baschir. En otro lado, unos pasos más allá, el amable y rechoncho frutero colocaba con cuidado sus coloreadas montañas de frutas, cada día de una forma diferente. Me gustaba ir con mi madre al mercado porque el vendedor de moras me llenaba las manos de las que estaban ya muy maduras, las golpeadas o las agredas, y un dulce negror chorreaba entre mis dedos. A mí no me importaba. Con la lengua me lamía aquel reguerillo acaramelado y sobre mi labio superior se me dibujaba un cerco morado. Muy próximo también, un niño desgarbado y descalzo, con los ojos huidizos y extraviados, solía colocar una remendada esterilla con ramas de dátiles y los pregonaba con voz enferma: ¡Dátiles de Basoraaaa, a los dulces dátiles de Basooraaa!

    Las manos de mi madre eran muy hermosas, con los dedos largos y finos y la piel ligeramente verde y casi transparente; sus manos olían a una mezcla de cilantro, hinojo, orégano, salvia, malvavisco, basilisco, culantrillo, romero, jenjibre, manzanilla amarga del Mulhacen, albahaca, cardamomo, alhucema, poleo, tomillo, perejil, melisa, menta o valeriana. Todos aquellos nombres me resultaban mágicos, como si, al pregonarlos, mi madre hiciera un conjuro o invocara misteriosos seres que podían venir en nuestra ayuda. Ángeles o fantasmas, pájaros o insectos. Y que nunca llegaban. Si mi madre las removía, el aroma de las hierbas se hacía más intenso y permanecía flotando durante un tiempo en el aire espeso de aquella parte del mercado, aliviando el olor sanguinolento de la carne y despojos colgados de los garfios, o el de los cueros y los cordajes.

    Aquel olor suave, fresco y único de las manos de mi madre, con los años, había pasado a impregnar todo su cuerpo. Sus carnes despedían fragancias naturales sin necesidad de usar los perfumes que otras mujeres derraman sobre su piel. Hasta Abdesalam el perfumista, procuraba colocar la mesilla en la que exhibía la colmena de madera donde encerraba sus tarros minúsculos de esencias lejos del tendejillo de mi madre para que no apagaran las hierbas sus exóticas esencias enfrascadas. Mi madre era de las pocas mujeres que vendían en el mercado. El perfumista, talludo, flaco como una lanza, destacaba por su túnica siempre pulcra y vistosa, por su aseo, sus comedidos modales y por el gorro que coronaba su cabeza bien rapada: un bonete de rica tela que, por sus plumas, más parecía un tocado de las huríes que un gorro de varón.

    Mi madre también conocía hierbas malsanas que, a veces, a escondidas, le pedían muchas mujeres y algunos hombres para hacer extraños bebedizos. Pero ésas las tenía ocultas.

    Nací al aire libre, en plena noche. Mi madre me contó que le empezaron los dolores de parto en el último tercio del mes de Ramadán. Aquel día, me dijo mucho después, cuando ya las estrellas punteaban de plata el cielo denso y duro y los creyentes rompían el ayuno, se subió a la terraza para dar gracias al Eterno. Llevaba en la mano un vaso de agua de rosas y unos higos secos. Desde la azotea, en la claridad de la noche, veía dibujada la otra línea del mar. ¡Dios sobre ella! ¡Allah Akbar!. Creyó que aquella línea difusa era una señal del Todopoderoso, un signo secreto de su bendición sobre mí. La tierra que yo alcanzaría algún día. En plena noche, al raso, amparado por las estrellas, después de unos estremecimientos y unos gritos, nací.

    Mi nombre es Tariq. Tariq Abdulá ibn Ahmed, pero todos me decían sólo Tariq.

    Al poco tiempo de nacer yo, mi padre Ahmed ibn Rumí al-Tetuaní, decidió formar parte de una de las banderías que reclutó el jefe bereber Abderazak Besseghir para ir en ayuda de Driss Benaissa, amenazado por los cristianos y el rey de Guadix, y otras tribus de Baza y los llegados de Albox, Purchena, Tíjola y Ouloula. Nunca más volvió. O si regresó jamás lo supimos mi madre y yo.

    A los doce años entré al servicio de Yasir Abdul ibn Muni, al que algunos llamaban El Viajero porque, según decían, había estado dos veces en La Meca y había recorrido la antigua Persia y dormido en las ruinas de los jardines de Babilonia y en los templos de Nínive, había cruzado sin daño las montañas de El Líbano, las tierras del Jordán, las regiones del Tigris y el Eúfrates, la ciudad sagrada de Karbala, la que guardaba el cuerpo de Husein, el nieto del Profeta, custodiado por los fieles chiíes, había habitado en la hermosa Basora, ciudad de un millón de palmeras, y en El Cairo, la de los cien cementerios y las montañas de basura; y en Palestina, y en los sultanatos del desierto, los pueblos de las orillas del Mar Rojo y del mar de los romanos, los oasis de Orán y Túnez, y otras dos veces viajó con los camelleros por la ruta de la seda; otros le llamaban el Calígrafo, por haber ejercido durante un tiempo de copista en el palacio del príncipe de Palmyra.

    Yasir Abdul ibn Muni se nos apareció de pronto, como se presentan los ángeles, las enfermedades, las plagas en los campos, las tormentas o las desgracias; al principio ignorábamos quién era.

    De algo estoy ahora seguro: Yasir Abdul me había elegido. A mí, entre cientos de chiquillos y muchachos de todas las ciudades, los mercados, campamentos de beduinos, oasis y aldeas que había recorrido. Entonces no lo entendía yo así. Para mí, en aquel día, Yasir era un anciano extraño que se había plantado frente a nosotros como un espectro, como un cadáver salido de alguna tumba mal sellada, como un enajenado que hubiera perdido la razón y anduviera desorientado.

    Cuando Yasir Abdul ibn Muni pasó por delante del diminuto puesto en el que mi madre ofrecía las hierbas, ese día, se detuvo unos instantes para mirarnos. Aún no era mediodía. Yo estaba haciendo pequeños ramillos de menta rociada de agua fresca y no reparé en él al principio. Como el recién aparecido era tan delgado, su sombra cubrió primero a mi madre. Ella se estremeció. Levantó sus ojos de los montoncillos de hierbas y miró al dueño de aquella sombra fría como la hoja de un alfanje. Luego, la misma sombra me cubrió a mí. Por mis huesos de niño corrió un reguerillo de plata helada. Un escalofrío, parecido a un latigazo seco, me cruzó desde los dedos de los pies hasta la punta de mis sucios y desordenados cabellos. Los ojos del recién llegado eran dos piedras duras de escarabajos brillantes y negros. La barba descuidada, gris y escasa pero larguísima, la llevaba partida en dos mitades por un profundo hoyo en la barbilla. Su voz sonaba grave pero musical y seductora. Hablaba con un sonsonete melodioso de salmodia y en una lengua que era mezcla de otras muchas. Malvestía su cuerpo magro con una pobre túnica de lana con remiendos en los que se podían contar las puntadas; una túnica como la que llevaban los predicadores errantes y los santos ascetas.

    –Muchacho, ¿mâ ismuk?

    Ismî Tariq Abdulá ibn Ahmed.

    –¿Kam sana ´úmruk?

    ´Umrî iznái´ashra.

    –Tariq Abdulá ibn Ahmed, muchacho de doce años, ven y sígueme –me dijo; y su voz retumbó dentro de mí con el sonido del golpe de una piedra en un pozo profundo del desierto.

    No me atreví a hablarle. Hice como que no lo había escuchado y seguí con los manojos de hierba. El insistió ante mi duda:

    –Deja a tu madre y a tu padre, muchacho de doce años, y sígueme.

    –Señor, el Todopoderoso sea contigo; soy Khadija, la yerbera, madre de Tariq –Intervino entonces mi madre ante la insistencia del viajero-. Déjale en paz; es solo un niño y vive conmigo, es mi sostén y mi esperanza; su padre, Ahmed, se fue a ayudar al jeque Driss Benaissa en las guerras que mantiene con otros señores. No sé si vive o si ha muerto, si está enterrado según la ley o su cuerpo se ha podrido al sol o ha sido devorado por las alimañas.

    –Mujer, el Magnánimo ha guiado mis pasos cansados hasta tu hijo. No temas.

    –¿Hal anta mudárris, señor?; ¿o sois un santo, un ángel o uno de los genios de los que habla el Profeta?

    –No soy maestro de nadie. Nadie sigue mis doctrinas porque no tengo nada que enseñar. Soy un cansado viajero, un peregrino que ha recorrido ciudades de Oriente y Occidente. He rezado en mil mezquitas, sorteado cientos de peligros. Llevo en el cuerpo cicatrices y mordeduras de animales de garra y pico, de dientes y veneno, de cuernos y zarpas; he perdido la fe en muchas ocasiones y otras tantas la he recuperado. El Inabarcable vino conmigo y guió mis pasos; he guardado el ayuno en valles y desiertos, y en oasis y montañas. Me han robado, asaltado y apaleado. En la boca me faltan dientes. En tres veces me dieron por muerto y otras tres volví a la vida. Sé lo que es la seda y el andrajo, la fe y la duda. Me he alimentado de insectos, panales y desperdicios y también de ricos manjares servidos en lujosas vajillas de omeyas y abasíes, de cristianos, judíos y eslavos, de kurdos, caldeos y nabateos. He descansado mi cabeza sobre rocas y almohadones de plumas, sobre montón de heno, de estiércol seco o sobre la arena de las dunas; he saciado mi sed en los siete pozos de Abraham, en Berseba, en pozos de animales, en fuentes de agua amarga, en los labios ásperos de la boca de los cántaros de aguadoras y en delicadas copas labradas de cristal de Damasco y plata de Ras Syyan. He bebido vino agrio en tabernas a orillas del Mar Rojo con pescadores y marineros y paladeado exquisitos licores extraños en los palacios de Tadjoura, Sabha, Bosra, Aleppo y hasta en los de la lejana Nisapur y la gloriosa Palmyra mientras sonaban las más enervantes melodías que cantores entonaban en todas las lenguas al ritmo de instrumentos de remotas regiones. He compartido leche de camella y burra con los beduinos, bandidos y corsarios. He dormido con un ojo abierto y otro cerrado. He gozado cuerpo de doncella y cuerpo de mancebo. Nunca he ceñido espada ni mi mano levantó daga alguna contra nadie. He dicho mis versos y he contado mis historias ante cadíes, jeques, ulemas, alfaquíes, imanes, ecónomos, altos funcionarios, jueces, secretarios, y señores, y ante mendigos, salteadores, piratas, arrieros, azacanes y mercaderes. He visitado dos veces La Meca y rezado ante la Kaaba. El Majestuoso me haya perdonado todas mis faltas. El sea alabado. Ahora mis pasos, Dios sobre ellos, se encaminan a la ciudad de Córdoba, la ciudad de la Gran Mezquita de Occidente. Y, si nos avenimos tú y yo, mujer, quisiera que tu hijo me acompañara y me sirviera, más como familiar que como criado, en este último viaje mío. La edad no me es ya propicia y los años y los caminos dañaron mis huesos, mi vista y mi corazón. A veces oigo la música de mi destartalado esqueleto. Y es una melodía fúnebre. A la torpeza de mis piernas se le suman los pálpitos del pecho y los desvaríos que en ocasiones confunden mi pensamiento y mi memoria. No podré dar a tu hijo riquezas materiales, pero lo haré inmensamente rico en consejos, portentos, historias, curiosidades y versos.

    –¿Qué riqueza es la de las historias y los versos si no va acompañada del sonido de las monedas, señor? –repuso mi madre al fantasioso pero vacío ofrecimiento del anciano viajero.

    –La palabra, mujer, es el mayor tesoro que puede poseer un hombre. Las monedas, las telas, las vajillas de oro y plata, los rebaños y los camellos un mal viento se los puede llevar. La palabra es riqueza que acompaña al hombre hasta la muerte.

    –Además de las palabras quisiera algo más. Si fuera así y lo pensaras mejor, vuelve antes de la última oración y te daré una respuesta –dijo mi madre.

    Al atardecer, sonando la voz del meucín, mi madre me entregó a Yasir Abdul el Viajero para que le sirviera y acompañara en sus caminos. El anciano dejó unas monedas entre los dedos de mi madre y nos alejamos camino de los montes que ocultaban Nador. No quise mirar atrás. El almuédano llamaba desde el alminar.

    El equipaje de mi escuálido señor era escaso, cabía todo en un bolso no más grande que tres pezuñas de camello. Guardaba en él como un tesoro una pasta hecha de almendra, nueces y hachís que a veces pellizcaba y echaba en el té y, al beberlo, sus ojos y su rostro de se transformaban con una mueca de placer y enervamiento; su desdentada boca se llenaba de risa y parecía flotar en el aire. Guardaba asimismo un frasco de cristal que contenía un líquido rojo que, hasta mucho tiempo después, no supe que era sangre de cordero con gotas de púrpura de Alejandría para que no se cuajara. Y otros tarros con goma, vinagre y agalla de encina y tintas primarias. A mí me parecían venenos que ocultaba. Llevaba también unos rollos, de papel, badana, vitelas; y algunos paños raídos. Y unas babuchas descoloridas y gastadas. Mi equipaje era un hato mal anudado y cruzado con un cordel por el pecho en el que iban una camisilla, unos zaragüelles, un bonete de lana de colores que me encasquetaba para cubrirme de mala manera la pelambrera y que me hacía más grandes y transparentes las orejas; y unas babuchas que habían calzado otros pies antes que los míos y que me estaban sobradas.

    Aquella noche dormimos en un aduar, entre las bestias de unos arrieros y las mulas y asnos de un comerciante de tintes que había llegado de Fez y se encaminaba a Nador. Yasir Abdul me dio para comer un platillo de habas gordas y duras de piel, cocidas en sal y vinagre. Las bestias me abrigaron con el calor de sus vahídos y de sus panzas. Pero el olor a estiércol me impedía dormir. También el recuerdo de mi madre. Me olí mi ropilla por si aún conservaba el perfume de sus manos. Lloré hacia adentro y las lágrimas me quemaban las costillas.

    Unos días después llegamos a Nador, a la hora primera del mercado. Acudimos a la plaza. En mi estómago hacía ruido el té que me dio Yasir Abdul antes del alba. Podía oler el mar. Desde una esquina, descansando sobre su cayado, silencioso como si orara a Dios desde dentro, sin mover los labios, primero miraba el cielo y luego bajaba los ojos para contemplar el fluir de los vecinos y la llegada de mujeres y hombres cargados con las mercancías. Después de unos instantes de duda decidió situarse en un lugar más propicio: una encrucijada por la que solía entrar y salir más gente porque había una tahona a pocos pasos. Cerca de la fuente, próxima a una humilde mezquita, un cabrero ordeñaba una cabra rubia con un lunar blanco entre los ojos. Del jarrillo salía un vaho tibio. Hablaba con el animal como si fuera alguien de su familia mientras sus dedos se deslizaban por las rosadas ubres granuladas. Una vieja encorvada aguardaba a su lado con una escudilla de barro rojo en la mano. Yasir Abdul esperó en recogimiento. Sin prisa. Me pareció que iba a predicar lo mismo que lo hacían esos santos que a veces habían aparecido por Tetuán. Pero Yasir Abdul, sin impacientarse, aguardó su momento. Unos pájaros tranquilos, como descuidados, cruzaron el aire sucio de la polvorienta plaza y se perdieron por detrás del alminar, devorados por el sol, hacia el mar. Entonces, avanzó unos pasos hacia el centro del mercado y, asentando sus pies en el polvo, sosteniendo la vara en una mano y levantando el otro brazo a media altura para reclamar atención o como si fuera a apaciguar una algarabía, su voz profunda, musical y seductora levantó el vuelo con la majestad de un halcón real al avistar su presa:

    –Algunos de nosotros hemos alcanzado ya los noventa años, Dios lo quiso porque Dios es Aquel que no deja de volver día tras día; somos viejos pero lúcidos –empezó-; otros aún están

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