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Punto de quiebre (Artículo 5 #2)
Punto de quiebre (Artículo 5 #2)
Punto de quiebre (Artículo 5 #2)
Libro electrónico440 páginas6 horas

Punto de quiebre (Artículo 5 #2)

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Segunda entrega de la saga Artículo 5.
Tras fingir sus muertes para escapar de la prisión, Ember Miller y Chase Jennings solo tienen un objetivo: mantener un perfil bajo hasta que la Oficina Federal de Reformas olvide que existieron. No obstante, ahora que son casi unas celebridades, a raíz de sus desencuentros con el Gobierno, Ember y Chase son reconocidos y aceptados por la Resistencia, donde todos los ojos están puestos en el francotirador, un asesino anónimo que derrota a los soldados de la OFR uno por uno, al menos hasta que el Gobierno publica su lista de los más buscados, donde el sospechoso número uno es la propia Ember, y las órdenes son disparar a matar.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 jun 2021
ISBN9789583063664
Punto de quiebre (Artículo 5 #2)
Autor

Kristen Simmons

Kristen Simmons is the critically acclaimed author of the Article 5 series, The Glass Arrow, Metaltown, Pacifica, and The Deceivers. She has worked with survivors of abuse and trauma as a mental health therapist, taught Jazzercise in five states, and is forever in search of the next best cupcake. Currently she lives in Cincinnati, OH, with her husband, where she spends her days supporting the caffeine industry and chasing her rambunctious son. You can visit her online at www.kristensimmonsbooks.com.

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    Punto de quiebre (Artículo 5 #2) - Kristen Simmons

    Capítulo 1

    EL MOTEL WAYLAND INN estaba más allá de los barrios pobres, en el extremo occidental de Knoxville. Era un lugar que había caído en desgracia desde la guerra, infestado de moscas que se reproducían en las cañerías tapadas e invadido por el hedor del agua del río que llegaba con la brisa de la tarde. Un lugar que atraía a aquellos que medra­ban en las sombras. Gente que había que buscar si querías encontrarla.

    La fachada de ladrillo del motel, cubierta en parte por las ramas marchitas de una enredadera seca y llena de manchas de moho negro, se camuflaba perfectamente entre los otros edificios de oficinas abandonados en la misma calle, cuyas puertas y ventanas estaban tapadas con tablas. El agua salía helada, cuando había agua. Los zócalos estaban llenos de agujeros de ratones, y solo había un baño en cada piso. A veces alguno funcionaba.

    Era el lugar perfecto para la resistencia: escondido a plena vista, en una calle tan desastrosa que hasta los soldados preferían permanecer dentro de sus patrullas.

    Nos reunimos frente a la puerta del cuarto de suministros antes del amanecer, cuando se reanudaba el servicio de energía, para recibir las órdenes de Wallace. Las patrullas nocturnas todavía se encontraban vigilando el perímetro, y los que tenían puestos fijos —la puerta de la escalera, el techo y el que se ocupaba de la vigilancia de radio— esperaban la llegada de sus relevos para el tur­­no de día. Pronto terminaría el toque de queda y todos tenían hambre.

    Yo me quedé atrás, contra la pared, y dejé que los que llevaban más tiempo aquí ocuparan la primera fila. El resto del corredor se llenó rápidamente. Si llegabas tarde, Wallace te asignaba tareas adicionales, de esas que nadie quería. El cuarto de suministros estaba abierto, y aunque no alcanzaba a ver a nuestro tozudo líder desde donde yo estaba, la luz de la vela proyectaba una delgada y distorsionada sombra suya contra la pared interna.

    Wallace estaba hablando con alguien por radio. Un chisporroteo suave llenaba el espacio mientras esperaba una respuesta. Pensé que debía tratarse del equipo al que le había asignado una misión especial dos días atrás: Cara, la única chica además de mí en el Wayland Inn, y tres chicos grandotes que habían sido expulsados de la Oficina Federal de Reformas, o Milicia Moral, como llamábamos a los soldados que habían tomado el control después de la guerra. La curiosidad me instó a inclinarme hacia el sonido, pero no me acerqué demasiado. Cuanto más sabías, más te podían sacar los de la MM.

    —Ten cuidado. —Reconocí la voz de Wallace, pero no la preocupación que transmitía. Nunca antes había oído que Wallace se ablandara en presencia de nadie.

    Sean Banks, mi antiguo guardia en el Reformatorio y Centro de Rehabilitación de Niñas, salió tambaleándose de su cuarto, halándose la camisa para que le tapara las costillas. Demasiado delgado, pensé, pero al menos había dormido un poco. Sus profundos ojos azules parecían más descansados que antes, no tan extenuados. Sean encontró un lugar en la pared al lado mío, mientras se restregaba la cara para borrar las marcas de la almohada.

    —Siempre, bombón —respondió Cara amortiguando la voz baja, y en ese momento la radio dejó de funcionar.

    —¿Bombón? —murmuró un desertor de nombre Houston. Su pelo rojo, que estaba dejando crecer, aleteaba en la espalda como las plumas de la cola de un pollito—. ¿Bombón? —volvió a decir. El volumen de la charla había aumentado. Varios de los chicos reían divertidos.

    —¿Me llamaron? —Lincoln, cuyas pecas siempre daban la impresión de que alguien había salpicado pintura negra sobre sus mejillas hundidas, apareció junto a Houston. Los dos se habían unido a la resistencia el año anterior, y en el tiempo que yo llevaba aquí nunca los había visto separados.

    La charla se desvaneció cuando Wallace apareció en el corredor. Necesitaba una ducha. El pelo veteado de canas, que le llegaba hasta los hombros, se veía grasiento y apelmazado, y la piel del rostro se le veía tensa por el cansancio, pero incluso bajo la luz mortecina de las linternas era evidente que se le habían ruborizado las orejas. Le dirigió una mirada fulminante a Houston, y enseguida este se ocultó detrás de Lincoln.

    Fruncí las cejas. Wallace parecía demasiado mayor para Cara. Ella tenía veintidós años, mientras que él podía tener el doble de esa edad. Además, él estaba casado con la causa. Todo lo demás y todos los demás siempre quedarían en segundo lugar.

    Pero no es asunto mío, me recordé.

    El angosto corredor se había llenado con los once chicos que esperaban instrucciones. No todos habían prestado servicio militar; algunos, como yo, solo éramos infractores de los estatutos. Todos teníamos nuestras propias razones para estar ahí.

    El corazón me dio un vuelco cuando Houston se movió hacia un lado y apareció Chase Jennings, recostado contra la pared del frente, a solo tres metros de mí. Tenía las manos bien metidas entre los bolsillos de sus jeans y a través de los agujeros de su raído suéter gris se alcanzaba a ver una camiseta interior blanca. Solo le quedaban unos pocos rastros del tiempo que pasó encarcelado en la base de la MM: un moretón en forma de medialuna bajo un ojo y una pequeña cicatriz alargada sobre el puente de la nariz. Acababa de salir del turno de la noche de vigilancia del perímetro del edificio. No lo había visto entrar.

    Mientras me observaba, una de las comisuras de sus labios se levantó muy levemente.

    Bajé la cabeza cuando me di cuenta de que mis labios habían hecho el mismo gesto.

    —Bueno, bueno, silencio —empezó a decir Wallace, y recuperó su voz hosca. Vaciló por un momento, mientras le daba golpecitos al radio, ahora silencioso, que reposaba contra su pierna. Alcancé a ver una parte del tatuaje negro que tenía en el antebrazo y que se perdía bajo la manga deshilachada.

    —¿Qué pasó? —preguntó Riggins, que siempre des­confiaba de todo, si es que no estaba totalmente paranoico. Entrelazó los dedos por encima de su cabeza rapada, como si temiera que el techo se cayera en cualquier momento.

    —Anoche la mitad de la Plaza se quedó sin recibir ración. —Wallace apretó más el ceño—. Parece que nuestros amigos de azul están reteniendo las raciones de comida.

    Era difícil sentir compasión. La mayoría de nosotros pasamos directo a la rabia. Todos sabíamos que la MM tenía alimentos: nuestros espías habían visto dos camiones extras de la marca Horizontes —los únicos distribuidores de alimentos autorizados por el Gobierno— cuando entraban a la base el día anterior.

    Houston gruñó:

    —Pues si están esperando que la ciudad se desocupe, se van a quedar viendo un chispero. La gente que está en el campamento prefiere morirse de hambre antes. Ya no tienen adónde ir.

    Tenía razón. Cuando las ciudades más grandes fueron destruidas o evacuadas durante la guerra, la gente migró al interior, a lugares como Knoxville, o mi ciudad, Louisville, en busca de comida y techo. Solo encontraron lo mínimo: comedores comunitarios y grupos de vagabundos, como el campamento que se había tomado el lote que estaba al norte de la plaza principal de la ciudad.

    —Gracias, Houston —dijo Wallace—. Creo que has dado en el clavo.

    Sentí un escalofrío. Chase y yo no habíamos salido del Wayland Inn desde que nos unimos a la resistencia, hacía casi un mes. Aunque parecía imposible, la ciudad estaba todavía más lúgubre que la última vez que la habíamos visto.

    —Ahora bien —continuó diciendo Wallace—, Billy captó ayer una comunicación por radio acerca de una próxima brigada de reclutamiento en la Plaza. No sabemos cuándo exactamente, pero creería que va a ser pronto y que van a ofrecer bonificaciones a cambio de firmar un contrato.

    —Pero si yo no recibí ninguna bonificación —susurró alguien.

    —Raciones, idiota —murmuró Sean.

    Un clamor colectivo llenó el pasillo. Soldados que usaban la promesa de entregar alimentos para reclutar más soldados. En una semana tendrían un nuevo ejército.

    —También indulto de las violaciones al estatuto —Wallace sonrió con cinismo. Sonaron gruñidos de protesta.

    El trabajo era escaso por estos días. Los únicos negocios que todavía funcionaban exigían una verificación de antecedentes, lo que significaba que los candidatos tenían que cumplir con el Estatuto de Comportamiento Moral, una lista de regulaciones que suprimían los derechos de las mujeres, exigían la conformación de una familia íntegra y prohibían cosas como el divorcio, hablar contra el Gobierno, y desde luego, haber nacido por fuera de una unión marital, como era mi caso. Esta siempre había sido una de las principales estrategias de reclutamiento de la MM. Los hombres que no podían conseguir trabajo debido a su historia personal todavía podían servir a su país, aunque eso significara vender su alma. El hecho es que los soldados recibían una paga.

    —¿Qué haremos al respecto? —preguntó Lincoln.

    —Nada —dijo Riggins—. Si nos metemos con algo como eso, son capaces de quemar toda la ciudad hasta que nos encuentren.

    Me enderecé, mientras me imaginaba a la MM entrando aquí, allanando el Wayland Inn. Para ellos, Chase y yo estábamos muertos, ultimados en las celdas de detención de la base. Yo me había asegurado de que pareciera así antes de escapar. No queríamos darles razones para pensar otra cosa.

    Sin desviar la mirada del frente, Sean me dio un codazo en las costillas que me sacó el aire y me hizo resoplar por entre los dientes.

    —Silencio —dijo Wallace, cuando varias personas protestaron. Luego sacudió la cabeza y continuó—: Riggins tiene razón. Clausuraron el comedor comunitario durante setenta y dos horas después del levantamiento del mes pasado. No falta mucho para que le paguen a cualquiera que esté dispuesto a delatarnos. Tenemos que actuar con inteligencia. Pensar. —Wallace se dio un golpecito en la sien—. Entretanto, Banks tiene un informe para compartir con todos.

    Miré con sorpresa cuando Sean abandonó su lugar contra la pared, al lado mío. Él y yo nos habíamos quedado hasta tarde juntos, buscando en el servidor central lugares en Chicago donde encontrar a Rebecca, mi compañera de cuarto y su novia, a quien habían golpeado y arrestado la noche que yo traté de escapar del reformatorio. Pero Sean no había mencionado nada fuera de lo común que hubiese ocurrido mientras hacía su turno de vigilancia en la Plaza, horas antes.

    —Ayer, cuando regresaba del campamento, me encontré con un tipo que estaba buscando problemas en la estación de la Cruz Roja —dijo Sean.

    —¿Qué tipo de problemas? —Los ojos oscuros de Chase me miraron por un segundo.

    Sean se rascó el mentón.

    —Problemas que me hicieron pensar que estaba buscando unirse a nosotros. Él estaba tratando de convencer a un grupo de chicos de que distrajeran a los guardias que están apostados en el comedor comunitario, y estaba hablando en voz alta, demasiado alta. Dijo que había estado en la base recientemente y que sabía cosas que pasaban allí. Yo le pedí con mucha cortesía que bajara la voz, y me insultó diciendo que…

    —¿Qué sabía? —interrumpí.

    —Mucho —dijo Sean—. Lo licenciaron la semana pasada. Licenciamiento deshonroso, y no parecía muy contento al respecto.

    Desde el otro lado del pasillo, podía sentir la tensión de Chase. Un soldado recién licenciado podía tener información importante sobre la base de Knoxville, incluso podía saber cómo entrar ahí, pero ¿qué tal que nos reconociera? Nosotros habíamos estado ahí cuatro semanas antes. Ese soldado habría podido ser uno de los que golpearon a Chase, o incluso el que mató a otro de los prisioneros.

    —Es una estratagema —dijo Riggins—. Están engañando a Banks. La OFR quiere meter a un infiltrado.

    Wallace, quien había guardado silencio mientras Sean hablaba, se aclaró la garganta.

    —Por esa razón lo vamos a seguir. Si se acerca a menos de tres metros de un uniforme, nos olvidamos de él. No quiero correr ningún riesgo con este tipo.

    —Entonces, no corramos riesgos —dije, antes de que pudiera contenerme—. Tal vez Riggins tenga razón.

    Riggins resopló con fuerza, como queriendo decir que no quería mi ayuda.

    —¿Crees que no dijo lo mismo sobre ti cuando llegaste aquí? —preguntó Wallace.

    Sentí que me encogía bajo la mirada de nuestro líder. Sean nos había traído a Chase y a mí al Wayland Inn ofreciendo nada más que su palabra para asegurar que nosotros no íbamos a revelar los secretos del sitio.

    —Además —siguió diciendo Wallace, mientras le daba nuevamente golpecitos al radio que descansaba contra su pierna—, si este tipo puede ofrecernos una forma de acceder a la base, imaginen el daño que podríamos hacer.

    Siguió un silencio lleno de consideraciones. La MM estaba almacenando comida —habíamos visto entrar los camiones de distribución— y había armas, para no mencionar a la gente inocente que ejecutaban en las celdas de detención.

    Sentí un escalofrío al recordar lo cerca que había estado de ser una de esas personas.

    Lincoln y Houston compartieron una palmada entusiasta, pero varios de los otros no parecían tan convencidos. Entonces, se iniciaron numerosas discusiones simultáneas.Wallace las acalló asignando a un destacamento que vigilara todos los movimientos del nuevo recluta. Luego, comisionó a Sean para que lo trajera.

    Sean se dejó caer contra la pared a mi lado, refun­fu­ñando algo indescifrable. Cuanto más tiempo pasaba fue­­­­­ra, menos tiempo teníamos para concentrarnos en encontrar a Rebecca y sacarla de la rehabilitación en Chicago. Sin embargo, Sean era lo suficientemente inteligente como para saber que con el fin de usar los recursos de la resistencia, la resistencia tenía que usarlo a él como recurso, de modo que hacía lo que le ordenaban.

    Durante los minutos que siguieron, Wallace se dispuso a asignarle a cada uno sus deberes diarios: patrulla, seguridad del motel, y finalmente, la distribución de las raciones. Me sobresalté cuando les asignó esa tarea a los dos hermanos que dormían frente al baño. Durante las últimas semanas esa había sido mi tarea. Justo acababa de acostumbrarme a la rutina y ahora Wallace lo estaba cambiando todo.

    —Viene en camino un cargamento de provisiones, producto de un ataque realizado anoche —dijo Wallace, y entonces me di cuenta de que eso debía ser lo que Cara y los otros estaban haciendo—. El camión está estacionado en el punto de encuentro y hay que descargarlo. En el campamento hay un paquete que debe entregarse.

    Todavía no me acostumbraba a que hablaran de la gente como paquetes. Por su seguridad, los fugitivos eran trasladados al punto de encuentro, un lugar secreto donde se podían esconder hasta que un conductor de la resistencia, al que llamaban transportador, podía llevarlos desde las líneas de la zona roja evacuada hasta el refugio en la costa. Después de ayudar a Sean a rescatar a Rebecca, Chase y yo también iríamos allá.

    Empecé a respirar más rápido. El punto de encuentro quedaba al otro lado de la ciudad, más allá de la Plaza.

    Dos manos ansiosas se levantaron.

    —Bien. ¿Inventario?

    Siguiendo un impulso, levanté la mano. Ocuparme del inventario me mantendría aquí, y mantendría todo lo demás allá fuera, acechando del otro lado de las ventanas manchadas.

    —Miller —dijo Wallace lentamente—. Muy bien. Miller en suministros.

    Chase frunció el ceño.

    Bajé la mano y empecé a rasguñar el gastado papel de colgadura amarillo que tenía contra la espalda. Houston le susurró algo a Riggins, quien me lanzó una mirada burlona por encima del hombro.

    —¿Qué pasa con la puerta de al lado? —dijo Billy, que estaba detrás de Chase—. Dijiste que me mandarías allá hoy. —El chico, que solo tenía catorce años, se quitó de los ojos un mechón de pelo castaño claro.

    Los delgados labios de Wallace dibujaron un remedo de sonrisa, una expresión que aquí se reservaba para los más jóvenes.

    —Billy, qué bueno que hayas llegado.

    —¡He estado aquí todo el tiempo! —afirmó Billy, al tiempo que los que estaban cerca negaban sus palabras con una sonrisa.

    —¿Estabas aquí? —Wallace se burló—. Yo creo que te levantaste tarde. Quedas asignado a las letrinas, chico, y Jennings y Banks se encargarán de despejar el edificio abandonado de al lado.

    ¿Jennings? Entonces, ¿Chase iba a salir del edificio? Ni siquiera había dormido. Traté de lanzarle una mirada, pero ahora había gente en el medio que me obstruía la vista.

    Billy levantó el mentón con gesto de indignación.

    —Pero…

    —¿Qué tal si mañana también te encargas de las letrinas?

    Billy echó la cabeza hacia atrás y refunfuñó.

    En ese momento, se oyó un zumbido que me hizo poner los pelos de punta. Las bombillas del techo titilaron y se encendieron. El toque de queda había terminado. El día comenzaba.

    El pasillo empezó a desocuparse. Busqué a Chase, pero encontré el camino bloqueado.

    —Conque inventario, ¿no? —Riggins soltó una sonrisita. Tenía un lastimoso remedo de bigote, que quedó directamente en mi línea de visión.

    Me planté frente a ellos, pues no estaba dispuesta a dejarme. Aquí los chicos eran rudos, tenían que serlo, y a veces vivir con ellos significaba tener un cuero duro.

    —Eso dijo Wallace —respondí.

    —Vamos a comer algo. —Sean trató de ubicarse entre los dos, pero Riggins lo detuvo con una mano firme.

    —Ten cuidado en el cuarto de suministros. Ahí hay ratas, ya sabes —rio, y los puntiagudos pelos sobre su labio superior se erizaron.

    No sé si hablaba en serio o solo estaba tratando de producirme asco.

    —He visto ratas antes en mi vida —le dije.

    —Pero no ratas así de grandes —dijo dando un paso hacia delante para obligarme a retroceder—. Las ratas se esconden en los cajones donde están los uniformes. A veces puedes oírlas chillando, y chillan muy duro.

    Dos manos se ciñeron alrededor de mi cintura desde atrás y me apretaron las costillas. No pude contener el grito que brotó de mi garganta. Cuando me volteé, Houston estaba muerto de la risa. Luego se fue detrás de Lincoln, hacia el cuarto del radio.

    Antes de que pudiera pensar algo coherente, Chase ya estaba ahí, retorciendo con sus puños el cuello de Riggins mientras lo empujaba contra la pared. Como Chase era varios centímetros más alto, Riggins se vio obligado a levantar el mentón para devolverle la mirada de odio.

    —Tranquilo, tranquilo —dijo con voz ronca.

    —¿Qué está pasando aquí? —La voz de Wallace me sacó de mi asombro. Él tenía reglas estrictas sobre las peleas. Aquí formábamos una familia, eso era lo que Wallace siempre decía, y lo último que Chase y yo necesitábamos era que nos expulsaran de aquí y estar otra vez allá fuera, huyendo de la MM.

    Apreté el brazo de Chase y sentí cómo sus músculos se flexionaban bajo mis dedos. Sentí cómo fue aflojando lentamente el puño hasta que soltó a Riggins.

    Riggins sonrió, antes de hacerle a Wallace un gesto de aquí-no-pasa-nada.

    —Vamos —dijo Sean. Me agarró del codo y me condujo por el corredor, hasta donde los hermanos estaban distribuyendo un poco de cereal seco para el desayuno.

    Riggins se inclinó hacia mí cuando pasaba.

    —¿Tú sí vas a hacer algo útil hoy? ¿O vas a volver a desaparecer? —Cuando di media vuelta, él ya estaba avanzando a zancadas hacia la puerta occidental, riéndose entre dientes.

    Sentí cómo todo mi cuerpo ardía de la rabia.

    No era ningún secreto que Chase y yo no habíamos salido del motel desde que escapamos de la base, pero no sabía que alguien hubiese notado que a veces, cuando el cuarto piso se volvía demasiado pequeño, me escapaba al techo para aclarar mis pensamientos. No le hacía daño a nadie con eso y todos cumplíamos nuestros deberes. Distribuíamos las raciones y Chase hacía turnos para vigilar el edificio, pero no era lo mismo que patrullar las calles, atracar camiones de provisiones o ayudar a los que estaban en peligro. Riggins y yo lo sabíamos.

    No es que yo no quisiera hacer más. Sí quería. Quería marcar una diferencia, ayudar a alguien, para que no le pasara lo mismo que a mi madre, a quien nadie le había tendido una mano. La MM podía pensar que estábamos muertos, pero yo recordaba con mucha claridad cómo era ser perseguida. Primero como infractora del estatuto, cuando mi madre fue acusada con base en el artículo 5, y luego como desertora del reformatorio. Chase había sido acusado de todo, desde deserción hasta asalto. A veces, todavía podía sentir a la MM respirándonos en la nuca.

    Pero esas cosas no le importaban a la gente como Riggins. Él había desconfiado de mí desde que Sean nos trajo para encontrar refugio, y estar escondida aquí mientras que él y los demás arriesgaban su vida no ayudaba a demostrar mi dedicación a la causa.

    De repente sentí que la furia ardía en mi interior. Había sobrevivido a las atroces reglas de la MM, escapado a una ejecución y venido aquí, a la resistencia, donde se suponía que todos estábamos del mismo lado. No necesitaba que nadie me hiciera sentir débil o dudara de mí.

    Me solté del brazo de Sean y di media vuelta, para estrellarme de frente con Chase, que me llevaba por lo menos quince centímetros de altura y era mucho más ancho, incluso cuando estaba encorvado. ¡Vaya par! Eran como mis guardaespaldas personales. Debería estar agradecida por su ayuda, pero en lugar de eso me sentía pequeña y demasiado necesitada de protección.

    —Hablaré con Riggins —dijo Chase—. Ese chico no sabe cuándo parar.

    —No te preocupes. Solo está bromeando —dije, pero mi voz sonó muy débil para ser creíble, y pude sentir el terror y el vacío que se escondían detrás de ese frágil velo de control. Así había sido desde que me enteré del asesinato de mi madre. A veces la pared parecía más gruesa, a veces me sentía más fuerte, pero todo era una ilusión. Todo se podía desmoronar en un segundo, como amenazaba con hacerlo ahora.

    Chase dio un paso hacia el frente.

    —Mira —dijo inclinándose para que nuestros ojos quedaran al mismo nivel—, no tenemos que quedarnos aquí. Podemos montarnos en el siguiente transporte hacia el refugio. Dejar todo esto atrás. —Su voz sonaba llena de esperanza.

    —Todavía no. Tú lo sabes. —Primero teníamos que encontrar a Rebecca. Si yo no hubiera chantajeado ni a Rebecca ni a Sean para que me ayudaran a escapar, ambos estarían juntos, y ella no habría salido herida. Todavía podía oír cómo la golpeaban en la espalda con un bastón mientras los soldados se la llevaban.

    —Adelántense ustedes, chicos. Yo los alcanzo más tarde —dije, mientras me aclaraba la garganta y sentía que mis paredes se derrumbaban. Chase suspiró y aceptó la invitación de Sean para ir a desayunar.

    Antes de que el desespero se apoderara de mí, hui del corredor hacia el cuarto de suministros. No importaba si me quedaba sin ración. El vacío que sentía dentro no tenía nada que ver con el hambre. Solo cuando el corredor se quedó en silencio recordé que Wallace había mandado a Chase a explorar el edificio de oficinas desocupado que estaba al lado, y que por tanto Chase iba a salir del Wayland Inn sin mí. Aunque no estuviera patrullando las calles principales, la idea de que él saliera me ponía enferma.

    A MEDIA MAÑANA, ya había reorganizado las cajas llenas de ropa y zapatos usados con el fin de liberar espacio para el nuevo cargamento. Había apilado el papel higiénico en columnas y reunido toda la munición en cuatro cajas grandes de cartón. Ya se estaban acabando los pequeños cartuchos plateados que, según había aprendido, servían para las pistolas 9 mm robadas y tomé nota de eso para comentárselo a Wallace más tarde.

    Las cajas con los uniformes permanecieron apiladas contra la pared del fondo, intactas.

    —¡Pusiste las latas en orden alfabético!

    Di un salto cuando Billy apareció en la puerta, con las cejas levantadas bajo el pelo desordenado, una bo­tella de blanqueador de la marca Horizontes en una mano y una esponjilla desbaratada en la otra. Le señalé con el dedo la estantería metálica en la que había puesto los productos de aseo. Hacía poco había cambiado sus jeans usados por otros que le quedaban demasiado grandes y di media vuelta cuando se le escurrieron bajo la cadera.

    Cuando volví a girar, estaba tratando de asegurárselos con cinta.

    —¡Espera! —le dije, sin poder contener una carcajada—. Por aquí hay un cinturón. Junto a los uniformes.

    —¿También pusiste la ropa en orden alfabético?

    Sonreí abiertamente.

    —Dame un poco de tiempo. —Luego me puse seria, mientras él avanzaba hacia los contenedores, sosteniéndose los pantalones con una mano.

    —Ah…, ¿Billy? —dije y me quedé unos cuantos pasos atrás—. Oí que podía haber ratas por ahí. —Estaba casi segura de que Riggins solo quería asustarme, pero no estaría de más confirmar si se trataba de una mentira.

    —Así es —dijo Billy—. ¿Por qué? ¿Te mordió alguna?

    Me encogí de solo pensarlo.

    —No, solo… pensé que vi una, eso es todo —mentí.

    —Ah, espera. —Billy se dirigió de nuevo hacia la puerta, sonriendo. El corredor estaba en silencio: los del turno de la noche dormían y la mayoría de los del turno de día estaban fuera, cada uno con su tarea. Los pasos de Billy resonaron con fuerza mientras caminaba hasta su habitación.

    Pocos minutos después regresó sosteniendo entre sus brazos a Gypsy, la gata sarnosa y abandonada que había encontrado en la escalera la semana anterior. Era casi toda negra, aunque no tenía pelo en la parte de atrás, pero se veía menos raquítica que antes.

    —Ya te deja alzarla. —La gata no había hecho más que sisear y aruñar durante varios días, y al oír mis palabras empezó a maullar intensamente hasta que Billy la puso en el suelo.

    —Ratas, Gypsy —dijo Billy—. ¡Mmmm, qué delicia, ratas!

    Gypsy misma no parecía muy diferente de una rata, y cuando se enroscó en mi pantorrilla, tuve que contener el impulso de lanzarla lejos.

    —Le caes bien —dijo Billy.

    Yo sonreí sin convicción.

    Entonces se oyeron otros pasos en el corredor, unos pasos más lentos y pesados, y corrí a la puerta con la esperanza de que fueran Chase y Sean, y que hubieran regresado del edificio de al lado. Pero en lugar de eso me encontré cara a cara con Wallace, que ahora tenía el radio metido entre el bolsillo del frente. Debe haber visto mi cara de decepción porque ladeó la cabeza hacia un lado, y dijo:

    —Cómo se nota que te pones feliz de verme.

    —¿Noticias del edificio de al lado? —pregunté, mientras Billy se nos acercaba. El nuevo cinturón funcionaba a la perfección.

    Wallace negó con la cabeza.

    —¿Te gustaría ir a echar un vistazo?

    . La palabra era muy sencilla. El edificio estaba al lado, pero no fui capaz de abrir la boca. Cuando Billy se ofreció a escoltarme, transferí el peso del cuerpo de una pierna a la otra. Pensar que Chase pudiera estar en peligro, o incluso Sean, me obligó a tomar una decisión, pero antes de que pudiera responder, Wallace ya había pasado a otra cosa.

    —Billy, si ya terminaste con los baños, te necesito en el servidor central. —Aunque su gesto era adusto, los ojos de Wallace traicionaban el orgullo que sentía. Billy había ensamblado un escáner con piezas que los chicos recogieron afuera de los incineradores de la base. Le había adaptado una pequeña pantalla de televisión que mostraba los boletines de la MM y las listas de infractores del estatuto en una letra críptica en blanco y negro. Era el mejor uso que había visto que se le podía dar a un televisor desde el final de la guerra.

    —Correcto. Estoy buscando noticias sobre el francotirador —me dijo Billy con tono de solemnidad.

    Afuera, en la calle, se oyó ladrar a un perro. Yo me mordí el interior de la mejilla.

    Alguien había asesinado a dos soldados de la OFR el mes pasado, en marzo, y luego desapareció sin dejar rastro. Hacía dos semanas que el francotirador había vuelto a atacar en Nashville: un soldado resultó muerto afuera de un depósito de distribución de la marca Horizontes. Wallace estaba tratando de averiguar su identidad para poder protegerlo, pero a mí no me gustaba la idea de traer a un criminal de tan alto perfil al Wayland Inn. No ahora que la MM estaba de cacería.

    —¿Se ha sabido algo? —pregunté.

    —Nada. —Wallace miró por encima de mi hombro hacia la ventana sucia que estaba detrás de las cajas llenas de uniformes—. Las noticias locales dicen que la OFR está a punto de resolver el caso, pero llevan semanas diciendo lo mismo.

    Los reportes de radio que monitoreábamos mostraban con claridad que no tenían ninguna pista.

    —Tampoco hay noticias sobre tu amiga. Esta mañana miré —agregó Billy, con las mejillas muy coloradas. Él nos había estado ayudando a Sean y a mí a buscar en el servidor cualquier centro de rehabilitación en Chicago adonde la MM pudiera haber enviado a Rebecca, pero nuestras búsquedas seguían siendo infructuosas. Ni siquiera Chase, que se había entrenado ahí durante su época de soldado, podía recordar un sitio así. Estaba empezando a dudar de que la pista que me habían dado en las celdas de detención de Knoxville fuera confiable.

    —Ve —le dijo Wallace—, y ya iba siendo hora de que te consiguieras un cinturón.

    Billy dio media vuelta para irse, rezongando, pero antes volvió a girar sobre sus talones y le lanzó una juguetona bofetada a Wallace. Un segundo después, ya iba corriendo por el corredor, muerto de la risa.

    Yo quedé con la boca abierta.

    —Maldito desgraciado —dijo Wallace con afecto, mientras se restregaba la mejilla sin afeitar. No creo que hubiese reaccionado de la misma manera si el de la bofetada juguetona hubiera sido Houston o Lincoln, o cualquier otro, a decir verdad.

    Gypsy se subió a una caja de uniformes que estaba contra la ventana y se acostó hecha un ovillo, mientras nos vigilaba con sus ojos amarillos. En medio del silencio, me di cuenta de que hacía varias semanas que Wallace y yo no hablábamos a solas.

    —Yo… creo que estamos bajitos de balas —dije—. Puse lo que tenemos en estas cajas…

    —Ven y conversamos un rato, Miller.

    Wallace dio media vuelta sin decir nada más y me hizo seguirlo hacia la puerta de la escalera. Hubo un momento en que pensé que me estaba poniendo a prueba y me iba a llevar afuera para ver si era capaz de ir, pero no. Empujó la puerta y subió, e hizo sonar los escalones metálicos con sus botas.

    La preocupación me estaba carcomiendo. Traté de imaginar la razón de esta conversación. Yo no sabía nada más del francotirador, y no había sido la única en expresar mis dudas sobre el candidato a nuevo recluta de Sean.Riggins también se había opuesto. Con seguridad no estaba en problemas por eso.

    Mis pensamientos se orientaron entonces a la base de la MM. No había manera de que yo supiera cómo volver a entrar ahí: sencillamente no teníamos hombres suficientes para tomarnos las entradas, y ningún soldado, ni siquiera los que estuvieran de incógnito, podría pasar por la salida que estaba junto al crematorio, por la que Chase y yo habíamos escapado. Wallace lo sabía. Él y yo le habíamos dado vueltas y vueltas al tema, hasta que no había nada más de qué hablar, y nos dejó a los dos frustrados.

    ¿Sería sobre eso que quería hablar conmigo ahora, sobre mi falta de contribución? ¿El hecho de que no había salvado a los demás en el centro de detención? Porque yo sabía que lo había decepcionado. A Wallace, a la resistencia, a los prisioneros que abandoné a su suerte. Era una idea que me perseguía y tal vez lo merecía. Había salvado a Chase y me había salvado yo, a sabiendas de que los que estaban en las celdas vecinas iban a morir. Traté de pasar saliva, pero tenía la garganta hecha un nudo.

    Wallace empujó la pesada puerta metálica del décimo piso y el interior se llenó de luz.

    No era un día muy soleado, pero en el cuarto piso manteníamos las cortinas cerradas y me tomó varios segundos adaptarme a la cantidad de luz. Cuando mis ojos se ajustaron, observé el patio de cemento que conocía tan bien y en el cual solo sobre­salía la entrada en forma de cueva hacia las escaleras, la banca de parque que había detrás de la entrada y el guardia de la resistencia que vigilaba las calles hacia el oeste.

    El aire no era puro, pero al menos no era un aire rancio como el de adentro. Respirar alertó mi estado de conciencia y me hizo sentir expuesta. Estar aquí con Wallace no parecía tan seguro como cuando subía sola.

    Wallace caminó al frente del edificio, hacia el borde elevado de ladrillo rojo que recordaba las almenas de un viejo castillo. Lo seguí hasta que nos sumergimos en las sombras, mientras levantaba

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