Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Bogotá en la lógica de la Regeneración, 1886-1910: El municipio en el estado
Bogotá en la lógica de la Regeneración, 1886-1910: El municipio en el estado
Bogotá en la lógica de la Regeneración, 1886-1910: El municipio en el estado
Libro electrónico829 páginas11 horas

Bogotá en la lógica de la Regeneración, 1886-1910: El municipio en el estado

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

En este libro se trata el papel que tuvo el municipio capitalino en la conformación del Estado nacional, en el periodo dominado por la Regeneración de fines del siglo XIX y comienzos del XX. Este tema es abordado por la autora de un modo muy original, mediante un novedoso cruce de diferentes perspectivas historiográficas: historia urbana, historia política, historia cultural, historia de la administración pública, las cuales maneja con precisión, soltura y erudición.

A Bogotá, como capital, le correspondió ser centro neurálgico de una propuesta enormemente contradictoria que, tras un discurso descentralizador, produjo una república fuertemente unitaria. Esto convirtió a la ciudad en una suerte de doble víctima: por una parte, le impidió desarrollar políticas autónomas que se tradujeran en una modernización urbana, como la que estaban experimentando otras capitales del continente; por otra parte, eso no fue percibido a nivel nacional. El resultado fue que las otras ciudades y regiones colombianas vieron a Bogotá como una beneficiaria directa del régimen.

Los conflictos y las luchas por la autonomía urbana que este trabajo revela por primera vez, como el carácter "moral" de la resistencia regeneracionista a la modernización urbana, cuentan sin duda entre lo más innovador que la doctora Suárez Mayorga aporta a la historiografía colombiana y latinoamericana.
Adrián Gorelik
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 dic 2020
ISBN9789587815818
Bogotá en la lógica de la Regeneración, 1886-1910: El municipio en el estado

Relacionado con Bogotá en la lógica de la Regeneración, 1886-1910

Libros electrónicos relacionados

Política para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para Bogotá en la lógica de la Regeneración, 1886-1910

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Bogotá en la lógica de la Regeneración, 1886-1910 - Adriana María Suárez Mayorga

    Capítulo 1 | Meditando el problema en clave histórica

    El tiempo histórico se realiza en un presente. Ayer como hoy, el presente de un individuo o grupo se define como una modalidad particular de acción entre un espacio de experiencias y un horizonte de espera. El pasado es un presente que se desliza. (López, 1999, p. 376)¹

    Una vez delimitado el contexto historiográfico en el que se inscribe la pesquisa, es necesario establecer el referente teórico desde el cual se abordará el examen de la administración bogotana. Los trabajos más sugerentes para aproximarse a los problemas previamente trazados han sido elaborados por la historiadora argentina Marcela Ternavasio, quien se ha interesado por analizar el rol desempeñado por las ciudades rioplatenses en la estructuración del gobierno central.

    Tomando como eje esta pregunta, su propuesta investigativa busca comenzar a redefinir la historia política a través de la articulación entre espacios municipales, regionales y nacionales, abriendo de esta forma el espectro temático hacia tres cuestiones cardinales: a) los conflictos surgidos en torno a la antinomia centralización-descentralización del poder; b) la distribución de funciones y atribuciones entre las diferentes instancias gubernamentales, y c) el sistema de representación local (Ternavasio, 1992, p. 56).

    La pertinencia de acudir a la academia argentina para estructurar la argumentación no es inopinada, sino que responde a la relevancia que el país austral alcanzó en las cavilaciones de los letrados colombianos del período en estudio, justamente por su reputación de pueblo que caminaba decidida y valerosamente por la senda del progreso (La Opinión, 1900b, p. 210).

    Interesa advertir, empero, que los planteamientos que aquí se enunciarán no están orientados a efectuar un ejercicio comparativo entre Buenos Aires y Bogotá.² Lo que se pretende es reconocer que, a pesar de las ostensibles diferencias históricas que existieron entre ambas ciudades, también se dieron ciertas similitudes propias del lenguaje común que nutrió al universo hispanoamericano.³ Un universo que, salvando los matices de las distintas repúblicas, compartió en el siglo XIX un mismo clima de ideas respecto al papel y las funciones que debían desempeñar los municipios en el seno de la relación entre [E]stado y sociedad (Ternavasio, 1991, p. 7).

    Testimonio de lo anterior son las reflexiones llevadas a cabo a partir de la segunda mitad de la centuria decimonónica por la élite letrada rioplatense en torno a cómo se debía organizar el gobierno municipal con referencia a la provincia y al Estado nacional.⁴ Juan Bautista Alberdi,⁵ una de las voces más autorizadas de la época en lo tocante a este tema, propuso dos modelos de ordenamiento para encarar la situación: el primero de ellos consistió en combinar el localismo con la nación, con miras a superar la disgregación y la anarquía que, a su juicio, estaban personificadas en el enorme espacio desierto e inhabitado (Ternavasio, 1991, p. 24). Con tal fin sugirió "constituir una república federal —centralizada en la figura del Poder Ejecutivo— que simbolizara un estado intermedio entre la independencia absoluta de muchas individualidades políticas y su completa fusión en una sola soberanía" (p. 25).

    El segundo de ellos consistió en brindarles autonomía y libertad a las comunidades para organizar la administración local. Hay que anotar que este arquetipo lo formuló, pero no lo desarrolló porque, a su modo de ver, únicamente era posible y deseable de materializar cuando se produjera una transformación en la sociedad que redundara en una mutación del Estado (Ternavasio, 1991, p. 25).

    Fundándose en el primer modelo mencionado, Juan Bautista Alberdi le asignó las siguientes funciones al municipio:

    -Administración de justicia civil y criminal en primera instancia.

    -Policía de orden, de seguridad, de limpieza y de ornato.

    -Instrucción primaria: el vecindario [tenía que encargarse] de instalar, vigilar y sostener […] las escuelas.

    -Cuidado de caminos, puentes, calles y veredas. Instalación de hospitales para indigentes, casas de crianza para niños [desamparados y] asilos para extranjeros desvalidos.

    -Promoción de la inmigración y control del aumento del vecindario […]

    -Manejo de rentas, impuestos, fondos [y] medios de crédito [indispensables] para llevar adelante las funciones antes mencionadas, manteniendo la total autonomía en su administración respecto al poder central. (Ternavasio, 1991, pp. 28-29)

    La propuesta alberdiana fue rebatida por Domingo Faustino Sarmiento,⁶ quien reivindicó la correlación entre la institución local y la aglomeración y arraigo de su población (Ternavasio, 1991, p. 26). Oponiéndose al sistema centralizado propuesto por Alberdi, insistió en que era imperioso descentralizar el territorio desde arriba, accionar que entrañaba que el gobierno central debía delegar funciones limitándose a sí mismo y generar una redistribución del poder (p. 26).

    Mientras que en la opción inicial se buscaba integrar las viejas estructuras regionales bajo la hegemonía de un régimen político centralizado, en el cual la localidad quedaba relegada a labores racionalmente restringidas, en el modelo sarmientino el entorno comunal se constituyó en el eje de articulación de un proyecto que abogaba por la descentralización, así proviniera del mismo poder central (Ternavasio, 1991, p. 27).

    La plasmación de estos preceptos en una normatividad específica propició otro desacuerdo entre ambos intelectuales: aunque para Alberdi el cabildo colonial, legado de la tradición española, era el sustrato por excelencia de la libertad local, para su contraparte, crítico mordaz de dicha institución, la pauta a seguir era el régimen comunal norteamericano, en el que el municipio se consagraba a administrar el territorio que estaba a su cargo, a la par que se erigía en sede de difusión de la instrucción y de formación de la opinión pública (Ternavasio, 1991, p. 28).

    La postura que a la larga se impuso en el medio argentino fue la de Alberdi, circunstancia que ocasionó que la relación poder local-poder central se cimentara en una clara definición de las tareas que incumbían estrictamente al ámbito municipal. La puesta en marcha del centralismo alberdiano supuso entonces la aceptación de una disyunción entre la administración y la política, que fue legitimada en el razonamiento siguiente:

    Como garantía del recto ejercicio de la soberanía popular en el Poder Ejecutivo, la ciencia ha subdividido este poder en político y administrativo, entregado el primero, como más general, más arduo y comprensivo, al gobierno o Poder Ejecutivo propiamente dicho; y el segundo a los Cabildos o representaciones departamentales del pueblo, como más inteligentes y capaces de administrar los asuntos locales que interesan a la justicia inferior, a la policía, a la instrucción, a la beneficencia, a los caminos, a la población, etcétera. (Ternavasio, 1992, pp. 58-59).

    La traducción de estas palabras en una legislación concreta significó otorgarle a las provincias y al Estado nacional las funciones adscritas al primer campo (el político), mientras que a los municipios se les asignaron las funciones adscritas al segundo (el administrativo).¹⁰ Hay que hacer hincapié en esta cuestión porque dio origen a un imaginario compuesto por dos formas de representación distintas: a) la que reconocía al ciudadano como el individuo capaz de ejercer los derechos políticos (Ternavasio, 1992, p. 59), y b) la que estimaba que el vecino (incluyendo en este concepto a los extranjeros), debía restringir su intervención a la esfera local, despolitizando de esta manera su accionar.¹¹ La justificación dada por Alberdi en relación con esta dualidad se fundamentó en el raciocinio que sigue:

    Es preciso no confundir lo político con lo civil y administrativo. La ciudadanía envuelve la aptitud para ejercer derechos políticos, mientras que el ejercicio de los derechos civiles es común al ciudadano y al extranjero, por transeúnte que sea. En cuanto al rol administrativo, que comprende el desempeño de empleos económicos, de servicios públicos ajenos a la política, conviene a la situación de la América del Sur que se concedan al extranjero avecindado, aunque carezca de ciudadanía. Es justo dar ingerencia [sic] al extranjero en la gestión de asuntos locales, en que están comprometidas sus personas, sus bienes de fortuna y su interés de bienestar. (Ternavasio, 1991, pp. 31-32)¹²

    La anuencia con la que se recibieron estas palabras propició que la participación en el entorno municipal empezara a concebirse en estrecho vínculo con los recursos económicos del electorado. Intelectuales de la talla de Vicente Fidel López (1815-1903), Pedro Goyena (1843-1892) o Lisandro de la Torre (1868-1939) coincidieron en proponer que el poder local perteneciera exclusivamente a quienes pagaban contribuciones, afirmación que se sustentaba en la convicción de que solo los mayores contribuyentes eran quienes albergaban los atributos más seguros para determinar la seriedad de su conducta y la seguridad de sus procederes (Ternavasio, 1992, p. 59).

    La imposición del voto calificado para las municipalidades se constituyó de esta forma en un requisito básico para la mayoría de las provincias, hecho que originó que se implementara un modo de representación en el que se favorecía el bien particular sobre el general. El municipio quedó de esta forma ligado a la esfera de lo privado: en adelante se estipuló que el avecindado debía limitarse a abarcar los asuntos locales que afectaban directamente su bienestar particular, condición que le impedía poseer el conjunto de valores que se requerían para ejercer la política.

    La plasmación de estas ideas fue tanteada en la Constitución Nacional de 1853 (Ternavasio, 1992, p. 60); si bien es verdad que este documento dejó librada a las provincias a través de su artículo 5º la organización de su régimen municipal, ocasionando con ello un cierto vacío normativo en lo concerniente a cuáles debían ser las funciones, atribuciones y formas de representación a nivel local, también lo es que al examinar las cartas magnas provinciales y las leyes orgánicas municipales argentinas se advierte una tendencia a explicitar la disyunción entre funciones políticas y administrativas con miras a otorgarle al municipio el cumplimiento de estas últimas (p. 60).

    La estrategia empleada para conseguir este objetivo fue disponer en las poblaciones de un sistema que privilegiaba al contribuyente por medio de la vigencia del voto calificado municipal, categoría en la cual generalmente se incorporaba a los extranjeros que reunieran tal calidad (p. 60).

    Las transformaciones experimentadas en el medio rioplatense a partir de 1860, propiciaron una reglamentación más concreta al respecto; uno de los principales voceros de esa reestructuración fue Vicente Fidel López, quien, siendo coetáneo e interlocutor de Alberdi y de Sarmiento, se dedicó a cuestionar el centralismo administrativo imperante, con la finalidad de defender la autonomía local. El gobierno de lo propio que resultó de sus reflexiones se afincó en la concepción de que el poder comunal, al desempeñar funciones meramente administrativas, únicamente incumbía a los contribuyentes, de manera que la participación en el campo electoral debía restringirse a quienes estuvieran realmente interesados económicamente en él, fueran nativos o extranjeros (Ternavasio, 1991, p. 37).

    La promulgación de la Constitución provincial de 1873 le confirió a los municipios bonaerenses una jurisdicción territorial que se identificó "con la figura del municipio-partido" (Ternavasio, 1991, p. 67), lo cual significó que en su órbita de influencia entraban tanto áreas urbanas como rurales.¹³ La médula de los reproches proferidos en contra de esta demarcación giró en torno al carácter político que se le otorgaba a la esfera local, criterio que para un amplio sector de la clase política provincial contravenía la a-politicidad presente en el modelo municipal dominante, al convertir a las municipalidades en uno de los principales engranajes del acto electoral (p. 68).¹⁴

    El otorgamiento de estas atribuciones estuvo acompañado de la sanción de un sistema representativo particular, asentado en que eran electores: a) los que lo fueran de diputados, estando inscriptos en el registro cívico del municipio, y b) los extranjeros mayores de 22 años que estuvieran domiciliados, pagaran impuesto directo, fueran alfabetos y se inscribieran en un registro especial que iba a estar a cargo de la Municipalidad (Ternavasio, 1991, p. 69).

    La condición de ser elegibles quedó restringida a todos los ciudadanos mayores de 30 años que, siendo vecinos del distrito, supieran leer y escribir; en el caso de ser foráneos, además de estos requisitos debían pagar contribución directa o, en su defecto, poseer un capital de cien mil pesos o ejercer profesión liberal (Ternavasio, 1991, p. 70).

    La federalización de la capital argentina, ocurrida en 1880, ocasionó que la potestad de dictar las leyes municipales que en lo sucesivo iban a regir sobre la ciudad quedara en manos del Congreso Nacional (Ternavasio, 1991, p. 70). La expedición, en octubre de 1882, de la Ley Orgánica Municipal de la ciudad de Buenos Aires legitimó la noción de un municipio a-político con representación de los contribuyentes y avaló la subordinación al poder central (p. 70).

    Aun cuando en los debates surgidos antes de su aprobación se escucharon voces que se oponían a estos preceptos, el resultado final salvaguardó a grandes rasgos las directrices tradicionales: se adoptó el sufragio calificado, de manera que se le concedió la condición de electores a los vecinos contribuyentes, fueran nativos o extranjeros, y se mantuvo la representación parroquial en la organización del Concejo Deliberante, al fijarse la cláusula de que el Presidente de la república era quien debía designar —con acuerdo del Senado—, al intendente municipal (Ternavasio, 1991, p. 71).¹⁵

    La aceptación de este último postulado generó, tanto que la legislatura nacional dictara los reglamentos concernientes a los asuntos municipales, como que el poder ejecutivo local fuera escogido por dicho mandatario (Ternavasio, 1991, p. 72). Efecto de lo anterior fue que, con frecuencia, el gobierno central suprimió a las autoridades locales de la capital argentina para reemplazarlas por las denominadas Comisiones Municipales (p. 72).¹⁶

    El panorama descrito se mantuvo constante hasta los albores del siglo XX cuando la fórmula alberdiana comenzó a ser seriamente cuestionada a raíz de la consolidación de la inserción del país en el mercado capitalista mundial (Ternavasio, 1991, p. 42). Los cambios en la composición de la sociedad a causa de la inmigración masiva y de la creciente urbanización, provocaron una gran conflictividad social (p. 42) que puso de manifiesto los antagonismos existentes entre las fórmulas prescriptivas y las prácticas políticas (p. 78).¹⁷

    La preocupación de los intelectuales se concentró entonces en adecuar la legislación municipal a los problemas que ahora se debían afrontar. Las críticas esgrimidas hacia 1910 en la Revista Argentina de Ciencias Políticas se dirigieron primordialmente a denunciar el alejamiento de las prácticas comunales del modelo que determinaba la disyunción administración-política, poniendo de manifiesto con ello que la descentralización administrativa propuesta por Alberdi no había frenado el proceso centralizador que a nivel político se había producido en el contexto rioplatense (Ternavasio, 1991, p. 48).

    Vale subrayar que dichos debates tuvieron además una repercusión directa en la configuración física de la ciudad: en el marco de la conmemoración del Centenario se dio un enfrentamiento entre los dos universos porteños —el sur obrero, de la protesta y el norte elegante, de la celebración (Gorelik, 2004, p. 199)—, que ocasionó que desde distintos sectores de la población, particularmente los vecinos organizados de la zona austral, los partidos políticos y la opinión pública, surgiera una "mirada municipalista que demandó una creciente dedicación gubernamental" en el sector meridional de la capital (p. 200).

    Más que un reclamo de justicia urbana, esta última postura terminó convirtiéndose en el núcleo motorizador de una ideología, identificada con el término nacionalismo municipal, que se arraigó entre los cuerpos técnicos y burocráticos de la municipalidad (Gorelik, 2004, p. 200).¹⁸

    Un episodio que puso de manifiesto el conflicto que se fue urdiendo entre el poder local y el gobierno central fue la ubicación de los festejos: mientras los actos organizados por la Comisión Nacional del Centenario denotaron una evidente preferencia por la zona septentrional de la urbe, el Concejo Deliberante resolvió erigir estatuas conmemorativas en la franja opuesta, de forma que los pocos actos oficiales que se llevaron a cabo en esta zona respondieron a la inauguración de esas efigies (Gorelik, 2004, p. 201). La determinación de situarlas allí no fue producto del azar:

    Cada [localización] y cada encargo implicó discusiones entre las comisiones Nacional y Municipal de organización del centenario. Para la revista Atlántida, vocera oficiosa de la Comisión Nacional, el Concejo Deliberante se excedía en sus funciones al tratar de ser intérprete del pensamiento nacional: no debía corresponderle ni la colocación de monumentos ni la decisión sobre la toponimia urbana, usurpaciones municipales que [creaban] el riesgo […] de someter al país entero a una docilidad localista. Para la principal vocera del nacionalismo municipal, la Revista Municipal, en cambio, los homenajes consagrados por la Municipalidad [eran] lo único que [podía] salvar a la metrópoli del ridículo que se le [preparaba] con la insignificancia de las fiestas organizadas por la Comisión Nacional […]. (Gorelik, 2004, pp. 201 y 203)

    Indiscutiblemente, la querella que se fraguó entre ambos organismos puso de relieve las dificultades que había para definir las competencias que tanto el poder municipal como el estatal podían arrogarse en el marco de una legislación que, desde la capitalización de la urbe, auspiciaba un terreno difuso y superpuesto de atribuciones con una subordinación explícita del municipio (Gorelik, 2004, p. 203).

    La exacerbación de las rencillas que de antaño existían entre las dos esferas además sirvió de catalizador para que desde las instituciones locales se denunciara la intrusión del gobierno nacional en la gestión de Buenos Aires, lo cual impedía u obstaculizaba su conducción. El corolario de todo esto fue que la tensión sur-norte se volvió una metáfora de la disputa por el poder: la parte meridional pasó a simbolizar el carácter probo, popular y correcto técnicamente, de realizar las prácticas urbanas, mientras que la parte septentrional pasó a personificar la política de bambalinas, la corrupción del gobierno, los negocios imperiales, las finanzas y el formalismo hueco de los aristócratas (Gorelik, 2004, p. 205).

    No resulta errado pensar que en el trasfondo de dicha dualidad se hallaba la separación administración-política, pero ahora conjugada con otros factores: al carácter eminentemente administrativo de la localidad se sumaba el espíritu técnico-profesional que la nutría, de índole nacionalista, sustentado en la idea de que la ciudad debía ser construida por argentinos con materiales nacionales, mientras que al carácter eminentemente político del gobierno central se aunaba la práctica clientelista, legitimadora de un urbanismo afín al cosmopolitismo que imperaba en la capital.¹⁹

    Lo acaecido en suelo bonaerense revela que la independencia que la legislación le concedió al entorno municipal en el contexto argentino fue más nominal que sustancial, ya que progresivamente el municipio se convirtió en un órgano dependiente del [E]stado y en un espacio de control de la sociedad civil (Ternavasio, 1991, p. 48). Sin embargo, la sumisión casi absoluta de las autoridades comunales frente a las estatales y provinciales no impidió que los municipios se posicionaran en el centro de la lucha electoral, por lo que acabaron convirtiéndose en un espacio idóneo para estimular el ascenso social y la participación en la esfera política de las élites locales —muchas de ellas de origen extranjero— (p. 48).

    La diferencia fundamental de esta experiencia con el medio colombiano radica en que la Regeneración dispuso que todos los ciudadanos eligieran directamente a sus concejales, lo cual anuló tanto la separación administración-política, que se reivindicó en suelo rioplatense, como la correlación vecino-contribuyente que allí imperó. La historia compartida durante la etapa en estudio acredita, de cualquier forma, que los antagonismos surgidos entre las diferentes instancias que tenían injerencia en el desarrollo urbano fueron recurrentes a pesar de las divergencias existentes en el andamiaje institucional sobre el cual se estructuró en cada país el régimen municipal.

    La aproximación al tema en el entorno colombiano

    Florentino González fue quien en 1839 se ocupó de meditar en el territorio patrio alrededor del gobierno municipal; sus disquisiciones fueron expresadas en una clave cercana a los postulados de Domingo Faustino Sarmiento, pero lo cierto es que estos dos letrados nunca se conocieron ni llegaron a saber hasta qué punto llegaba la identificación mutua en la forma de solucionar el desajuste entre tradición local y organización moderna (Díaz Videla, 1994, p. 49).

    Las reflexiones que el neogranadino profirió acerca de la relación poder local-poder central fueron consignadas en el libro Elementos de ciencia administrativa, el cual iniciaba definiendo la administración pública como la acción de las autoridades sobre los intereses y negocios sociales, que tuvieran el carácter de públicos, ejercida conforme a las reglas que se hubieran establecido en una nación para manejarlos (González, 1994, p. 75).²⁰

    Fundado en esta aserción, él sostenía que para que los individuos de una sociedad política pudieran hallar el bienestar y la felicidad, era preciso que todas las cuestiones vinculadas con el estado social estuvieran adecuadamente atendidas, bien fuera que se encontraran conectadas con la masa entera de la sociedad, o bien que se refirieran a segmentos más o menos considerables de ella (González, 1994, p. 75).²¹

    La esencia de su argumentación se sustentaba en la convicción de que había dos tipos de asuntos: a) los que podían ser manejados por el impulso uniforme de una sola autoridad en toda la nación (González, 1994, p. 75), en la medida en que afectaban de la misma manera (p. 75) a la totalidad de los habitantes y tenían para la comunidad idéntica importancia, como era el caso de las relaciones con pueblos extranjeros y el comercio exterior (p. 76),²² y b) los que afectaban a una porción grande de la sociedad, o sólamente [sic] a una localidad y no podían ser solucionados por disposiciones generales porque era imposible amoldarlos bajo un único esquema, a causa de la infinita diversificación a que por las circunstancias locales estaban sujetos los intereses que debían atender (p. 76).²³

    Inscrito en este marco, Florentino González afirmaba que las leyes administrativas debían tener presente esa variedad al dar a los funcionarios sus respectivas atribuciones (González, 1994, p. 76). Así, cuando los negocios podían recibir una acción uniforme y general (p. 76), el legislador estaba habilitado para emitir una providencia que se aplicara por igual en el territorio, como sucedía con la recaudación y la distribución de las contribuciones centrales. No obstante, si este modo de proceder era inaceptable por la multiplicidad de factores involucrados, era imperioso efectuar particulares modificaciones en el ejercicio del poder público para que tales asuntos fueran solventados con acierto y prudencia (p. 76). La inferencia a la que llegaba por esta vía se resume como sigue:

    La administración puede y debe, por tanto, dividirse en general o nacional, y parcial o municipal. La primera es la acción de la autoridad pública sobre los intereses y negocios sociales comunes a la masa entera de una nación o de la mayoría de ella: la segunda es la acción de la autoridad pública de una sección de la sociedad sobre los intereses y negocios que son peculiares a esta misma sección. (González, 1994, p. 77)²⁴

    La potestad sobre los intereses y negocios generales correspondía a la autoridad legislativa, que era la que con propiedad se podía llamar gobierno (González, 1994, p. 77). Quien se encargara de desempeñar la autoridad ejecutiva no debía tener intervención directa sobre los intereses peculiares de las secciones, pero sí debía poseer las facultades necesarias para inspeccionar lo que se hacía en estas, en aras de no turbar la armonía que debía existir entre las diferentes partes del Estado (p. 77).

    La acción de la autoridad pública en las secciones, tenía en contrapartida que materializarse a través de la instauración de corporaciones nombradas popularmente y llevarse a efecto por funcionarios que, aparte de ser designados con la participación del pueblo, también fungieran como agentes de la administración nacional (González, 1994, p. 77). Esta estrategia implicaba, como lo comprobaba el ámbito norteamericano, que tanto las grandes porciones de la sociedad política como las pequeñas tenían su gobierno y su administración propia, trabados de de tal manera que concurrían al unísono en pro de la patria (p. 78).²⁵

    La pluralidad de asuntos por abordar en una localidad era precisamente la que justificaba la existencia de un aparato municipal, pues, sin este, en vano suspiraría un pueblo por su adelanto material e intelectual, y en vano se forjarían hábitos democráticos (González, 1994, p. 79). Únicamente cuando se les otorgaba a los habitantes una grande participación en la cosa pública se generaba que se interesaran por ella, engendrando así sentimientos de patriotismo que, a pesar de constituirse en el recinto de las localidades, abrazaban a todo el país (p. 79).²⁶ El federalismo que según el neogranadino resultaba de este engranaje se cimentaba en dejar expedita la acción de las autoridades generales en lo que entendían y podían hacer bien, sin privar a los municipios de ocuparse de lo que solo ellos podían manejar con acierto (p. 79).²⁷

    Hay que advertir que la concreción de esos postulados estaba supeditada a la realización de una buena división territorial, para lo cual era indispensable enlazar a los agentes gubernamentales con los intereses que iban a maniobrar. Según Florentino González, las secciones en que se fragmentaba ese todo que se llamaba nación no podían ni ser tan extensas que imposibilitaran la actuación, el cuidado y la vigilancia de las autoridades que debían mandar en ellas, ni tan reducidas que se complicara y debilitara la potestad de los funcionarios, ocasionando que fuera preciso tener a una multitud de ciudadanos en servicio público permanente (González, 1994, p. 87).

    Fundado en esta constatación, él consideraba apropiada la división territorial entonces vigente, compuesta de tres circunscripciones: a) la provincia, conformada por un número proporcionado de cantones (González, 1994, p. 87) y dirigida por un gobernador o prefecto; b) el cantón, configurado por distintas parroquias y atendido por el jefe cantonal (p. 87), y c) el distrito parroquial, la división más importante, correspondiente al grupo de la sociedad en el que las familias se halla[ban] más en contacto porque viv[ían] en casas cercanas unas de otras (p. 87).²⁸ Desde su perspectiva, era en este último lugar en donde el hombre cono[cía] la ventaja de hallarse reunido con sus semejantes y en donde se experimenta[ban] los bienes o los males de la administración (p. 87).²⁹

    La eficacia del sistema enunciado dependía de que hubiera un representante en cada una de las secciones que se dedicara a ejecutar las órdenes del poder central, pero, como la autoridad pública se ejercía en nombre del pueblo, debían ser los propios habitantes quienes le concedieran la facultad de instituir a dichos funcionarios. En su concepto, cuanto menos se dejara intervenir a la gente en la designación de dichos empleados, más alto era el riesgo de que los [vieran] con disgusto, de que los consi[deraran] como una cosa ajena y los contra[riaran] en sus operaciones (González, 1994, p. 96), acaecer que podía incluso podía conducir a la sociedad a la anarquía (p. 97).

    La postura que reivindicaba en tal sentido apuntaba a que los agentes que presidían las circunscripciones debían ser escogidos por el jefe de la administración coadyuvando el pueblo con una propuesta de elegidos, de entre los cuales debía salir el nombramiento (González, 1994, p. 98). Sin embargo, en aras de no obstaculizar la labor del mandatario, dejaba abierta la posibilidad de que él los removiera cuando lo creyera pertinente.³⁰

    La plasmación de estos planteamientos en un ordenamiento específico originó que Florentino González afirmara que:

    1. La gobernación debía ser guiada por un ciudadano postulado por los mismos electores que votaban para presidente de la república, senadores, representantes y diputados provinciales, teniendo cuidado de que el individuo que saliera favorecido no pudiera ser reelegido para el período siguiente (González, 1994, p. 211). Entre sus responsabilidades estaba notificar al encargado del Poder Ejecutivo acerca de la totalidad de los actos de las corporaciones y autoridades municipales, indicando los que traspa[saban] las facultades adscritas a su cargo (p. 217).

    2. El cantón debía estar regido por un merino escogido por el gobernador de acuerdo con un listado de tres individuos presentados anual o bienalmente por la asamblea electoral del cantón (González, 1994, p. 241). El gobernador tenía la potestad de destituir a su subordinado, pero la determinación que tomara podía ser reformada por el encargado del Poder Ejecutivo (p. 241). ³¹ Entre los quehaceres del dirigente cantonal se encontraban: a) encargarse especialmente de la publicación de todos los actos legislativos; b) cerciorarse personalmente, con visitas frecuentes, del modo como cumplían los burgomaestres sus deberes, y c) verificar la actividad, eficacia y pureza con que se recaudaban las contribuciones nacionales (p. 243).

    3. La esfera del común debía ser dirigida por el alcalde, el administrador más real y positivo porque se relacionaba en persona con la mayor parte de los intereses y negocios sociales y con los individuos a quienes afecta[ban] (González, 1994, p. 246). Su escogencia estaba a cargo del jefe político, quien lo elegía de una terna elaborada por la asamblea de sufragantes de la parroquia por mayoría relativa (p. 247). No obstante, su destitución descansaba en el superior inmediato, es decir, en el jefe de cantón. ³²

    Tabla 1. Modelo federal. Florentino González (1839)

    Fuente: elaboración propia con base en los postulados de González (1994).

    Un elemento a recalcar es que el neogranadino estimaba que era esencial el establecimiento de un ente deliberante en cada una de las tres circunscripciones mencionadas, con la finalidad de que se encargara de redactar los reglamentos y las ordenanzas requeridas para atender a los asuntos que les atañían. En la provincia, esa labor deliberante debía llevarla a cabo una cámara provincial compuesta de diputados de todos los pueblos de la provincia (González, 1994, p. 292), que tenían que ser elegidos en virtud de la población de los cantones que la componían. Los negocios a los que debía abocarse eran: a) instaurar las contribuciones necesarias para el servicio especial de la provincia, sin más limitaciones que la prohibición (p. 292) de que recayeran sobre objetos gravados con una imposición nacional o comunal (p. 293); b) regimentar los establecimientos públicos de enseñanza provinciales, incluyendo algunos asilos (p. 294); c) promover la formación de compañías incorporadas, es decir, de bancos, asociaciones de beneficencia, sociedades de seguros, etc. (p. 296); d) conceder los privilegios y patentes de inversión, y e) tomar medidas de policía y organizar en sus respectivos territorios a la guardia nacional (p.

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1