Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

La Rosa de los Cuatro Estados I. El ultimo Prestél
La Rosa de los Cuatro Estados I. El ultimo Prestél
La Rosa de los Cuatro Estados I. El ultimo Prestél
Libro electrónico373 páginas4 horas

La Rosa de los Cuatro Estados I. El ultimo Prestél

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Lulcio vive sumergido en una mentira piadosa. Desconoce la importancia de su apellido y el poder que fluye por sus venas; una magia ancestral que todos anhelan. Los apodados «sin almas» no dejarán de perseguirle y Arcano, un guerrero audaz y aparentemente invencible —el principal discípulo del mal— no le dará tregua hasta lograr apresarlo.
Como el último Prestél, Lulcio es el único capaz de desbancar a Aktum, un poderoso y temible hechicero que consume el Viejo Elión. Tras huir para salvar su vida junto a un grupo de amigos, el joven recorrerá sin descanso los parajes de un mundo mágico, pero condenado, con el fin de encontrar y despertar la única baza que les queda; un bien que oculta su entrelazado pasado.
Cuatro caídos. Cuatro nombres olvidados. Cuatro destinos ligados para resurgir como uno solo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 dic 2018
ISBN9788494873263
La Rosa de los Cuatro Estados I. El ultimo Prestél
Autor

Amador Peña Ruiz

Nace en diciembre de 1983, en Sanlúcar de Barrameda, un pueblo gaditano. Es hijo único. Cursa sus estudios con facilidad hasta bachillerato. Considera la lengua una asignatura más y siempre cree ser más de números. Su aventura con la literatura comienza con una cómica apuesta entre amigos. Esa apuesta se convierte en un reto para encarrilar su primer libro: La Rosa de los Cuatro Estados. El último Prestél (Ediciones Arcanas, 2018). Sigue escribiendo desde su pueblo natal, aunque admite que le ha resultado complicado compaginarlo con los deberes que marcan la sociedad. Tras la aceptación de su primera novela, al fin hace regresar a Lulcio con más fuerza que nunca. Revela que todo lo acontecido en El último Prestél tendrá repercusión en esta continuación y asegura que en Lágrimas de fuego comienza la verdadera aventura.

Autores relacionados

Relacionado con La Rosa de los Cuatro Estados I. El ultimo Prestél

Libros electrónicos relacionados

Fantasía para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para La Rosa de los Cuatro Estados I. El ultimo Prestél

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    La Rosa de los Cuatro Estados I. El ultimo Prestél - Amador Peña Ruiz

    1

    Pesadillas

    De repente alza los párpados, «en una mañana más silenciosa de lo normal», piensa Lulcio. Se despierta envuelto en un sudor frío y al momento asimila que nada extraño ocurre; el problema está en él y en esas pesadillas que últimamente le despiertan antes de tiempo. Un día más se levanta con la sensación de que algo no marcha bien en su tranquila existencia.

    El sol aún no se deja ver cuando sale de la cabaña. Un cielo rojizo parece arder y la brisa fresca mengua la visión del horizonte. La hermosa panorámica de la aldea le genera sosiego conforme aspira profundamente el aroma a tierra húmeda y a frutas del bosque de la engañosa realidad que le ha tocado vivir. Lo único que contrasta con el joven canto de las aves es el martilleo madrugador del herrero.

    De repente, una voz interrumpe el confort que siente:

    —¿A ti también te ha despertado Tyrus? —Sentado sobre un tronco bajo el umbral de su cabaña, Delio Leoster afila un largo sable de hoja ancha y empuñadura corta, intercalando cada pasada al compás del martilleo de Tyrus.

    Lulcio cruza el camino que separa los bohíos.

    —Mis pesadillas no me dejan dormir… y cada vez son más frecuentes. —Se acomoda a su lado y, tras acentuar un largo suspiro con el rugir del acero, añade—: No sé qué me está ocurriendo, parece que intentan decime algo. Como si me pidieran ayuda.

    Delio conoce la tragedia que nació en el reino y que, largos años después de su declive, se extiende día tras día. No se deja engañar por la paz que viven en el presente, en aquella aldea tranquila y parsimoniosa, pero tampoco se considera la persona idónea para revelar a Lulcio la verdad. Aun así, no llega a entender qué está cambiando en él.

    —No sé qué podría estar pasando, pero si averiguas de qué se trata, no dudes en contar conmigo…

    Delio deja de afilar su preciada arma, con la que se adentra a diario en el bosque a cazar, y agarra con firmeza el hombro de Lulcio. La delicada situación genera un breve e incómodo silencio. Pese a ser un hombre de sabios consejos, no sabe qué decir para tranquilizarle.

    —¿Quieres acompañarme hoy al bosque?

    —¡Sí! —exclama Lulcio sin dudarlo, con una gran sonrisa. Delio sabe que anhela pasar un día en la espesura y es consciente de que esa decisión borrará al instante cualquier preocupación que ronde su cabeza.

    —Pero deberás hacer exactamente lo que yo diga; andarás por donde yo ande y no te separarás de mí. —Le pone condiciones porque sabe que un mal paso fuera de la aldea podría acarrear consecuencias desagradables para todos—. Coge algo de comer y prepara tu arco. Te esperaré en el cobertizo.

    Delio conoce muy bien a Lulcio. Es humilde e inocente, aunque su piel clara y el pelo castaño oculta a un chico valiente, aventurero y curioso. Pero sabe que vive confundido porque apenas conoce el mundo que le rodea y casi no sabe cosas sobre su procedencia. Su madre, Ercilia, siempre le dice que conocerlo le traería problemas. Solo intenta protegerle de su pasado, pero le recuerda a diario que debe estar orgulloso de ser un Prestél.

    Lulcio espera que su madre no le prive de la oportunidad de disfrutar de un día en el bosque junto a Delio. Sin perder un solo minuto, vuelve a casa a prepararse. Ella ya está despierta.

    —Buenos días —la saluda, y se dispone a envolver dos bollos mientras susurra con temor a una negación—: Delio me va a llevar al bosque.

    —¡¿Cómo que al bosque?! —inquiere Ercilia. Tras el sobresalto, le pregunta con ironía—: ¿Y cómo se le ha ocurrido esa fantástica idea a Delio? ¿Y qué hacías tan temprano fuera de casa?

    —No podía dormir, mamá, así que salí y me encontré con él. —Muestra una sonrisa tímida e insegura y vuelve a achicársele la voz—: Sabes que con él estaré seguro…

    —¡Nadie está seguro con nadie! —replica su madre, tajante, a pesar de confiar en Delio—. ¿Y por qué no podías dormir? ¿Otra vez esas pesadillas?

    —Sí…

    —Pero hijo, cada vez que las tengas, debes decírmelo… —Ercilia se le acerca, algo más relajada y tolerante—. ¿Y esto es lo que piensas llevarte para comer? Déjalo anda, ya te preparo yo la comida. ¡Pero prométeme que tendréis mucho cuidado! Ya hablaré yo con Delio si no…

    Antes de que Ercilia se dé cuenta, Lulcio espera impaciente, con el cinturón apretado, las botas bien ceñidas y el arco que le regaló Delio a la espalda. Ella le ofrece la comida y muestra una leve sonrisa mientras observa cómo se aleja su único hijo. Entiende que ya es un muchacho y que no podrá protegerlo siempre. Desea que se lo pase bien y, en cierto modo, que se meta en algunos líos para que aprenda a defenderse, porque si está en lo cierto, esas pesadillas podrían acarrearle consecuencias inevitables.

    La aldea solo cuenta con un centenar de habitantes, pero hay bullicio en las calles desde muy temprano. La mayoría se disponen a empezar sus tareas diarias. Lulcio recorre un camino pedregoso que discurre entre cabañas de barro y madera. Sus techos inclinados y coloridos debido al musgo formado a lo largo de los años, descansan sobre dos columnas de madera, lo que forma un pequeño pero acogedor porche iluminado por antorchas que emiten un fulgor tenue y caluroso. De una de esas cabañas sale Irineo Ramsey, un pescador entrañable y alegre. Siempre viste con botas altas de tacón y pantalones embutidos. Cree que ese atuendo le favorece desde que sustituyó una de sus manos con un garfio afilado y brillante. Solo le falta el parche y la pata de palo para parecer un auténtico pirata, ya que tiene una gran embarcación llamada Mi Recuerdo; su tesoro más preciado, tanto material como sentimental. Utiliza su garfio y un gran mazo como herramientas de trabajo para subir al barco las grandes piezas que captura. Sin duda es un pescador experimentado y con más agallas que todo lo que pesca.

    —¿Dónde vas tan deprisa, chico? Delio no se marchará sin ti.

    —¿Cómo sabes que Delio me espera? —le pregunta Lulcio confuso, pero con gran entusiasmo.

    —Intuición chico, intuición… —Irineo sonríe, acariciando de manera sabionda su mentón, y continúa su treta—: Y ahora intuyo que vais a cazar un gran oso.

    —Sí, claro, ¡venga ya!

    —Ja, ja, ja… Hace poco me crucé con Delio —se sincera, y a continuación le enseña orgulloso su garfio—. Mira cómo lo ha dejado de brillante Tyrus. Ahora voy a embarcar, creo que va a ser un buen día de pesca.

    —¿Otra intuición?

    —Ja, ja, ja, muy hábil —se carcajea ante la perspicacia de Lulcio.

    —Tengo que irme, Irineo, Delio me está esperando.

    —Claro que sí, chico. Tened cuidado en el bosque. Ah, y cuando puedas, ve a ver a Tyrus; dice que tiene algo para ti.

    —¿Un regalo para mí? —se extraña Lulcio. Le entra curiosidad, pero un día en el bosque con Delio supera su afán por averiguar qué le tiene preparado Tyrus Baldwin—. Dile que después me paso a recogerlo.

    —Pásate cuando quieras, Tyrus estará en su fragua —se despide Irineo, siempre con una sonrisa en los labios.

    Lulcio retoma su camino y, con la mirada en el cobertizo, divisa a Delio Leoster equipando su corcel. Calza botas altas de cuero, donde sabe que oculta dos pequeñas dagas. De la retaguardia de su cinturón cuelgan un par de machetes entrecruzados y, a la izquierda, el sable que cuida tanto. Sobre su espalda está su arco largo.

    —Vamos con retraso, Lulcio… —Le ayuda a auparse sobre el corcel y se sube detrás.

    —¡Pero tenemos todo el día! —El joven se ríe y le enseña la gran bolsa de comida que le preparó su madre.

    —¡Por todos los santos! ¿Vienes a cazar animales o a alimentarlos?

    —Bueno… antes de cazarlos habrá que engordarlos —continua el muchacho la mofa.

    Cruzan entre bromas las murallas que protegen el asentamiento. Sobrepasan el árbol vigía, habilitado para otear el extenso valle que los separa del bosque. Lulcio admira el paisaje, formado por pequeñas colinas verdes con algunos senderos poco marcados y ningún obstáculo que les impida contemplar el horizonte. No está acostumbrado a salir de la aldea y durante el recorrido reflexiona sobre su ignorancia del mundo.

    —¿Alguna vez has avanzado más allá del bosque? —le pregunta a Delio, curioso.

    —La mayoría de los aldeanos venimos de ahí afuera, pero debes saber que no es como te lo esperas.

    —¿Y podrías enseñarme un poco más allá?

    —Lo siento, chico, pero no debo. Hace años que el mundo es un territorio hostil. No pienso poner tu vida en peligro.

    —Pero me gustaría saber más. Mi madre nunca me cuenta nada; ni siquiera sobre mis raíces. Jamás lo entenderé…

    —Tendrá sus motivos. El mundo, tal como ella lo conocía, ya no existe, muchacho. —Delio es noble y valiente, diligente y defensor de sus cercanos; posee una gran sabiduría y su difunto padre le crio a base de consejos y valores, los mismos que intenta inculcar a Lulcio cada día. Por esa razón está de acuerdo con la decisión de Ercilia—. Tenemos suerte de vivir en este pequeño rincón en armonía —añade al ver la desconfianza en el rostro del chico—; y recemos para que todos los días siga así.

    —¿Por qué? ¿Acaso estamos en peligro? —intenta sonsacarle más información, poniendo a prueba su paciencia.

    —Claro que no; siempre que no nos mostremos más allá del bosque. Tú solo recuerda lo que te he dicho: haz lo que yo diga y cuando te lo diga. —Su tono le deja muy claro que no está del todo convencido de su decisión de llevarlo con él—. No hagas que me arrepienta.

    Lulcio se queda pensativo y, cuando rondan la linde del bosque, un cimbreo repentino en la corteza terrestre los expone a una sacudida violenta. El corcel relincha y un manto de pájaros sale despavorido de las copas de los árboles. Allí se encuentran a Lizauro Ramsey, el hermano mayor de Irineo, junto a otros leñadores. Está talando un gran árbol con su enorme hacha de doble filo.

    —¡Este bosque lleva años aguantando sacudidas, pero a este ritmo… serás tú quien termine con él! —grita Delio a modo de broma.

    —¡Qué pasa, Barbas! —le saluda Lizauro, y se estrechan la mano como buenos amigos—. Pero ¡¿de qué demonios hablas?! ¡Solo te estoy acorralando las presas!

    Los terremotos y demás catástrofes naturales que sufre el planeta se intensifican cada vez más, pero a Lulcio le genera una mayor preocupación la importancia de la floresta como barrera protectora para su poblado.

    —¿De verdad va a acabar con el bosque? —le susurra a Delio, inocente.

    El cazador sonríe antes de contestar:

    —¿Ves todo lo grande que es Lizauro? Necesitaríamos ochenta como él para poder talar el bosque entero.

    —¿Acaso no me crees capaz de acabar con todos esos árboles? —inquiere Lizauro que, a golpe de hacha, echa abajo el pino silvestre. Lulcio queda atónito al presenciar el alarde de fuerza que muestra.

    —Claro que sí, ¿cómo no vas a ser capaz? —responde Delio tras el estruendoso derrumbe—. Pero procura que no nos caiga uno de estos encima.

    —Tranquilo, amigo… ¡Y buena caza!

    Si alguien quiere picar a Lizauro, solo tiene que cuestionar su capacidad física. Aun así, a pesar de su carácter brusco y fácilmente alterable, es un buen hombre, comprensivo y leal. No admite decisiones ingratas; aunque a veces no es el más adecuado para resolver algunos conflictos, pues pierde los estribos con facilidad. Pero, dentro de esa personalidad bronca y rocosa existe un gran corazón y una faceta sensiblera que le cuesta mostrar. Lo de su fuerza descomunal es cosa de la impresionante musculatura que posee.

    Delio y Lulcio se adentran a pie en el bosque. Tan solo oyen el chirriar de las ramas al viento, abrazándose entre ellas para no dejar pasar apenas claridad. Delio pide a Lulcio que arme el arco y profundizan con sigilo en la espesura. Parece un lugar tenebroso y el silencio que predomina le eriza el vello al chico. Tan solo consigue amenizar el ambiente la frescura y el agradable colorido de las sudadas frutas del bosque. Delio permanece a la retaguardia de Lulcio para permitirle batir a cualquier presa que se crucen, aunque las primeras horas pasan sin suerte. La única distracción de la que gozan en ese tiempo es la de saborear las frutas que encuentran a su paso.

    Pasado el mediodía, Delio observa a Lulcio armar su arco, concentrado e inmóvil. Sus brazos comienzan a temblar de tanto tensar la cuerda y descarga la flecha sobre un gran arbusto. Al instante, un zorro emerge de entre la flora.

    —No te preocupes, a la próxima harás diana —le anima Delio mientras recoge la flecha.

    —Aún me falta práctica —contesta Lulcio desanimado.

    —¿Estás seguro de que no has fallado aposta? Ese zorro estaba muy enclenque. ¿Cuánta carne podríamos haber sacado de ahí? —bromea Delio en otro intento de animarle. Le devuelve la flecha.

    —¿Te estás burlando de mí? —pregunta Lulcio sonriente—. En serio, Delio, ¿por qué no me enseñas mejor?

    Delio es un gran cazador, se desenvuelve por los bosques como si rondara por su casa y tiene un don para las armas blancas. En ocasiones le enseña a Lulcio a utilizar la espada y el arco, aunque le gusta más el manejo de su sable. Prefiere arrebatar la vida a sus presas de cerca; sin embargo, es capaz de acertar a un blanco a mucha distancia. El único límite es el que le pone la calidad, la fuerza y la precisión del arco que porta.

    —Solo tienes que utilizar el arco como te he enseñado. Fija la mirada en tu presa, arma bien el codo, tensa y… —Delio articula cada movimiento acorde con sus consejos— dispara sin dudar.

    La flecha se pierde entre las copas. De repente, un pájaro cae atravesado ante la mirada atónita de Lulcio.

    —Nunca conseguiré disparar como tú… —comenta desanimado.

    —Lo peor que puede ocurrirle al hombre es pensar mal de sí mismo. Solo hay que ir paso a paso. Ven, comamos algo.

    Delio se pasa la mano por su melena ondulada, que le alcanza los hombros, y se pone en marcha. Su barba de varios días oculta una gran cicatriz en la mejilla derecha, cuya procedencia nunca ha querido desvelar a Lulcio.

    Pasado el ecuador del bosque encuentran un riachuelo junto a un claro; un buen lugar para descansar y disfrutar del festín que les ha preparado Ercilia, con el melódico murmullo del agua como compañía. Pero no les da tiempo a saborear los enseres como es debido. Al primer bocado algo capta la atención del cazador.

    —Chsss…  —sisea mientras Lulcio mastica, despreocupado—. ¿Escuchas? Hay algo en el riachuelo. Coge tu arco y no hagas ruido.

    Se alzan con lentitud y se agazapan tras un arbusto. Lulcio coloca una flecha en la cuerda, pero Delio le indica que no actúe. Un lobo de pelaje grisáceo bebe agua tranquilamente.

    —Los lobos siempre van en manada —susurra Delio—. Mejor que no sepa que estamos aquí.

    De pronto, el animal deja de beber y eriza el lomo al escuchar el chasquido de una rama. Todos sus sentidos enfilan el arbusto.

    —¡¡¡Ten cuidado!!! —abronca Delio al muchacho.

    —Pero si no me he movido… —susurra él, temeroso.

    El lobo adopta una posición defensiva, enseña sus colmillos afilados y sus gruñidos van a más, pero comienza a recular hasta perderse en la espesura. No tardan en escuchar sus aullidos, cada vez más lejanos. Delio no entiende su comportamiento.

    Otra rama cruje tras ellos. Giran la mirada y, antes de poder reaccionar, un oso gigantesco los acorrala, sin duda atraído por la comida.

    El plantígrado suelta un zarpazo. Delio aparta a Lulcio de un empujón, por lo que recibe todo el impacto y se empotra contra un tronco. Se queda tendido, inconsciente.

    Asustado, Lulcio echa a correr sin rumbo, sorteando árboles de manera habilidosa. La bestia le persigue, llevándose por delante todos los arbustos que esquiva el muchacho, que se ve incapaz de despistarla. La huida se vuelve trepidante. A lo lejos divisa la claridad del día y, esperanzado, solo piensa en salir del bosque, pero, cegado por el miedo, no se percata de que se dirige hacia el lado opuesto, ese que Delio pretendía evitar. Al sobrepasar las últimas copas, se expone a nuevas extensiones de tierra. El sol, aún bajo, le ciega. No reconoce el paisaje que le rodea, pero capta movimientos en el horizonte, al este. De inmediato, las siluetas alteran su ritmo al divisarle. Lulcio fuerza la vista. Está confuso, pero es capaz de distinguir a media docena de hombres de cuestionable salud, a lomos de veloces bestias de caza. Avanzan rápidamente hacia él, así que deshace sus pasos, atemorizado. El bosque vuelve a cobijarle, pero el oso sigue ahí; aún no le ha perdido la pista.

    En el claro junto al riachuelo, Delio recobra la consciencia y se incorpora dolorido. Rastrea con rapidez el cerco de huellas que ha dejado el chico. Su pulso se acelera, temeroso por su destino.

    Lulcio retoma sus pasos y el oso vuelve a perseguirle. A sus laterales aparecen tres lobos, confirmando el comentario de Delio. Por detrás, los jinetes invaden el bosque a pie y se unen a la persecución, sumando amenazas para el chico. Los lobos le acechan en carrera; dos a su izquierda y otro por la derecha.

    El muchacho gime de cansancio, sin entender por qué le siguen todos de repente. Piensa que es una presa fácil para los instintos animales, pero ¿qué quieren esos seres extraños?

    Lulcio intenta correr más rápido, dando uso a sus últimas fuerzas. Le falta el aire y, casi sin poder articular bien, pide auxilio:

    —¡¡Deliooo…!! ¡¡Deliooo…!! —Una y otra vez—: ¡¡Socorrooo…!! ¡¡Deliooo!!

    Los lobos le estrechan el cerco y el oso le pisa los talones. Sabe que si no tira de ingenio terminarán cazándole. Antes de quedar rodeado, pega un quiebro brusco hacia la derecha y encara con valentía a un lobo, que le iguala la mirada. Lulcio no parece achicarse, aunque su corazón palpita tan rápido que sus lívidos mofletes se enrojecen.

    El lobo corre estrepitosamente, coge impulso y salta a su cuello. El chico espera y, en el último instante, pega otro habilidoso quiebro, provocando que la bestia se tope con el oso. Comienza una encarnizada lucha y los otros dos lobos optan por ayudar a su congénere. Lulcio consigue una tregua, aunque el agónico conflicto entre garras y colmillos no durará mucho porque el poderío del oso es superior al de sus agresores.

    Delio alcanza la escena al tiempo que aquellos extraños seres se acercan a Lulcio. Por un momento queda perplejo y paralizado, algo le infunde temor, pero reacciona con rapidez. Apoya una rodilla en el basto terreno, arma su arco y alza el codo para formar un solo eje horizontal con la flecha. Sabe que la vida del chico depende de su puntería y se concentra hasta el punto de que no existe nada entre sus flechas y los objetivos. Dispara y carga, dispara y carga… Los seres se desploman con cuatro saetas clavadas profundamente en sus pechos. Solo los dos más rezagados no han comprobado la puntería de Delio, pero el oso vuelve a retomar posiciones tras acabar con los lobos y no tarda en alcanzarles. De un zarpazo deja conmocionado a uno de ellos y el único que queda en pie se desvía y huye entre los árboles.

    Lulcio siente alivio al ver a Delio y corre hacia él, pero le flaquean las piernas y pierde velocidad. El cazador sabe que no conseguirá llegar hasta su posición y carga el arco por quinta vez. Descarga la flecha sobre el oso, pero es insuficiente para frenarlo. No queda tiempo. Opta por dejar caer el arco y salir corriendo hacia Lulcio. En carrera empuña los machetes y, de un vigoroso salto por encima de Lulcio, se engancha al cuello del oso. Su piel gruesa no opone resistencia al filo de las armas y, por primera vez, muestra síntomas de aturdimiento. Entre las heridas sufridas por los lobos, la flecha y la última embestida del cazador, al fin se desploma.

    Lleno de alivio, Lulcio se tumba para recuperarse; está agotado. Observa a Delio, concentrado en liberar al oso de su agonía, como un reflejo de lo que le gustaría ser de mayor. Pero, de repente, nota la hoja oxidada de un cuchillo presionando su cuello. El ser pálido que ha quedado en pie le sorprende y le obliga a alzarse como su rehén. Delio se percata, busca su arco con la mirada y maldice su descuido; le resulta imposible alcanzarlo sin arriesgar la vida del chico.

    —Si te mueves, el chaval morirá… —amenaza, presionando la hoja contra su piel—. Me lo llevaré y no intentarás impedírmelo.

    Delio le mira impotente. Bajo su mirada desesperada, el ser recula sin perder la guardia. Lulcio está atónito.

    «¿No va a intentar impedirlo?», se pregunta. Al momento nota cómo la presión que ejerce la hoja sobre su cuello disminuye y el desconocido se desploma tras él. Se gira sorprendido y lo encuentra boca abajo, con un hacha incrustada en su clavícula.

    —No sé qué haces por aquí, ¡pero de verdad que me alegra de verte! —dice Delio con alivio.

    —Estaba a punto de volver a la aldea, pero los gritos de Lulcio me alarmaron. Suerte que este bosque tiene buena acústica —ríe Lizauro.

    —¿Llegaste a oírlo desde tan lejos? —se sorprende el cazador.

    —Pero, ¿qué te crees, Barbas? ¿Que solo soy un amasijo de músculos que tumba árboles? —Lizauro desclava su hacha del cadáver—. ¿Qué demonios os ha pasado?

    —Nos atacó un oso…

    —Ha sido culpa mía. Me dejé ver al otro lado del bosque —contesta Lulcio, decaído y arrepentido, señalando uno de los muertos—. Delio me avisó, pero ellos me vieron.

    —No te preocupes, lo que importa es que todos estamos bien —dice el cazador.

    —De milagro, diría yo… —añade Lizauro, observando todas las victimas esparcidas a su alrededor—. ¿Cómo lo habéis hecho? Dos lobos, un oso enorme y cinco sin

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1