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Barrera
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Libro electrónico269 páginas4 horas

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Hija de un inmigrante turco establecido en el sur de Brasil, Fátima, una joven fotógrafa, se va a vivir a Estambul. Su padre regresa por primera vez después de cincuenta años a su ciudad natal para reencontrarse con su hija, pero no puede volver a verla. Emprende una búsqueda frenética -y sin éxito- por las calles de una ciudad que ya no conoce. Y poco a poco, la búsqueda se convierte en el intento de recuperar la propia identidad.
Pero la desaparición de Fátima encierra otros misterios, y no solo para su padre. Robert Bernard, autor de guías de viaje, también se enfrenta a la pérdida de su hijo, que lo lleva al centro de un universo oscuro y resbaladizo, representado por la obra de Ahmet, un artista turco solitario, cuya propia existencia puede ser parte de su trabajo.
Lo inexplicable y lo tácito son hábilmente trabajados en esta novela debut de uno de los cuentistas brasileños contemporáneos más talentoso y premiado.
IdiomaEspañol
EditorialBaile del Sol
Fecha de lanzamiento15 may 2021
ISBN9788418699177
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    Barrera - Amilcar Bettega

    Barrera

    Amilcar Bettega

    Traducción de Pilar Altinier

    Baile del Sol

    Para Maria João, que de vez en cuando me preguntaba por dónde andaba mi historia.

    Por la mañana no quedaba del sueño más que una posmonición de calamidad.

    Samuel Beckett, Murphy

    Porque las inmediaciones de un secreto son más secretas que él mismo.

    Maurice Blanchot, El libro por venir

    bariyer

    Mira, y su brazo hizo un movimiento lento, largo, se fue estirando poco a poco como si del hombro saliera una ola que despertaba las articulaciones del codo, pasaba por el antebrazo, la muñeca, la mano, el dedo, y orientaba huesos y músculos en dirección a una línea fluida y más o menos horizontal que apuntaba a un ventanal justo después del movimiento brusco de la webcam pasó a ocupar toda la pantalla de mi ordenador, un rectángulo oscuro recortado contra la pared blanca y que componía una imagen granulosa, completamente irreal de colores saturados y contornos distorsionados en la que yo tendría que ver, en tiempo real, la ciudad que ella descubría, la ciudad escondida durante tanto tiempo en historias que un día existieron solo para dar cuerpo y sentido a un pasado que yo creía digno de ese nombre, hermético, todavía capaz de constituir una referencia, de apegarse a una identidad y mendigarle un pedacito de carácter o de semblante, pero nada más que eso, nada más que una memoria postiza, esta sopa de recuerdos volátiles, algunas fotografías en blanco y negro y nombres con sonoridad y grafías curiosas, todo recalentado por relatos a veces más a veces menos inventivos de algún anciano y repetidos hasta el cansancio en las reuniones familiares hasta que se convierten en leyenda, como lo son, por cierto, todos los pasados, mira, repitió ella, detrás de esas luces está el Haliç, y ella decía alitch esforzándose en hacer pasar por natural la pronunciación recargada y típica del estudiante durante las primeras clases de turco, y todavía más atrás, continuó, en la otra orilla, están Fener y Balat, hoy por la tarde estuve allí, caminé mucho, caminé con el único objetivo de sentirme allí, de sentirme pisando esas callejas, de sentir que mi cuerpo habitaba un espacio que hasta entonces era solo un nombre, un sueño o una imaginación, mira, insistió, mira cómo es casi palpable desde aquí, de repente muchas de las imágenes que me eran familiares se materializaban frente a mí sin que yo las reconociera como esas imágenes tan familiares, creo que fue por eso que saqué tantas fotos, no es que quisiera, como dicen, aprovechar el momento para inmortalizarlo, si una foto sirve para algo la verdad es que no es para eso, lo que yo sentía allí era la necesidad de al menos tratar de mirar desde fuera lo que estaba viendo desde dentro, tal vez yo quería protegerme, es probable, pero sé que cada vez que mire de nuevo cada una de estas fotos lo que voy a ver es a mí misma, como si no estuviera detrás sino frente a la cámara, mira, mira, le oí decir aún, una y otra vez, pero yo no veía nada, apenas el rectángulo oscuro de una ventana que daba a la nada, a través de la cual no veía nada, en donde no podía, a pesar de todos los esfuerzos posibles, reconocer lo que sea solamente porque no hay cómo reconocer algo que ya no existe o, aún mejor, no hay cómo volver a ver lo que vio alguien que ya no existe, no, no puedo ver nada, quería decirle, no sirve de nada, no veo nada, quería de una vez por todas hacerle entender eso, pero me callaba ante el entusiasmo emitido por la voz que me llegaba un poco metálica y desfigurada por la mala calidad de los altavoces, me callaba ante el movimiento de ese brazo, evasivo y flotante en la instantánea de una imagen truncada por la conexión inestable, un movimiento que parecía continuar todavía, incluso ahora y siempre, como si el brazo nunca dejara de estirarse, lenta y largamente, hombro, codo, antebrazo, muñeca, mano, dedo, y después del dedo, en la prolongación del gesto que insistía en avanzar más allá del rectángulo oscuro hacia dentro de algo que debía moverse también, en ese instante preciso, del otro lado de la ventana, no, yo no veía nada, pero el simple pensamiento de que pudiera haber algo más allá de esa ventana, que dentro de la oscuridad estampada en la pantalla de mi ordenador una ciudad pudiera esconderse, ese simple pensamiento me produjo un vértigo y la necesidad de correr hasta la ventana de la habitación pequeña que me servía de despacho y ver, aliviado, que el sol caía suavemente detrás de las palmeras de la avenida Oswaldo Aranha, que los autobuses cruzaban la avenida con el mismo estruendo de siempre que hacía que los cristales temblasen entre los marcos, que una masa verde y llena de reflejos se esparcía bajo mis ojos allí abajo y que esta era la vista que yo prefería de mi ciudad, el parque de la Redenção cercado por la avenida Oswaldo Aranha de un lado y por la João Pessoa del otro, el sol de invierno cayendo oblicuamente entre las hojas de los árboles y la certeza de que, detrás de la cadena de edificios a mi derecha, el río Guaíba corría silencioso y casi desapercibido junto al muro de la avenida Mauá, contorneaba la punta del Gasômetro e iba a construir, a la altura del estadio Beira-Rio y con ese mismo sol cayendo entre las palmeras, la tarjeta postal por excelencia de Porto Alegre, eso era lo que yo veía, una tarjeta postal, y eso me alcanzaba, no necesitaba ninguna otra imagen para distinguir mi ciudad y tampoco para describirla, además nunca necesité describir o contar Porto Alegre como sí lo hice tantas veces con Estambul delante de una Fátima muy concentrada y acompañando, vaya a saber con qué imagen en la cabeza, cada calle mencionada, cada descripción de algún barrio, de algún mercado, de tiendas, mercerías, de todos los lugares por donde un día mi padre me llevó tirándome de la mano mientras libraba detalles sobre la época de las construcciones, los movimientos migratorios, la formación de los barrios y la fundación de las tiendas por las que pasábamos y en las que él paraba para beber un té con el dueño, cuya historia, la de la familia y la del establecimiento, él empezaba a contar una vez que había terminado el té y se había despedido de su interlocutor, era cuando nos poníamos en marcha otra vez, llegábamos a la calle y ahí los sonidos de la ciudad se mezclaban al de su voz, a veces la ahogaban, se superponían a ella con el nerviosismo típico de los ruidos urbanos, pero sin que yo nunca dejara de oírla y dejara de guiarme por ella y por el flujo confuso de relatos que a decir verdad no me interesaban mucho, o mejor dicho, no era exactamente la supuesta sucesión de acontecimientos lo que retenía mi atención, en el fondo las historias no tenían ninguna conexión ni un fin muy definido y se enmendaban en la historia de algún otro conocido con el que nos cruzábamos después, nombres y fechas se mezclaban en un único torrente de informaciones que siempre me parecieron que pertenecían a un mundo que no estaba relacionado con el Ibo que yo era, ajeno a todo lo que no formaba parte del pequeño universo cotidiano de sus juguetes y protegido por esa burbuja concentrada de presente que llamamos infancia, en la que las distancias físicas o temporales son siempre demasiado grandes como para vincularnos a algo que no está allí al alcance de los sentidos, y lo que él, Ibo, veía y podía sentir no estaba en lo que se contaba, sino en la voz que contaba y en su capacidad de avanzar siempre y siempre como si fuera tomada por una ingeniería compleja cuyo movimiento generaba el combustible necesario para el mantenimiento del movimiento mismo, para su extensión, para su prolongamiento, un poco como el movimiento del brazo de Fátima que yo veía ahora, flotante y fluido, ampliando el espacio mucho más allá de su extremidad física, dotándose de una fuerza que, a partir de un momento dado parece desprenderse del impulso inicial, deja de ser un esfuerzo o intención y se vuelve autónoma, dejándose llevar por el simple deseo de seguir (el gesto), de seguir hablando a través del gesto (mira), de seguir contando (la voz) y acumulando detalle sobre detalle con el apremio que el discurso abundante hacía evidente, como si él (el padre) supiera que un día todo eso desaparecería y como si yo (el hijo) tuviera que aprender todo eso de una sola vez, como si fuera necesario memorizar cada calle, cada esquina, edificio, fachada, farola, acera, cartel, semáforo, cada piedra, cada elemento material que componía la ciudad, pero también cada ruido, cada olor, cada luz, cada tono de color, cada molécula de la ciudad para establecer el mapa definitivo y particular de esta (otra) ciudad que solo entonces podríamos recorrer, y no solo con los pies sino también con los oídos, los ojos y todos los sentidos, dondequiera que estuviéramos, dondequiera que nos encontráramos más tarde, después de la desaparición, porque en el fondo era eso, sí, era eso lo que en el fondo estaba siendo contado, cuando ahora miro hacia atrás y veo a Ibo en medio de la multitud que desciende de los barcos en Eminönü, de la mano con su padre que apunta al puente de Galata y le dice algo antes de cruzar la calle y caminar entre las palomas que pelean por restos de comida, cáscaras de pistacho y sobras de maíz esparcidos en el amplio espacio embaldosado frente a la Mezquita Nueva, cuando los veo contornear el Bazar Egipcio, adentrarse en una calleja estrecha en la que, según el padre, se consigue el pescado más fresco de la ciudad, que ellos llevarán envuelto en un papel parecido al que los vendedores ambulantes de simits usan y que coleccionábamos con cuidado recortándolos en cuadrados de cuatro por cuatro centímetros y pegándolos en un cuaderno en el que él anotaba el día, la hora y el lugar donde habíamos comprado ese simit, la textura suave de esos papeles y la delicadeza de los dibujos formaban un mapa más de la ciudad que recorríamos, un mapa codificado, cerrado a los otros pero que se abría a nosotros en una serie de conexiones que se desencadenaban con un simple roce o mirada y que podían llevarnos de nuevo y cuantas veces quisiéramos a un punto preciso de la ciudad, cualquiera, por ejemplo aquel en el que ahora ellos se encontraban, no tocando el papel de seda y colorido de los simits, pero sí sintiendo en las manos la textura más áspera de este otro tipo de papel, más grueso y lo suficientemente resistente como para mantener las manos secas durante el trayecto de vuelta al piso en Kasımpaşa que los recibirá con el salón a oscuras, en el que se van a sentar y leer algo juntos mientras la madre limpia el pescado y prepara el almuerzo del domingo, cuando ahora miro hacia ese niño de seis o siete años de rodillas sobre la silla y leyendo con una destreza aún tambaleante las frases que el dedo del padre le va señalando a lo largo de la página como si las arrancara, como si las inventara ahí mismo, sobre la página y en el momento en que pronuncia la primera sílaba de la palabra y espera que Ibo la complete, cuando trato de descifrar lo que dicen esas palabras, lo que cuentan esas frases, de qué trata el libro abierto sobre la mesa, no puedo construir una imagen que vaya más allá de ese salón oscuro, de esa mesa, del libro abierto y de ese dedo acompañando la lectura, ya que el niño entre seis y siete años todavía no es capaz todavía de recorrer una ciudad o las líneas impresas en las páginas de un libro sin la ayuda de un adulto, sin que este le preste sus pasos y sus ojos y le revele lo que todavía él no puede descifrar, traducir, leer, ver o sea cual sea la palabra que se quiera usar para hablar del sentido que puede tener para alguien lo que se presenta ante sus ojos, por eso cuando veo los ojos vidriosos de aquel hombre sosteniendo la mano del pequeño Ibo con mucha más fuerza que la de costumbre, los dos parados delante del cordón de seguridad que los separa de una montaña de vigas caídas, paredes desmoronadas, tejas enteras desplomadas sobre un caótico montón de pedazos de hormigón y hierros retorcidos, y telas, cueros, plásticos, vidrios, piedras de bisutería, cadenas, collares y una cantidad infinita de otros materiales, todos derretidos y carbonizados y formando una montaña negra de escombros y cenizas que exhalan un olor muy fuerte y mandan al aire un humo que cinco días después e incluso con el fuego ya extinto seguirá subiendo al cielo de Estambul, cuando me doy cuenta de que en ese preciso momento esa voz, que ya era una especie de respiración o latido cardíaco, algo ya incorporado en mi interior y formando parte de mi existencia, cuando me doy cuenta de que esa voz está ahora callada, que lo que parecía no interrumpirse nunca está ahora en suspenso y como a la espera de una tragedia aún mayor, cuando el humo y el olor a quemado exaltan con una nitidez sorprendente, podría decirse material, el silencio absoluto en el que están sumidos todos los que se amontonan junto al cordón de seguridad, un silencio marcado apenas y de vez en cuando por los chasquidos de la madera que aún arde sin llamas dentro de las cenizas, y por el sonido sordo del movimiento de los bomberos arrastrando sus pies y palas y palos y toda una parafernalia de herramientas en medio de una capa de polvo ensombrecido que les llega hasta la parte alta de las botas, en busca de algún sobreviviente, cuando en el desamparo de ese silencio casi religioso miro a mi padre y veo en sus ojos el reflejo de lo que está delante de nosotros, solo ahí, mucho después de que todo haya sucedido, es que entiendo la urgencia de aquel relato impuesto a Ibo en sus deambulaciones por toda la ciudad, inconsciente y premonitoriamente era el relato de una desaparición que corría bajo aquel torrente de palabras, la desaparición de una geografía, una historia, un idioma, una ciudad entera que deja de existir, que será sustituida por otra sin que el vacío de su muerte se llene con algo diferente y más constructivo que este sentimiento de ausencia un poco patético que más tarde se imprimió en mis relatos y en las descripciones de Estambul que le hacía a una Fátima concentradísima, guiado yo también por una urgencia inocultable y un cierto compromiso con la transmisión de algo de lo que bien o mal yo era el depositario vivo, aunque la gran diferencia era que yo hablaba con ella cuando ya todo había desaparecido, cuando ya no era posible experimentar una familiaridad con lo que estaba siendo contadocapaz de darles autenticidad al relato y al deseo de relatar, porque era evidente que yo no hablaba para ella, no era a ella a quien describía Estambul, ella me escuchaba, por supuesto, muy concentrada y formándose vaya uno a saber qué imagen de la ciudad, pero debería saber que no era a ella a quién yo hablaba, no, Fátima, no es a ti a quien cuento todo esto, no eres tú quien tiene que inventar el pasado para justificar lo que eres ahora, no, Fátima, no podías saber que no era a ti, eras solo una niña y para un niño todo es presente y realidad, cuando te hablaba de Estambul ya no había una Estambul real, por mucho que la buscara solo podía repetir los lugares comunes petrificados en los libros de historia y en los relatos de viajes desbordantes de exotismo fácil, muy pronto comprendí que nunca podría reproducir para ti la verdad de aquella voz que, incluso sin evitar todo lo pintoresco que con el tiempo se acopla inevitablemente a las historias repetidas mil veces, me hablaba, una voz que me conmovía hasta tal punto que aún hoy recuerdo lo que ella contaba, el episodio de la toma de Constantinopla por los otomanos, por ejemplo, y el sultán Mehmet II entrando a caballo en la basílica de Santa Sofía, el detalle de ese charco de sangre en el que las patas del caballo chapoteaban sobre el suelo de mármol al cruzar entre cadáveres apilados junto a las paredes cubiertas de mosaicos bizantinos, porque puedo recordar, y recuerdo, cada detalle de esa historia contada en el interior mismo de Santa Sofía, pero no puedo reconocer ni una sola fotografía de su interior que escape del ángulo clásico en el que se ve, de abajo hacia arriba, la magnífica cúpula que se eleva por encima de una corona de arcos y como suspendida de la luz que invade sus ventanas, no puedo reconocer ni un solo detalle que no sea uno de esos muchos que se reproducen obstinadamente en folletos turísticos, guías de viaje o documentales sobre las bellezas arquitectónicas de Estambul, recuerdo lo que oía y no lo que veía, recuerdo que oía y no que veía, así como ahora oigo y no te veo decir mira, mira la Mezquita Nueva y las de Süleymaniye y Beyazıt iluminadas, mira las embarcaciones que cruzan el Bósforo día y noche, mira las luces de Eyüp hacia la derecha, mira del otro lado la Mezquita Azul con sus alminares enormes, mira Santa Sofía y el palacio de Topkapı, te escucho repetir mira, mira, mira, pero me hago el distraído y pregunto si ya es tarde, nunca sé cuántas horas hay de diferencia, Fátima, y ella confirma, es tarde, muy tarde, pero todavía se puede ver, mira, y le digo que no, ella no entiende, pero yo no veo nada más allá del movimiento de su brazo, aunque ya no aparezca en la pantalla del ordenador y ahora sean, el brazo y ella misma, apenas la continuación de su gesto, ese es el movimiento que veo y esa la voz que oigo, como si fueran inseparables, mira, y su brazo se fue estirando poco a poco como si despertara de un sueño ancestral, desperezándose, hombro, codo, antebrazo, muñeca, mano, de-do, y después, delante, abriendo espacio delante con esa voz que insiste, mira, mira, papá, mira.

    Fue la última vez que vi a mi hija.

    Como en una conversación por Skype, de repente todo queda muy cerca, y una noche en vela en el asiento que casi no se reclina, sin saber cómo acomodar las piernas y acunado por el rumor constante de las turbinas, alcanza para lanzarte al otro lado de tu historia, un par de horas bajo la luz fría y la siempre inalterable temperatura de esas verdaderas burbujas artificiales que son los vestíbulos de los aeropuertos, toda tu dificultad para dar el primer paso hacia lo que hasta hace poco juzgabas demasiado lejos te parece de un ridículo excesivo, todo adquiere otro aspecto desde el momento en que sales de tu ciudad, desde la gente, la forma en que se visten o caminan o tratan al otro, incluso las tiendas, los cafés y los productos que se venden en esas tiendas y cafés, todo adquiere otra cara y otro color, aunque esa cara y ese color no puedan ser más insípidos de lo que son siempre las caras y los colores dentro de un gran aeropuerto internacional como es este de París por donde deambulas medio dormido y sin saber qué hacer para matar el tiempo hasta la salida del próximo vuelo a Estambul porque perdiste la conexión casi inmediata que la vendedora de la agencia de viajes de Porto Alegre realzaba como la mejor ventaja del itinerario que te había arreglado y que reduciría al mínimo el tiempo de espera entre un vuelo y el otro, una conexión demasiado inmediata para ser verdad, te darías cuenta después, y mucho menos para alguien cuyo sentido práctico es tan limitado que cualquier tarea que requiera un poco más de logística e ingenio le deja completamente aturdido e incapaz de descifrar en los monitores dispersos en las salas de embarque la información necesaria para identificar el número de vuelo, encontrar la puerta correcta, subir a otro avión y continuar viajando a su destino, ¿mi destino?, dirías si pudieras leer lo que acaba de ser escrito, pero ese derecho no te pertenece, y por ahora estás obligado a conformarte en observar lo que sucede a tu alrededor mientras esperas, y piensas en lo que te espera en tu vuelta a Estambul luego de una ausencia que, si no fuera porque Fátima insistió tanto, todavía pasaría mucho tiempo más sin que se te pase por la cabeza la idea de un día tratar de encontrar la otra punta de tu pasado en vez de pasar todo este tiempo tratando de negarlo y, al hacerlo, afirmándolo cada vez más, sea por rechazo, por desprecio o por esta huida que hiciste durar hasta el último momento, cuando terminaste cediendo al llamado de tu hija de una manera que te resume bien, voy, pero si me prometes que después pasamos unos días en París, le dijiste a Fátima, vale, papá, vale, vamos unos días a París, pero ¿no piensas que puede ser interesante hacer este viaje?, no estamos hablando solamente de turismo, ¿no?, y esa era tu hija hablándote como si fueras tú el hijo, el niño que necesita una contraparte para hacer lo que no quiere o tiene miedo de hacer, voy pero si me dejas quedar a dormir en la casa de Semir cuando yo quiera, dijo Ibo en uno de los pocos recuerdos de aquellos días que precedieron a tu primera muerte, luego, poco a poco, otra vida se superpuso a la de aquel niño que se quedó allí, entre las idas al colegio cerca de Galata y el fútbol en los callejones de Kasımpaşa, como algo que se pega encima, como una cinta adhesiva que esconde mientras ofrece al mismo tiempo en su superficie visible algo nuevo, virgen, y lo que estabas haciendo ahora era quitar esa cinta que ya se había desgastado y usado por sí misma para descubrir que debajo ya no quedaba casi nada íntegro, solo fragmentos de una totalidad que ya no te decían nada porque muy dispersos de un todo definitivamente perdido, escombros, pedazos, ruinas, sobras, nada más que sobras, era eso lo que, pensabas, te estaba esperando en Estambul en poco más de seis horas, cuando entonces aterrizarías en el aeropuerto de Atatürk y verías la alegría de Fátima estampada en una sonrisa que sería el eco visual de una sucesión de rostros y brazos que se abren en cadena para recibir a los que aparecen cuando se abre la puerta de salida, piloteando los carritos de maletas y siendo tragados uno a uno por la muchedumbre retenida tras el cordón que los separa de la puerta de salida, y que espera, cada uno del otro lado del cordón

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