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Los Monólogos de Ludovico
Los Monólogos de Ludovico
Los Monólogos de Ludovico
Libro electrónico169 páginas9 horas

Los Monólogos de Ludovico

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Los monólogos de Ludovico es la segunda novela con que nos sorprende William Castaño-Bedoya. En esta obra, el autor de la también conmovedora Flores para María Sucel, reafirma sus dotes de recreador de la profundidad humana.


Poco a poco, Castaño-Bedoya nos va llevando por el mundo de Ludovico. En un comienzo e

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 mar 2021
ISBN9781736916865
Autor

William Castaño-Bedoya

William es considerado un escritor profundo, humano y vivencial. Mientras, en Los mendigos de la luz de mercurio, desnuda la injusticia social provocada por los excesos de los extremismos, la politización del sufrimiento como herramientas de control político en medio de una de las etapas de más exclusión social en los Estados Unidos; en El Galpón, el autor recrea cómo el conformismo aletargado atenta contra la relatividad del éxito mientras la desconfianza y la excesiva ideologización política se convierte en el trasfondo de una solapada doble moral que torpemente empuja a los protagonistas al manoseo ético. En Flores para María Sucel, el autor reflexiona sobre el viaje por la vida de una familia que trata desesperadamente de mantener el cuerpo y el alma juntos, mientras son destrozados por sus exilios internos. Por su parte, en Los Monólogos de Ludovico, recrea el impacto de la frustración y la impotencia como factores que conforman el absurdo.

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    Los Monólogos de Ludovico - William Castaño-Bedoya

    Esta es una obra de ficción. Nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación del autor o se utilizan ficticiamente. Cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, eventos o lugares es totalmente coincidente.

    Copyright © 2021 William Castaño-Bedoya

    Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo, ni en parte, ni registrada o trasmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotomecánico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de Book&Bilias LLC.

    Póngase en contacto con Book&Bilias en literaryworld@bookandbilias.us, para solicitar permisos.

    ISBN 978-1-7369168-4-1 (paperback)

    ISBN 978-1-7369168-5-8 (hardcover)

    ISBN 978-1-7369168-6-5 (e-book)

    ISBN 978-1-7369168-7-2 (audiolibro)

    Información de catalogación de publicaciones disponible en la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos

    Dirección General: Camila Castaño

    Escritura y edición: William Castaño-Bedoya

    Imagen (portada y diagramación general): William Castaño-Bedoya

    Impreso en los Estados Unidos de América

    Book&Bilias

    www.bookandbilias.us

    A los Ludovicos que me inspiran.

    A los que los cuidan y los aman.

    La felicidad es eso que me gusta y que no se come,

    que no se ve, pero que se siente por dentro,

    y que le hace a uno decir o no decir, pero pensar que…

    —Me entaaaaanta… o

    —Egsgte munn Bacanno.

    Ludovico Zonda

    Monólogos del día primero

    —¡Uffff papuuuta!

    Fue lo único que pude decir cuando el avión tocó Miami y se estremeció como si se empezara a desbaratar, rodando y rodando, muy, pero muy rápido por ese suelo, peleando con ese viento bulloso, acosador, emputado porque el avión había llegado sin pedirle permiso y sin querer parar y nosotros en ese avión haciendo un esfuerzo para ayudarle a que no siguiera tan rápido o para que anduviera más despacio y dele y dele a ese viento que sonaba y chillaba furioso porque el avión le quería ganar. Huy… que ganas tan grandes de orinar me dieron y apreté las nalgas y junté las rodillas para no hacerlo, como mi vieja me dice que haga cuando estoy lejos de un baño y seguí angustiado, sintiendo que el avión no paraba porque le podía al viento. Empecé a sudar y a sudar y miré a mi vieja y ella me miró aterrada, con ganas de que yo no me asuste porque me puede dar la pendejada que me da cuando me asusto. Y aunque ese animal se fue quedando sin fuerzas porque el viento empezó a ganarle, seguí sudando y me picaban los sobacos y me tenía que rascar hasta que me sintiera liviano, sin tanto peso en el cuello. Y eso que yo no sudo tanto porque solo me sale un poco cuando estoy recalentado por los trotes que doy por la Comuna Trece o porque estoy con la pendejada que me da cuando las cosas no son como yo las quiero y me quedo sin control y la pendejada solo se me pasa cuando voy a ver al niño Jesús en la iglesia de Santa Gema y me voy quedando como el avión y como el viento, que cansados de tanto luchar entre ellos ya no quieren hacer tanta fuerza, y los dos piensan que han ganado.

    Uf… Después todo estuvo más tranquilo porque el viento y el avión ya se callaron. La gente ya no se veía asustada y mi vieja me siguió mirando con una sonrisa en los ojos, pero no en su boca, como queriéndome decir… «Quédese tranquilo mijo, que aún estamos vivos».

    Llegamos unas rayas antes de las siete en mi reloj, es decir que el palo largo apuntaba hacia la raya de arriba como en el reloj de mi cuñado de Miami, o hacia el punto en el reloj de Amparo o hacia el doce en el reloj de la pared de mi casa en Medellín o en el de mi papá, o mejor, casi siendo las siete como mi vieja me enseñó que dijera cuando alguien me lo preguntara o cuando a mí se me diera la gana de averiguarlo. Lo de las rayas es algo que sé desde cuando los relojes tenían rayas de verdad. Creo que me acostumbré a ver rayas aun cuando los relojes no las tengan o, aunque las tengan de mentiras.

    Pensé que íbamos a llegar a las siete como me lo dijo papá, pero al parecer al que manejaba el avión le dio por correr o por volar más rápido, como vuelan algunos pájaros grandes para no dejarse picotear de otros más chiquitos que se la montan para espantarlos de los nidos donde sus hijos se mantienen esperando gusanos, moscas o pedazos de comida, aunque no vi ningún avión chiquito picoteando a este. Pensé en eso como para entenderlo mejor. En fin, de todas maneras, ese señor que maneja hizo que el avión llegara más rápido.

    Supe, porque el avión paró del todo y algunos aplaudieron, que nos habíamos librado de caer en el mar o en las montañas o entre los árboles. El miedo se me fue yendo cuando recordé que había viajado para no tener que quedarme solo en Medellín, mirando desde la terraza lo mismo que miro todos los días cuando la gente pasa, los carros pasan, los pájaros pasan. Todos, menos las lagartijas, ya que de esas no hay en Medellín sino en Miami. Las veré cuando llegue a casa de Eleonora después de que nos recojan hoy. Las veré y ellas me ayudarán a distraerme cuando no estoy distraído o cuando estoy en esos días donde nada me parece bonito. Hay días en los que siento que nada me parece bonito, pero de eso me acordaré después porque por ahora solo quiero acordarme de lo que estoy pensando.

    Junto a mí viajaron ellos, los mismos de siempre: el viejo Oslo, mi papá, aún dormido. Ese viejo se volvió tranquilo desde que se hizo viejo, pero se mantenía intranquilo cuando aún no lo era y trabajaba, y la vieja Anastasia, mi mamá, que nunca duerme durante los viajes y que también se asusta cuando montamos en avión y cuando llegamos y el avión se pelea con el viento.

    Hemos estado juntos desde hace unos cuarenta y cuatro años cuando les nací. Ellos dos han estado juntos desde hace mucho más tiempo, mucho más, algo así como desde cuando nació Igor, el más viejo de todos mis hermanos, el que no les habla a mis viejos como si los tuviera castigados. Sentí alegría y creo que también ellos cuando el ruido de los cinturones desabrochándose se parecía al que hacen las ranas cuando se juntan a hacer cric crics las noches oscuras en las fincas cercanas a Medellín. Estuvimos sentados esperando a que los más jóvenes tomaran la delantera y dejaran vacío el avión. Eso mismo hacemos cada vez que viajamos. Mis papás lo prefieren para no incomodar a la gente con la torpeza que los tres acostumbramos a tener. Es que somos muy torpes los tres. Con decir que cuando mi mamá trató de levantarse de donde venía sentada su cuerpo pesado y redondo la devolvió a la silla. Me le ofrecí de soporte tratando de ayudarle a levantar las nalgas, pero fue inútil. Eran muy pesadas para mí y mis manos quedaron bajo ellas. A mi vieja entonces le dio rabia y me rechazó haciendo una mueca que me recordó lo idiota que soy. Cuando ella me recuerda con sus muecas lo idiota que soy, recuerdo que mi cara es diferente a la de la gente. Por ejemplo, mis ojos se mueven como la cola de la perra cuando está contenta y los ojos de la gente no. ¿Será que soy idiota porque mi cara es rara? Mi madre me hace esas muecas, pero a mí no se me da nada porque sé que ella me quiere más que a nadie en este mundo. Ella me hace muecas jugando, queriéndome decir que haga mejor las cosas, o… queriéndose decir que yo no las hice bien, pero dejándome saber que a la larga yo no tuve la culpa y que la culpa de que sus nalgas pesen tanto es solo de ella y no mía. En fin, aproveché que ella se movió y saqué mis manos de debajo de su trasero. Me confundí queriendo volver a ayudarle acordándome de cuando, unas semanas antes, ella se cayó en el jardín porque… dizque sintió un rayo en la cabeza y nuevamente terminó dormida en el hospital, según me contó mi papá.

    Qué raro que haya sentido un rayo porque ese día ni siquiera lloviznó. Sí… qué raro que por culpa de un rayo ella haya quedado tendida en el suelo del jardín, untada de barro en la espalda y con los brazos rayados por las espinas de las rosas que ella misma ha sembrado desde hace tanto tiempo. Ese día lloré en mi cama a solas. Lloré porque siempre la he tenido cerca y sonriente, o brava, o triste, o callada como siempre está cuando no hay nada que la distraiga, o silbando alguna canción vieja cuando se acuerda de quién sabe qué o cuándo. A mí me gustaría silbar, pero nunca, en toda mi vida, he podido aprender. Es que silbar es muy difícil para mí. Imposible, diría yo. Cada vez que lo intento me sale el viento con babas y no más. Cuando quiero silbar me toca decirle a mi madre que silbe por mí y entonces la escucho callado y le agradezco cuando termina de silbar. Ella me pregunta si quiero que silbe otra vez. A veces le pido que no silbe lo que ella quiera sino algo que me gusta y ella lo hace. A veces, cuando ella está sola, silba cosas que a mí me gustan, aunque yo no se las haya pedido. Seguro ella piensa que puede silbar para distraernos a los dos al tiempo.

    No todas las veces mi madre quiere silbar, porque está cansada o distraída con otras cosas que nada tienen que ver con eso.

    Mi madre ese día se fue al suelo y quedó yéndose, rezongada, como abandonándonos, como con ganas de no abrir más sus ojos para seguir viéndonos a mí, a las tórtolas, a la perra y a mi viejo. Desde que sé que yo soy yo, nunca me he quedado solo cuando ellos viajan pues nunca lo hacen sin mí y aunque ese día sentí miedo y tristeza por mi mamá, me tranquilicé cuando mi papá me hizo entender que ella estaría bien después de salir del hospital. Mi mamá es valiente, pero ya está vieja. Tiene tantos años que yo no los sé contar, algo así como ochenta y dos o tal vez más, como dos o tres. Mi papá sin embargo tiene unos años más que ella. El viejo, a diferencia de mi madre, nunca se preocupa por nada, ya que nunca le toca hacer nada que le sea difícil. Lo más pesado que hace es salir todos los días a caminar, bien arreglado, como si fuera a encontrarse con alguien o como si alguien fuera a encontrarse con él. A mi madre, en cambio, le toca hacer de todo en la casa; desde cocinar para los que hayan llegado, hasta llevarme al médico cuando tengo que ir o incluso llevarse ella misma cuando siente que algo le va a doler o le viene doliendo desde hace días.

    Mi mamá se llama Anastasia, pero yo le digo mamá. Ella es quien me alista la ropa y la de mi papá; también es la que cambia mi cama cada domingo. Esa vieja me enseñó a bañarme todos los días. Porque eso sí, yo me baño todos los días antes de salir a la calle y me lavo la boca con hilo y con cepillo después del almuerzo y la comida. … ¡Ah! Me los lavo también cuando me levanto y me acuesto.

    Mi madre está vieja como todo lo que se tira a la basura, pero que todavía sirve. Pobre, se volvió vieja cuidándome todo el tiempo. Pensando en mi vieja me distraje olvidando que ella quería salir ya porque el avión estaba completamente vacío. Entonces volteé mi cabeza para volverme a fijar en ella y la vi intentando levantarse de la silla de nuevo, con sus manitas agarradas al asiento del frente, y cuando por fin pudo hacerlo fui yo quien no la dejé pasar porque estaba sentado en el asiento de la orilla, junto al corredor del avión. Ella venía sentada en el centro. Fue entonces cuando intentó pasar aún agarrada del asiento del frente cuando yo encogí mis piernas, pero le tocó desistir porque su cuerpo le pesó demasiado. Entonces, con rabia me hizo comprender que fui yo quien estorbó su primero y segundo intentos. Me quedé mudo porque ya llevaba dos torpezas seguidas y mi madre estaba confundida. También yo. Sentí vergüenza por esta nueva torpeza y traté de disimularla, aunque sentí calor en la frente y mi cabeza vuelta un desorden. Entonces busqué liberarla preguntándole algo que no tenía que ver con lo que estaba pasando:

    —¿Egte Mayaaama?

    Me respondió que sí, pero en ese mismo instante no logré comprenderla y acerqué mi oreja más a ella. Me repitió en voz alta con algunas palabras de más para hacerme entender:

    — Sí, llegamos a Miami. ¡Busque su maleta!

    Y señaló hacia arriba el lugar donde todos ponen sus maletas. Caí en la cuenta de que las nuestras también deberían ser bajadas al igual que la gorra de cabuya que mi papá trae en sus viajes a casa de Eleonora, la menor de mis hermanas, pero más vieja que yo. Traté de levantarme con bríos, pero esta vez fue el cinturón el que me empujó de vuelta. Mi mamá se fijó en el tirón y exclamó:

    —¡El cinturón!

    Y también lo señaló. Cuando caí en la cuenta lo desabroché haciendo el último cric de ese día y volviendo a recordar las ranas de las fincas. El viejo, adormilado como los faroles de la cantina donde toma aguardiente cada semana con Tello, se incorporó y en segundos estábamos caminando por el avión hacia la puerta donde nos esperaban quienes nos dieron la Coca-Cola, el jugo de naranja y el jugo de manzana.

    —Gracias.

    Nos dieron las gracias sonrientes y algo más, que, como cosa rara, no logré entender. A mi mamá y a mí nos quitaron la cobijita roja que llevábamos en la mano y que nos dieron para el frío. Se me hizo raro porque que en otros viajes habíamos llevado las cobijitas con nosotros. Caminamos hacia el pasillo que nos esperaba como un lagarto verde que se come todo sin masticarlo y que nos llevaría hasta el lugar donde los policías miran los documentos con cara de bravos. Así lo recuerdo desde la

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