La bienamada
Por Thomas Hardy
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Thomas Hardy
Thomas Hardy (1840-1928) was an English poet and author who grew up in the British countryside, a setting that was prominent in much of his work as the fictional region named Wessex. Abandoning hopes of an academic future, he began to compose poetry as a young man. After failed attempts of publication, he successfully turned to prose. His major works include Far from the Madding Crowd(1874), Tess of the D’Urbervilles(1891) and Jude the Obscure( 1895), after which he returned to exclusively writing poetry.
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La bienamada - Thomas Hardy
BIENAMADA
LA BIENAMADA
Pierston conjeturó la verdad. Aunque la difunta poseyó, sin embargo, una cualidad fundamental de que carecían sus rivales, cualidad sin la cual le parecía imposible mantenerse completamente firme y constante con una mujer. La familia de Avicia, como la suya propia, habían sido isleños; durante siglos, desde los tiempos normandos, anglos, romanos y britano-baleares. De aquí que en la sangre de ella, lo mismo que en la suya, hubiera algún misterioso ingrediente extraído de la isla, o sea un instinto de raza absolutamente necesario para el enlace matrimonial. Así es que, aunque nunca pudiese amar a una mujer de raza isleña, por faltarle el deseado refinamiento, no podía amar por mucho tiempo a una kimberlina, o sea a una mujer forastera, por falta de aquella fundamental característica.
Tal era el punto de vista de Pierston.
También cabe mencionar otra fantasía suya, una mera superstición de artista. Los Caro, como otras familias de la isla, denotaban estirpe romana más o menos injerta en el tronco de los honderos. Sus facciones recordaban las de los campesinos italianos a cualquiera que como él estuviese familiarizado con ellas; y había pruebas de que los colonos romanos poblaron densamente y por largo tiempo aquel rincón británico y sus inmediaciones. Según tradición, en el extremo de la carretera romana que
conducía a la isla, hubo un tiempo un templo dedicado a Venus, y tal vez fuese anterior a éste otro consagrado a las divinidades inferiores de los honderos. Así, ¿qué cosa más natural que la verdadera estrella de su alma no pudiese hallarse en parte alguna sino en la vieja progenie de la isla?
Después de comer, vino su antiguo amigo Somers a echar un cigarro, y tras un poco de conversación, aludió Somers casualmente al sitio en que debían encontrarse a la mañana siguiente.
—No podré ir —dijo Pierston.
—¡Pero si me lo prometiste!
—Sí; pero me voy a la isla para visitar la tumba de una muerta.
Al decir esto fijó la vista en una mesa cercana. Somers siguió la dirección de su mirada, hacia una fotografía colocada sobre un estantillo.
—¿Es ésta? —preguntó.
—Sí.
—¿Tal vez un pasado amorío?
—En efecto. Ella fue la única cuyo amor desdeñé, Alfredo, y la única a quien debí haber correspondido. ¡Ahí tienes cuán insensato fui siempre!
—Pero si está muerta y enterrada, puedes ir a visitar su sepultura cualquier otro día, tan bien como ahora, y mantener vivo tu sentimiento.
—No sé si está enterrada ya.
—¡Pero mañana! ¡Con la sesión inaugural de la Academia! ¿Por qué has de ir precisamente mañana?
—No me importa la Academia.
—Pierston, tú eres nuestro único escultor inspirado. Eres nuestro Praxiteles, o por mejor decir nuestro Lisipo. Eres casi el único hombre de esta generación que ha sido capaz de modelar y esculpir formas lo bastante vívidas para apartar al frívolo público de los vulgares lienzos y atraerlos a los por lo común desiertos gabinetes de lectura; y quienes han visto tus últimas estatuas dicen que no ha habido nada igual desde hace diecisiete siglos, y aún desde que los escultores «de la gran raza» florecieron doquiera que fuese. Así, pues, en beneficio ajeno, no debes escaparte a aquella roca marítima, olvidada de Dios, precisamente cuando te necesitan en Londres. Y todo por una mujer a quien viste por última vez hace un siglo.
—No; sólo hace diecinueve años y nueve meses —repuso Pierston con abstraída literalidad.
Se marchó a la mañana siguiente. Desde los días de su juventud se había tendido una vía férrea a lo largo del banco de guijarros, de modo que, excepto cuando las olas arrancaban los carriles, lo cual sucedía bastante a menudo, era fácilmente accesible la península. A las dos de la tarde iba ya traqueteado por este nuevo medio de locomoción, bajo la familiar y monótona línea de piedras de color de salvado, y no tardó en salir de la estación, que parecía extrañamente exótica entre las renegridas
embarcaciones, las ruinas de la anegada aldea y los blancos témpanos de oolita, surgidos a la luz tras haber estado enterrados durante innumerables años geológicos.
Al embocar el banco de guijarros, había pasado el tren junto a las ruinas del castillo de Sandsfoot o de Enrique VIII, adonde Avicia debió de haberle acompañado la noche de su partida. Si ella hubiese acudido a la cita, tal vez cumpliera él la palabra de casamiento; y como no había precedentes de que ningún isleño la hubiese quebrantado después de empeñada, hubiera sido ella su esposa.
Según subía por el escarpado declive en donde los canteros escopleaban como siempre, y entre el rumor de las enormes sierras canteras, miró Pierston en dirección al sur, hacia el Beal.
La nivelada línea del marítimo horizonte se elevaba sobre la superficie de la isla; y como de costumbre, una rugosa mancha, a mitad de distancia, indicaba la situación de la Corriente en donde más de un Licidas había ido a «visitar el fondo del mundo abismal», sin la suerte de tener por amigo a un poeta.
Frente a la extensión de agua donde una manada de caballas centellaba al sol de la tarde, se distinguía el distante faro, y una iglesia, con su campanario, a un cuarto de milla de allí, cerca del borde del acantilado. Frente a la misma dilatada extensión de agua inquieta y murmurante se veían de perfil las lápidas sepulcrales del cementerio.
Por entre las tumbas andaba un hombre revestido de blanca prenda, que el viento hacía revolotear tristemente de cuando en cuando. Junto a él iban seis hombres cargados con un largo ataúd, y seguían dos o tres personas vestidas de luto. El ataúd, traído en hombros a través de la isla, cruzó el cementerio, rodeado de los destellos que reflejaban el mar y la manada de caballas. También a momentáneos intervalos se divisaba en la lejanía del Canal una lancha pesquera.
El fúnebre cortejo dio la vuelta hacia un ángulo del cementerio, donde se detuvo largo rato, expuesto al viento, con el mar tras ellos y sin cesar de revolotear la sobrepelliz del sacerdote. Jocelyn se mantuvo con la cabeza descubierta, se consideraba como si estuviera presente y le pareció oír cuanto allí se decía, aunque sólo era perceptible el rumor del viento.
Instintivamente comprendió que no era otra sino Avicia a quien veía sepultar, a su Avicia, como presuntuosamente empezaba a llamarla. De pronto, el pequeño grupo se apartó del reflejo del mar y desapareció.
Se sintió Pierston incapaz de seguir adelante en aquella dirección, y volviendo sobre sus pasos, se encaminó sin rumbo fijo a través de la tierra isleña, visitando los diversos parajes donde en otro tiempo había estado con Avicia. Pero como si le trabaran al cementerio con una cuerda, le parecía hallarse en el extremo de un radio cuyo eje fuese la tumba de Avicia Caro; y al oscurecer gravitó hacia su centro y entró por la puerta del cementerio.
Ni un alma había a la sazón por aquellos alrededores. Fácilmente descubrió detrás de la iglesia la recién abierta tumba, y al salir la misma luna creciente que la tarde anterior observara desde su ventana de Londres, vio las huellas todavía recientes del
duelo y de los sepultureros. La brisa había calmado al ponerse el sol. El faro tenía ya abierto su ojo deslumbrante; y no dispuesto a dejar un paraje doblemente sublimado por la pretérita amistad y el pesar presente, se acercó Pierston a la pared de la iglesia, caldeada por el sol de la tarde, y se sentó en el antepecho de una ventana frontera a la tumba.
I. Amenaza reasumir materia corpórea
No escuchaba ni oía Pierston otro son que el rumor de las olas al chocar contra el acantilado, porque ya las canteras estaban silenciosas. No se dio cuenta del tiempo que allí estuvo solo y meditabundo, ni tampoco supo, aunque se sentía soñoliento, si el suave narcótico de su repentina tristeza le arrulló en corto sueño, porque perdió toda noción del tiempo y la conciencia del incidente. Pero durante algunos minutos le pareció ver a la misma Avicia Caro, que a la luz de la luna se inclinaba sobre la tumba, y después se alejaba de ella.
Por su aspecto no era ni un año más vieja, ni un dedo menos esbelta, ni una línea más angulosa que cuando veinte años antes se había despedido de él en la cercana calleja. Sobresaltadamente le levantó de su abatimiento de ánimo la nueva consideración de que no era posible que tal fenómeno fuese otra cosa que un fantástico sueño, y exclamó:
—Sin duda, me he dormido.
Sin embargo, aunque juzgaba real la aparición de Avicia, desechó tan extraña sensación, arguyendo que, aun en el caso de que fuese falsa la noticia de su muerte, cosa increíble, aquella dulce amiga de su infancia, a pesar de los transfiguradores efectos de la luz de la luna, no se hubiera presentado tal como era diecinueve años atrás. Si lo que vio era carne material, sería otra persona distinta de Avicia Caro.
Satisfecho su sentimiento después de haber visitado el lugar de la tumba, nada más tenía que hacer en la isla, y resolvió regresar a Londres aquella misma noche. Pero como aún le sobraba tiempo, por natural instinto se encaminó hacia las Canteras del Este, su aldea natal y de su familia. Pasando por la plaza del Mercado, tomó el ramal de carreta que conducía al Castillo de Sylvania, una morada particular, de construcción relativamente moderna, en cuyos terrenos frondeaba la única arbolada de que pudiera ufanarse la isla. Las viviendas vecinales se extendían cerca de las tapias del castillo. Una de las más cercanas de dichas viviendas había sido la de Avicia, y como era de propiedad, probablemente habría muerto en ella. Para llegar allí pasó por delante de las puertas de Sylvania, y en la tapia del jardín vio un cartelón anunciador de que se alquilaba la casa amueblada. Unos cuantos pasos más allá estaba la vivienda de Avicia, cuya linda y maciza fábrica de piedra, de dos o tres siglos de antigüedad, podría resistir las injurias del tiempo mucho más aún que las
nuevas y vulgares construcciones. Fijó Pierston la atención en la ventana, todavía abierta, aunque brillaba una luz en el aposento. Retrocedió hasta la pared opuesta, y miró adentro.
Ante una mesa, cubierta de blanco mantel, una joven iba retirando un servicio de té y colocándolo en un aparador rinconero. Era en todo y por todo la misma Avicia a quien había perdido, la joven a quien viera en el cementerio, imaginándola ilusión soñada. Y aunque esta vez no cabía duda acerca de su realidad, su aislamiento en la silenciosa casa le prestaba muy extraño y sorprendente aspecto. Conjeturando la explicación, se paseó por allí en espera, y al cabo de poco pasó junto a él un cantero que se iba a su casa, a quien preguntó lo referente al caso.
—¡Oh!, sí señor. Es la única hija de la pobre señora Caro, y por la noche ha de quedarse aquí sola, ¡pobre muchacha! Sí, en verdad, es el vivo retrato de su madre. Todo el mundo lo dice.
—Pero ¿cómo se ha quedado tan sola?
—Uno de sus hermanos fue al mar y se ahogó. El otro está en América.
—¿No habían sido dueños de canteras?
El cantero puso paño al púlpito, y le explicó, al que le parecía forastero, que por allí había habido tres familias dedicadas al comercio de piedra, que se relacionaron mucho una con otra durante la pasada generación. Las tres familias eran los Beucomb, los Pierston y los Caro. Los Beucomb pusieron todo su empeño en aventajar a las otras dos, y en parte lo lograron. Se enriquecieron enormemente, lo vendieron todo y desaparecieron por completo de la isla donde habían amasado su fortuna. Los Pierston se mantuvieron en huraña medianía, prosperando sin alardes ni alharacas, y también, a su vez, se retiraron. Los Caro vinieron completamente a menos, empujados por la porfía de las otras dos familias; y cuando la hija de la viuda Caro se casó con su primo Jaime Caro, quiso éste recobrar para su familia el primitivo puesto de la triple contienda. Firmó contratas a un precio menor de la ganancia que podía obtener, y fue especulando más y más hasta que sobrevino la quiebra. Hubo de venderlo todo, se marchó de la isla, y más tarde volvió para vivir en esta casita que era suya por herencia de su mujer, y aquí residió hasta su muerte. Ahora había fallecido su viuda. Las penalidades acabaron con ella.
El cantero prosiguió su camino, y Pierston, lleno de profundo remordimiento, llamó a la puerta de la casita. La muchacha en persona salió a abrirle, lámpara en mano.
—¡Avicia! ¡Avicia Caro! —exclamó tiernamente sin poder desechar el extraño sentimiento con que cuando tenía veinte años menos se había dirigido a la abandonada Avicia.
—Ana, señor