El repentino adiós de la camanchaca
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Jorge Andrés Herrera
Jorge Andrés Herrera nació en Iquique, Chile, en 1985. En el año 2012 obtuvo el títulouniversitario de profesor de Historia y Ciencias Sociales. Actualmente ejerce su profesión en elsistema educativo municipal. Desde la niñez, sintió una profunda curiosidad por las ruinas delos campamentos salitreros y la historia depositada en ellos. Su pasión por el pasado de sutierra natal y la creación literaria se plasman en la obra El repentino adiós de la camanchaca, lacual está ambientada en la ex Oficina Victoria, la última de la región de Tarapacá.
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El repentino adiós de la camanchaca
Jorge Andrés Herrera
El repentino adiós de la camanchaca
Jorge Andrés Herrera
Esta obra ha sido publicada por su autor a través del servicio de autopublicación de EDITORIAL PLANETA, S.A.U. para su distribución y puesta a disposición del público bajo la marca editorial Universo de Letras por lo que el autor asume toda la responsabilidad por los contenidos incluidos en la misma.
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© Jorge Andrés Herrera, 2021
Diseño de la cubierta: Equipo de diseño de Universo de Letras
Imagen de cubierta: ©Shutterstock.com
www.universodeletras.com
Primera edición: 2021
ISBN: 9788418674129
ISBN eBook: 9788418676055
Dedicado a Verónica, mujer heredera de la tradición pampina
Tu paso por las tierras del salitre, más lo dilecto de tu generosa amistad y el sincero apoyo brindado durante el proceso literario, se convirtieron en el aliciente que le infundió vida a este libro.
Mi gratitud se expande más allá de los confines de la temporalidad terrena.
La espera
El viaje se había prolongado por más de una hora; la carretera era un horizonte infinito. Rosa, sosteniendo en sus manos la carta que estremeció su alma, miraba con una fijación hipnótica el paisaje desértico: la aridez de la pampa, bajo el inclemente sol de mediodía, y la pulcritud del cielo se reflejaban en el verdor de sus ojos.
El bus, repleto de pampinos ahítos de añoranzas, dirigía su marcha rumbo al lugar en donde alguna vez se había erigido la oficina salitrera Victoria. Como cada 31 de octubre, los victorianos volvían al terruño de sus reminiscencias. Entre cantos y prolongadas conversaciones que versaban sobre el pasado, el viaje se hacía más ameno, siendo la antesala del ritual que combatía el olvido.
Apartada en el último asiento, llevando de equipaje una pequeña mochila de cuero negro, Rosa se distanció del regocijo impregnado en el entorno: no pudo evitar el asedio de los recuerdos, las dudas y la incertidumbre que le provocaba el reencuentro con ese personaje misterioso que, en su juventud, apareció repentinamente, y como por arte de magia se esfumó sin dejar rastros.
Abrió la carta y repasó otra vez su contenido:
21 de octubre de 1995
Mi querida e inolvidable Rosa:
El tiempo, como el delimitante de nuestra existencia en este mundo, continuó, inexorable, su vertiginoso transitar en nuestras vidas. Sin embargo, fue incapaz de mitigar la intensidad del amor que nos unió en medio de la sequedad calichosa, las extensas lindes de la oficina Victoria. Han sido diecisiete largos años viviendo del recuerdo en mi exilio; el único refugio de mi perpetua soledad, ha sido el recuerdo latente de la candidez y el brillo de sus ojos iluminados bajo la tenue luz de la luna: mi constante evocación desde nuestro enigmático e indefectible adiós.
En nombre de ese lazo de amor, que las azarosas circunstancias no permitieron su pleno desenvolvimiento, le pido una sola oportunidad para explicar el porqué de mi repentina desaparición y el prolongado silencio de mi ausencia.
Aprovechando las celebraciones en honor a la exoficina Victoria, viajaré con destino al norte grande, para estar presente el 31 de octubre. Nuestra cita será en la línea del tren, en el mismo sitio donde «nuestra mayor riqueza fue el amor y la carencia de prejuicios fue nuestra humilde pobreza».
Suyo, atentamente.
Durante el viaje, Rosa no cesaba de releer el mensaje contenido en esa misiva; alternaba su mirada entre el papel —reparando en los finos trazos de la caligrafía— y la extensión de los terrenos de absoluta desolación; trataba de amalgamar el pasado con el presente, en el utópico afán de suprimir las distancias temporales que gobiernan la realidad de este mundo, de sus vivencias, de su dolor.
Cuando el chofer apagó el motor del bus, Rosa, con la mochila de cuero negro aferrada a su espalda, bajó con inusitada rapidez; su premura abarcaba un asunto trascendental. Iba esquivando al gentío que inundaba las ruinas de la oficina Victoria. Su larga cabellera dorada, bailando al compás del viento solano, y su nívea tez, eran como un espejismo angelical. Su belleza se mantenía intacta con el ligero toque de la madurez que le otorgaban sus cuarenta y cinco años.
Se dirigió al sitio señalado. A lo lejos pudo divisar la figura de un hombre vestido con un traje color gris. Estaba de pie a un costado de la línea férrea. Rosa disminuyó el paso; su corazón galopaba desaforado en su pecho. A escasos metros de distancia y después de una espera difusa, se encontraban en el mismo lugar.
1
La rocola, en su incesante cometido de inundar de música el ambiente, reproducía con obstinación mecánica el disco de rancheras. Arrebatados por el aire bohemio que reinaba en la cantina, Leonel Romero y Petronio Salinas bebían unas refrescantes cervezas para amortiguar lo seco del paisaje. Sentados en una apartada mesa del Pato Amarillo —nombre pintoresco del boliche en el que compartían—, animaban sus conversaciones junto a un desfile de botellas, las cuales eran escanciadas en una ininterrumpida sucesión. Fieles a una de las costumbres de algunos trabajadores de la oficina Victoria, este lugar se convirtió para ellos en el refugio idóneo después de cada enervante jornada laboral.
Desde la ubicación donde se encontraban, la cantina se podía observar casi en su plenitud: el piso de madera gastada por el inmisericorde correr de sillas y mesas de tantas noches de parranda; las paredes pintadas de azul, con el detalle de las repisas que engalanaban el mesón de fondo con un arsenal de bebidas alcohólicas de todo tipo: desde damajuanas, aguardiente, pisco y vinos de las más diversas cepas, se disponían como las filas de un numeroso ejército dispuesto a marchar sin cuartel.
Las botellas vacías se amontonaban en la mesa. Petronio, al percatarse de la escases del embriagante líquido —de un atrayente tono amarillento—, con su voz ronca y potente le ordenó al cantinero llevar otra ronda; en menos de un minuto, ya disponían de una caja de cervezas.
—Esta la pago yo, compadrito —advirtió Petronio con la seriedad enmarcada en su rostro regordete—. Usted tiene que guardar la platita para su hijo y su señora. En cambio, yo, como poseo el don de la soltería, puedo gastar un poquito más. ¿Escuchó mi querido amigo el Mosquito Romero?
Leonel, con sus ojos de beodo profesional, soltó una efusiva carcajada al recordar que se había ganado ese apodo en el campamento minero porque «había que matarlo para que dejara de chupar»; eso sumado a sus facciones corporales que lo asemejaban a uno de estos indeseables insectos: flaco y de extremidades largas; ni su semblante escapaba a lo magro de su fisionomía congénita.
La amistad entre ambos surgió en una ocasión cuando, en una fonda clandestina, se unieron para jugar al dominó en duplas. En esa noche de parranda, Petronio, al ver a Leonel ensimismado en una solitaria mesa, percibió en él a un consumado tahúr. Lo invitó con el señuelo de una frase irresistible en ese ambiente de borrachera pertinaz: «yo le pago esta ronda de copete». Los augurios de Petronio se cumplieron a cabalidad: en esa ocasión ganaron varias partidas y lo recaudado, no podría ser de otra manera, se despilfarro en vino y cerveza.
Mirando con atención reflexiva, Leonel se percató del paso de los años reflejado en la humanidad de su amigo: su cuerpo rollizo, en especial su vientre abultado —exigiendo al máximo la resistencia de los botones de su camisa— junto con lo curtido de su cara, enmarañado de líneas expresivas, eran las huellas del cansancio acumulado de tantas jornadas y sinsabores vividos en las faenas del salitre.
—Como usted ordene, compadre Petronio —respondió el Mosquito Romero—, ¿o debería decirle el Preso Flaco?
Ambos rieron con tal intensidad que opacaron por unos segundos las melodiosas rancheras. Y es que en Victoria, como regla no escrita, todos ostentaban un sobrenombre.
—No es mi culpa que las esposas me queden grandes… y eso que me probé cuatro.
Asaltado por los recuerdos, Petronio repasó su agitada experiencia amorosa. A sus cincuenta años, se había casado una vez y convivido otras tres. Su primera esposa, María del Rosario, a quién había conocido en la Oficina Santa Laura, falleció a causa de la tuberculosis que devoró sus pulmones. Este infortunio había ocurrido cuando apenas llevaban un año de matrimonio. La pena y el duelo lo acompañaban en sus largas jornadas como barretero, particular, derripiador, entre otros trabajos que desempeñó en las diferentes oficinas; el nomadismo laboral se convirtió en su perenne modo de vida después de su desgracia conyugal. Las otras tres efímeras relaciones amorosas eran solo para saciar sus instintos masculinos.
—Lo suyo no es el matrimonio —le respondió el Mosquito Romero.
—Es mejor estar soltero. Para mí las mujeres son como una calichera: primero las «cateo», y cuando compruebo que sus terrenos son de «buena ley», exploto lo mejor de sus «riquezas» … y cuando haya disfrutado de la «última carretada», me busco otra. Así de fácil y sencillo.
—Usted es un picaflor sin remedio. Aprenda de su amigo el Mosquito Romero que, con la energía de un semental de cuarenta años, clava su aguijón solo en una hembra.
Petronio dio un hondo suspiro. Con la mirada perdida en el piso declaró melancólico:
—Yo pensaba igual que usted cuando vivía con María del Rosario, mi amor eterno, que en paz descanse…
La conversación estaba a punto de girar en torno a las desdichas amorosas del Preso Flaco, cuando la llegada de un desconocido hombre a la cantina concentró la atención de los parroquianos presentes. Su vestimenta era un modelo de formalidad: traje de color gris, la radiante camisa blanca de puño francés, con el detalle del oscuro sombrero panamá. El hombre tomó asiento muy cerca de donde compartían Leonel y Petronio; con voz parsimoniosa, clara y segura, pidió una cerveza. Al apoyar sus manos en el respaldo de la mesa, las colleras, de oro finísimo, relucían con la luz del sol que se colaba desde las ventanas. Su figura de bebedor refinado se retrataba teniendo de fondo el calendario pegado en la pared, anunciando el año en curso (1978), el cual tenía como portada una sensual foto de Marilyn Monroe. Los dos amigos miraban al hombre con curiosidad.
—¿Y este quién es? —preguntó el Mosquito Romero.
—Tiene pinta de ser sangre azul, el huevón —remarcó con tono suspicaz el Preso Flaco—. No sé qué mierda hace acá. Démosle la bienvenida al pituco.
El hombre de traje elegante se había quitado el sombrero, dejando ver un peinado a la gomina —que hacía relucir sus cabellos negros—, otorgándole un aire aristocrático mayor. Cuando el mesero dejó en la mesa la botella de cerveza, el afuerino, con su mirada inquisidora, observó con detención el espacio de la cantina.
—¡Forastero! —lo llamó el Mosquito Romero.
El aludido, con la estampa de la cordialidad en su faz, miró hacia el lugar en donde compartían los amigos. El Preso Flaco formuló la invitación:
—Venga. Queremos conversar con usted.
Al instante, el misterioso sujeto tomó su sombrero y la botella de cerveza. Con disposición segura, se acercó a la mesa en donde se encontraban. Arrimó una silla y se presentó; la mirada serena, digna de un diplomático avezado, y su voz emanando una acentuada fluidez, con la fina selección de palabras, dejaron boquiabiertos a los compadres.
—Señores, buenas tardes. Mi nombre es Héctor Vega y vengo del centro del país con el firme propósito de ganar, con toda honradez, el sustento diario acá en Victoria. Solo me resta preguntar: ¿en qué les puedo servir mis respetados señores?
Al escuchar la lacónica y precisa presentación se quedaron pasmados; por unos segundos fueron incapaces de articular palabra alguna. En un fugaz juego de miradas se advirtieron sobre la eventual identidad de este incógnito personaje: podría ser un nuevo jefe, algún administrador o ingeniero, venido para acentuar las diferencias entre obreros y empleados de escritorio.
—Bienvenido a Victoria, don Héctor— le dijo el Preso Flaco con el fin de terminar con la incómoda situación.
—Muchas gracias, pero aun desconozco sus nombres, caballeros.
—Mire, don Héctor—intervino ceremonioso el Preso Flaco—, aquí el amigo se llama Leonel Romero, quien trabaja en el Departamento de Minas como parte de la cuadrilla del acarreo de caliche desde los rajos de las minas. A este esforzado hombre le decimos de cariño el Mosquito Romero, porque solo sabe «chupar» el néctar de cualquier trago. En cuanto a mi persona, me llamo Petronio Salinas, y me desempeño en el Departamento de Maestranza, en la mantención de las diferentes máquinas que funcionan en esta sección; aquí me conocen como el Preso Flaco porque las «esposas me quedan chicas», y cuando hablo de esposas me refiero a las mujeres.
Héctor observó a los dos amigos con una mirada de interés y amabilidad que sorprendió a ambos. Ya entrando en confianza, el Mosquito Romero se atrevió a preguntarle:
—Disculpe, don Héctor, ¿usted viene a trabajar en la administración de Victoria?
—En primer lugar, le pediré que no me trate con tanto respeto, Me puede llamar Héctor con toda naturalidad, pues no creo que a mis treinta dos años merezca tanta deferencia de tan respetables caballeros como ustedes. Y no se preocupe que no he venido a ser el jefe de nadie. Trabajaré como cargador de carros; o sea, seré su nuevo colega—se dirigió al Mosquito Romero.
En la cara de los amigos se dibujó la viva expresión de la incredulidad: no podían creer que el extraño, con desplante ilustrado, estaría a la par sudando bajo el sol infernal de la pampa.
—¡Me cuesta creerlo! —intervino, con escepticismo, el Preso Flaco—. Perdone que ponga en duda lo que está diciendo. Es que usted no tiene pinta de ser un obrero asoleado, más bien parece de la alta clase; dudo mucho que unos simples trabajadores como el Mosquito Romero o yo pueda tener un traje tan encachado como el que usted tiene, ni mucho menos darnos el lujo de comprar esos botones de oro como los que usted trae en los puños de su camisa.
La afabilidad de la sonrisa de Héctor se mantuvo incólume. Miró a sus interlocutores impertérrito, mientras seleccionaba con mucho cuidado las palabras que pronunciaba.
—No se deje engañar por las apariencias, mi buen amigo Petronio —le aclaró Héctor—. Nuestras vestimentas, los efímeros atavíos de telas y paños, no son más que adornos cubriendo el traje natural de nuestros cuerpos…
Héctor hizo una pausa. Bebió un sorbo de cerveza; sintió la frescura embriagadora recorrer su garganta. Los dos trabajadores esperaban, ansiosos, el discurrir de sus reflexiones.
—La letra de un conocido vals lo resume todo en una frase: «piensa que, en el fondo de la fosa, llevaremos la misma vestidura». De nada valen los adornos terrenales cuando nuestros cuerpos se integren al ciclo de la naturaleza al que estamos condenados.
—Muy convincente, amigazo Héctor —dijo el Mosquito Romero haciendo un mohín de aprobación.
—Y si les queda alguna duda, el traje que llevo puesto lo compré con algunos ahorritos, estas colleras, no botones, son el regalo que mi abuelo le heredó a mi padre y como mi padre no las usara, me las regaló a mí. ¿Qué les parece mis apreciados amigos?
Solo el Mosquito Romero asintió con su cabeza en señal de convencimiento; el Preso Flaco mantenía una actitud de incredulidad que manifestó, alentado por la ingesta alcohólica, sin tapujos.
—Aunque —otra vez intervino el Preso Flaco con