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El Eunuco de Tombuctú
El Eunuco de Tombuctú
El Eunuco de Tombuctú
Libro electrónico403 páginas5 horas

El Eunuco de Tombuctú

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La epopeya de Yuder Pachá, el conquistador del Reino de los Negros

Tombuctú, la ciudad más hermosa y misteriosa del Sáhara, brillaba como el centro cultural y comercial del rico Reino de los Negros. El desierto la había protegido de invasiones, hasta que un genio militar, el almeriense Yuder Pachá, logró conquistarla para el sultán de Marraquech, en una proeza que aún se estudia en las academias militares. El Eunuco de Tombuctú es una soberbia novela histórica que relata esa epopeya sin precedentes enmarcada en la difícil convivencia de moriscos y cristianos viejos en el antiguo reino de Granada.
El rapto del niño cristiano por los piratas berberiscos para castrarlo y convertirlo en Yuder Pachá marca el inicio de una documentada y apasionante narración que nos muestra la vida en Marrakech, la corte de los sultanes, sus costumbres, las alianzas e intrigas políticas, la diplomacia; la vida licenciosa del harén y los escarceos amorosos.
La batalla de los Tres Reyes en Alcazarquivir decidió el futuro de Portugal, España y Marruecos, en la que la figura de Yuder Pachá tuvo un destacado protagonismo, que ha permitido que su memoria haya sobrevivido a los siglos para llegar hasta nosotros. Una novela imprescindible para los amantes de la historia de al-Ándalus y su honda influencia en suelo africano.
IdiomaEspañol
EditorialLid Editorial
Fecha de lanzamiento30 oct 2020
ISBN9788416392742
El Eunuco de Tombuctú

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    El Eunuco de Tombuctú - Antonio

    casa.

    INTRODUCCIÓN

    Amable lector o lectora que empiezas a leer estas páginas, quiero comenzar contándote cómo llegaron a mí la mayoría de ellas, el grueso del volumen que ahora tienes en tus manos.

    Me encontraba yo en Marrakech, invitado por el Instituto Cervantes para impartir una conferencia sobre la huella de los andalusíes en la arquitectura y patrimonio cultural de Tombuctú, en mayo de 2009. Fueron unos días muy agradables y fructíferos al mismo tiempo por dos encuentros privilegiados que mantuve. El primero de ellos fue con Juan Goytisolo la tarde anterior a la conferencia, en el café de Francia, en la plaza Jamaa el Fna, adonde acudí con la directora del Instituto a tomar un té con el admirado escritor, al que le regalé un libro mío divulgativo de la conquista de Tombuctú por Yuder Pachá y con el que tuve ocasión de intercambiar algunas reflexiones sobre la temática de mi monografía.

    Al día siguiente, el 22 de mayo, pronuncié la conferencia en el antiguo palacio Dar el Bacha, residencia antaño del pachá de Marrakech, que bien podría considerarse una premonición de lo que de allí saldría. El público en su mayoría era universitario, aunque casi nadie conocía la vinculación de Yuder con la Andalucía de la que yo procedía.

    En la primera fila observé a un anciano que llamó mi atención porque no dejaba de tomar notas de cuanto yo decía, y que seguía la conferencia con suma atención. Iba pulcramente vestido, con un traje de verano que parecía recién planchado, con unas gafas redondas de bibliotecario antiguo. A la hora de las preguntas extrañamente no me formuló ninguna, pero acabada la sesión se me acercó y, después de felicitarme, me sugirió que nos viésemos cuando yo pudiera porque me quería mostrar algo relacionado con mi intervención.

    A la mañana siguiente quedamos nuevamente a tomar un té en el café de Francia, y entonces René, que así se llamaba el extraño asistente a la conferencia, me contó el motivo de su propuesta de conocernos.

    René era un francés nacido en Rabat, donde su padre, un conocido arqueólogo, había ejercido su profesión en el servicio de Bellas Artes y Monumentos Históricos del Protectorado bajo el dominio de Francia. En 1917 su padre era todavía un joven aprendiz de arqueología que iniciaba en la primavera de ese año sus primeras prácticas en unas excavaciones en el entorno de la vieja kasba de Marrakech, junto a la puerta Bab Agnau y el Palacio Real. Fruto de aquellas excavaciones se descubriría el impresionante conjunto palaciego de El Badi.

    Este palacio, cuyo nombre significa «el incomparable», fue mandado construir por el sultán saadí Ahmed al-Mansur, que quiso conmemorar su victoria en la famosa batalla de los Tres Reyes, o de Alcazarquivir, sobre los portugueses del rey don Sebastián, aliado con su tío el sultán destronado Muhammad al-Mutawakkil.

    El palacio tardó en construirse veinticinco años, desde la fecha de la batalla, en 1578, hasta 1603, y constituyó un hito en la arquitectura hasta entonces realizada en el imperio marroquí por su grandiosidad y la riqueza de sus materiales. No en vano, el sultán, además de ser conocido como «el victorioso» (al-Mansur), también lo fue como «el dorado» (ed-Dhabi), en parte debido al oro que procedía de Tombuctú y que sirvió para financiar y ornamentar el palacio.

    Pero acabada la dinastía de los saadíes y sustituida por otra nueva, la actual de los alauitas, el palacio también encontró su muerte, porque el sultán alauí Muley Ismail quiso borrar la memoria del esplendor saadí y de su más notable califa, Ahmed al-Mansur, de cuyo prestigio estaba celoso, destruyendo su obra más emblemática, el palacio El Badi. Así, durante diez años, el palacio fue desmantelado y sus ricos materiales, entre ellos mármoles de Pisa y de Carrara y ricos paneles de oro, transportados a otras ciudades del imperio para que sirvieran de elementos constructivos o decorativos a nuevos palacios y edificios, especialmente los de Meknes, adonde trasladó la capital en 1675.

    Las excavaciones arqueológicas sacaron a la luz por casualidad este vasto espacio palaciego, aunque de la fastuosidad de antaño sólo quedaron sus ruinas, salvo un espacio que Muley Ismail respetó para no cometer un sacrilegio, aunque tapió con un elevado muro, donde se encontraban las tumbas de los sultanes saadíes y de sus más allegados. El descubrimiento fue sin duda maravilloso, y sólo esa muestra evidenció la grandiosidad del palacio que mandara construir Ahmed al-Mansur.

    Este cementerio real constaba de dos mausoleos. Uno, más pequeño y de forma cuadrangular, fue destinado a albergar la tumba de Lalla Messauda, la madre de Ahmed al-Mansur; y el segundo, más grande y espectacular, se distribuía en tres salas, en la central de las cuales, enmarcada por doce columnas que soportaban una gran cúpula, se encontraba la del propio Ahmed y las de un hijo y un nieto suyos, ambos también sultanes que le sucedieron.

    Un amplio jardín antecedía a los mausoleos, donde más de cien tumbas de parientes y cortesanos notables de los sultanes forraban el suelo con sus estelas funerarias, que parecían velar el sueño eterno de sus señores.

    Y mientras que en las tumbas principales algunas inscripciones daban cuenta de los nombres y hazañas de sus moradores, en las del jardín aparentemente no había ninguna indicación gráfica que permitiera comprobar la identidad de los restos.

    Al padre de René le encargaron que examinara algunas de las tumbas consideradas menores, las situadas en el jardín, supuestamente destinadas a importantes jerarcas militares y prominentes cortesanos, cuando bajo una de ellas encontró algo inesperado, como fue un cofrecillo junto a los huesos de un cuerpo decapitado a juzgar por encontrarse la cabeza separada del tronco.

    Joven como era todavía el aprendiz de arqueólogo, y por ello algo atrevido e irresponsable, ocultó a su jefe el hallazgo y, envolviéndolo en la capa que llevaba, se lo llevó a la residencia donde se alojaba para examinarlo allí con más detenimiento.

    El contenido del cofre consistía en varios legajos de manuscritos enrollados y anudados por tiras de cuero. Uno de los rollos lo formaban unas crónicas de un tal Yuder Pachá que éste le dictara a un escribano que compartía con él encarcelamiento, otros tres eran un conjunto de cartas que intercambió Yuder con este mismo escribano, con un sacerdote y con una mujer, que debería ser su amante a tenor de lo que se decían. Igualmente, había un memorial del religioso y unas cartas del soberano del Sudán y del propio Yuder dirigida al sultán al-Mansur, además de otros escritos con anotaciones dispersas.

    El padre de René no se atrevió a entregar el cofrecillo a sus superiores por el temor a que se le acusara de ladrón, y cuando su hijo se doctoró en Historia le hizo entrega de su contenido. René mantuvo los legajos siempre en su poder, especializándose en las relaciones entre el Mediterráneo y el África negra, por lo que los manuscritos le sirvieron de valiosos testimonios de notables personajes históricos.

    Pero ahora, cumplidos ya los ochenta años, necesitaba transmitir el legado de su padre a alguien que le inspirase confianza por amar como él a los personajes que transitaban por sus páginas. Y yo fui el elegido, tras escuchar atentamente mi relato de la presencia de Yuder y otros andalusíes en la Curva del río Níger, y haber leído previamente mis monografías sobre el tema.

    Lo primero que hice fue tratar de ordenar cronológicamente los textos que René me había confiado, intercalando algunas páginas de las crónicas con las distintas cartas y documentos con el propósito de que se sucediesen las distintas versiones de los mismos hechos pero escritos por personas diferentes.

    Entendí también que para hacer más entendible al lector actual lo que se expresaba en los distintos legajos, podría ser útil «traducir» los textos, escritos en castellano antiguo y algunos en árabe, al español de hoy, aunque mantuviera determinados giros y expresiones de la época. Igualmente, convertí las fechas expresadas en el calendario musulmán al cristiano para hacerlas más comprensibles al lector occidental.

    Como decía al principio, el grueso de las páginas que empezáis a leer son las que provienen del cofre que tomara prestado el padre de René de la tumba de Yuder. Pero tanto él como yo pensamos que nos podíamos convertir en narradores omniscientes que engarzaran los relatos del cofre con retazos de cronología histórica, que sirvieran como eslabones que unieran los diferentes textos, incorporando, incluso, diálogos y reflexiones que seguramente tendrían los protagonistas de esta historia.

    Mi trabajo, pues, se ha limitado a esa ordenación y traducción de manuscritos y a la inserción de esos pequeños eslabones de recreación histórica, pero los verdaderos autores de esta especie de biografía de Yuder Pachá son él mismo y los personajes que lo acompañaron en su azarosa vida.

    PARTE PRIMERA. REINO DE GRANADA

    PRISIÓN REAL DE LA SAHENA.MARRAKECH. 1606

    (Confesiones de Yuder)

    Hace ya tres años que mi señor Ahmed al-Mansur murió, y yo le he sobrevivido prisionero en esta mazmorra donde su nieto Abdallah me ha encerrado, a la espera de que acabe con mi vida uno de estos días. Mientras, preso en esta cárcel de la Sahena, que tan bien conozco desde hace veinte años y de la que liberé en su día a algunos de sus moradores para que formaran mi guardia personal, comparto celda con mi amigo Marcos Sánchez, escribano que fuese de la cancillería de mi muy amado sultán Ahmed, ¡que Alá, el Clemente, el Magnánimo, lo tenga en su gloria!

    Es ahora, cuando en breve estaré en el Paraíso, ¡Alá el Compasivo así lo quiera!, cuando se me agolpan en la memoria cientos de imágenes de mi pasado, de mi historia, que quiero contar a mi compañero de sufrimientos Marcos para aliviarnos de la espera de la muerte, y al mismo tiempo para que él conozca de mi boca aquellas otras aventuras que no compartimos en las orillas del Níger[1], aunque muchas de ellas las oyera relatar a los cuentistas de la plaza de Jemaa el Fna o se las escribiera yo en mis cartas.

    Son muchos los acontecimientos de mi aventurada vida los que, en estos días postreros de mi existencia, vienen a mi cabeza, y lo hacen con asombrosa nitidez. Desde los más lejanos recuerdos de mi infancia en el reino de Granada hasta mi llegada a Tombuctú, pasando por mi juventud en Marrakech, las intrigas palaciegas, los amores ocasionales, los compañeros de armas, los sultanes que conocí, los amigos de verdad… Es asombroso cómo revivo ahora, como si los estuviera percibiendo en estos momentos, los aromas del pan recién horneado de la casa de mis padres en Las Cuevas, el que desprendía la hierba cortada en la vega del río Almanzora, el de la tierra mezclada con paja de las casas de Tombuctú, o la embriaguez del olor de los cuerpos perfumados de las mujeres a las que amé.

    El carcelero, al que ayudé tiempo atrás, me ha proporcionado papel, tinta y cálamo para que Marcos transcriba esta especie de confesiones o crónicas que le dictaré para que no caigan en el olvido las aventuras y desventuras que sufrí.

    Y es que yo, oriundo de Las Cuevas, villa también conocida como Las Cuevas del Marqués, por formar parte del señorío del marqués de los Vélez, en el reino de Granada, avecindado en Marrakech, fui el conquistador de Tombuctú y de todo el imperio Songhai de los negros en nombre de mi señor, el muy glorioso y siempre victorioso Ahmed al-Mansur, el Dorado, el más valeroso y capaz de los reyes de su estirpe.

    Guardo aquí el memorial que encargué a mi leal Diego Marín para completar esta historia, algunas de cuyas páginas referentes a cuando era un niño no recordaría si él no las hubiera escrito, además de que su espíritu curioso le llevó a averiguar el porqué de muchas cosas que rodeaban nuestros quehaceres, en las que yo no reparaba por mi edad, y a recopilar muchas historias anteriores o contemporáneas a las que yo fui protagonista.

    Tengo también aquí las cartas que me enviara a Tombuctú cuando ejerció de diplomático. Las recuerdo vivamente, tantas veces las releí, con la avidez del que quiere conocerlo todo de la patria que dejó, la entonces lejana Marrakech.

    Alá, el Misericordioso, sí que sabe que Yuder, antes Diego de Guevara, siempre fue su fiel servidor desde que me convirtiera a la verdadera fe, así como lo fuera de su representante en la tierra, el califa cuyo recuerdo todavía me emociona en este final de mi vida.

    ASALTO DE AL-DUGALI A LAS CUEVAS

    27 al 29 de noviembre de 1573

    Atardecía ya cuando las veinte y tres naves de corsarios anclaron frente a la playa de la Granatilla, debajo del promontorio que los del lugar llamaban Mesa de Roldán, un lugar desértico y despoblado de la costa del antiguo reino de Granada sobre cuya meseta un grupo de moriscos en connivencia con ellos llevaba dos días esperando su llegada. Estos cristianos nuevos, que renegaban del credo impuesto, eran unos más de los que ayudaban a la venida de sus hermanos en la fe islámica a la tierra de sus mayores. A través de espejos indicaron a la flota que no había peligro para el desembarque, y no sólo porque habían hecho las exploraciones oportunas de la zona, sino porque sabían muy bien que los guardas que en su día se apostaron allí, por orden de las autoridades cristianas, habían dejado de hacerlo ante la falta de pago y la despoblación general de toda esa región.

    Sin peligros que los acecharan, desembarcaron a tierra cerca de ochocientos corsarios más varias decenas de caballos, mientras que las tripulaciones de los navíos se aprestaban a levantar anclas para dirigirse a Villaricos, en la desembocadura del río Almanzora, a la espera de la carga humana que esperaban fletar al día siguiente.

    El viaje desde Tetuán había sido rápido, en parte por el tipo de navíos utilizados, bergantines y galeras de poca altura con un solo mástil y vela cuadrangular, más ligeros que los usados por las armadas de los Estados ribereños del Mediterráneo. Pero también porque iban medio vacíos, a la espera de ir cargados a la vuelta con los cautivos que hiciesen en la razia.

    Al-Dugali[2], puestos ya sus pies en la arena, ordenó a sus lugartenientes que dispusiesen, una vez todo el contingente en tierra, la marcha hacia el interior de Sierra Cabrera, dejando atrás el cabo de Gata.

    Anduvieron por la noche para no ser avistados, e iniciaron la caminata rambla arriba hasta que dejaron la sierra del Cabo de Gata y se internaron en la de Cabrera. Pasaron por pueblos y enclaves abandonados, como Teresa y Cabrera, o diezmados, como Serena, Bédar o el cabezo de Marín, despoblados tras la expulsión de sus hermanos los moriscos tres años antes[3], hasta que llegaron al lugar de Antas, donde se dispusieron a descansar.

    Hechos los relevos de guardia oportunos para la vigilia nocturna, al-Dugali y sus hombres principales planificaron la estrategia del asalto, asistidos por los moriscos lugareños que se les habían ido añadiendo en el trayecto desde la playa del desembarco hasta allí. Las cosas habían salido según lo previsto; la Granatilla sin vigilancia, así como la costa que la circundaba, sabiendo que en esa época del año, acabado ya el otoño, la armada del rey cristiano se retiraba a Cartagena y al Puerto de Santa María a invernar y a reparar la flota para que estuviera lista para el verano. Y en cuanto a Las Cuevas, según les informaban los moriscos en complicidad con ellos de la villa también allí convocados, no habría ninguna resistencia.

    Sólo cuando unas horas antes del desembarco pasaron frente a Almuñecar al-Dugali temió por la empresa, porque entrevió en la costa a lugareños con síntomas evidentes de haberles descubierto. Almuñécar, tan cerca de su Órgiva natal, le trajo recuerdos de su infancia y de su gente, llegando a emocionarse, cosa que afortunadamente para él, porque no quería mostrarse débil, nadie advirtió ya que una oportuna ola diluyó las lágrimas de sus mejillas en el agua salina.

    Pero el contratiempo de Almuñécar no pareció entorpecer la cabalgada de los corsarios desde Mesa Roldán hasta el río Almanzora, quizá porque el mal estado del mar no hacía presagiar que nadie quisiera aventurarse a navegar, al tiempo que la despoblación de vecinos y hasta de vigías garantizaba el tránsito, sin que nadie les saliera al paso por esas yermas tierras.

    En la mañana del sábado 28 de noviembre los corsarios llegaron a Las Cuevas, entrando por la rambla que llamaban de Cirera, por detrás del castillo y, avisados por sus correligionarios moriscos de que éste estaba desguarnecido y con más de la mitad de la población en ese lugar concentrada, allí se dirigieron.

    Aquella mañana acudieron al castillo casi todas las familias de cristianos viejos que habían llegado a la villa para repoblarla después de que los moriscos fueran expulsados. El marqués de los Vélez, señor de Las Cuevas, había autorizado por fin al Consejo de Población de Granada a que hiciese un nuevo deslinde y apeo de las antiguas casas y haciendas de los moriscos, por no estar de acuerdo dicho organismo con los que había hecho el marqués previamente.

    El patio de armas del castillo estaba repleto de los nuevos pobladores que, en muchos casos, venían acompañados de toda la familia para que se incluyesen en el nuevo censo a todos sus miembros.

    El alcalde Illescas salió de la casa del alcaide ante el ruido que hacían los congregados. Se dirigió al alguacil mayor, que había ido a avisarle:

    —¿Qué ocurre?, ¿por qué hay tanta gente en el castillo?

    —Señor alcalde, son los nuevos pobladores, que vienen a que se les asigne los lotes de casas y tierras que les corresponden.

    —Pero si el alcalde Bonifaf no está —refiriéndose a la autoridad que el Consejo de Población había designado para tal fin—. Ya sabes que partió hace unos días hacia Albox.

    En ese momento se acercó al alcalde Illescas uno de los pocos moriscos que había quedado en la villa, Luis de Tudela, uno de los seises[4] que había sido autorizado a quedarse para ayudar precisamente a los deslindes por su conocimiento de las propiedades moriscas. Tenía el gesto preocupado cuando se dirigió al alcalde:

    —Señor, ya le he dicho a los nuevos vecinos que hoy no estaban convocados en el castillo, y les he preguntado el porqué de su masiva asistencia.

    —¿Y qué te han dicho, Luis? —le cortó el alcalde, temiendo algún motín por la demora en el repartimiento de las casas y de las tierras.

    —Señor, dicen que corrió la voz entre ellos de que el alcalde Bonifaf estaba de nuevo en la villa para seguir con el reparto de los lotes, y que les animaron a que se apresurasen en llegar al castillo.

    Acababa de contestar Luis de Tudela cuando uno de los recién llegados a la villa se acercó al alcalde y, muy ceremoniosamente, se dirigió a Illescas:

    —Señor alcalde, soy Francisco Díaz, natural de Lorca y nuevo vecino de esta noble villa. Perdón por el alboroto que estamos haciendo en el castillo, pero si aquí estamos es porque nos dijeron que hoy seguiría el reparto…

    El alcalde no esperó a que el nuevo vecino acabase, muy airado como estaba:

    —¡Aquí el único que convoca soy yo, o mis agentes en mi nombre! Y, además, la mitad de los aquí presentes seguro que ya tienen sus propiedades asignadas.

    —Es que también nos dijeron, señor —continuó Francisco Díaz—, que viniésemos acompañados de las demás familias para que fuésemos conociendo a quienes serían nuestros vecinos.

    El alcalde palideció, empezando a vislumbrar que se había urdido una encerrona, un plan determinado de agrupar en el castillo al mayor número de gente. Siguió preguntando al vecino, notablemente excitado:

    —Pero, ¿a quiénes te refieres cuando hablas de que os dijeron todo eso que cuentas?, ¿quién os ha convocado?

    —Señor alcalde —intervino ahora Luis de Tudela—, me han referido algunos de los aquí concentrados que iban propagando esa falsa convocatoria algunos vecinos que, por las señas que me han dado, yo diría que eran de los moriscos que vuestra merced permitió quedarse, como a mí, en calidad de seises.

    —¡Malditos traidores! —exclamó el alcalde, haciéndose ya una cabal idea de lo que se había organizado.

    —Uno de ellos —prosiguió Luis de Tudela —creo que era Juan Bernal, del que venía yo desconfiando hace un tiempo.

    —¿Por qué, Luis? —preguntó nervioso Illescas, temiendo la respuesta.

    —Sospecho, señor, que colaboraba con el Turco, pasándole información a sus secuaces de la situación de la villa y de sus defensas —contestó apesadumbrado el morisco.

    El alcalde entonces se dirigió al alguacil, gritándole:

    —¡Ordena al capitán de la guardia que cierre las puertas del castillo, que esto me huele mal!

    Pero en ese momento por la puerta de la fortaleza entró un centenar de corsarios berberiscos fuertemente armados mientras que un estruendo de voces, trompetas y tambores tronaba en el exterior del castillo, al tiempo que en su interior un silencio sepulcral invadió a los falsamente convocados en aquel lugar.

    Los asaltantes, una vez desarmada la escasa guarnición del castillo, ordenaron a todos los cristianos que se arrojaran al suelo y permaneciesen callados, mientras que algunos de ellos iban haciendo unas relaciones de todos sus nombres y de su grado de parentesco. Concluida la tarea, una docena de berberiscos procedieron a encadenarlos unos con otros en pequeños grupos para evitar la fuga, en medio, ya sí, de forcejeos y gritos, sobre todo de los numerosos niños que había.

    La puerta del castillo se abría de vez en cuando para que entraran otros grupos de cristianos apresados en la calle, siendo inmediatamente encadenados y sometidos a la rigurosa filiación que hacían los escribanos moriscos.

    —¡Corred, corred, escondeos en la iglesia! —gritó una anciana a un grupo de niños que bajaban corriendo despavoridos de la cuesta del castillo, perseguidos por un corcel negro montado por un corsario que chillaba que se detuvieran, pisoteando su montura en el trayecto a la mujer, que dejó un reguero de sangre en la tierra apelmazada de la calle.

    Los niños entraron en la iglesia, aunque antes de llegar al altar mayor fueron alcanzados por el jinete, al que seguían ahora media docena de corsarios. En una capilla lateral el párroco don Diego Marín, auxiliado por el monaguillo Diego de Guevara, impartía catequesis a una decena de niños, sobre los que los piratas se abalanzaron para que no huyeran, amordazándolos, incluidos el clérigo y su pupilo.

    Capturados otros feligreses que rezaban en el templo, y conducidos todos hacia el castillo, los corsarios prendieron fuego a la iglesia para que no se refugiase allí ninguno de los vecinos y, sobre todo, para restituir la afrenta cristiana de haberla construido sobre la antigua mezquita mayor de la villa, destruida previamente y hecha solar. Era el segundo incendio en pocos años, porque ya lo hiciera Abén Humeya en 1569 cuando saqueó igualmente la villa.

    Los asaltantes ya no actuaban con el sigilo de la noche anterior, sino con gritos y algarabía, tocando sus tambores, panderetas, clarinetes y flautas, para provocar e intimidar a los pocos pobladores nuevos que habitaban la ciudad. El atuendo, en muchos de ellos lujoso y colorido, en el que no faltaba el terciopelo y el color carmesí en los albornoces y chilabas, ni los turbantes con los que muchos se tocaban, contribuía a agrandar la magnitud y la fiereza del asalto. También las banderas y estandartes que les precedían, a semejanza de lo que ocurría en las batallas, presagiaban el choque bélico y añadía más pavor a los recién venidos pobladores, la mayoría de ellos desarmados.

    Muchos vecinos corrieron despavoridos río arriba o se refugiaron en la vecina Vera, a poco más de una legua de distancia, adonde llevaron la noticia del asalto. El saqueo de las casas y los bienes del marqués, muchos de los cuales fueron quemados, como los silos de trigo y los campos de cultivo, fue general, matando a la veintena de lugareños que presentaron resistencia. Muchos de los huidos regresaron a sus lugares de origen para no volver jamás.

    Finalmente, los corsarios se pusieron en marcha hacia el río llevando en medio de ellos a la presa capturada. Eran más de doscientas cuarenta personas las que apresaron, que iban maniatadas o atadas las manos a la espalda y con una argolla en el cuello que se encadenaba a la de la persona que le seguía y antecedía. Andaban en fila formando pequeños grupos que, a su vez, estaban unidos entre sí por cadenas no demasiado largas, lo que dificultaba el movimiento.

    Antes de llegar al río les salió al encuentro parte de la compañía de caballos, unos cincuenta, de la guarnición militar de Vera, más un contingente de doscientos cincuenta soldados de a pie que no pudieron derrotarlos, sino que, por el contrario, tras la lucha desigual por la diferencia de efectivos, acabaron diezmándose, no sin antes morir muchos de ellos, como el alférez Juan de Arteaga, que mandaba la fuerza cristiana.

    Despejado ya el camino, la cabalgada de corsarios y sus cautivos siguieron el curso del río hacia Villaricos, que distaba menos de tres leguas de la villa saqueada, en medio de gritos y lamentos. Llegaron al enclave litoral hacia el mediodía del domingo 29 de noviembre y, apaciguada ya la mar, embarcaron rumbo a Tetuán en los navíos que los esperaban.

    AUDIENCIA DE GRANADA, 1574

    Ilustrísimo Señor don Pedro de Deza, presidente de la Audiencia de Granada,

    Sepa V.S. que en la guerra, guerra, y en la paz, paz; estando obligados los moros a hacer la guerra a los cristianos y los cristianos a los moros, y de esta manera fui desde Tetuán a Las Cuevas y tomé allí doscientas y cuarenta y tantas almas, hombres, mujeres y niños, cuya relación podrá verla en la Memoria que Diego de Palma, comerciante de esa villa y que está ahora en Tetuán rescatando cautivos, enviará a V.S.

    De Las Cuevas me vine a Tetuán, donde estoy de camino hacia Marrakech con la presa, la cual es para el Rey mi señor Muley Abdallah. Diego de Palma me ha hablado de que V.S. tendrá interés en rescatar a esa pobre gente y a sus criaturas. A mí me gustaría que el rescate fuera de todos los prisioneros juntos, la mayor parte de ellos mujeres y niños, y bien pronto que lo hagáis, porque si tardara mucho el pago del rescate mucho me temo que mi señor el rey los entregará como esclavos a sus familiares y amigos, y así se separarán hermanos de hermanas, padres de hijos y otros familiares de sus parientes.

    Quedo a la espera de que V.S. envíe el rescate de la presa a través de los padres teatinos, que me ha dicho Diego de Palma que disponéis ya de esa limosna, y yo me aprestaré con gusto a libertar con mi mano a esos pobres cautivos. Todos los detalles del rescate, el susodicho Diego de Palma los remitirá a V.S. en un escrito que le enviará en breve.

    Nuestro Señor guarde a la Iltma. persona de V.S., al que beso las manos, en Tetuán a once de diciembre de 1573.

    El alcayde Dugali[5]

    Frente a don Pedro, tras la robusta mesa de madera, permanecía sentado Bonifaf mientras que el presidente de la Chancillería leía la carta de al-Dugali.

    —Os he mandado llamar, Bonifaf, para intentar aclarar lo sucedido en el asalto y el robo de Las Cuevas por al-Dugali el mes pasado. El rey, nuestro señor, quiere saber de la responsabilidad de sus principales en este asunto tan oscuro.

    Bonifaf no pudo ocultar su nerviosismo, que delataba cierta implicación suya en el desenlace del asunto del que el presidente de la Chancillería de Granada le hablaba.

    —Como bien sabe vuestra ilustrísima, fui enviado al señorío del marqués de los Vélez por el Consejo de Población de Granada para hacer una repoblación más ajustada a derecho de la que había hecho el propio marqués.

    —Estoy al tanto de ello, Bonifaf, y de la calidad de vuestra persona, que por algo sois miembro del Consejo Real y alcalde de corte de esta Real Chancillería. Yo mismo os propuse para este último cargo, conocedor como era de la alta estima en la que os tiene nuestro señor el rey.

    —Y ese destino mío a Las Cuevas —continuó Bonifaf—, como sabéis, vino para acabar con las prácticas abusivas del marqués, que se quedaba con los mejores lotes a repartir de los moriscos que se fueron, y ponía obstáculos al asentamiento de los nuevos pobladores por ser cristianos viejos.

    —Sí, ya conocemos la actitud de don Luis Fajardo, que no quedó muy contento de que expulsaran de sus territorios a sus vasallos moriscos tras la guerra que felizmente concluyó don Juan, el hermano de nuestro señor don Felipe, ¡Dios le de vida muchos años!

    —Yo diría, con vuestro permiso, que más que una actitud de supuesta benevolencia hacia sus antiguos vasallos, le preocupaba más a don Luis tener menos personas a las que aplicar tributos, al ser los nuevos repobladores cristianos viejos y estar exentos por esta razón de muchos de ellos. Es más, he oído voces muy acreditadas decir, don Pedro, que don Luis alentaba a los moriscos que aún quedaban en su señorío a que asaltasen a los pobladores que venían para disuadirles de su asentamiento.

    —Bien pudiera ser, Bonifaf, pero ¿por qué no tocaron a rebato las campanas de la vela del castillo para advertir a la población de Las Cuevas de la llegada del corsario[6] berberisco, toda vez que desde la torre Montroy, a legua y media de la villa, avisaron la noche antes con hogueras de la venida desde el cabo de Gata de navíos berberiscos?

    Bonifaf se sintió acorralado, temiendo por su posición y que hasta el rey pudiera considerarlo en connivencia con el moro invasor, máxime cuando cuatro días antes del asalto se marchara de Las Cuevas a Albox por indicación del marqués, después de recorrer otros pueblos del señorío en el Almanzora.

    —Mi señor don Pedro, el propio

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