Será Montségur —monte seguro—, en el Pirineo francés, y su hoy derruida fortaleza, antaño inexpugnable, el enclave que se convertirá en último bastión de los resistentes cátaros. Montségur, un cono de piedra de 1772 metros de altura, con precipicios de 500 a 800 metros, se supone que fue en la antigüedad el lugar en el que se erigió un templo solar y fue considerado desde tiempos pretéritos un enclave sagrado. En el pico —pog—se han encontrado también, en diferentes excavaciones, objetos de la época romana, de la merovingia y la visigótica, entre los siglos v y viii.
Los investigadores Fernand Niel y Fernand Costes apuntaron que los rayos del Sol, al pasar por una saetera, permitían marcar claramente los solsticios de verano y de invierno en el interior del castillo; es por lo que muchos han querido ver que los cátaros celebraban los equinoccios, en sintonía con el paganismo; pero la Inquisición, algo que se suele olvidar, no los acusó de paganistas ni parece que lo fueran.
La doctrina cátara bebía de las enseñanzas de los mazdeístas, los maniqueístas y los bogomilos, y era puramente espiritual; ya en Occitania se había nutrido también de las influencias del druidismo celta y el priscilianismo. Así, sus adeptos no tenían altares propiamente dichos, sino que solían elevar sus oraciones a Dios en plena naturaleza, en lugares que, como Montségur, habían sido considerados enclaves sagrados por culturas y pueblos anteriores, algunos milenarios. Es otra de las razones por las que los cátaros resistieron allí hasta la extenuación, de forma heroica y hasta temeraria, porque la fortaleza en el pico de la montaña era su particular templo sagrado.
Sería precisamente en Montségur donde, en 1232, el líder más reconocido de la herejía y a la de Roma. La fortaleza se convertía así, a partir de entonces, en lugar de acogida de «hombres buenos» hasta su caída.