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Dame Valour
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Libro electrónico480 páginas8 horas

Dame Valour

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Información de este libro electrónico

Aquí, en África, dos esposas no es nada. Los blancos os limitáis a tener aventuras. Mentís y engañáis. Al menos nosotros somos honestos. Lenuta "Hellen" Nadolu ha llevado una vida tumultuosa. De espíritu libre y tenaz, nació y creció en la Rumanía comunista, donde se esperaba que las mujeres supieran cuál es su lugar. A los diecinueve años su vida cambió cuando empezó a citarse con un apuesto médico africano llamado Víctor y quedó encinta. Para evitar la ira de su autoritario padre y de una sociedad implacable, la pareja se casó para más tarde, en contra de las advertencias de todo el mundo, mudarse a Ghana. Pero África no era nada de lo que Hellen hubiera imaginado: Víctor no la consideraba más que una posesión sin apenas derechos y esperaba que soportara sus aventuras. Empujada al límite, tomó una decisión desesperada: conseguiría el divorcio y sacaría a sus hijos del país. Pero ninguna mujer occidental se había divorciado jamás de un ghanés y, menos aún, obtenido la custodia de los niños, y la poderosa familia de Víctor no la dejaría marchar sin luchar... Dame Valor es una inspiradora historia real de supervivencia y huida.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 nov 2020
ISBN9781925589139
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    Vista previa del libro

    Dame Valour - Lenuta Hellen Nadolu

    McBride

    Índice

    Prólogo: El Monje xi

    1 Mi roca 1

    2 Mi palacio 6

    3 Amor 12

    4 Las hijas de Mama Draga 18

    5 En Oltenia 22

    6 Hijos preferidos 26

    7 La otra mujer 30

    8 Pascua 40

    9 Cerdo 51

    10 El colegio y el verano 54

    11 Extraños 61

    12 Dolor 65

    13 Buena estudiante 70

    14 El deber de una mujer 76

    15 Sin hermano 80

    16 Víctor 87

    17 Un pájaro enjaulado 97

    18 Consecuencias 105

    19 Hablándole a mi corazón 114

    20 Mis dos mundos 119

    21 Volver a casa 123

    22 Humillación 131

    23 Elsie 137

    24 Blanco y negro 141

    25 Nuestra Boda 146

    26 El terremoto 152

    27 Abandonando Rumanía 160

    28 Mi nuevo hogar 170

    29 Papani 178

    30 Familia 186

    31 Conmoción 196

    32 Un nuevo comienzo 201

    33 William 207

    34 La ruptura 220

    35 Buscar un camino 226

    36 Nancy 234

    37 Preparando la huida 242

    38 La promesa del cielo 247

    39 Divorcio 249

    40 Alex 256

    41 Refugio 267

    42 El médico juju 274

    43 La mujer de la alcantarilla 281

    44 Sola 287

    45 Un hogar temporal 297

    46 Pruebas 305

    47 Ginebra 309

    48 De vuelta en África 314

    49 Navidades en soledad 319

    50 Segundo divorcio 323

    51 Mis muebles 326

    52 Abandonar Ghana definitivamente 332

    53 Un sueño deshecho 339

    54 Josefina 345

    55 Empieza por A 351

    56 El visado australiano 358

    57 Billete de ida 364

    58 La amabilidad de los extraños 371

    59 Un nuevo país 378

    60 Alma perdida 383

    61 Dos Ángeles 390

    62 Cristina 395

    63 Thea 400

    64 Llegan mis hijos 405

    65 Viviendo juntos 409

    66 Trabajo y recompensa 416

    67 Reunión familiar 422

    68 Adiós, Víctor 429

    69 La vuelta a Ghana 434

    70 Creer 441

    71 El viernes santo de Mama 444

    72 Culpa 456

    73 Las bendiciones de la vida 460

    Agradecimientos 464

    Dedico este libro a la mujer europea

    a la que vi tendida en las alcantarillas

    del Mercado de Makola, Accra, en 1982

    Nunca supe tu nombre

    Pero podría haber sido yo

    Cuando te vi sufriendo,

    mi dolor se convirtió en fuerza

    Y mis lágrimas en valor.

    Prólogo

    El Monje

    Mi padre, conductor de camiones, se llama Gheorghe.

    –¿Sabes, Lenuta? –me dice–, una vez recogí a un autoestopista en esta carretera que me habló acerca de un monje católico que vive en aquellas montañas de allí. –Señala por la ventana–. Es adivino. ¿Quieres que vayamos a verle? Me gustaría saber si irás a la universidad o no.

    Mi padre cree que hay gente que puede predecir el futuro. Hace mucho tiempo una gitana le dijo que se casaría con una mujer pobre, y así fue.

    El sendero que lleva a lo alto de la montaña donde vive el monje es estrecho y pedregoso, no está hecho para camiones. Cuando oyen el rugir del motor, la gente sale de sus casas y jardines para contemplar lo difícil que resulta nuestro ascenso. Ellos no utilizan más que caballos y carretas. Nos detenemos cada poco y les pedimos indicaciones.

    Todo el mundo conoce al monje transilvano.

    El rostro de mi padre es la viva imagen de la concentración. No habla. Me percato de que está conquistando este sendero y compruebo lo excelente conductor que es. Por primera vez en mi vida me siento orgullosa de él.

    Ascendemos durante mucho tiempo y, al fin, alcanzamos un edificio desvencijado en la cúspide de la montaña. Valles verdes y exuberantes se extienden a nuestros pies y el aire es puro y limpio. Siento que puedo alargar la mano y tocar el cielo que brilla de blanco perla y del más pálido azul.

    La casa del monje es un montón de chatarra y tablones de madera remachados entre sí. Delante de la vivienda hay un joven apilando paja con una horqueta. No parece sorprendido al vernos aparcar el camión. Sin detenerse en su tarea, nos llama para preguntarnos qué queremos y le decimos que hemos venido a ver al monje.

    El muchacho apoya el palo de la horqueta en el suelo y descansa los brazos sobre los dientes de esta. Me pregunto por qué no le hacen daño.

    –¿Tenéis dos velas? –dice–. Os las puedo encender.

    No sabíamos que necesitábamos velas.

    Nos pide que le sigamos hacia la parte trasera de la casa y hasta un cobertizo cochambroso. En su interior hay gente sentada en un banco de madera, sujetan velas encendidas. Dudo, pero mi padre me aprieta la mano y entramos. El muchacho nos entrega sendas velas y nos pide que nos sentemos y esperemos. Me acomodo en el duro banco de madera y miro a mi alrededor, a los demás. Soy la única persona joven, tengo diecisiete.

    Mi padre se vuelve hacia el hombre que tiene al lado.

    –¿De dónde has venido?

    –Brasov.

    Brasov está muy lejos. Nosotros venimos de Bucarest, que también está a mucha distancia. Este monje es muy famoso.

    –¿Has estado aquí antes?

    –Muchas veces. Lo único que pide es una vela encendida. Los de la milicia solían arrestarle y acusarle de expoliar a la gente. Pero no consiguieron que prosperaran los cargos. Nunca pide dinero.

    –Debemos ayudarle –dice una mujer al otro extremo del banco–. Le damos algo a cambio de lo que nos dice.

    –Cuando estaba retenido en los calabozos, predecía el futuro a los de la milicia –sigue diciendo el hombre–. Eso les produjo tal espanto que dejaron de arrestarle. Ahora le dejan en paz aquí, en la cima de su montaña.

    Después de un rato el muchacho vuelve a aparecer y nos pide que le sigamos. Entramos en una choza de una sola habitación que dispone, en el centro, de una basta mesa de madera tallada y de un lecho en la esquina. Un hábito negro cuelga de la pared. El lecho no es más que una caja de madera y el colchón es un saco grande relleno de paja.

    El monje es alto, luce una barba larga y gris y viste una sotana raída. Su aspecto es diferente al de los monjes que he visto en el monasterio. A estos les envuelve un aura de lejanía que les separa de la gente común. Este parece no recibir órdenes de nadie. De no ser por la sotana nadie sabría que se trata de un monje.

    –Gheorghe, siéntate.

    Mi padre palidece. ¿Cómo sabe el monje su nombre?

    Mi padre se sienta en la cama y, dado que es un hombre corpulento, su peso le hace hundirse en el colchón de paja y las piernas le cuelgan cual si estuviera sentado dentro de una gigantesca taza de té. Parece pequeño y asustado.

    El monje le dice:

    –Tienes tres hijos. Uno de ellos será afortunado en su matrimonio: tu hijo. –Me señala a mí–. Será ella la que más te decepcione. Hace una pausa y siento que el corazón me golpea el pecho. –Tienes dos casas sobre el mismo terreno, la vieja y la nueva. –Cierto: mi padre construyó otra casa al lado de la que usamos como vivienda–. Delante de la ventana de la nueva hay un cerezo. Morirá pronto. –Me observa con unos ojos que parecen ver en mi interior–. Tú, jovencita, vas a decepcionar a tus padres profundamente. Te casarás con un hombre que viste uniforme. Tu primer retoño será una niña. Veo que es muy morena.

    Si sabe lo del cerezo ¿también puede predecir lo que me ocurrirá a mí? No, seguro que no. Sé perfectamente cuál es el tipo de hombre de quien acabaré enamorándome. Mi propia piel es olivácea pero me atraen los chicos de ojos azules, o verdes, y de tez clara.

    El monje no sabe lo que dice.

    Se dirige a mi padre y dice:

    –Entrará en la escuela a la que quiere ir, pero la dejará. En su trabajo vestirá de blanco. Estará sentada y trabajará con las manos para ganarse el pan de cada día. Será afortunada en el dinero. Eso no le faltará nunca. –Vuelve a mirarme y dice–: Viajarás lejos, atravesarás los mares. Antes de que cumplas los veintinueve te dejarán sola junto con muchos niños. Después viajarás aún más lejos, sobre las aguas, hacia el fin del mundo.

    Con eso concluye. Qué absurdo, pienso. A mi padre le cuesta levantarse del colchón. Deja algo de dinero sobre la mesa, el monje sopla y apaga las velas y nos marchamos. Una vez fuera le damos las gracias al muchacho que sigue trinchando la paja.

    Mientras descendemos el sendero de la montaña mi padre permanece en silencio. Está concentrado en el camino, tiene el rostro pálido. No quiere mirarme.

    Las palabras del monje me retumban en la cabeza. ¿Cómo sería posible que decepcionara a mis padres? Siempre procuro ser buena, hacerles felices. Creo que algún día podré traer la felicidad a toda nuestra familia. Ahora, este monje al que no conozco me dice que acabaré decepcionándoles.

    Nada de esto puede ser verdad. Es más, el cerezo parece a punto de florecer por muchas razones.

    Más tarde ni mi padre ni yo volvemos a hablar sobre las palabras del monje. Ni siquiera se nos ocurriría decírselo a mi madre. Ella piensa que todo eso de adivinar el futuro es una sandez.

    Después de la navidad, cuando la nieve se funde y empieza el nuevo año, observo el cerezo detenidamente. Estoy convencida de que los capullos surgirán como siempre. Cada mañana contemplo las hojas y busco las primeras señales de floración. No hago más que decirme a mí misma que el monje no sabe nada sobre nosotros.

    1

    Mi roca

    Todos trepamos la misma montaña

    Aunque cada uno de nosotros lleva una cruz diferente.

    Mama Draga

    Mama Draga, que significa mi queridísima abuela, tuvo seis hijas y solo un hijo, que murió de neumonía al año de nacer yo. Perdió también a otros tres hijos. Mama Draga tiene algo de majestuoso, de calma, de paz, de belleza. Veo a una mujer menuda, con el delantal atado en alto, justo por debajo de sus pechos, toda ella es calidez, abrazos y cariñosa delicadeza. Es increíble que pueda ser capaz de dispensar tanto amor. Me llena con él. Su amor se filtra y llena todos los lugares vacíos que hay en mi interior, bastaría para toda una vida.

    La pérdida de su hijo sigue formando parte de su vida diaria. Desde aquel día viste ropas negras y gris oscuro para mostrar que está de luto. Reza por su alma todas las tardes en la habitación de la tía Ileana. Suelo encontrármela arrodillada al borde de la cama, con la mirada alzada hacia una imagen de la Virgen María. Al lado está Jesucristo en la cruz: la una es la imagen del amor y la compasión, la otra es la imagen del dolor. Me arrodillo a su lado y me llevo mis manitas al corazón. Observo cómo reza y hago lo posible por imitarla. Reza el Padre nuestro tres veces, en voz alta. El rostro se le llena de lágrimas. No me sé toda la oración, pero digo tantas palabras como me es posible. La oigo pedirle a Jesús que perdone los pecados de su hijo así como los propios. No entiendo lo que es un pecado pero repito sus palabras cuando las dice y percibo su dolor.

    No estoy muy segura de cuál es el origen de Mama Draga. Nació en una familia de siervos que siempre vivieron en Transilvania, una región del centro de Rumanía que en su día formó parte del Imperio Austro–Húngaro. Aunque el rumano sea la lengua oficial, hay mucha gente que habla húngaro en público. Quienes son de etnia húngara no quieren aprender rumano. Mama Draga habla perfectamente el húngaro y el rumano. En Transilvania, rumanos y húngaros, como ocurre con muchos vecinos, tienen una dilatada historia de entendimiento y silencioso antagonismo.

    Mama Draga creció en la ciudad de Cluj, la que fuera en su día la joya transilvana del Imperio Austro–Húngaro. Es una ciudad tranquila, de calles estrechas y empedradas, de iglesias con tejados y chapiteles de aguja, de modestos tonos marrones y blancos, rodeada de colinas, granjas y campos silenciosos. Un río, el Somesul Mic, fluye por el centro y hay puentes y más puentes, todos de piedra, que unen ambas márgenes.

    Sobre la plaza principal se alza la iglesia de San Miguel, construida en el siglo XV, y una estatua de Matías Corvino, que fue rey de Hungría hace más de quinientos años. El palacio de Banffy es vasto y majestuoso en su estilo barroco. Al lado de edificios antiguos y grandiosos como el Palacio de Justicia, se levantan casas de estilo húngaro, de tres pisos de alto, construidas de piedra y madera.

    En Rumanía, antes de la Segunda Guerra Mundial, todo el mundo conocía su lugar dentro de un rígido sistema de clases anclado en las tradiciones y la historia. Cuando los comunistas llegaron al poder intentaron destruir ese sistema. Por vez primera, a través de la educación, la gente podía escapar de la clase en la que había nacido. Para entonces Mama Draga ya era demasiado mayor como para ir a la escuela, pero valora en mucho la pensión y la sanidad gratuita que trajeron consigo los comunistas.

    Vivimos en la calle Plopilor, que significa calle de los chopos. Las ramas se alzan sobre nuestras cabezas y caen describiendo arcos elegantes. Todos los días Mama Draga limpia la gigantesca casa de un juez que vive al otro lado de la calle. Por las tardes ejerce de madre. El gobierno comunista no ha logrado eliminar a las clases altas de las ciudades tal y como lo han hecho en el campo mediante la confiscación de tierras. La élite de la ciudad está bien educada, es profesional y está muy enraizada.

    Me encanta cruzar la calle e ir a la segunda casa de la izquierda, allí vive la señora Giurgiu. Siempre se alegra de verme. Tiene un nogal en el jardín. Me gusta ponerme debajo y mirar hacia arriba para ver si las nueces están maduras. Al principio están cubiertas por una capa verde, pero entonces las cáscaras se tornan marrones y duras. Siempre me siento feliz y segura debajo de ese gran árbol. Me hace sentir abrazada.

    Me pruebo sombreros para solaz de la señora Giurgiu, y me paseo arriba y abajo.

    –¡Qué bonito es ese sombrero! –me dice– ¡Qué guapa estás!

    Y luego me da un mandil repleto de nueces.

    Llevo las nueces a casa, y se las doy a Mama Draga. Del armario que hay en la habitación en la que duerme la tía Ileana, cojo otro sobrero y vuelvo corriendo a casa de la señora Giurgiu para posar de nuevo y recoger más nueces. Mi abuela acaba por decirme que deje de hacer eso.

    –Lenuta, esa mujer tiene otras cosas que hacer –me dice.

    Por las mañanas espero el desayuno con ansia. Todos los días el lechero nos trae leche fresca y yogur, ambos en botellas de cristal. Mama Draga coloca las botellas en la repisa que hay debajo de la bancada para que se mantengan frescas. En verano hierve la leche para que dure más.

    Mama Draga suele ir a la tienda de la esquina para comprarlo todo, desde embutidos hasta jabón. Todas las mañanas llegan a la tienda grandes hogazas redondas, de pan espeso y caliente. Aunque nunca se queje, veo que Mama Draga se cansa con facilidad. Cojea debido a las graves quemaduras que sufrió en la cadera y en la pierna cuando era joven.

    Quiero ayudarla. Salto, la adelanto y doy vueltas a su alrededor, impaciente por llegar a la tienda para poder volver a casa y desayunar.

    –¿Puedo ayudarte a comprar el pan? –le pregunto cuando ya tengo la edad suficiente.

    –Lenuta, debes hablar en húngaro –me dice–. La mujer de la tienda es húngara, y si no le hablamos en su idioma no nos servirá.

    –Lo haré. Por favor, por favor, enséñame.

    Mama Draga me enseña las palabras por favor y gracias. Cuando se da por satisfecha y ve que las recordaré, me voy con las monedas bien agarradas en la mano, susurrando las palabras una y otra vez, en bajo, para no equivocarme. Estoy entusiasmada. Cuanto más me apresure, antes llegará el desayuno. ¡Qué ganas tengo de esa gruesa rebanada de pan con yogur o leche!

    Después de aquello, mis jóvenes piernas corren todos los días hasta la pequeña tienda. El pan suele llegar entre las nueve y las diez. A veces llego demasiado pronto y me toca esperar fuera. Cuando me entregan la pesada media hogaza de pan me siento orgullosa. La llevo a casa en los brazos como si se tratara de un bebé.

    Mama Draga corta una buena rebanada y me la da con el yogur. Desde entonces no ha habido desayuno que me haya sabido tan bien.

    2

    Mi palacio

    La casa en la que nací, la casa de Mama Draga, está hecha de barro y paja y tiene el tejado hecho de placas de hierro ondulado. En el interior el suelo es de tierra prensada. Nuestro retrete, de aspecto frágil, está en la parte trasera; es un agujero en el suelo. Cuando me siento sobre el agujero noto cómo se mueve el asiento de madera y me preocupa caerme dentro. No me gusta ir allí.

    –Ponte los zapatos. Solo van sin zapatos los pollos –me dice Mama Draga cuando me ve correr descalza por casa.

    No tenemos frigorífico, así que guardamos la comida en una veranda de madera para que el aire fresco corra a su alrededor, está sobre una bancada de madera, a salvo del sol. Allí colgamos la ropa que ondea sobre nuestras cabezas al antojo de la brisa. La tía Anna duerme con Mama Draga en el salón y la tía Ileana duerme con mi madre en una segunda habitación. Sus camas son sencillas y están hechas de madera; los edredones están rellenos de paja.

    Hay un fogón de gas para cocinar y una mesa larga con un banco donde nos sentamos a comer. A un costado hay una pequeña habitación, una especie de cobertizo, repleto de tablones de madera y de cosas que no usamos. Me dicen que fue allí donde murió mi abuelo materno. A mí se me antoja ser un lugar oscuro y cargado. A veces asomo la cabeza por la ventana, o por la puerta, pero nunca me atrevo a poner un pie dentro.

    En casa no tenemos agua corriente así que suelo ayudarle a Mama Draga a coger agua de los grifos que hay al final de nuestra calle y a llevarla de vuelta a casa en calderos. En verano mi abuela coloca una enorme olla esmaltada en el jardín. Yo me meto dentro y ella me echa agua templada encima, me enjabona y me aclara. A medida que me voy haciendo mayor mis baños son cada vez más cerca de casa para que los vecinos no me vean.

    Me gusta pasar el rato con Mama Draga en su jardín. Allí ella está relajada y feliz mientras cuida de sus tomates, pepinos y lechugas. Trata a los tomates como si fueran animales, les da palmaditas y los acaricia. Cuando camino por su jardín voy de puntillas para no pisar ninguna planta.

    En ese jardín todo tiene su lugar. Todo está ordenado. Todo es verde y está atendido. Todo es como debería ser.

    Mama Draga me lleva a la calle para que la ayude a recoger boñiga de caballo, la metemos en una bolsa y nos la llevamos a casa para abonar las verduras. Aunque no me guste el olor, se me olvida cuando me siento ante un plato de esos enormes y brillantes tomates. Me embarga el deseo de comerlos.

    Mama Draga tiene gallinas en el jardín. Cuando rompen el cascarón, cuida a los suaves pollitos amarillos, los acaricia y los arrulla. Por alguna razón odio a esas cositas indefensas. Me fastidia que picoteen y que se paseen por ahí. Me pongo a cuatro patas y veo cómo se refugian debajo del banco. Un día lo vuelco y mato a un puñado. No me molesto en ocultarle los pequeños cadáveres a Mama Draga. De hecho, los dejo ahí tendidos para que los vea.

    Cuando las tardes son cálidas ayudo a mi abuela a sacar el banco del jardín, por la puerta y a la acera. Allí nos sentamos juntas, Mama Draga y yo, la niña pequeña de piel aceitunada que luce una expresión solemne, con el pelo atado con un lazo y flequillo recto y negro.

    A veces nos sentamos con las hermanas de Mama Draga, hablan de cosas de mujeres y saludan a los vecinos cuando pasan. Me gusta compartir sus tardes rituales. La hermana pequeña es la más mandona, y lo cierto es que no me produce ninguna simpatía, pero la hermana mayor es amable y equilibrada. Su fe católica es firme y, en ocasiones, va a la iglesia dos veces al día.

    Más allá del muro de cemento de la casa de Mama Draga hay césped verde, árboles y luego el río Somesul Mic. Recuerdo el verdor de la hierba y su olor dulce, y cómo el sol se filtraba por entre las hojas. Más allá de los árboles el río mide diez metros de ancho, las aguas son clara y la corriente rápida. Cuando lavamos, mi abuela y yo llevamos la ropa en cestos, cruzamos la puerta del muro, pasamos por la hierba y alcanzamos la orilla donde se encuentran unos peldaños de madera sobre los que se arrodillan las mujeres para frotar las prendas. Bajo los peldaños el río se muestra profundo. Salta por encima de las piedras del cauce como si estuviera hirviendo.

    Siempre que lavamos hace sol. Un día, a punto de cumplir los cuatro años, me llevo conmigo a mi muñeca y bajo los peldaños aferrándola con fuerza. Me inclino para lavarla pero se escurre de mis pequeñas manos y se la lleva la corriente. Yo la sigo y el río también me lleva a mí. El agua se arremolina a mi alrededor. Mis pies están muy lejos del lecho rocoso.

    Mientras soy arrastrada oigo gritar a Mama Draga y al resto de las mujeres. El agua me inunda los tímpanos y dejo de oírlas. Intento alcanzar la superficie para respirar, lucho por dar una bocanada, pugno contra la corriente. Pero para mí no hay aire. La cabeza se me hunde bajo el agua. Abro los ojos y no veo más que aguas verdosas por todas partes. Entonces la corriente me empuja hacia arriba. Consigo respirar, pero vuelvo a hundirme. El agua me anega la boca. Todo es negro.

    Nuestra vecina, la señora Giurgiu, cruzando el pequeño puente que cruza el río, ve mi cabeza, con su mata de pelo negro y largo subiendo y bajando en el agua. Salta y me saca. Una vez en la orilla me aprieta con fuerza el estómago para que expulse el agua.

    Cuando abro los ojos estoy en brazos de mi abuela y siento que sus cálidas lágrimas caen sobre mi rostro frío. Mama Draga llora, y me cubre la cara a besos.

    –Señora Giurgiu, has salvado a mi Lenuta. ¡Gracias! Te estaré agradecida por siempre.

    Mama Draga jamás lo olvida. Me recuerda a menudo que debo estarle agradecida a nuestra vecina por arrancarme de la muerte. Es un placer hacerlo. La gratitud sienta bien.

    Después, cada vez que voy al río, guardo las distancias. Me siento en la hierba y juego con mi muñeca nueva. Desde entonces, el agua me da miedo. Cuando me ducho la garganta se me cierra y el pecho me oprime.

    *

    Desde el jardín de mi abuela oigo, a cada hora, las campanas de la iglesia donde fui bautizada. Se alza sobre nosotros, en una colina, rodeada de abetos. La Iglesia Calvaria de Cluj es un impresionante edificio de piedra y se cree que se trata de una de las iglesias más antiguas de Rumanía. Me encantan los arcos de sus ventanas, altos y delgados, y el tejado rojo que culmina en un chapitel puntiagudo y doble. Cuando entro levanto la mirada y contemplo la talla de la Virgen que me observa.

    Mama Draga va a misa todas las tardes. Sobre las cuatro dice:

    –Lenuta, ponte el vestido y vamos a la iglesia.

    Camina con lentitud mientras remontamos la colina. Me adelanto y corro hacia la entrada de la iglesia para ver cuántas de sus amigas han acudido y luego corro de vuelta para decírselo. Puedo hacer esto una, dos y tres veces, mientras mi abuela recorre el camino hasta lo alto.

    Una vez dentro nos sentamos juntas y oímos al cura que habla sobre el cielo. Sus promesas me intrigan. Mientras escucha, Mama Draga rompe a llorar. ¿Está pensando en su hijo muerto?

    Un día, al salir de la iglesia, veo que tiene lágrimas en los ojos. ¿Por qué llora? Me pregunto. ¿Tan malo es el cielo?

    La miro y le pregunto:

    –Mama Draga ¿te da miedo el cielo?

    –No, no –dice–. Tengo ganas de estar allí. Lo que me asusta es la muerte.

    –¿Dónde está el cielo? –le pregunto.

    Ella mira hacia lo alto y señala al cielo amplio y azul.

    –Allí.

    Cuando volvemos a casa nos sentamos fuera y saluda a sus amigas. Las ramas de los chopos que flanquean la calle se comban. Observo mientras los rayos de sol bailan y crean formas sobre el asfalto. Pienso que la vida será así siempre. La casa de Mama Draga es todo lo que conozco. Para mí es un palacio y allí vivo feliz.

    3

    Amor

    Nadie sabe a ciencia cierta cuanto hace que llegué al vientre de mi madre. Mi padre le grita:

    –¡Rosalía, te dije que esto no era más que una aventura! ¿Cómo sé que es mía?

    Mi madre, enamorada y dulce, empieza a llorar.

    –No lo sabía. No lo sabía –repite una y otra vez.

    Mi padre está haciendo los dos años obligatorios de servicio militar y se ha construido una casa al sur, en Bucarest. Cuando acabe, sus padres quieren que vuelva a su aldea, que se case con una muchacha del lugar a la que han elegido, y que lleve la granja familiar. Pero las vidas tienen la costumbre de perderse por el camino.

    Mi madre Rosalía es menuda y bella, como una muñeca. Sus cabellos enmarcan un rostro pequeño y huesudo. Trabaja en una fábrica que elabora vodka y tuica, un licor de ciruela fermentada. Siempre está pensativa, siempre parece estar esperando algo. No toma decisiones por sí sola y nunca pide nada.

    –Gheorghe quiere que aborte –le susurra a la tía Ana.

    Mi madre haría cualquier cosa por mi padre. Sus deseos son ley.

    La tía Ana le coge la mano y aprieta.

    –Si eso es lo que quieres te ayudaré –le promete, aunque sus propia aflicción le asoma al rostro. Ella ya ha vivido su propia tragedia amorosa–. Te guardaré el secreto, Rosalía.

    Mama Draga, una ferviente católica, no debe enterarse.

    Gheorghe ha organizado el aborto para mi madre en el hospital militar. La noche antes, mi abuela la descubre llorando sobre su almohada.

    –Sé lo que vas a hacer –le dice a mi madre mientras le acaricia la nuca–. No debes hacerlo. Yo cuidaré de la criatura.

    Pero su amor por mi padre es demasiado fuerte. Al día siguiente Gheorghe la recoge y la lleva al hospital mientras mi abuela se arrodilla en el suelo de la cocina y reza.

    Aunque los abortos sean ilegales, se llevan a cabo por doquier. Son parte del mercado negro, incluso en los hospitales militares. Si mi padre piensa que se ha ocupado de todo, es mi madre la que siente la vergüenza. El corazón le late cada vez con más fuerza en el pecho, se tumba en la mesa de operaciones y los dedos del médico le palpan la tripa.

    –Es demasiado tarde –le oye decir–. El feto ya está en su cuarto mes. No podemos hacer nada.

    Se vuelve y garabatea una nota. Mi madre se incorpora y se arregla la ropa. Siente los miembros entumecidos.

    –¡No ha querido hacerlo! Te juro que no lo sabía –le asegura a mi padre en el coche.

    Él no la cree y hay una parte de él que jamás podrá perdonarla.

    Cuando mi madre llega a casa, Mama Draga deja de rezar y se pone en pie.

    –¿Lo has hecho? –le pregunta.

    Mi madre niega con la cabeza.

    Mama Draga casi rompe a llorar de la alegría.

    –¡Dios ha respondido mis plegarias!

    *

    El día de mi nacimiento, el 21 de septiembre de 1953, es un día bonito. Hace sol y los cielos se muestran luminosos. Mi tía Ana llama a mi padre.

    –Tienes una hija. Es tu viva imagen –le dice.

    Viene a vernos a mi madre y a mí al hospital. Se asoma al capazo, se agacha y me mira a los ojos con sus iris almendrados.

    –Es mía –dice.

    Mi padre decide cómo he de llamarme. Más tarde mi madre sabrá que Lenuta es el nombre de su primer amor.

    Después de mi nacimiento, mi padre confiesa ante sus padres, los más acaudalados de su aldea, al sur de la región rumana de Oltenia. Es la única familia que vive en una casa de dos plantas. Los Nadolu están horrorizados. Le prohíben a mi padre que se case con mi madre, una chica de una familia de sirvientes. Se ofrecen a acogerme y a cuidarme para que él pueda casarse con la buena moza olteniana que le han escogido como novia.

    Mi padre le pide a mi madre que me entregue a su familia.

    –No sin mí –le responde–. O las dos o ninguna.

    En Oltenia el matrimonio es una cuestión muy seria que requiere de complejos rituales. Cuando una pareja decide unirse, el hombre le da a la mujer un anillo y negocia la dote con los padres. El padre del novio

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