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Epiclesis
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Libro electrónico285 páginas3 horas

Epiclesis

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Epiclesis se divide en cuatro secciones: la primera recoge la única novela de Edén Ferrer, originalísima y ambiciosa trama policiaca intensamente intelectualizada; la segunda sección recoge trece narraciones inéditas, llenas de escenarios y paisajes inolvidables; la tercera sección reúne tres ensayos entre los que destaca el dedicado a Diego Rivera; la última, es una antología de poemas hasta hoy dispersos, muy poco conocidos y, varios de ellos, inéditos. La presentación del libro corre a cargo de Julián Meza.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento7 sept 2013
ISBN9786071615602
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    Epiclesis - Éden Ferrer

    Edurne

    EPICLESIS

    Avant-propos

    (LEÓN FEMMAT)

    Agenbite of inwit.

    JAMES JOYCE, Ulysses*

    Mirar los torpes movimientos afanosos de una paloma que resbala por un flanco de la cúpula apenas visible de la iglesia de San Francisco y evocar a Pascal, su exasperada visión del universo, finito pero ilimitado; sentir que el corazón da un vuelco como lo diera alguna vez en el pecho oprimido de Filippo Brunelleschi, sentado en una roca bajo la plúmbea llovizna florentina, los pies desnudos hundidos en el barro, empapado el jubón, mirando fijo hacia la construcción inacabada de la catedral de Santa Maria dei Fiore; verme venir con paso inseguro por Madero, evadiendo charcos, agitado, trastabillando hasta caer de bruces a escasos metros de sus pies; alzar el cuello de la gabardina, dar una última chupada al cigarro y arrojarlo sobre la boca abierta de una alcantarilla y echar a andar, abriéndome paso entre la abigarrada multitud que, en el atrio, intenta protegerse de la lluvia…

    Me resulta difícil explicar los últimos momentos como ciudadano en la vida de León Femmat. Pero éstas son sin duda algunas de las fugitivas impresiones que cruzaron por su mente, momentos antes de instalarse a un costado del Altar Mayor, esperar a que el sacerdote untase en los labios la sacra servilleta, tras apurar la última gota del cáliz, e imperceptiblemente extraer el arma (un hermoso revólver Colt calibre .38 con cachas ambarinas) y hacer temblar aquel recinto en sus cimientos con tres detonaciones que harían saltar, cual un muñeco de trapo, el cuerpo del oficiante por el aire, inerte, desgarrando el majestuoso velamen violáceo que ocultara el altar.

    De lo que sucedió inmediatamente —tras el inesperado azoro, la creciente estupefacción de la feligresía, los arrebatos de heroísmo por despojarle del arma (la que me consta sostenía sin otra intención en la mano temblorosa y lánguida), el intento febril de linchamiento, la golpiza brutal y la irrupción de la policía—, los diarios, con su repugnante fardo de morboso sensacionalismo, se han hecho cargo.

    Sin embargo, cómo no reparar en este terrible momento. Advierto que no me interesa hurgar en la herida, a la manera infiel e idiota de un reportero de policiacas.

    En el instante en que Femmat se dispuso (es decir, extrajo el arma) a dar muerte a aquel individuo, la asamblea (ecclesia en latín) allí convocada se encontraba de hinojos y nadie, a no ser yo —aunque demasiado tarde—, se percató de lo que habría de acontecer. Resultaría ocioso detenerse a especular sobre el giro que habrían tomado las cosas de haber intervenido algún feligrés sobre aviso antes de consumarse el atentado. Lo que me interesa considerar es el desarrollo de la acción en los escasos segundos previos al desenlace. He dicho que Femmat se aproximó y ubicó a un costado del Altar Mayor (el izquierdo para ser exactos); yo lo seguía a unos cuantos pasos (aclaro que entonces desconocía en absoluto sus propósitos); se entretuvo contemplando el lienzo que en un entrepaño reproduce la memoria que todos guardamos de Francisco de Asís, en sayal sepia oscuro de burda estameña y rodeado por algunos habitantes del bosque en expectante mansedumbre (incluidos un lobo despojado de astucia y malicia, y alguna liebre ajena a todo temor). Yo cometí la torpeza de dejarme llevar por su mirada hacia el cuadro demorándome en su observación, y pude reparar en él (Femmat) hasta el momento sorpresivo del primer disparo. Es aquí donde debo hacer un alto.

    Lo siguiente podría sonar a alguna suerte de monstruosa confesión, pero confío en salir airoso del lance. El abanico que se abre (si nos fuese dado detener el tiempo como una filmación) a partir de ese rotundo e irreversible primer disparo, hasta la consumación del acto (la bala que penetra el pecho del sacerdote, el rostro contorsionado, los ojos desorbitados a punto de saltar de las cuencas), o sea, los últimos estertores convulsivos del cuerpo del que escapa la vida, es un momento de inefable, voluptuosa fascinación. En el drama intervienen la lluvia que azota con fuerza los emplomados, la noche posesionada por la escenografía mortuoria de una misa de difuntos y su corolario de ambigua luz mortecina, los deudos en primera fila poseídos por el dolor de la incertidumbre, un órgano lamentable que distribuye con patetismo el Agnus Dei ondulando en la inmensidad de aquella secular arquitectura abovedada, un sacerdote que clama miserere al creador y que se ignora protagonizando su propia muerte y, por último (para no reparar demasiado en lo accesorio), la mano que empuña el arma, el dedo que jala del gatillo, la luz relampagueante que escupe el cañón e ilumina un fragmento que bien podría haber sido objeto de un pincel flamenco. No me refiero a la fascinación producida en mi ánimo (creo que un asesinato es siempre subyugante no sólo en el verdugo sino incluso en la víctima) por aquel espectáculo; apunto el efecto, el suspense, que en tal inmolación se apoderó de todos los circunstantes.

    He empleado el término que estaba reservando para otro momento del relato, pero se me ha escapado precipitadamente como en un acto fallido de prestidigitación. Resulta evidente que la interpolación de una palabra como ésta —inmolación—desvía diametralmente el asunto hacia regiones menos simples en su formulación que el ámbito llano de la jurisprudencia criminalística, es decir, delito de homicidio. Pero antes quisiera dar por terminado lo tocante al intervalo a que he aludido (el disparo, la muerte).

    Es de todo punto falso (como afirmaron con encono) que los ahí convocados hubieran experimentado sencillamente el natural y sobrecogedor sentimiento del horror y actuado en consonancia lógica con esta secuela, arrojándose de golpe sobre el victimario. No habré de abundar en la conducta de aquellos que se dieron a la fuga; conducta que por lo demás se ciñe a la respuesta que se espera en estos casos (un hombre armado que ha disparado a quemarropa lo hará cuantas veces sea necesario); hablo de aquellos que, como yo, conservarían en lo sucesivo un extraño sabor a complicidad en la boca, aquellos que en un primer irracional impulso hubiesen deseado, en su fuero más profundo, inconfesadamente, experimentar la sensación del dedo en el gatillo. Afirmo categóricamente que esta última conducta, por lo demás nada excepcional, responde a latencias, instintos que dormitan en la naturaleza humana (¿quiénes secundan al que arroja la primera piedra?), la única diferencia estriba en lo que hace posible, de un individuo a otro, el reconocimiento de esta sensación, su estimación razonada, indiferente a que sea remordimiento o goce del efecto final. De esto, ocupar el lugar del asesino, mediadas ciertas circunstancias, se ha hablado y escrito demasiado. Por mi parte, confieso que en el curso de mi vida he presenciado dos asesinatos (éste, del que me ocupo, y el de un empleado bancario en un atraco) y en ambos he atravesado por el mismo apretado nudo de ambivalencias. Por cierto, es evidente que tal cosa nunca hubiese salido a la luz en el momento de las averiguaciones: nadie, ni siquiera yo, se habría permitido hablar una palabra al respecto. Además, tengo dicho que esto obedece a una fascinación inconfesada, muy similar a la producida por el abismo, mezcla abigarrada de atracción y repulsa.

    Se ha especulado mucho alrededor de este homicidio, no sólo por su espectacularidad y el hecho de que a la sazón se celebrase una misa por la muerte de la madre de un político prominente, sino por haber sido perpetrado en la persona de un sacerdote en el momento subliminal de la liturgia (la Eucaristía), y la rotunda negativa de León Femmat a decir una palabra.

    En un principio, pasada la ola de indignación propia en estos casos —las implacables voces e índices anatemizadores, las plañideras plumas de la prensa reaccionaria consternadas por la abominación—, se aseguró que Femmat estaba loco, conclusión que siempre redunda en un alivio colectivo. Pero después de la aprehensión de Esteban (el Gordo) Oropeza y Carlos Pedroza, aquel motín devino escarnio.

    Esteban y Pedroza fueron capturados por la policía, tras oponer una feroz resistencia, en el sótano de un antiguo edificio, sito en la Primera Calle de la Soledad, a espaldas de Palacio Nacional. En el momento en que escribo, estos dos personajes ya han sido puestos en libertad, al no poder establecerse vínculo alguno entre ellos y Femmat, no obstante haber estado en un hilo de dar con sus huesos en algún reclusorio, por lo menos de alienados mentales, debido a sus actividades en aquel momento (ya me ocuparé de esto más adelante) y sus evidentes nexos con individuos de la más baja estofa. Qué es lo que hicieron para librarse del brazo de la ley, sobre todo después de liarse a golpes con la policía (conmocionando gravemente a un comandante) y amenazado con hacer uso de un par de granadas de mano que tenían en su poder, lo ignoro.

    En un primer momento, al ser interrogados por la policía, el Gordo Esteban y Pedroza pasaron a un primer plano de notoriedad, armando un revuelo de enormes proporciones (escándalo de todos conocido) al ser revelada la existencia de algo así como una gran conspiración subversiva. No obstante, no sólo por su descaro y regocijo (de Esteban y Pedroza), al verse de golpe en posibilidad de hacerse de una insólita tribuna en los medios de difusión, sino por la inverosimilitud de sus declaraciones, el interés de la opinión pública menguó, hasta que declinó definitivamente y el asunto fue tácita si no explícitamente turnado al ámbito de lo pintoresco y anecdótico, es decir, el tacho de basura.

    Por supuesto que el caso no fue cerrado (un homicidio con todas las agravantes), sino que fue proseguido pero sin publicidad. Hace unos días me he enterado —cosa de la que la prensa ya no se ocupa— de que León Femmat ha sido sentenciado a cuarenta años de prisión por el delito de homicidio en primer grado. Y en efecto, considerando las circunstancias en que se produjo el atentado, no cabe duda que sobre Femmat —desde el punto de vista jurídico— pesan todas las agravantes de la ley.

    En el dossier del proceso consta que en cierto inesperado momento Femmat salió de su hermetismo, aunque sin aceptar jamás la intervención del defensor de oficio que le fue asignado.

    En su declaración, en apariencia una sarta abigarrada de sandeces —como porfiara uno de los abogados en turno—, Femmat se reconoce culpable y, en todo caso, desiste de su defensa, no sin asentar que no es un malhechor. Sin embargo, para un lector avisado no resulta difícil encontrar en su argumentación una velada acusación a sus inquisidores (en algún momento llama a sus interrogadores de esta manera), y una especie de descargo en su favor. Al ser interrogado, Femmat acepta desde un principio haberse dirigido al templo de San Francisco con la deliberada intención de matar al eclesiástico. Aquel día —el del homicidio—, por la mañana, hojeando distraídamente un periódico dio con un obituario, en el que se anunciaba la celebración, por la tarde, de una misa en memoria de la difunta madre del licenciado fulano de tal (aquí Femmat apunta no recordar el nombre), tomando ipso facto la resolución de dejarse ver por el lugar. Al inquirir el ministerio público por el móvil de tal determinación, insinuando algún nexo, digamos de carácter político entre su decisión y el hijo de la difunta, Femmat responde que la política me resulta particularmente soporífera y, de ser atinado lo que usted sugiere, hubiese disparado contra los familiares de la muerta.

    Con esto último lo que Femmat consiguió fue hundirse más. Si en el curso de estos interrogatorios quedaba claro que no estaba loco, lo que dejaba ver a todas luces era un cinismo rayano en la demencia y una muy elocuente muestra de sadismo. Respecto de los motivos que le orillaron a cometer aquel homicidio, porque evidentemente había sido calculado como un coup de théâtre, transcribo las palabras textuales de Femmat, expurgándolas de ciertas exclamaciones atropelladas e incoherentes y múltiples erratas mecanográficas:

    Señores, ustedes habrán oído hablar o acaso leído sobre Kirilov, un personaje de Dostoievski que en cierto momento de su existencia comprende que el individuo capaz de vencer a la muerte se transforma subsecuentemente en dios, llegando a la feliz conclusión de que quien se quite la vida por su propia mano pero sin la carga de dramatismo y autocompasión del suicida común y corriente ha tomado por asalto el cielo. Esto es, quien llegue, por medio de la reflexión disciplinada acerca de su propia muerte (no la muerte accidental o por enfermedad o como víctima de un crimen); de su muerte premeditada y calculada con lujo de detalles, para ser ejecutada por él (es decir uno) mismo, habrá llegado sin temor a dudas al colmo de plenitud de sus facultades. El paradigma ya no descansa entonces en el clásico (su autor es Quintiliano) quién, qué, dónde, por qué medios, por qué, cómo, cuándo, sino en la disposición de espíritu. Señores, quien ha perdido el miedo a la muerte no puede ya temer a nada más.

    Omito las frecuentes interrupciones para no perder la trama del discurso y continúo:

    Sin embargo, lo lógico en este caso sería rematar el decurso del pensamiento así manifestado con un tiro en la sien. Veo algunos gestos de aprobación y noto en el aire una inquietud que bien pudiera traducirse en las siguientes palabras: ¿y por qué no te pegaste el tiro tú y fuiste a matar al sacerdote?

    (Nadie le había preguntado esto a Femmat ni creo que lo hubiesen hecho, puesto que estoy seguro de que difícilmente estaban siguiendo el hilo de su disertación; pero continuemos.)

    En alguna parte Hegel afirma que la muerte (si así queremos llamar a esa irrealidad, dice Hegel textualmente) es lo más espantoso, y retener lo muerto, lo que requiere mayor fuerza… pero la vida del espíritu no es la vida que se asusta ante la muerte y se mantiene pura de la desolación, sino la que sabe afrontarla y mantenerse en ella.

    (Quisiera poder imaginar las caras de estos individuos, sus gestos al escuchar las palabras de Femmat. Las miradas de asombro que se cruzan en la cargada atmósfera del sitio en el que le interrogan; el rostro colérico echando espumarajos por la boca; el estupefacto que mira con un gesto idiota, con el aire imbécil de una vaca abochornada bajo un sol canicular. En el texto se advierte —porque es éste un texto que parece que palpita—, por las frecuentes interrupciones, que en aquel momento el interrogatorio comienza a cobrar un ritmo totalmente ajeno a lo que podríamos denominar reposo.)

    "Con esto quiero decir, caballeros, que yo opté razonadamente, por lo que acabo de exponer; por una suerte de transferencia (y postergación, por qué no) de mi propia extinción; es decir, sin eufemismos, mi muerte hubiese carecido de un impulso profundo al convertirse en un acto oscuro y anónimo (y sin duda egoísta), de haberse consumado de una manera aislada. Por lo contrario, al producirse la inmolación [las cursivas son mías] en la persona del sacerdote yo estaba ejerciendo una suerte (como ya he dicho) de transferencia, o si se quiere, de transustanciación, que no es lo mismo que cargar con un simple homicidio en la conciencia, como si todo pudiera reducirse a algo tan peregrino como un delito. De ninguna manera se trata de esto. Además, no pienso darles el gusto de una palinodia. ¡Yo no soy un delincuente!"

    (Aquí interviene el abogado de oficio —presente en todo el interrogatorio—, que cree encontrar en esta última exclamación de Femmat un punto de apoyo para ejercer su profesión; cosa que Femmat rechaza por enésima vez.)

    Caballeros, quien ha pensado en matar ha consumado su reconciliación con la naturaleza poniéndose a una altura superior a la del hombre: la bestia.

    Hasta aquí la declaración de Femmat. Con estas últimas palabras cerraba el capítulo abierto con el primer disparo. No me atrevería a afirmar que los esfuerzos hechos por el abogado de oficio fueran desatinados y de poco valor moral; sin embargo, aseguro que este hombre (hombre, según he sabido, de sólidos principios) carecía de las cualidades que le hubieran permitido acometer una defensa como el caso estaba ameritando. Efectivamente resultaba espinoso argumentar con el código penal en la mano, arguyendo atenuantes inexistentes en la ley (en ninguna ley en vigor por cierto), y se puede decir que no merecía la pena tomarse la molestia de una defensa. Femmat es culpable de homicidio en primer grado (jurídicamente) y ni qué decir por ese lado.

    Lo que me habré de permitir es abundar en lo que creo esencial en este asunto, dejando de lado consideraciones de corte

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