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Las fronteras de la muerte
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Libro electrónico202 páginas3 horas

Las fronteras de la muerte

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En "Las fronteras de la muerte" se traza la genealogía del concepto de muerte, en particular el cambio radical que sufrió a partir del siglo XVII, cuando la medicalización de la muerte y el miedo a la inhumación prematura cuestionaron la certidumbre de sus signos. Ya en el siglo XX, explica Laura Bossi, las nuevas técnicas de reanimación y de los trasplantes plantearon el problema de no considerar vivo a alguien que está efectivamente muerto y que podría ser un donador de órganos. Con ayuda de este recorrido histórico la autora descubre las razones sociales, culturales, científicas, económicas y religiosas del debate moderno en torno a las fronteras entre la vida y la muerte.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento10 oct 2017
ISBN9786071652386
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    Me ha encantado este libro porque de una manera sencilla me parece que ha abordado un tema bastante complejo por los dilemas éticos allí explicados, para resolver la pregunta siguiente: ¿En qué momento una persona puede declararse muerta, como para aprovechar sus tejidos para salvar a otra persona?.
    Últimamente, se ha visto que en algunas películas o series se aborda la respuesta a esta pregunta como si fuera un acto supremo de caridad de una persona o la familia de la misma hacia alguien que no conocen, pero que precisa de algún órgano escaso.
    No hay duda que lo es. Pero el punto que cuestiona la autora es que la definición de muerte parece haber sido tendenciosamente redefinido desde el acuerdo de una junta de especialistas de la Universidad de Harvard para privilegiar la utilidad del cuerpo de una persona, que podría estar dándosela por muerta antes de tiempo.
    ¿Cómo hemos pasado de procurar no confundir a una persona viva por muerta, de definir a a una persona muerta cuando aún esta viva? Luego de criticar abiertamente la definición clínica utilitaria de "muerte cerebral" la autora sugiere algunas pistas para responder en el sentido de respetar la muerte plena, aunque da espacio para que uno disienta de esta posición.

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Las fronteras de la muerte - Laura Bossi

CIENCIA, TECNOLOGÍA, SOCIEDAD


LAS FRONTERAS DE LA MUERTE

Comité de selección de obras
Dr. Antonio Alonso
Dr. Héctor Nava Jaimes
Dr. León Olivé †
Dra. Ana Rosa Pérez Ransanz
Dr. Ruy Pérez Tamayo
Dra. Rosaura Ruiz
Dr. Elías Trabulse

LAURA BOSSI

Las fronteras de la muerte

Traducción
Liliana Padilla Villagómez

Primera edición en francés, 2012

Primera edición en español, 2017

Primera edición electrónica, 2017

Título original: Les frontières de la mort

© 2012, Éditions Payot & Rivages

Diseño de portada: Teresa Guzmán Romero

Fotografía: istockphoto 538030822 GlobalP

D. R. © 2017, Fondo de Cultura Económica

Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

Comentarios:

editorial@fondodeculturaeconomica.com

Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-5238-6 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

ÍNDICE

Los signos de la muerte
La muerte como proceso
El coma sobrepasado
La invención de la muerte encefálica
La muerte redefinida por la ley
¿Un consenso superficial?
Cincuenta años después: la controversia persiste
Los nuevos criterios para la extracción de órganos a corazón parado
Trasplantes de corazón después de una extracción a corazón parado
¿Hacia dónde vamos?
Conclusión
Anexos
Agradecimientos
Glosario
Bibliografía

Finalmente, las reanimaciones, congelaciones y demás, no dejan de lado el cuestionamiento metafísico que plantea la muerte, en tanto que ésta tiene que ver con el sentido de la vida. Sin embargo, la última hora se nos escurre entre los dedos [….] Ustedes saben lo que le pasó a uno de los patrones de esta clínica, Lhermitte. Una chica estaba en coma en Necker: ya no tenía actividad nerviosa, pero la respiración, la circulación y el corazón eran mantenidos por la reanimación. Lo llamaron a consulta y llevó a cabo exámenes, volvió a hacerlos, perplejo todavía. Finalmente: Me parece que la enferma está muerta desde hace tres días. Lo cual fue confirmado por la autopsia. Licuefacción cerebral. De vez en cuando, me parece que debería congelar a mis enfermos por un centenar de años: cuando volvieran a la vida, la medicina habría progresado lo suficiente para curarlos. Qué idea más rara. Ignorar cuando el enfermo muere nos complica la comprensión de la muerte; pero, finalmente, buscar el cuándo nos distraería de buscar el porqué…

ANDRÉ MALRAUX, Lázaro,1974

Ich sterbe. ¿Qué es eso? Son palabras alemanas. Significan yo muero. ¿Pero de dónde, pero por qué de repente? […] Nadie que haya llegado hasta aquí donde yo estoy ha podido… pero yo, juntando las fuerzas que me quedan, tiro ese balazo, mando esa señal, un signo que aquél que me observa desde allá reconoce inmediatamente… Ich sterbe… ¿Me oye? Llegué hasta el final… Estoy justo en el borde… Aquí en el punto extremo… Es aquí el lugar […] Pero quizás… cuando levantaba la losa, cuando la tenía sobre él con los brazos extendidos e iba a dejarla caer sobre sí mismo… justo antes de que bajo ella él cayera… quizás hubo una especie de débil palpitación, un estremecimiento apenas perceptible, un rastro ínfimo de expectativa viva… Ich sterbe… y si aquel que lo observaba, y que era el único que podía saber, fuera a interponerse, lo agarrara fuertemente con sus manos, lo retuviera… Pero no, ya no hay nadie, ninguna voz. Es ya el vacío, el silencio.

NATHALIE SARRAUTE, L’usage de la parole, 1980

Las técnicas de trasplantes de órganos suponen, en las sociedades donde se llevan a cabo, una actitud generalizada de indiferencia por el problema de la identidad congénita de los individuos con el todo de su organismo. A excepción de los casos de donación voluntaria de los órganos, esta práctica implica que hemos racionalizado el fenómeno de la muerte al fragmentarlo. Cuando sabemos definir la muerte cerebral a partir de los criterios de irreversibilidad de la desintegración funcional, podemos permitirnos sustraer un órgano que sigue vivo, como el corazón. Inventamos entonces protocolos de intercambio de órganos separados. Nos parece posible la constitución de un pool nacional, o incluso internacional, de vísceras separadas, disponibles a petición. Al inventar de esta manera —para el beneficio de una élite de pacientes— una técnica de producción de órganos anónimos, ¿los médicos han olvidado o no que la racionalidad de su disciplina se manifestó a todos en un principio mediante las pruebas que les dio de su poder de asistencia para el cumplimiento de uno de sus sueños más viejos, la conservación y el buen uso de su salud?

GEORGES CANGUILHEM, 1978

I. LOS SIGNOS DE LA MUERTE

DURANTE miles de años se consideró que un hombre estaba muerto cuando su alma salía de su cuerpo. El alma-soplo se iba volando con el último suspiro; el alma-sangre se escurría a través de una herida abierta; el anciano se apagaba como una candela cuando su corazón, hogar del calor vital, dejaba de latir.¹ El alma podía retirarse como una marea, como en el caso de Sócrates,² enfriándose y endureciéndose bajo el efecto del veneno. La muerte era familiar. La gente moría mucho: los niños, arrebatados por las fiebres; las mujeres, por los partos. La gente moría en casa. La muerte de los animales, por causa de la caza y la matanza; pero además los cuidados que se proporcionaban a los hombres moribundos, así como a los muertos, no eran confiados a especialistas. Todos reconocían a la muerte, aun cuando nunca antes la hubieran conocido. Todos sabían que se manifestaba por el cese de movimiento, de la respiración, del corazón. La mirada se vuelve vidriosa; el cuerpo, frío y pálido, luego duro y rígido. Después de un cierto tiempo se descompone, exhalando olores fétidos. Hay que darle sepultura, y la carne vuelve a ser cenizas y polvo.

Sin embargo, ya en los tiempos de los griegos los signos de la muerte son considerados inciertos y engañosos. Puede que un muerto no esté realmente muerto, y que aquel que creíamos perdido para siempre vuelva a la vida. Desde Hipócrates, y sin duda mucho antes que él, los médicos se interesaron en ese momento en el que el alma emprende el vuelo y el hombre se convierte en cadáver. Frente a la muerte, ellos se hicieron tres preguntas prácticas: ¿cómo predecirla? (la fisonomía hipocrática, los signos pronósticos de Celso), ¿cómo diferenciarla de la muerte aparente?³ y ¿cómo establecer el momento del fallecimiento?

Los médicos de la Antigüedad ya habían descrito signos que permitían confirmar la muerte: el paro del pulso y de la respiración, palidez, frialdad, livideces cadavéricas, fijación de la mirada, descenso de la mandíbula inferior, relajamiento de esfínteres, rigor mortis y, por último, putrefacción.

Durante 2 500 años, hasta mediados del siglo XX, los médicos han estado de acuerdo en que el signo inequívoco de la muerte es el paro cardiaco, y el momento de la muerte se define como el momento en que el corazón deja de latir. El descubrimiento de la circulación sanguínea por William Harvey en 1628, y el de la función del oxígeno por Antoine Lavoisier a finales del siglo XVIII (1778), y más tarde la invención del estetoscopio por René Laennec en 1816 y el del electrocardiograma por Willem Einthoven en 1903 permitirán comprender y reconocer mejor el paro cardiocirculatorio.

El siglo XVIII se inaugura con un resurgimiento de los estudios médicos sobre la muerte. Al libro de Giovanni Maria Lancisi sobre la muerte aparente, De subitaneis mortibus, publicado en el año 1707, le siguieron los trabajos de Friedrich Hoffmann el mismo año, y más tarde los de Michael Alberti (1723), Jacques-Bénigne Winslow (1740), Jacques-Jean Bruhier d’Ablaincourt (1742, 1745), Johann Peter Frank (1790) y Christoph Wilhelm Hufeland (1791). Algunos autores como Winslow y Frank se habían librado por poco de ser enterrados vivos ellos mismos.

El interés por el tema fue tan grande que podemos decir que entre 1750 y 1850 un miedo epidémico a la muerte aparente invadió Europa y, más tarde, América. En las principales ciudades se constituyeron asociaciones humanitarias de auxilio, las humane societies británicas, encargadas de reanimar a los ahogados, a los sofocados, a personas golpeadas por un rayo, a los congelados, a los muertos de manera violenta, a niños que parecieran muertos al nacer, etc., para salvarlos así del riesgo de ser enterrados vivos. Las primeras ciudades en instaurarlas fueron aquellas construidas sobre el agua, cuyos habitantes estaban expuestos al ahogamiento: Ámsterdam (1676) y Venecia (1768); seguidas por Milán y Hamburgo (1768), Viena (1769), París (1772), Dresde (1773), Londres (1774), Filadelfia (1788), etcétera.

Los historiadores de las mentalidades han hablado de un infierno secularizado para explicar la difusión del miedo a la inhumación prematura en todos los estratos sociales. En la cultura materialista y descristianizada del siglo XVIII, esto representaría una nueva forma de angustia frente a una muerte desprovista en adelante de la esperanza de un más allá.⁵ Pero la evolución de la biología y de la medicina también parece tener un papel determinante: la medicalización de la muerte comienza con el debate en torno a la incertitud de sus signos,⁶ a los estados fronterizos entre la vida y la muerte, a la reversibilidad de la muerte a través de la reanimación, y a la teoría de un pasaje gradual y fragmentado de la vida hacia la muerte.

Los médicos comprometidos con las asociaciones humanitarias cuestionan los antiguos signa, e identifican otros nuevos, como los reflejos pupilares o la auscultación del corazón. Proponen exámenes de vida, como la trompeta de Hufeland (se intentaba despertar al individuo con el ruido de una trompeta) o la estimulación eléctrica; simplifican y popularizan las técnicas de reanimación.

Para el regidor de la ciudad de París, Philippe Nicolas Pia,⁸ quien consagró los últimos 10 años de su vida al rescate de ahogados en el Sena, estas técnicas se resumían de la siguiente manera: desvestir al ahogado, insuflarle agua caliente en la boca y humo de tabaco en los intestinos (Pia mandó construir 3 000 máquinas fumigadoras para este efecto), agitar su cuerpo, hacerle cosquillas en la nariz y la garganta, frotarlo, hacerlo sangrar en la yugular. En caso de mostrar señales de vida, emplear agua tibia y granos de emético.

Para conjurar el peligro tanto de los miasmas cadavéricos como de las inhumaciones prematuras, varias ciudades se equiparon de edificios especiales, parecidos a salas de espera, en donde se conservaba al muerto hasta el momento en el que la putrefacción demostraba con certeza la irreversibilidad del fallecimiento.⁹ En Weimar, Hufeland hizo construir en 1791 el primer Vitae Dubiae Asylum [Asilo para la vida en duda], construcción aislada dividida en dos salones: el primero contenía los supuestos cadáveres, mientras que el segundo, separado de aquél por una barrera de cristal, albergaba a un vigilante especializado en la reanimación. Las manos de los cadáveres estaban atadas con hilo a una campana que debía alertar al guardia del menor movimiento. Depósitos similares fueron más tarde creados en todo el territorio alemán.

En Francia se optará por el establecimiento de un control médico de todos los decesos, certificado mediante un documento expedido por un oficial de salud, y se impondrá un plazo entre la muerte y los funerales. Esta medicalización de la muerte se ve acompañada de una ampliación extramuros de los cementerios a partir de 1780. Estas medidas se expandirán pronto a toda Europa. La muerte medicalizada, sanitizada y parcialmente reversible remplaza de esta manera a la grande y dramática muerte cristiana. Los cuentos de Edgar Allan Poe y la novela negra serán el avatar literario en el siglo XIX del gran miedo al premature burial.

Las técnicas de reanimación se perfeccionan a partir de las fumigaciones, las estimulaciones eléctricas y las primeras tentativas de respiración artificial (boca a boca) en el caso de los ahogados, recomendadas desde el siglo XVIII por miedo a la inhumación prematura. El masaje cardiaco externo se recomendó a partir de 1904 y se generalizó en los años sesenta (William B. Kouwenhoven); el desfibrilador cardiaco (Claude Beck) se creó en 1947.

Pero el objetivo era el mismo: intentar reanimar, intentar regresar el alma al cuerpo, intentar regresar a la vida al moribundo, sobre todo para no confundir a un vivo con un muerto. Por consiguiente, era importante tener la mayor certeza de la muerte, y dejar pasar un cierto tiempo entre la certificación de la muerte y la inhumación.

Ese tiempo variaba según las culturas, pero estaba presente en todas. En la cultura griega, cuenta Heródoto, se mantenía a los muertos en casa durante tres días antes del entierro. En el caso de los romanos, se esperaba durante ocho días antes de la incineración. En las culturas judía y musulmana, en las que el cadáver debe ser sepultado rápidamente (el mismo día o al día siguiente del deceso), se dejaba no obstante un cierto tiempo para el aseo del difunto, para la oración y para la velación. Durante ese tiempo de espera, de calma, de meditación, en el que no se hacía nada, la familia tenía la posibilidad de asimilar la muerte de su ser querido y despedirse de él.

No es sino hasta finales de la década de los sesenta que se produce un cambio radical. Por un lado, las técnicas de reanimación cardiopulmonar permitirán en adelante restablecer la respiración y la circulación, es decir, mantener en vida casi indefinidamente

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