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La amistad en la empresa
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La amistad en la empresa

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Explica por qué actualmente la fraternidad empleado-empleado y jefe-subordinado no entorpece, sino que incluso potencia las relaciones de negocios y la eficiencia de las empresas tal como lo constata el funcionamiento óptimo de las compañías europeas y particularmente de las japonesas.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento31 jul 2014
ISBN9786071621443
La amistad en la empresa

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    La amistad en la empresa - Carlos Llano Cifuentes

    Mexico

    I. LA RACIONALIZACIÓN DE LA EMPRESA

    I.1. RACIONALISMO RADICAL

    Hablando de un modo general, las empresas, al comienzo del siglo XX, apostaban las cartas de su eficacia a la aplicación en ellas de los sistemas racionales. Eficacia y racionalidad guardaban —se suponía— una proporción directa. Cuanto más racional —calculado, previsto y diseñado— fuera el funcionamiento de la empresa se obtendrían resultados tangibles o cuantitativamente superiores, y, junto con ello, esos resultados serían más claros: vale decir, más racionales.

    Esto guardaba un motivo explicable y a su vez razonable. Gran parte de las empresas entonces establecidas habían tenido un origen familiar, y muchas de ellas conservaban las relaciones familiares como estigma de origen: la racionalización aspiraba a expulsar de sí los aspectos sentimentales propios de las relaciones familiares e impropios de la dureza de los negocios. El hombre de negocios, precisamente, era aquel que actuaba con frialdad de cabeza (hombre de postura rígida y mandíbula cuadrada) y aplicaba sin contemplaciones aquellos sistemas racionales, dentro de los cuales toda empresa verdadera debería actuar si quería hacerlo científicamente. Se acuñó muy pronto una expresión efímeramente clásica, valga la paradoja: administración científica de la empresa.

    En efecto, se habían infiltrado en la empresa, hasta constituirse en su vértebra principal, relaciones que no eran propias de su ámbito, sino que se habían trasladado sin traducción de la esfera familiar. En otro estudio hemos analizado los principales efectos —positivos y negativos— de ese traslado.¹

    Por una parte, el ambiente familiar representaba la cuna de dos cualidades asociativas imprescindibles en toda organización, al punto de que puede decirse que la familia es la organización primigenia en la que toda otra debería inspirarse (sin imitarse sin discernimiento, como de hecho ocurrió entonces). Estas dos cualidades podrían resumirse así: la identificación de objetivos y la comunicación estrecha y permanente.

    Junto con estas dos notas valiosísimas e imprescindibles en todo grupo asociado, tuvo lugar, sin embargo, un fenómeno que fue origen de complejísimos problemas: la confusión entre las relaciones propiamente familiares y las relaciones propias de organización, e incluso mercantiles.

    El orden jerárquico familiar —padre, madre y hermanos— fue la base del orden de autoridad en la empresa, en la que llegó a contarse como válido principio de mando, no ya el mérito, capacidad y esfuerzo de los interesados, sino algo tan ajeno a la cuestión como la propia edad de los hijos, especialmente la del hijo mayor.

    En el orden puramente mercantil, el patrimonio familiar se mezclaba sin límites con el capital de la empresa, con la consiguiente falta de discernimiento entre lo que eran inversiones de capital y créditos o préstamos aportados. Se confundían también, y aún se confunden en las empresas propiamente familiares actuales, los dividendos o utilidades del negocio con las necesidades de la familia. En un momento inadvertido, el capitalista o acreedor se convertía en sujeto de deuda.

    Lo mismo sucedía en otros aspectos en los que indudablemente se requeriría con apremio una racionalización: en algunos momentos, la familia se constituía en cliente consumidor de los productos o servicios de la empresa, y en otros se transformaba en proveedor. El edificio mismo familiar y las construcciones de la empresa se encogían o ampliaban al tenor de las circunstancias.

    Todo ello implicaba una confusión numérica que llevaba, sin poderlo evitar, al desastre e impedía toda clarificación contable: se mezclaban los flujos económicos entre capital e intereses, compra y venta, propietario e inquilino, etcétera.

    Quizá la confusión mayor entre los flujos económicos y el rendimiento material del trabajo se daba —y aún se da— en dos niveles decisivos: a) la mezcla entre la percepción de un salario normal y el reparto de utilidades; muchas veces se consideraban como beneficios de la empresa volúmenes monetarios que tenían su origen en ahorros salariales objetivamente irracionales, de modo que el negocio parecía ganar lo que los gestores perdían si hubiesen dedicado su esfuerzo a otras organizaciones de las que no fueran los propietarios, y b) la confusión entre las percepciones salariales de los integrantes de la familia y las necesidades que éstos tuvieran con independencia de los rendimientos laborales. En cambio, en otras ocasiones, por fuerza de la misma confusión, los salarios resultaban mucho más reducidos que los correspondientes a los parámetros objetivos de un mercado análogo con base en el principio de que los asalariados, aparentemente ahora en perjuicio, eran en último término los dueños actuales o potenciales del negocio mismo, de modo que lo no recibido hoy en forma de sueldo se recibiría mañana como capital.

    Además de estas cuestiones sociales relativas a la empresa y la familia, en las relaciones mercantiles de los negocios familiares se daban también adherencias afectivas procedentes de los lazos de sangre, que no por naturaleza son siempre funcionales e inteligentes. Se daban preferencias y rechazos amplificados por la lente de las relaciones familiares, en las que es particularmente necesaria la racionalidad objetiva. Veremos, en efecto, en el capítulo III que las relaciones más propias entre las personas no son las relaciones de afecto; aunque no siempre sean perjudiciales, entrañan una divergencia práctica disfuncional.

    Tal estado de cosas, obviamente inaceptable, fue la causa de la llamada racionalización, consistente, sobre todo, en definir los flujos económicos con baremos propiamente mercantiles y en determinar los ámbitos y deberes de trabajo con criterios de organización, y no familiares.

    Este racionalismo, sin embargo, pecó de radical por varias causas. La primera de ellas, y la más obvia, al arrancar de la empresa las corruptelas introducidas por razones familiares se extirparon asimismo aquellas dos notas imprescindibles, dijimos, para toda organización por primitiva que fuese (y la familia lo era): la identificación de los objetivos y la intimidad de la comunicación.

    La racionalización del negocio, que resultaba necesaria para clarificar con elemental nitidez contable los confusos flujos económicos, pretendió sustituir también el compromiso con las metas y la compenetración en la comunicación, propios de la familia e insustituibles del sistema. En el capítulo XI se verá la necesidad de que la empresa se inspire —inspiración, no imitación— en las relaciones propias de la familia que habrían de reconocerse como irremplazables en cualquier trabajo asociado, sea simple, sea —sobre todo— complejo.

    Veremos además, seguidamente, que no sólo fueron esas dos notas las que quedaron atrofiadas en la racionalización sistemática de las empresas, sino algo aún más importante.

    I.2. RACIONALISMO UNIVERSAL

    Esta racionalización empresarial no tuvo tanto pretensiones de radicalidad absoluta (de marginar todo lo que no fuese estrictamente racional, sin reparar en que la persona no sólo es racional) cuanto aspiraciones, prácticamente logradas, de universalismo.

    Frederick Taylor establecía la industrialización en línea y analizaba las operaciones humanas en sus elementos átomos, inspirándose en los movimientos de la máquina.² Racionalización equivalía, así, a mecanización, con las consecuencias que veremos.

    Por su parte, Henri Fayol dividía analíticamente las tareas de la organización en departamentos, y su dirección general en etapas secuenciales que debían recorrerse rigurosamente so pena de desorientación.³ Racionalización equivalía, así también, a reglamentación, con los resultados que igualmente veremos.

    Esta racionalización (con su mecanización y reglamentación anexas) nació con pretensiones de universalismo. En cuanto ciencia, había de ser válida para todos los ramos de productos, para todos los individuos productores y para todas las culturas en donde hubieran de aplicarse esos universales sistemas de producción.

    No olvidemos que incluso Lenin vio en el taylorismo el secreto de la eficacia del operario y el punto de partida para su liberación, siguiendo las ensoñaciones de Marx: el operario estaría indefectiblemente sujeto a los sistemas racionales de trabajo durante muy pocas horas, para dedicarse en las restantes a la caza, a la pesca y a la crítica literaria, como decía en sus tesis contra Feuerbach.

    Más tarde, Herbert Marcuse, obsesionado por la identificación entre racionalización y trabajo, hizo sus propuestas oponiéndose al trabajo (suponiendo que éste tuviera que sujetarse rígidamente a las cuadrículas racionales) y exaltando la vida libre y espontánea no laboral, como si el trabajo productivo y la espontaneidad fueran excluyentes.

    Hoy se ha visto que la dirección no es científica, aunque haya sin duda una ciencia de la dirección. Por ello, ese enfoque del trabajo de las empresas, que se hizo efectivamente universal, tiene que verse desde un punto de vista cultural más amplio que el de la propia empresa, ya que sólo con una mirada en verdad abierta podrá valorarse justamente, y prudentemente atemperarse.

    Con esta racionalización hay algo que no funciona en las relaciones sociales; se da algo agrio y rígido. Para Pamies, el hombre, encorsetado en un sistema, trabaja con desgana y de mal humor. Y su expresión es una convivencia sin alegría, dura, escasamente comunicativa, demasiado proclive a la agresión verbal y hasta física.

    Podemos decir, pues, que esta pretendida racionalización no ha eliminado sólo los afectos familiares, sino que los ha sustituido por otros afectos de signo peor.

    I.3. CAPITAL CULTURAL

    La racionalización del modo de hacer la empresa, la primacía de los sistemas racionales a que debían someterse sus operaciones, no eran sino un aspecto de ese racionalismo ilustrado que recibió el nombre de modernidad. En efecto, el proceso de modernización atendía fundamentalmente a los aspectos que pueden ser definidos y resueltos con criterios tecnológicos, pasando por alto o desacreditando aquellas otras facetas que tienen una relación directa con la identidad de los individuos, como enseguida veremos. En esta modernización así entendida desaparece, queriéndolo o sin quererlo, la referencia seria a las personas.

    La aceptación del proceso de modernización traía consigo, junto al rechazo de las consideraciones sobre la persona, la marginación de la tradición y del patrimonio cultural de los pueblos, factores que resultaban incómodos —por lo menos— a esa manera de organizar el trabajo presuntamente universalista.

    En busca del capital monetario, con su predominante nota de cuantificación, se desatendió lo que Thomas Sowell acertó a denominar capital cultural,⁷ concepto al que Alejo José G. Sison ha sacado tan eficaz partido, refiriéndose precisamente al asunto que ahora tratamos.⁸

    Los sistemas racionales rigen de distinta manera en las distintas culturas: los chinos tienen éxito en los negocios que emprenden en el extranjero por razones diversas de aquella supuesta racionalización uniforme (tendencia al ahorro, deseos de educarse, espíritu de empresa, frugalidad —que es tachada de tacañería por sus vecinos malayos—…). Sison se pregunta si los diversos resultados obtenidos por los chinos, a diferencia de los negros y los hispanos, se debe a un mayor nivel de inteligencia o conocimiento científico o, en cambio, a aspectos relacionados con la etnia diferente y el distinto capital cultural que configuran más bien distintos tipos de comportamiento.

    Hay sin duda autores que ponen en tela de juicio el valor social de la familia, la sobriedad, la educación, valores que según ellos sólo sirven para suscitar un excesivo respeto a las jerarquías.

    Pero Sison no participa en modo alguno de estas expresiones, que denomina relativismo cultural. Hay valores objetivos sobre los que sólo caben discusiones sofísticas. Se puede decir que hay valores culturales que contribuyen a la mejoría de la sociedad, de manera análoga a como puede asegurarse que los libros son mejores que el papiro y los números árabes mejores que los romanos, y los rifles y pistolas más eficaces que los arcos y las flechas; al igual que se puede decir que el funcionamiento de las empresas se hace más difícil cuando hay una carencia endémica de iniciativa y sentido de responsabilidad, falta de interés por la exactitud y visión borrosa de la relación entre causa y efecto.

    El asunto no es nuevo en modo alguno. Ya el caso Proyecto E (Instituto Panamericano de Alta Dirección de Empresa, México, 1975) describe los acuciosos análisis practicados en antiguos pueblos de Tlaxcala para descubrir las relaciones internas y hasta esotéricas, tanto civiles como religiosas, antes de que una importante industria sentase las políticas de personal que habrían de regir en la fábrica que se establecería en ellos. Antes de aplicarlas de manera racional, radical y universal, las políticas vigentes en industrias localizadas en otros puntos del país se adaptaron en lo posible a las costumbres seculares de ese conjunto de pequeñas y peculiares poblaciones en las que la nueva fábrica encontraría sus trabajadores.

    I.4. EXPULSIÓN DE LA PERSONA

    En resumen, se sustituye el sujeto individual de carne, corazón, cabeza y hueso, siempre misterioso e inseguro, por el absoluto impersonal e inhumano de la supuesta objetividad del hombre racional y objetivo, matemático y experimentable, erigido como proyecto científico del mundo.¹⁰ El hombre personal queda convertido, como asentó José Vasconcelos, en una pueril abstracción de la realidad.¹¹

    Este racionalismo tuvo su punto cimero, como se sabe, en esa colectivización de la conciencia del hombre por parte del mundo uniformado,¹² según dijo en ocasión solemne Václav Havel, colectivización que se instauró también con pretensiones definitivas en los países del este europeo hasta el desplome, después de muchos años, del muro de Berlín. El poder uniformado que se instauró tiene aquí, a mi juicio, un doble sentido: se trataba de un poder uniforme —es decir, uniformado y sin matices— y un poder ejercido por individuos con uniforme, distintivo inequívoco de que el oficio prevalecía sobre la persona.

    En la empresa privada, más pragmática y realista que las grandes concepciones de los Estados, no fue preciso el aparatoso y repentino desplome de ninguna cortina de hierro. Ya en el primer tercio del siglo fueron apareciendo tímidamente ciertas fisuras por las que se introducirían, muy poco a poco, los valores de las personas y las costumbres étnicas y culturales que se mostraban tercas como montes, dándole así la razón a Pérez Galdós, quien consagró con esta expresión el carácter casi inamovible del costumbrismo. La empresa, aunque —insistimos— muy poco a poco, se fue desprendiendo del uniforme, hasta dejar a la persona en su carne natural.

    No afirmo con esto que los sistemas racionales en la empresa de hoy hayan sido marginados, de ninguna manera. Los grandes racionalizadores de las organizaciones —los Taylor y los Fayol— siguen en vigor porque han formado una mentalidad, tal vez venturosamente: hay modos de hacer la empresa que habrán de permanecer por muchos años. Los hombres de acción han adquirido una mentalidad sistemática de la que no pueden fácilmente desprenderse. Sabemos que para muchos pensar se identifica con poner las manos sobre el ordenador electrónico. Y no va a ser sencillo desequilibrar esta coordinación entre la cabeza y las manos, que tanto le gustaría a Aristóteles. Paradójicamente, la cibernética se ha convertido en el remedo del trabajo artesanal y artístico, en el que el pensamiento y los movimientos manuales se encontraban estrechísimamente sincronizados.

    Los sistemas racionales no han perdido —y hay conjeturas de que no perderán— importancia en el manejo de las organizaciones.

    En ocasiones parece que el sistema y su función (los conceptos de sistema y de función son inseparables)¹³ adquieren un papel protagónico y hasta exclusivo en los conglomerados sociales. Muchas cosas ocurren, en efecto, como si Sociedad y sistema, la obra más conocida de Niklas Luhmann,¹⁴ fuesen conceptos idénticos, esto es, que la sociedad será propiamente tal cuando logre estar sistematizada. El axioma básico de los funcionalistas es, efectivamente, éste: cualquier sociedad, cualquier organización, cualquier sistema, con tal de que funcione. Como lo dice Robert Spaëman: con Luhmann, la subjetividad ha muerto.

    Parece que no ya teórica, sino realmente, los hombres no cuentan: la internet carece de administración central y es prácticamente incontrolable. El material informativo depositado proviene de todas las partes del planeta, y es imposible asignarles una responsabilidad particular a las fuentes de datos; tampoco es posible intervenir en lo que los usuarios ponen en la red.

    El hombre no es susceptible de contarse cuantitativamente, y, como se explica en la falacia denunciada por McNamara, lo que no puede contarse, no cuenta.

    La sociedad funcional, la sociedad sistemática, nos ofrece modelos que se basan en operaciones mecánicas, libres de valores. Una buena parte de lo que se enseña en las universidades es puro funcionalismo, cuyo ideal es la homeostasis: entender cómo funciona la sociedad, cómo operan las organizaciones para lograr que sean funcionales.

    I.5. ENTENDIMIENTO Y MANEJO DE LAS COSAS

    Ante estos fenómenos cabe, sin duda, una no descabellada actitud optimista. Parece indudable, según luego se insistirá, que en la sistematización racional de la organización se requiere una opción de preferencia por las cosas antes que por los hombres. Pero la sistematización de las cosas nos sirve para comprenderlas mejor y situar al hombre mismo dentro de ellas, hasta el grado de que llegaremos a comprender mejor al hombre mismo que somos. Lo que parecía estar en perjuicio suyo terminaría finalmente en su beneficio.

    Sin embargo, no debemos perder de vista lo observado por Pamies Boera con agudeza: en este sistema racionalizado

    parece que importa menos la realidad de las cosas que cómo […] su apariencia se cuenta y se transmite: manejar las cosas no equivale necesariamente a entenderlas. [Se da una] obsesión por encontrar métodos, que nos aseguren que las cosas funcionan si acertamos con la forma de manejarlas, como gestión de calidad total, competencia basada en el tiempo, benchmarking, reorganización [reingeniería], "marketing con causa, gestión del caos, enfoque hacia los resultados", términos a los que estamos acostumbrados, aunque no todos tengamos tiempo para conocer sus posibilidades y sus efectos. Casi todos ellos tienen como base mejoras en la efectividad operacional de las organizaciones, aunque la experiencia ha demostrado que confiar únicamente en métodos estructurales para conseguir una mejoría de los resultados operativos es un error […] El tiempo de vida de esas técnicas cada vez es más corto, y la esperanza laboral organizada de los empleados también.¹⁵

    Y es que, como veremos, la realidad verdadera es el hombre. O, por mejor decir, la realidad adquiere sentido real sólo en referencia con el hombre. Desde un punto de vista intramundano, si no hubiera hombres la realidad carecería de sentido, incluso del sentido más obvio de su misma realidad: la realidad no sabría que es real. Por ello dice Pamies Boera que ahora gestionamos desde una realidad artificial que no se corresponde con la naturaleza del ser humano.¹⁶ El hombre se convierte en una pieza funcional más de las muchas que posee la máquina, y en paridad de rango con ellas, en cuanto que le hemos negado al hombre su capacidad de acciones morales (voluntarias y propias) en el seno de la empresa: le hemos negado, en síntesis, su cualidad de persona.

    Definido en términos filosóficos, nos hemos introducido en un sistema económico que se dirige primordialmente hacia el espacio entendido como rentabilidad; que trata la praxis aristotélica (el hacerse y rehacerse propio del hombre) como póiesis (el hacer y transformar las cosas que son exteriores al ser humano), no distinguiendo entre la fabricación de un producto y el mayor logro de la vida humana, aplicando a ambos procesos las mismas categorías e incluso dando prioridad a la primera sobre la segunda: se desplaza al ser humano con la atención prioritaria del sistema.¹⁷ Diremos que, de este modo, el hombre se excluye a sí mismo.¹⁸

    En cualquier caso, si no quiere admitirse que las circunstancias laborales de hoy han excluido lo humano, debería admitirse que se ha llevado a cabo la reducción de lo humano a ciertos elementos indispensables.¹⁹

    Este elemento indispensable de lo humano, este resto de la persona se limita a algo similar a un caballo de fuerza, su utilización física para producir energía allí donde la electricidad o el vapor no pueden hacerlo: se trata de una mano de obra concebida como trabajo abundante, mal capacitada y peor retribuida.²⁰ Sison nos ilustra su afirmación con ejemplos mundialmente significativos: los tejedores de kilim en Pakistán, los mineros de diamantes en Zaire, los prisioneros chinos que fabrican juguetes, las trabajadoras domésticas filipinas, los trabajadores del campo en muchas partes del mundo.²¹

    I.6. TAREA, EMPLEO Y HOMBRE

    Pues bien, uno de los aspectos de mayor interés en el estudio de la empresa de los últimos años y del vislumbre de su embocadura en el futuro es precisamente la relación entre el sistema que se impone y la persona a la que se impone el sistema, porque, independientemente del provecho indiscutible de los sistemas y de su obvio poder de eficacia, el hombre, la persona, sigue contando y sigue siendo decisiva. Richard Jovel nos dice irónicamente que el propio Luhmann ha sido llamado para reformar la administración alemana.

    En el fondo, todos estamos convencidos de que ninguna sociedad, ninguna empresa puede proceder como máquina autómata, por atrofiada que esté la capacidad de historia o de proyecto del hombre individual; estamos convencidos, en una palabra, de que el funcionalismo no funciona. Las acciones de Gorbachov, Yeltsin, Walesa, Thatcher, Reagan, Wojtila, Mandela, el también sudafricano De Klerk… no pueden darse por descontadas porque son las que hacen la historia. Los sistemas parten del individuo en vez de configurarlo. O, mejor aún, los sistemas configuran al hombre, sí, pero previamente han partido de él mismo. Lo que tiene más fuerza, mayor virtud revolucionaria, mayor capacidad de cambio, más incisivo poder es la energía del espíritu personal y su relación directa con otra persona.²²

    Es el momento aquí de decir que la relación directa del espíritu del hombre con otra persona es la amistad.

    El valor propiamente humano, por debajo y por encima de la organización racional, apareció muy pronto en la empresa, en pleno movimiento de la modernización. Había algo que se resistía a ser administrado científicamente: la persona humana se presentaba como un factor no susceptible de racionalizarse mediante sistemas homogéneos y universalistas. Chester Barnard reconocía ya en 1938 las características peculiares de ese factor, características de tanto relieve y significación que no podrían quedar marginadas.²³

    Esta aparición del individuo, con su fuerza relevante propia y siempre atípica, será ya, a partir de entonces, una constante reconocida como digna de tenerse en cuenta en todas las disquisiciones sobre el manejo eficaz de las empresas.

    No siempre la convivencia entre el diseño del sistema y el reconocimiento de las singularidades humanas ha sido afortunada. A veces, la incrustación de los individuos en la estructura ha adquirido incluso tintes ridículos. En varias importantes empresas de los Estados Unidos se ha creado un departamento de valores para encargarse —como otros departamentos de producción o de compras— de la promoción y el mantenimiento de los valores humanos. Esta ocurrencia no es menos extraña que aquella, ya consagrada en nuestras organizaciones, por la que se instaura un departamento de personal, como si el personal, igual que los valores, fuera departamentable, junto con el almacén o las ventas. Cuando vemos que se establece un departamento de valores o de personal, nos invade el deseo de crear un departamento de utilidades o beneficios para que se ocupe de obtenerlos, igual que aquél se atribuye el desarrollo de los hombres o la encarnación humana de los valores.

    I.7. LA EMPRESA, REFLEJO DE LA PERSONA

    Pero quien lleva a cabo un giro de 180 grados en este difícil equilibrio, en este armónico o inarmónico entreverar al hombre con el sistema, es tal vez Rensis Likert, en su importante obra New Patterns of Management.²⁴ Se nos dice ahí que hay dos modos distintos de concebir la empresa, sea una organización centrada en la tarea que deben hacer los hombres, sea una organización centrada en los hombres que deben hacer la tarea. No cabe duda de que ambos aspectos del trabajo son complementarios. Pero la alternativa, la fundamental alternativa, se encuentra en el acento otorgado a cada uno de ellos. Si el factor principal se deposita en la tarea, el menester clave de la dirección es imaginarla, describirla y enseñarla a quienes la deben llevar a cabo, y controlarlos para que la lleven a cabo tal como se imaginó, describió o enseñó: el hombre queda supeditado a la sistematización de la tarea. Si en cambio el perno de la empresa gira sobre los hombres, lo que interesa son las aspiraciones de éstos, que han de configurarse en objetivos, suscitando en ellos ese deseo de lograrlos que ha dado en llamarse motivación. No se trata ya de que el hombre se ajuste a una tarea que se le ha enseñado, sino que la tarea arranque de ese hombre en el que se ha alentado el ímpetu de logro de un objetivo. Aquí es el ser humano el que configura un sistema de trabajo en lugar de quedar configurado por él. La tarea directiva no es la de controlar el modo de hacer el trabajo, sino la de mantener el estímulo del trabajador.

    Según Likert, la organización que se centra en la tarea divide el trabajo que debe realizarse en partes bien definidas y, de alguna manera, por sí mismas, aisladas (con consecuencias individualistas de las que luego hablaremos); distribuye a cada persona la parte que le corresponde; enseña al interesado a llevar a cabo la parte que se le asignó, y controla el trabajo para comprobar que se lleva a cabo de acuerdo con las enseñanzas. División, distribución, enseñanza y control son los actos principales de las organizaciones que se centran en la tarea.

    En cambio, la organización que se centra en el hombre define el objetivo del trabajo o de cada parte del trabajo; motiva a cada persona para que quiera el logro de ese objetivo, y propicia un ámbito en el que el trabajador pueda practicar su autocontrol en el logro de ese objetivo. La definición del objetivo, pues, la motivación y el autocontrol son las fases esenciales de las organizaciones centradas en el hombre.

    Si quisiéramos reducir antropológicamente estos dos modos de organizar el trabajo, diríamos que el centrarse en la tarea mira más a la enseñanza, al saber, que corresponde al nivel de inteligencia, en tanto que centrarse en el hombre mira más a la motivación, al querer, que corresponde al nivel de la voluntad.

    Es también el momento de anticipar aquí que la amistad es una faceta del hombre que corresponde más al querer de la voluntad que al saber de la inteligencia.

    Hoy sabemos ya lo que antes sólo se intuía: la empresa no es el resultado de un plan frío y objetivo dibujado al margen de quienes deben emprenderla, no es el

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