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Carlos Pezoa Véliz 1879-1908
Carlos Pezoa Véliz 1879-1908
Carlos Pezoa Véliz 1879-1908
Libro electrónico1069 páginas11 horas

Carlos Pezoa Véliz 1879-1908

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Este libro contiene la biografía más detallada y la única recopilación de las obras completas de el poeta que abre el magnífico siglo xx de la lírica chilena, luciendo ya varias características muy propias de este período.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 dic 2017
ISBN9789563790504
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    Carlos Pezoa Véliz 1879-1908 - Raúl Silva Castro

    pezoa_vEliz_ex.jpg

    Raúl Silva Castro

    Carlos

    Pezoa Véliz

    (1879-1908)

    edicionestacitas_logo1

    Raúl Silva Castro / Carlos Pezoa Véliz (1879-1908)

    Santiago de Chile: Ediciones Tácitas, 2015

    1ª ed., 654 pp., 17x24cm

    Dewey: Ch861.3

    Cutter: S586

    Materias: Poesía chilena siglo

    xx

    . Historia y crítica

    Poetas chilenos. Biografías

    Pezoa Véliz, Carlos 1879-1908

    Carlos Pezoa Véliz (1879-1908)

    Raúl Silva Castro

    Primera edición, Ministerio de Educación Pública, 1964

    Segunda edición, Ediciones Tácitas, octubre de 2015

    © Herederos de Raúl Silva Castro a los que la editorial reconoce su titularidad de los derechos de reproducción, 2015

    © Ediciones Tácitas, 2015

    Inscripción Registro de Propiedad Intelectual Nº 28.853

    ISBN 978-956-379-050-4

    Ediciones Tácitas Limitada

    Pedro León Ugalde 1433

    Santiago de Chile

    edicionestacitas@gmail.com

    Diagramación: Miguel Naranjo Ríos

    Distribuido por LaKomuna (www.lakomuna.cl)

    prólogo

    Dedicatoria

    A Víctor Domingo Silva:

    A usted, mi querido poeta, corresponde el mérito de la investigación contenida en este libro. Usted supo de él a medida que se le redactaba, y usted me alentó no pocas veces a seguir. Si de lo que él contiene algo vale, tómelo usted como suyo, no porque a su gloria haga falta sino para dar satisfacción así a su viejo admirador y amigo

    R. S. C.

    Santiago, 7 de febrero de 1957.

    Explicación preliminar

    He aquí un nuevo libro sobre Carlos Pezoa Véliz. ¿No se había dicho ya todo sobre el poeta y sus breves andanzas por la vida? Parece que no, puesto que, como se verá en las páginas que siguen, en este libro se descubren nuevas facetas de un ingenio pronto, feliz, que atesoró en pocos años mucha experiencia literaria y alcanzó a verterla en la prosa y en el verso. Nacido en 1879, si se acepta la cronología usual, y fallecido en 1908, resulta que su paso por el mundo duró sólo veintinueve años. Si a ello se añade que no fue precoz y que, según parece de nuestra investigación, nada publicó antes de 1899, tendremos que su período hábil de producción no alcanzó a durar dos lustros. ¿Qué puede haber entonces que justifique un nuevo libro? Hay, desde luego, la obra no recogida antes, que había escapado a las pesquisas de los anteriores biógrafos del poeta, por empeñosos que ellos se mostraran. Y sin ella, no cabía hacer un diagnóstico acabado de su producción. Alma chilena, el libro que recogió y publicó en 1912 Ernesto Montenegro, contiene cuarenta y dos composiciones en verso y dos en prosa. El de Armando Donoso, en 1927, aumentó ligeramente ambas cifras. Nosotros hemos tenido a la vista, escrupulosamente ordenados, trabajos que doblan esos números y, entre ellos, series de nuevos temas que no encontraron acogida en los libros anteriores. Y de este modo, en no pocas ocasiones, escribiendo estas páginas, hemos tenido la sensación de que se había tratado antes sólo con el esqueleto del poeta, no con la plena corporeidad literaria que él ofrece. Por eso nos hemos atrevido a dar cima a la investigación, agregando ápices, astillas, vestigios si se quiere, pero todos materiales útiles, que habría sido necio negar o desestimar.

    Fuera de los libros ya mencionados, hay que citar otros estudios, y particularmente el que, en 1951, dedicó a nuestro héroe Antonio de Undurraga. Más afortunados que él, hemos tenido la suerte de hallar datos que escaparon a su pesquisa, poemas que no vio, abundante colaboración de revistas y diarios que no pasaron por sus manos. ¿Era decoroso ocultar todo aquello? La historia literaria se nutre de pequeños sucesos significativos en la vida de cada uno de los escritores con que se compone un grupo. La literatura comparada procede con datos a veces minúsculos, a establecer influencias y relaciones distantes. La crítica literaria, en fin, no puede prescindir de una rigurosa ordenación cronológica de las obras, ni malbaratar el emplazamiento de algunos sucesos de la existencia del creador en contacto con ciertas cimas de la creación. Todo nos empuja a redactar estas páginas. ¿Es demasiado prolijo el estudio? ¿Hay exceso de pormenores? No nos parece, aun cuando, a primera vista, así le parezca al lector. Los grandes nombres de una literatura pueden alzarse sin necesidad de sostenes eruditos durante algún tiempo, pero cuando la erudición produce más luz, la grandeza intuida de antes se hace evidente, accesible a todos y, si se nos permite la expresión emprestada a las matemáticas, demostrable.

    Tal pasa con Carlos Pezoa Véliz. En este libro se cuenta de su existencia más que en cualquiera de los anteriores estudios, se allegan más producciones al escrutinio y se intenta emplazar al poeta en el seno de una generación, o grupo literario, con el cual mantuvo relaciones de afecto o disentimiento. Por lo demás, su autor se ha guardado mucho de menospreciar los anteriores trabajos. Todo lo contrario: les ha pedido luz, consejo, guía, a cada paso de su investigación; no ha desechado ninguna advertencia; ha procurado desentrañarlo todo con ayuda de los predecesores y no contra ellos. Estima el esfuerzo de Montenegro, aprecia la edición de Donoso, aplaude el tesón y el brío de Undurraga, y se hace un deber en anotar, además, que ha contado con la buena voluntad de ellos para ir avanzando, poquito a poco, en la tarea a la cual hoy pone fin. Se trata de saber sobre Pezoa Véliz la verdad completa, y era natural que ninguno de aquellos tres estudiosos hubiese resistido la ejecución del plan de trabajo, aun cuando lo juzgara ambicioso.

    No se pretende hacer pasar al lector de este libro la especie, acaso indigesta, de que aquí está dicho todo lo que puede saberse de Pezoa Véliz. Lo que sí hay en estas páginas es un número de hechos superior, cuantitativamente, al que antes se conocía y se aceptaba como satisfactorio. Y el autor, en fin, cree que sólo sobre la base de este número superior de hechos es posible obtener, además, como resultado, una imagen cualitativamente más coherente de Pezoa Véliz, a condición de que se lean con calma las páginas de investigación, comentario, crítica, comparación y exégesis, y no se desdeñen las producciones mismas del autor, incrementadas, como ya se dijo, en términos realmente extraordinarios.

    *

    Quedarían incompletas estas expresiones preliminares si no se consignaran aquí los nombres de las personas que nos han proporcionado informaciones y, en las más diversas formas, asistencia en el trabajo. Entre ellas cabe citar a las siguientes: Berta Arce, Dr. José Arnello, Valentín Brandau, r. p. Alfonso M. Escudero, O. S. A., Ernesto A. Guzmán, Dr. Hugo Enríquez, Guillermo Labarca Hubertson, Ricardo A. Latcham, Dr. Enrique Laval, Guillermo López, Isolina Mansilla Véliz, Ernesto Montenegro, Lorenzo Redondo, Alberto Ried Silva, Fernando Santiván, Víctor Domingo Silva, Augusto Thomson, fallecido cuando apenas se iniciaba el trabajo y que sin embargo alcanzó a comunicarnos útiles pormenores, José Zamudio y Roberto Zegers de la Fuente.

    A todos los vivos, el agradecimiento más sincero, y para los ya difuntos, el recuerdo emocionado de

    el autor

    .

    Biografía

    Para comprender que el cielo es azul en todas partes,

    no se necesita correr mundo.

    Goethe

    Capítulo i

    Santiago, 1879-1902

    Nacimiento. Los padres. Primeros días. La Guardia Nacional de 1898 y un relato malogrado. Ignacio Herrera entra en escena. Pezoa Véliz poeta vulgar: Juan Mauro Bío-Bío. Pezoa Véliz poeta culto: El Búcaro Santiaguino. El Ateneo Obrero de Santiago. Fugaz estada. Ruptura. Comienza el diario íntimo. La Escuela de San Fidel. Amores y amoríos. Proyectos literarios. Nueva concepción de la poesía. Otras revistas. Pluma y Lápiz.

    Desinteligencias en el hogar.

    Por los años 1880 y siguientes rondaba en la calle, franqueando la puerta de su casa gris y vulgar, un chico pálido, muy rubio, de cabello ensortijado, cuyos ojos claros aumentaban la transparencia del rostro. La calle era un circuito no muy amplio, aunque pletórico de novedades para los ojos infantiles: Mencía de los Nidos, en el costado norte del Mercado de San Diego. El mercado, que ocupa toda la manzana, no llega, por el oriente, hasta el nivel de la calle San Diego sino que deja espacio para un modesto jardín, al cual los vecinos daban el nombre de plazuela. Por el poniente, el mercado limita con la calle Gálvez, y por el sur, con Inés de Aguilera. La principal de aquellas vías, la que llevaba y conserva el nombre de San Diego, era una de las más importantes de la urbe, ya que, prolongada hacia el sur, se tornaba pronto en camino y limitaba con grandes chacras y fundos que diariamente enviaban sus productos a la ciudad. Un tránsito intenso y continuo de carretas tiradas por afanosos bueyes domina con su rumor las últimas horas de la noche y las primeras de la mañana. El niño mira a los animales de tiro, conversa con sus guías y se empina sobre sus vacilantes piernecillas, hasta abarcar el mundo de la carreta: sandías, melones, manojos de lechugas, zanahorias, rábanos encendidos y papas terrosas. Para días menos jocundos, quedaban los tenduchos abiertos desde el mercado hacia el exterior. En unos se vende leña y carbón para los menesteres del hogar, y en otros el zapatero remendón pega estaquillas y hace deslizarse la lezna en el cuero.

    En este ambiente ordinario pasó los primeros días de la infancia Carlos Enrique Pezoa Véliz.

    Había nacido en Santiago el 21 de julio de 1879, en los comienzos de la Guerra del Pacífico, en hogar humilde, sin abolengos, sin fortuna, sin entroncamientos que le abrieran paso por la existencia. ¿Qué sería de él, andando los años? Los padres, siempre ilusionados con la prole, ¿a qué le destinaban? Nada se sabe. Lo que resultó no entraba tal vez en la cuenta de aquellos zafios, ya que el niño se hizo poeta, intentó el periodismo y, lejos del hogar, muertos los padres, se asomó a la política.

    Con aguda sensibilidad de poeta, Daniel de la Vega advirtió que eran estos días iniciales de Pezoa Véliz los que convenía dilucidar, y a ellos dedicó las páginas vibrantes de «Primeros años», serie de crónicas dada a luz en Las Últimas Noticias y que recopiló en seguida en La comarca nocturna (1943). El autor leyó atentamente cuanto se había escrito hasta entonces, lo meditó muy a fondo y se propuso exponer en sus crónicas sólo las conclusiones a que le había conducido la meditación. Nada pretende descubrir de nuevo. Y sin embargo... Daniel de la Vega muestra en sus estampas el cuadro de la vida de familia, pobre, ignorante, pero bien organizada.

    Don José María Pezoa —escribe­— era un hombre de mediana estatura, recio y moreno. Tenía ojos verdes, ingenuos y humildes, que parecían ojos de niño tímido. Su padre había sido un modesto comerciante español, que se estableció en Buin cuando esa localidad no era más que un insignificante caserío. Allí vivió don José María su oscura juventud y realizó sus primeros negocios en vinos. Allí contrajo matrimonio con Emerenciana Véliz, y vegetó algunos años incoloros y tranquilos. Pero con la escasa población de Buin el negocio no prosperaba, y don José María decidió trasladarse a Santiago. Y una mañana de otoño llegó con su mujer a la Estación Central y se aturdió un poco con el movimiento de la ciudad que era vertiginoso para su costumbre de vivir en el silencio soñoliento del pueblo. Estuvo unos días en casa de una hermana de su mujer, y luego se instaló en la modesta casita de la calle Mencía de los Nidos. Un mes después abría la puerta vieja y pesada de su Depósito de vinos.

    Como nació en hogar humilde, gobernado por gentes toscas, Pezoa Véliz sufre, en sus primeros encuentros con el mundo, agudos choques llamados a poner a prueba su sensibilidad. Los chicos del colegio ridiculizan su traje, en el cual la madre, sin embargo, aplicaba esmero particular. La estampa que ofrece el futuro poeta es desmedrada a juicio de sus exigentes compañeros, y ello vierte amarguras en el espíritu del joven, amarguras que serán visibles sobre todo, andando el tiempo, en los diarios íntimos revelados con amplitud cuando ya Daniel de la Vega había escrito sus crónicas. Todo lo que en éstas se dice sobre esas reacciones de la sensibilidad de Pezoa es, pues, intuición de novelista, cabalmente acertada en la mayor parte de su desarrollo.

    José María Pezoa, el padre de este chico de ojos azules a que nos hemos referido, era arrendatario de uno de esos tenduchos que se abrían a la vera del mercado de San Diego, con frente a la calle Mencía de los Nidos, y en su modesto almacén vendíanse zapatos, pañuelos, artículos rústicos de greda, braseros de hojalata, sopladores y otras menudencias, todo bajo la mirada diligente de doña Emerenciana Véliz, su mujer. Por otra parte, José María Pezoa poseía, también en las inmediaciones del mercado, un despacho de leña y licores (Undurraga, p. 18).¹ Según parece, este Pezoa no sabía escribir. Cuando su hijo pretendió reconstituir su hogar en Viña del Mar, gracias a la mejor situación de que entonces disfrutaba, en el mes de enero de 1904 envió a Ignacio Herrera una carta en la cual le propuso que se hiciese cargo de la tarea de enseñarle. Le recomendaba para el caso el uso del silabario Matte, y le ofrecía quince pesos mensuales de estipendio por su sacrificio. «Vaya donde mi viejo —le dice—, en horas determinadas de la semana, día por medio, y me le enseña las primeras letras».

    El hogar era el de una típica familia de la clase media modesta, de horizonte estrecho. Se vivía al día, con lo poco que daba el negocio del padre, y se rezaban devotamente las oraciones conservadas por la tradición. En el cuaderno íntimo de los veinte años, el poeta consigna: «En la casa van a rezar la novena de la Purísima; esta novena la siguen todos los años en mi casa, y siempre caen sobre mi hogar algunas desgracias en este mismo tiempo». A pesar de esta nota sombría de superstición, el autor de ese diario íntimo anota con cierto orgullo que la imagen a la cual se ora es de su propiedad. «Me fue regalada hace muchos años por una amiga antes de morir. Era yo muy niño, de manera que sólo la recuerdo como una joven costurera, morena y delgada, que quiso mucho a mi mamá. Se llamaba Sara».

    De datos dispersos se puede colegir, además, que los padres de Pezoa Véliz no siempre habían vivido en la desmedrada situación social en que les hemos visto. El propio poeta, como anota uno de sus biógrafos (Donoso, p. 14),² al hablar de Lorenza Lecaros, idilio de la mocedad, decía: «Conozco que sus medios de fortuna son suficientes para no colocarla nunca en esas circunstancias. Pero hay algo que creo un resto del orgullo que inculcaron mis padres a mí cuando chico y que me impide desprenderme de esas tonterías mundanas». Y quienes le trataron, ya formado, insisten en la misma cuerda. Víctor Domingo Silva nos cuenta que en Pezoa Véliz había una extraordinaria adaptabilidad para acoger la moda nueva, reflejar los usos superiores y pasar, en fin, por burguesito refinado, aun cuando la realidad del existir cotidiano le estuviera desmintiendo a cada paso. Sobrevivía en él, como se ve, la sensación de ser, por origen, algo más que el poeta vagabundo a que le obligaban las circunstancias. Samuel A. Lillo, amigo de toda intimidad del poeta, recordó además otros pormenores:

    Pasaba todos los años —dijo en 1912— con sus padres y otros miembros de su familia, en que figuraban algunos alegres primos, que aún lo recuerdan y que lo acompañaron también en sus últimos momentos, largas temporadas en una hacienda de la provincia de Colchagua. Allí, entre bulliciosas cabalgatas y alegres excursiones, se encontró con los tipos Pancho y Tomás, que ha pintado de mano maestra en el poema que una noche memorable nos leyó en el Ateneo.

    Cuando llega la edad requerida, el 8 de diciembre de 1889 o 90 (el poeta no estaba seguro del año), hace la primera comunión; y como todos los niños en esa solemnidad excepcional, ve perpetuada su imagen en una fotografía que le muestra, cirio en mano, con blanca cinta en la manga del trajecito. Un ejemplar de esa estampa fotográfica va a parar, años después, a poder de Augusto Thomson, que lo extravía, sin perjuicio de que siempre recuerde y lamente haberlo extraviado. En 1904, invitando Pezoa al propio Thomson a que pasara con él unos días en Viña del Mar, le recordaba con tono cariñoso:

    ...Y no hay otro sino usted que sea como de mi familia. ¿Recuerda mi retratito de primera comunión, que le obsequié hace años? Véngase (Undurraga, pp. 110-1).

    Por el diario íntimo puede presumirse también que fue tal vez en la Casa de Belén donde recibió la primera comunión.

    La iglesia de mi niñez —escribe—, el amplio santuario de Belén, abre sus puertas arrojando a su gente con las sonoras y bulliciosas salmodias del órgano, como una banda que se despide con el aire marcial de un pasodoble. Principia a pasar la gente conversadora y severa bajo los trajes negros con que enmascaran una piedad inconsciente y profana (Undurraga, p. 43).

    Llevado por inclinación temperamental irresistible, Pezoa Véliz no hizo poesía de sus recuerdos íntimos sino en contadas ocasiones, de manera que no serán sus propios versos los que nos ayuden a reconstruir el cuadro de su infancia. En «La primera lluvia» aparece algo, entrevisto en las nieblas que interponen los años:

    ¡Tanto tiempo, de esos días! Las callejas

    de mi barrio melancólicas se abrían;

    se morían de vejez las casas viejas

    y los viejos moradores se morían.

    Sólo el noble Austin, sus viejas estaquillas

    en la esquina golpeteaba diariamente,

    y sus rezos a muchachos y chiquillas

    enseñaba santamente, santamente...

    ¡Yo recuerdo aún la escuela! Sus lecciones:

    la captura de Atahualpa por Pizarro,

    los indígenas en bárbaras legiones

    que cantaban adelante de su carro.

    A lo cual conviene añadir las remembranzas de los juegos en que los chicos entretenían sus ocios en la escuela o a la salida de ella, todo esto mezclado a la impresión del agua que repletaba el cauce de las acequias:

    ¡Y las lluvias! Aún recuerdo las acequias,

    los navíos de papel que iban ligeros,

    los naufragios, las ridículas exequias

    que se hacían por soñados marineros...

    Cuando ya pudo leer y comenzaban a interesarle las letras, pasó algún tiempo en el campo, o en casa amplia, con jardín o huerto. Así se desprende, sin mayores precisiones, de la frase incidental que pone en artículo de 1905: «Leonardo Eliz es el autor de un hermoso trabajo en verso: A mi madre, que yo leía en la huerta de casa, cuando niño» («Una visita»). Por otra parte, existe el testimonio de primera mano de Leonardo Pena, que en su «Prólogo» a Las campanas de oro, decía: «Hay para rato con los viajes de este vagabundo poeta a lo largo de las costas de Chile. Y a donde quiera que fuese su recompensa era amplia, porque jamás ningún dolor ni ninguna miseria dejó de arrancarle su grito». Testimonio, repetimos, muy atendible, pero que no calza con los datos hasta hoy accesibles de la biografía.

    Siempre son más precisos los recuerdos de la ciudad. El autor cuenta que en sus días se estudiaba en las escuelas El lector americano, obra de don José Abelardo Núñez, especie de antología de lecturas amenas e instructivas, graduadas a la mentalidad infantil. Elogia el libro, y de sus páginas dice que «tantas cosas me enseñaron sobre la vida»; pero también añade:

    El profesor de mi clase (¿qué os hicisteis, incomparable señor Olmedo?) era un viejo con fama de virtuoso, sin otro defecto que el de ser adorador excesivamente fervoroso del buen vino. Condición o defecto era éste que lo tenía casi sentimental, con la boca apretada de frases tiernas y la lengua tartajosa en fuerza de enseñar filosofías honestas.

    Las clases eran encantadoras, para mí sobre todo, que desde las ventanas próximas me sumía en hondas contemplaciones ante la cabecita rubia de Olimpia Olmedo, cuando en las tardes se iba a corretear por el patio ya desierto. Otros se entretenían en disparar pelotillas con rumbo a la calva del maestro. Pero de mirada en mirada, de pelotilla en pelotilla, solíamos escuchar las profundas reflexiones del señor Olmedo.

    El poeta copia en seguida algunas de las sencillas máximas donde se expone la filosofía del texto, ligeros esbozos de fábulas en que se muestran en obra el compañerismo, el respeto al maestro, la ayuda al pobre y otros temas adecuados a la enseñanza primaria. «Pero un día de tantos —agrega el poeta—, el señor Olmedo pasó muy lejos los límites de su filosofía honesta y de su fervor al vino. Llegó a la clase lamentablemente. —¿Sabéis, niños? Todas esas lecturas son bellaquerías y patrañas... No creáis nada... ¡Son mentiras todas!». Y el poeta entonces desmenuza las enseñanzas que antes ha copiado, anotando escrupulosamente las reflexiones amargas que el vino había sugerido al señor Olmedo, el rencor de años aposado en el alma del profesor mediocre, a quien se obligaba, por la rutina de su oficio, a repetir mecánicamente los pensamientos estereotipados en el texto. «El infeliz señor Olmedo —acota el autor— removía con cierta irritación desconocida en sus maneras de normalista enclenque, todo el fondo sucio de su espíritu escéptico». Y para finalizar este tremendo cuadro, el poeta dice: «No todos lo comprendimos en aquella terrible hora de verdad angustiosa. Pero al través de los años he solido meditar sus revelaciones malsanas. ¡Cuánta sabiduría nos enseñó en esa hora!». Fácil fuera generalizar y decir que el lamentable espectáculo que ese día ofreció el señor Olmedo a sus alumnos inscribiría profundas huellas en el alma de Pezoa Véliz. No exageremos: es verosímil que viese después cosas peores en el mundo algo bohemio y descentrado en el cual vivió. Hasta ahora no hemos salido de la escuela primaria.

    Esta escuela que evoca Pezoa es acaso la número 32, ubicada en la calle San Diego, haciendo frente al mercado. Uno de sus compañeros, Leopoldo Moya Camus, le trató en ella en 1888; pero mientras Moya avanzaba en el Instituto Nacional hasta completar sus estudios en buena forma y seguía después en la Escuela de Medicina para titularse médico cirujano en 1903,³ de Pezoa Véliz, algo turbulento y rebelde, tenemos muy pocas noticias.

    En el Liceo de San Agustín quedó inscrito para el año escolar de 1893, presentado por su pariente Acario Véliz, que le sirvió de apoderado. ¿Por qué, si tenía padre? Al parecer, porque éste no sabía escribir, y no habría podido firmar los certificados y demás papeles de matrícula y de estudio.

    Para llegar desde Mencía de los Nidos hasta el liceo, el joven debe alcanzar a la Alameda, por la calle San Diego, y recorrer parte de esa avenida hasta llegar a Almirante Barroso. Y desde entonces se instala en el cerebro del niño la admiración ingenua por este barrio, tan distinto de aquel del cual procede. Sus luces, los coches que circulan por la calle, las gentes bien vestidas y perfumadas, los caballeros con chistera y bastón, las damas envueltas en sedas crujientes, los lacayos enlevitados que abriendo las portezuelas de los vehículos esperan impasibles a que bajen sus ocupantes, las fustas con que ostentosamente hacen andar a los caballos, todo eso, junto con el bullicio de la ciudad, asordinado, en tono medio, tan diferente del plebeyo murmullo de su barrio pobre, trazó huella en el alma del infante. Años después, evocándolo, se extasiaba todavía en aquella música de ciudad y en aquella luz de tiendas y de almacenes; y lo decía en la página íntima de una carta a Ignacio Herrera, con entusiasmo de neófito:

    Tengo en mis oídos su rumor de coches, su ruido de tráfico, sus gritos de vendedores, su siempre desconocida población, las voces de mis padres, mis sufrimientos tan amados hoy que están lejanos.

    El aspecto externo de la ciudad:

    Sus edificios suntuosos, ¡qué deseos no provocan de ser grandes como ellos!

    Y la gente que la puebla, en la cual recuerda con preferencia a las damas, para él tan esquivas:

    Sus mujeres hermosas, ¡qué lujuria nos hacen correr a lo largo de los nervios excitados por la vida!

    Todo lo cual se condensa en un grito supremo de amor, epifonema al que cabe sólo alterar el orden de su colocación para que el cántico resulte acabado:

    ¡Ah, bendito Santiago mío! Nací en él; mía es su alma. Y la mía es suya.

    Por aquellos años, en fecha que no ha sido establecida por nuestras pesquisas, Pezoa Véliz debe haber caído del mundo brillante a que se había asomado por su cotidiano viaje al Liceo de San Agustín. ¿Miseria del hogar? ¿Falta de aplicación del muchacho en los estudios, subrayada acaso con la amenaza de cancelar su matrícula? Sea lo que fuere, el hecho es que Pezoa Véliz hubo de confinarse de nuevo en la calle abigarrada de sus comienzos, en plazuela del mercado de San Diego y en sus vecindades. En su entrevista con Undurraga recordaba el doctor Moya: «Se levantaba con las primeras luces del alba, y desde su domicilio de la calle Mencía de los Nidos iba al mercado a calar sandías, pequeño puesto que le permitía ganar algunos centavos». Dato que se nos permitirá circunscribir a un verano o dos, a lo sumo, ya que la cronología no permite otra cosa. Por lo demás, debe entenderse que el mercado a que iba Pezoa Véliz no era otro que el de la calle San Diego, a cuyos costados estaba adosada su propia casa, y que el puesto de calador de sandías respondía a la inspección sanitaria de la fruta destinada a la venta al público, la cual era decomisada y destruida si no cumplía ciertos requisitos de madurez.

    Reminiscencias de esos años de la juventud, sin fecha precisa, se hallan en artículo que escribió Luis Roberto Boza a la publicación de Alma chilena.

    ...Le conocí en las horas de su mala fortuna, cuando acurrucado en su banco de trabajo pegaba el cuero y hacía esguinces con la lezna.⁴ Era un muchacho revoltoso y díscolo que a instantes reía con risa mordaz y agria, y que así soplaba un aterciopelado madrigal al oído de las chiquillas del restorán como le lanzaba un sopapo al mozo más listo.

    Y en otra parte:

    Escribió versos «alegres», madrigales a la chinita del café, quintillas a los ojos de las morenas que encontraba en la calle o en el lupanar. Tuvo como un presentimiento de su próxima partida, y en sus versos y en los actos desordenados de su existencia, dejó la huella del viajero, el adiós dado de prisa, amable y triste, del que habría de partir para no volver (Pluma y Lápiz, núm. 1, 19 de julio de 1912).

    Estuvo presente al estreno de Una mujer de mundo, el 27 de abril de 1898 y no en 1897, como dice en el diario íntimo al consignar la muerte de su autor, Ricardo Fernández Montalva, a quien califica de «excelente poeta, pero muy bueno». «Recuerdo —agrega— cuando se representaba su drama Una mujer de mundo en el Teatro Municipal. Era aquello un soberbio triunfo. El público aplaudía frenéticamente. Fue llamado a la escena y obligado a subir como ocho o nueve veces. ¡Quién sabe qué oscuridad rodeará su tumba!».

    *

    Y en 1898, convocada la Guardia Nacional por las amenazas de guerra con la República Argentina, al mozo, ya de diecinueve años de edad, tocaba reconocer filas en ella. El poder ejecutivo autorizó por decreto al Jefe de Estado Mayor General para abrir cursos de aspirantes a oficiales. «Estos cursos —decía el decreto— durarán cinco meses, y los aspirantes podrán vivir fuera del cuartel, pero se dará alojamiento en él a los que lo soliciten». Carlos Enrique Pezoa —nombres de bautismo que por esos años usaba el poeta— quedó inscrito entre los aspirantes a oficiales el día 26 de marzo. En atención a aquella autorización fueron acuartelados los aspirantes el día 10 de julio, y conforme la distribución de los habitantes de la ciudad por sus domicilios,⁵ Pezoa debió formar en el tercer regimiento de infantería de línea, ubicado en la Avenida Recoleta. Por el Decreto Nº 1.901, de 12 de octubre de 1898, que lleva las firmas del presidente Errázuriz y de su ministro don Ventura Blanco, se decía: «Vistas las propuestas que preceden del Estado Mayor General, decreto: Los oficiales de reserva de la Guardia Nacional que a continuación se nombran, harán un nuevo curso de tres meses de instrucción en los siguientes cuerpos», y se disponía que en infantería debería hacer ese nuevo período Carlos Pezoa Véliz. La instrucción fue esencialmente práctica, ya que tuvo por objeto desbastar a los jóvenes reclutas y dejarlos listos para una emergencia que se creía inminente. Si llegaba la hora, habrían sido convocados otra vez a instrucción superior, para formar con ellos regimientos y cuadros de guerra.

    Existe, por fortuna, una relación histórica de la vida de esta unidad del ejército, bajo el título de Historia del Batallón Nº 3 de Infantería de Chile, por Tomás de la Barra Fontecilla (1901), y allí se leen las siguientes noticias sobre los períodos de ejercicio en que hubo de participar Pezoa Véliz cuando estaba en la guardia:

    Con el segundo contingente de Guardias Nacionales, el batallón hizo algunos ejercicios de grande importancia.

    En septiembre de 1898, hizo vida de campaña y marchas de resistencia en el campamento de Las Vizcachas.

    En los primeros días de noviembre, tomó parte en las grandes maniobras del Cajón de Maipo y Cerro de los Panaderos, formando parte de la división Lopetegui, que defendía la entrada de Santiago, contra la división de Boonen Rivera que la atacaba.

    Este mismo segundo contingente de guardias nacionales, realizó una notable marcha desde Apoquindo hasta el cuartel del Nuevo Manicomio. En una hora y veinte minutos, el batallón recorrió una distancia de trece kilómetros, no quedando sino un sólo rezagado en el camino. Esta marcha se hizo sin ningún descanso, y cuando la tropa acababa de practicar un simulacro de combate en medio de cerros y potreros pantanosos (Obra citada, pp. 190-1).

    No sabemos el efecto psicológico que aquella temporada produjo en Pezoa Véliz. Sobre él, que es el que más nos interesa, existió un testimonio de primer orden, el diario de la marcha de ejercicio, que Pezoa, según parece, escribió a poco de abandonar las filas, que Armando Donoso tuvo en sus manos y que desdeñó porque, desde el punto de vista literario, no le pareció satisfactorio. Lo único que de él se salvó fue un fragmento incluido por el propio Donoso en su libro de 1927, muy descolorido tal vez pero que, descuajado de un conjunto que no conocemos, no podríamos juzgar en forma definitiva. Llama vivamente la atención la forma despreciativa en que Pezoa se refiere a uno de sus compañeros de cuartel:

    El tono desabrido de sus ojos chicos, sus bigotes groseros de hombre descuidado, su cortedad de joven pobre, sin más roce social que el de sus amigos de colegio, el aniquilamiento de su persona ante el desgarbado desplante de nosotros, jóvenes todos que además de nuestro aplomo de elegantes tenemos el irresistible aplomo de los muchachos viciosos.

    Valdovinos era el apellido de ese sujeto tratado tan despectivamente, y en torno a él había pensado el autor centrar los episodios de una novela. Lo único que resta es el capítulo titulado Marcha de campaña, que estaba ya listo hacia 1903, en el cual no se cuenta sino el fatigante ejercicio a que fue sometida su unidad en la Guardia Nacional de 1898; pero, poeta al fin, el autor inserta en su breve relato algunas notas emotivas. Hay que cederle la palabra.

    «A las doce del día caminamos a dos leguas de San Bernardo. El sol cae con cierto encono sobre el camino pintarrajeado con los uniformes de brin blanco y las mochilas, que juntan sus espejeos al de nuestros rifles y yataganes. Caminamos estúpidamente observando los caprichosos dibujos de la tierra pisada para olvidar el cansancio». La marcha fatiga a todos los jóvenes, pero el único que registra sus alternativas es el poeta. «Cada uno se aferra a la desesperación mientras ella más se aferra a nosotros —escribe—. Este que va al lado mío dice continuamente: seiscientos, seiscientos, seiscientos... Recuerdo que en el camino oí ese número en boca de un chico que hablaba de la dotación del batallón. El aspirante oyó el número cuando el cansancio lo idiotizaba y se le pegó el vocablo». La fatiga de la marcha, no calculada para la fragilidad corporal de Pezoa Véliz, le hace sentir odio a todo. «Ya no es el comandante el aborrecido —escribe en sus recuerdos de la campaña—. Es todo ese conjunto de cosas crueles que parece formarse de la obediencia militar la ideal concepción de la patria sintetizada en la mujer rubia. La fuerza de pesantez que acumula el equipo sobre nuestras espaldas, el peligro de guerra cercana, el suelo nativo, todo eso que obliga a la improvisación de los ejércitos con carnes de pobres diablos».

    Llega la noche, se acampa, se encienden fuegos, se come, y a dormir. Al día siguiente es preciso caminar de nuevo bajo el torturante sol; pero el poeta que hay en Pezoa Véliz cuida de señalar, al paso, las notas rientes de la campiña. «Es una mañana de bastante sol esta que sorprenden los aspirantes sobre el desabrimiento de los campos. Los árboles enflaquecidos por la desnudez de sus troncos hacen ademanes angustiosos en el recogimiento de la soledad. Una inmensa sábana de luz se extiende por las campañas. Cierta alegría rejuveneciente invade los ramajes añosos, los potreros húmedos aún, los cerros fantasmagóricos por donde vagabundean pájaros alicaídos que parecen mirar de soslayo las profundidades y los piques». Y allí es posible, en fin, descubrir el origen de algunas imágenes de su poesía, captadas en la odiosa marcha que agota la paciencia del que escribe esas páginas.

    Echando la mirada hacia otros rincones, el poeta descubre pequeñas notas significativas. «Al lado nuestro se alargan cercas de moras y tapias desmoronadas que manchan el paisaje con agradables tonos de cosa vieja. En la cordillera hay comienzos de llamaradas rubias que un naciente sol de oro desparrama con fausto sobre las llanuras y los cerros. Muy lejos se ven ranchos de pobre apariencia, campesinos que espantan los insectos de los campos solariegos con el ruido de sus herramientas y la monotonía de sus canciones. Perros huraños de largas hilachas grises se echan en los patios rústicos a recibir el cariñoso calorcillo de ese amable sol de invierno».

    El recuerdo que Pezoa Véliz conservó de su estada en la Guardia Nacional no es grato, acaso porque, enemigo instintivo de la vida militar, prevalecían en él los castigos y la severidad de la disciplina sobre la camaradería del cuartel y de las maniobras. Sin embargo, al ver al general Körner en una revista efectuada en el cuartel del tercero de línea, le diseña con agradables palabras: «Todos permanecen indiferentes a su simpática bondad de hombronazo infantil y a su cortejo bullicioso de ayudantes flacos». Y cuando ya ha dejado el regimiento y pasa de nuevo ante el cuartel, se vierte hacia los días ya idos: «La calle Recoleta, sus jardines, su cuartel del Tercero, mi estada en él de subteniente de guardias nacionales».

    *

    Hasta 1898, año de la Guardia Nacional y de las amenazas de guerra con la República Argentina, el poeta no amanece todavía. No fue precoz, y sólo en 1899, al enterar los veinte años, se le ve intentar la publicidad. Pero antes ha debido ir hacia las letras. Como faltan los testimonios, nos atendremos a conjeturas, algunas de ellas apoyadas en indicios respetables. En algún período dentro de estos años inciertos, que no se ha podido emplazar adecuadamente por la investigación, le hizo clases Enrique Oportus, el grande amigo de Pedro Antonio González, quien, según los recuerdos de Ernesto A. Guzmán, debe haberle instruido en gramática, lógica e historia. No es aventurado, además, suponer que influiría en su formación literaria mediante lecturas y consejos. Ligados también al nombre de Oportus aparecen los esfuerzos que habría hecho Pezoa Véliz para completar las humanidades, preparando en poco tiempo los exámenes necesarios. En el epílogo de Alma chilena afirma Thomson: «Le vimos estudiar embrutecedoramente y rendir en un año los tres exámenes que le faltaban para un bachillerato dejado de mano quién sabe desde cuándo, seguramente por las necesidades de la lucha diaria» (Alma chilena, p. 169).

    Según Herrera Sotomayor (Undurraga, p. 26), «su iniciador en la literatura habría sido Heriberto López, estudiante de pedagogía que fue despedido, por razones disciplinarias, del Instituto Pedagógico y que, no hallando qué hacer en Chile, se fue a Buenos Aires como redactor de La Nación. López —agrega Herrera— escribió innumerables poesías, algunas de las cuales fueron publicadas en el suplemento dominical de la antigua Ley. Este López fue el que proporcionó muchos de los datos de que se sirvió don Eduardo de la Barra para hacer su famosa campaña contra los profesores alemanes del Instituto Pedagógico». Impresión que puede confirmarse con frases del diario íntimo: «He recibido una extensa carta de mi amigo en Buenos Aires, señor Heriberto López. Me aplaude por mis adelantos en la poesía y me regala, por conducto de su hermano Esmeraldo, un ejemplar de su Oda a Castelar» (Undurraga, p. 33).

    Si aceptamos que hasta ese instante el poeta ha vivido a ciegas sobre su destino, tanteando sin mucho fruto, brindaremos gustosamente el título de mentor al hombre que más adelante pudo por algún tiempo guiar sus pasos. Se trata de Ignacio Herrera Sotomayor, que llevó un diario íntimo dedicado casi totalmente a contar episodios de su amistad con Pezoa. «Conocí a Carlos Pezoa Véliz el 19 de mayo de 1899, en los cursos nocturnos de francés y contabilidad del Instituto Comercial de Santiago. Él y yo pronto nos destacamos entre el resto de los alumnos, y de esta circunstancia nació nuestra amistad. Nos prestábamos mutuamente los cuadernos y nos ayudábamos en nuestros estudios. Él tenía entonces 20 años, poco más o menos, y yo 16». Inclinado más tarde Herrera a la profesión docente, completó sus estudios en el Instituto Pedagógico y se tituló de profesor de francés.⁶ Al paso, se ocupó en hacer una especie de balance de los conocimientos atesorados por su nuevo amigo. De sus propios labios supo que «no tenía mayor instrucción que la escuela primaria y la que había adquirido en sus lecturas de poesía», y, según parece, procuró adelantarla. En lo que se refiere a literatura propiamente tal, Herrera comprobó que su nuevo amigo conocía ya a los «poetas americanos», y que además había leído «algunos prosistas españoles de último orden», entre quienes cita a Luis de Val, cuyas novelas por entregas, editadas en España, llegaban por entonces a Chile para ser difundidas a bajo precio.

    El más decisivo aporte de Herrera a la cultura de Pezoa fue el aprendizaje de la lengua francesa. «Tengo mucho entusiasmo —escribía el poeta el 16 de noviembre de 1899— por estudiar francés. El señor Pinilla me ha invitado a estudiar con él también, en un texto de Lenz y Díez. Yo no le he dicho que estudio con Ignacio; le pedí únicamente el texto» (Undurraga, p. 42). Que algunos avances hizo, lo prueba el carácter preferentemente francés que muestra la lista de seudónimos formada por ese entonces, y luego, como influencia directa de Herrera, el autor anota: «¡Leeremos a Victor Hugo en su propia lengua!», el mismo día en que señala que Herrera ha escogido, para enseñarle, las Confesiones de Rousseau como texto... (Undurraga, p. 43).

    Dada la precariedad de la cultura que hasta esos años había asimilado Pezoa Véliz, llama la atención el impacto que en él ejerció la literatura francesa, revelado no en la poesía que produjo entonces y después, sino en la lista de sus seudónimos. En carta a Herrera Sotomayor se lee la siguiente nómina:

    Juan Miseria.

    Juan Bío-Bío. De este nombre debe ser considerado mera variante el de Juan Mauro Bío-Bío, empleado en producciones de poesía vulgar.

    Juan Cautín.

    Jacobo Rival.

    Pedro Gringoire. Procede de Daudet, quien dedicó su cuento La cabra del Sr. Seguin en la siguiente forma: «Al señor Pedro Gringoire, poeta lírico, en París». Para filiar el encuentro de este seudónimo puede servir el hecho de que ese cuento apareció en Los Lunes de La Época, núm. 53, de 3 de septiembre de 1883.

    Marius Pontmercy.

    Gumplain. Podría ser, ligeramente modificado, el nombre de uno de los personajes de El hombre que ríe, la famosa novela de Victor Hugo.

    Paul Germain.

    Robin Poussepain.

    Enjolras, nombre de uno de los personajes de Los miserables de Hugo.

    La carta es de 16 de marzo de 1900, y no comprende todos los seudónimos que iría a emplear el poeta, ya que se verán más adelante comparecer otros; pero de los ya citados la mayoría, como se ve, procede del francés.

    Algunos años después, Fernando Santiváñez Puga, conocido mejor por su seudónimo Fernando Santiván, encontró a Ignacio Herrera Sotomayor en Santiago y fue su amigo. En las Memorias de un tolstoyano, arca rica de informaciones sobre los escritores de comienzos del siglo xx, Santiván consigna algunos preciosos recuerdos de Herrera. La estampa física es curiosa:

    Ignacio no era más que un buen muchacho. Tenía las manos hinchadas, las facciones toscas; en su indumentaria, apenas decente, era fácil descubrir el descuido. No sé qué había en el entrecejo, en la nariz y en los labios, que me recordaba la húmeda boca del buey. A pesar de todo, me impresionó su apresurada manera de caminar: los tacones torcidos, la cabeza de hinchado occipital erguida y cierto desenfado que se me imaginó peculiaridad de los intelectuales santiaguinos (Memorias de un tolstoyano, p. 35).

    Pero había en Herrera también una especie de torrencial improvisación sobre las letras y los autores, que le llevaba a juicios displicentes sobre las reputaciones consagradas, al mismo tiempo que al encumbramiento de los nuevos. Y cuando los jóvenes provincianos que se acercan a conversar con él le repiten nombres que entre ellos conservaban intacto su prestigio, Herrera negaba.

    —Ahora se escribe de otra manera, mi amigo... Lea a Joaquín Díaz Garcés, a Thomson, a Marcial Cabrera Guerra; ¡ésos sí que son colosos! ¡Ah, oh!... ¿Y en poesía?... Hasta Pedro Antonio González va quedando atrás. Ahora llegan hombres nuevos, como Bórquez Solar, Magallanes Moure, Pezoa Véliz... A propósito, soy amigo de González. Va todas las noches a una cantinita que hay en la calle San Diego (...). Si ustedes no emprenden demasiado pronto viaje a París, se los presentaré... Con Pezoa Véliz soy más que amigo: para mí es un hermano. Ya hablaremos de ése y de Augusto Thomson... (Memorias de un tolstoyano, p. 37).

    Y nada exageraba Herrera al calificarse más que amigo, hermano de Pezoa Véliz, porque otros testimonios así lo prueban. Ernesto A. Guzmán, entrevistado para los objetos de esta biografía, declara que Pezoa Véliz le fue presentado precisamente por Herrera, con quien él, Guzmán, habitaba en calidad de pensionista en la casa de doña Joaquina Caballero, ubicada en la calle Carrera. Allí vivió Guzmán desde su llegada a Santiago, en 1898, hasta el año 1900. «Herrera era de muy buen carácter —agrega Guzmán—, e hizo leer a Pezoa la literatura francesa, de la cual era muy apasionado». Conviene, al fin, recordar que Guzmán hizo la guardia también el año 1898, siendo alumno del Instituto Pedagógico, pero no en el mismo regimiento en que había servido Pezoa.

    *

    Siguiendo las observaciones de Herrera en su diario íntimo, nos toca, en fin, estudiar a fondo la incorporación de Pezoa Véliz en las filas de la poesía vulgar. Decía el mentor que su amigo quería ponerse bien con los suyos y agrega:

    Para conseguirlo, se propuso reunir algún dinero que ofrecer a ésta (su madre), para lo cual recurrió a un curioso medio. En efecto, se puso de acuerdo con un poeta popular de aquella época para emprender una polémica literaria en versos populares. Me tocó acompañar a Pezoa Véliz a casa del poeta que iba a ser su adversario, un viejo paralítico que escribía sobre sus rodillas. Se estipularon las condiciones del match literario y se estableció por cierto que el público no debía imponerse de que los adversarios que iban a insultarse en décimas, trabajaban de acuerdo. Los versos de Pezoa Véliz estuvieron listos en una noche y fueron lanzados al público.

    En medio de las tinieblas que rodean estos primeros veinte años de Pezoa Véliz, la noticia es preciosa, aunque no nos ofrece, desgraciadamente, un cuadro más nítido. Varios son los testimonios que concuerdan en que Pezoa fue uno de tantos en la literatura de las décimas; también quedan textos impresos en los cuales hallamos una de dos cosas: el seudónimo Juan Mauro Bío-Bío que Pezoa escogió para afrontar este ejercicio, y las referencias de los terceros con quienes polemizó. En la colección de hojas impresas de poesía vulgar que juntó don Rodolfo Lenz y que guarda hoy la Biblioteca Nacional existe una que se titula ¡Últimos crímenes! con la firma de Mauro. Contiene cinco composiciones, y en la sexta columna, hacia la derecha, se lee una biografía de Juan Mauro Bío-Bío, inspirado poeta popular, que se da como tomada de El Sur de Concepción. Se dice allí que «el viejo cantor de frontera» ha nacido en 1820 del cacique Huatilén y la célebre Guainelda; que es autor, «a los ocho años», del Romance de la sangre, «preciosa composición que cantan hoy los araucanos»; que fue bautizado a los doce años, y que convertido ya escribió «sus sentidos versos llamados La Cruz y el bautismo». Agrega que peleó en Yungay a las órdenes de Bulnes, y que al regreso de la campaña vivió algún tiempo en Santiago, muy agasajado por «la fama que le daban sus hermosos versos». Con todas estas referencias queda en claro que el famoso poeta habría debido contar en 1899 nada menos que setenta y nueve años de edad. La hoja de la colección de Lenz que hemos extractado lleva a su respaldo una nota manuscrita que dice así: «Muy señor mío: le remito dos ejemplares de las ediciones mías, que han aparecido en Santiago. También pongo en su conocimiento que Juan B. Peralta (Gálvez 820) tiene en venta una colección completa de sus versos. Su humilde servidor, Juan Mauro Bío-Bío». La hoja fue recibida por el señor Lenz el 26 de abril de 1899, como tuvo él la prolijidad de anotar. La superchería está a la vista: Juan Mauro Bío-Bío, de creer a su biógrafo de El Sur de Concepción, era un indio de pocas letras y de edad muy avanzada, mientras la nota manuscrita que hemos copiado es de letra firme, clara, bien dibujada conforme modelo de escritura inglesa, levemente inclinada a la derecha, al parecer de hombre joven y culto: ni senil ni deforme.

    Los versos de esta hoja son, como todos los de su laya, vulgarísimos, y tratan generalmente de hechos de sangre. Hace excepción una especie de cartel de desafío que lleva el nombre de «Latigazos para algunos poetas ratas de la literatura popular de Chile». Allí el autor se da como llegado a la capital, y asustado de la pobreza y de la inmundicia de la poesía de sus émulos, exclama:

    Corrompiendo el corazón

    Del digno y honrado obrero,

    Cualquier imbécil logrero

    Borronea una canción.

    Yo haría una indicación

    A nuestro alcalde primero

    A fin de que haga un perrero

    A esos poetas infernales

    Que por ahí, sin bozales,

    Muerden más que el can más fiero.

    ¿Puede reconocerse la huella de Pezoa en semejantes composiciones? Mucho habríamos dudado si al pie de una de las columnas de la hoja no hubiéramos hallado las siguientes palabras:

    nota: Con este número principiamos una serie de ediciones de versos del poeta Juan Mauro Bío-Bío. Pedidos al administrador E. Jaña. — Correo 3. Santiago.

    El firmante de esta nota es, según parece, Efraín Jaña Véliz, de quien reproducimos un interesante documento en el «Apéndice». Sea legítima o no la filiación, el poeta pertenecía a la familia Jaña, de modo que la intervención de uno de ellos, tal como aparece declarada en aquella nota, simplifica mucho el problema. Los versos son de Pezoa, y la incursión de éste en la poesía vulgar queda acreditada con todos los pormenores que pudiéramos desear. Hay, a mayor abundamiento, algunos otros rastros.

    Juan B. Peralta publicó, bajo el título común de La Lira Popular, una serie de hojas sueltas repletas de poesías vulgares con las cuales alcanzó en esta cuerda un lugar de eminencia que nadie se atrevería a discutir. En el segundo número de aquella serie se leen los siguientes versos que nos interesan puesto que tratamos de Pezoa:

    Contestación al poetastro Daniel Meneses

    Disculparás si he tardado

    en dar la contestación.

    La causa de mi demora

    es la poca inspiración.

    Tu crítica todavía

    repercute en mis oídos

    como en forma de alaridos

    que da el asno en pleno día.

    Por no oírte más querría

    haber silencio guardado,

    porque a un chancho embarrado

    no se le encuentra razón,

    y en darte contestación

    disculparás si he tardado.

    A mí y a cuantos pudiste

    mordiste de un tarascón,

    y por quedar de bramón

    tus ladridos repetiste.

    Amedrentarnos quisiste

    con tu vana ilustración.

    Como no es mi profesión

    pasar rebuznando echado,

    verás que me he demorado

    en darte contestación.

    A tu respuesta, tullido,

    cual Mauro o Carlos Pezoa,

    me decía hablando en coa:

    El cojo va a ser jodido...

    Dos testimonios más tenemos para probar la intervención de Pezoa Véliz en las toscas justas de estos poetas vulgares. Daniel Meneses, que era el mismo tullido a quien recordó Moya Camus y a quien se refería Peralta, en una de sus hojas tiene una composición titulada «Otro pencazo a Juan Mauro el poetastro», que con su nombre sugiere la existencia de un anterior «pencazo». La colección, desgraciadamente, aunque rica, no es completa, de modo que no conocemos sino el segundo. En él, por lo demás, no encontramos referencia concreta a Pezoa Véliz, salvo la que lleva el nombre de las décimas. Meneses luce un ardiente elogio de sí mismo, insulta a sus émulos y promete corregirlos. Copiamos la última de las décimas, que parece menos zafia que las otras:

    Al fin, el más atrasado

    soy yo en versificación,

    y me da gran confusión

    al ver a otro encumbrado.

    Quisiera con sumo agrado

    empatarle en la carrera,

    y bajarle de la esfera

    para enseñarle a cantar,

    porque en verso popular

    sálgame al frente quien quiera.

    Del mismo Daniel Meneses —que se daba tras la firma el título o remoquete de Poeta Chileno— son unas estrofas tituladas «Un saludo a mis colegas contrarios», en las cuales el autor se llama como sigue:

    Soy el rey de los cantores

    y el guía de los poetas;

    a toditos los trompetas

    les critico sus errores.

    Con semejante introducción ya se comprenderá que la zurra va a ser fuerte: no nos detendremos en ella, sin embargo, sino por las referencias que allí hay a Pezoa. Nosotros creemos ver dos. Primero la nominativa:

    Juan Mauro y Javier Jerez,

    Adolfo Reyes con Parra,

    cada uno ya me agarra

    con mucha desfachatez.

    Si Pezoa empleó el seudónimo Juan Mauro Bío-Bío, se aceptará que con estos versos Meneses le alude. Pero además, según se ha dicho, Pezoa sirvió de colaborador oculto a Peralta, y en este caso también le convendrían estos otros versos de Meneses:

    Cirilo, y el tal Salgado,

    el que está con Juan Peralta,

    aunque mi ciencia me falta

    quiero verlos a mi lado.

    Peralta y Pezoa Véliz se juntaron a menudo en esos días, y andando el tiempo, Peralta se quedó muy engreído con aquella amistad. Cuando ya estaba viejo, con frecuencia le preguntaban sobre Pezoa, y él respondía a su modo. Antonio Acevedo Hernández fue uno de sus entrevistadores, y el poeta vulgar le dio los siguientes informes sobre su amigo:

    «Sus padres fueron don Agustín Jaña y doña Sofía Vélez (sic). Estudió en la famosa escuela de La Campana, de la calle de Nataniel, y después en la de la Plaza Almagro, que se llamaba la Plaza Nueva; allí llegó a ser comandante. Entonces se militarizaban las escuelas (sic). Y Pezoa Véliz mandaba, porque era muy habiloso». ¿Cuándo colaboró con usted?, pregunta Acevedo y Peralta responde: «Por allá por el año 1899, que creo que fue cuando apareció el Cometa Biela. Pezoa era entonces preceptor del colegio de las Monjas de Belén. Le ayudó mucho a formarse una cultura un redactor de El Ferrocarril. Trabajó también de zapatero con el maestro José Mercedes Campos». Y luego, agregando más sobre tema y estilo de las composiciones vulgares, Peralta acepta: «Otras veces me daba a mí los asuntos. Así fue como empezó a tomar gusto por la poesía y llegó a ser el que fue» (Los cantores populares chilenos, p. 186).⁷ En verso, por esos días, Peralta le había caracterizado con exaltados términos:

    Don Juan Mauro Bío-Bío

    es el padre de la ciencia:

    rey de la jurisprudencia,

    gigante como su río.

    Con la firma de Juan Mauro Bío-Bío apareció además una hoja doble, con cinco composiciones firmadas por Juan B. Peralta y cinco de aquél. El título genérico de este segundo grupo es «Sangriento fin de Valdés Calderón», que corresponde a la primera composición de décimas glosadas. Siguen otras cuatro: «Famosa discusión entre el mono, el oso y el puerco; imitación a Iriarte»; «El dios de los poetas y el crítico Marsías»; «Meneses viajando en una lancha de amor», y «Lamentos del cacique Huilá en la muerte de su esposa Cisnella». Esta última se da como traducción del araucano, tal vez para afirmar en el público el convencimiento de que era indio su autor, aun cuando no se indique a Mauro en esa calidad.

    La composición dedicada a Valdés Calderón, correctamente glosada, comienza diciendo:

    Nuevo Vicente San Bruno

    De aquellos tiempos de horror,

    Fue el famoso azotador

    Del año noventa y uno.

    Sanguinario cual ninguno,

    Perverso como un bandido,

    Cuando se vio perseguido

    Al Ecuador tomó vuelo,

    Donde en un horrible duelo

    Sangriento fin ha tenido.

    Y termina, después de la glosa:

    Así murió el sanguinario

    Descendiente de Nerón,

    Cuando debió en su prisión

    Morir como un presidiario.

    Aquel infame sicario

    A tierra lejana huyó,

    Porque del pueblo temió

    Su castigo más perverso;

    ¡En vano: en el Universo

    Nada se le oculta a Dios!

    Para encuadrar en el tiempo los sucesos a que se ha pasado revista, conviene retener que Herrera fijó la fecha 15 de junio de 1899 a la edición de los primeros versos vulgares de Pezoa, y la de 23 del mismo mes a la vuelta del poeta a su casa, en donde fue «acogido como hijo pródigo» (Undurraga, pp. 28-9). Sin embargo, la nota de la hoja dirigida al Dr. Lenz es de abril. Ante la disparidad, podemos considerar probable que la aventura se extendiera desde abril hasta junio, ya que los días 19 y 24 de aquel mes informaba El Chileno sobre el triste fin de Valdés Calderón, y al poeta vulgar de ese tiempo le convenía improvisar cuanto antes sus versos acerca del hecho luctuoso de mayor actualidad.

    Por esos mismos días, Pezoa Véliz colaboraba con su nombre completo en el Poncio Pilatos de Juan Rafael Allende, no en verso como pudiéramos esperar, sino en prosa. Con el título de «La obra de Correa Sanfuentes» publicó el 27 de mayo de 1899 un artículo escrito en defensa de Magno Espinosa y de Alejandro Escobar y Carvallo, apaleados y aprehendidos de orden de la autoridad por haber hecho publicaciones que el intendente de Santiago, Correa Sanfuentes, estimó subversivas. ¿Hay además colaboración métrica? Hemos procurado encontrarla, pero nada puede afirmarse. Allende escribía habitualmente solo todas las columnas de sus periódicos, tanto en prosa como en verso, y se mostraba especialmente apto para este último. Cuando un tercero colabora con él, generalmente firma, ya que el editor se reserva el anónimo. Juan Luis Jerez, a quien encontraremos más adelante como editor de El Matasiete de Valparaíso, es uno de los que ayudan a Juan Rafael Allende en su empresa, y sus versos aparecen suscritos con su habitual seudónimo Juan de Alhué. Podría, pues, concluirse, a falta de datos mejores, que este artículo de Pezoa Véliz es lo único suyo que dio a luz el Poncio Pilatos.

    *

    En el diario de Herrera ocurre una anotación muy importante: «6 de junio de 1899. Pezoa no cree en nada y piensa suicidarse. Su único consuelo es la poesía. Su poema Libertaria revela este estado de ánimo». Y luego: «11 de junio de 1899. Publica su primera poesía, Noctámbula, en El Búcaro Santiaguino». Bajo la dirección literaria de Alberto Mauret Caamaño había comenzado a publicarse El Búcaro Santiaguino desde la tercera semana de abril de 1899. Pronto le reemplazó Tito V. Lisoni, que seguía siendo director en el núm. 8, correspondiente a la segunda semana de junio, cuando vio la luz «Noctámbula», firmada por Carlos Pezoa Véliz, la primera en fecha de todas las composiciones poéticas de estilo culto que de él se conocen; en el mismo periódico, por lo demás, número correspondiente a la segunda semana de octubre, apareció otra, Amo..., cuando ya Lisoni había sido reemplazado en la dirección por Ramón L. Henríquez A. y Luis E. Chacón L. Debe señalarse, al paso, que Pezoa Véliz había sido condiscípulo en San Agustín de Humberto y de Santos Lisoni Mac Clure, hermanos ambos de Tito, y que éste también estudió en aquel colegio, aun cuando no en 1893.

    Pero la expresión de Herrera «su único consuelo es la poesía» no puede tomarse en su tenor literal. Pezoa Véliz en esos días versifica, se empeña sin duda en hacer poesía, pero siente grandes dificultades para expresarse, y se muestra, con mucha frecuencia, disconforme con el resultado. Lee Los Lunes de la Tarde en que Galdames publica su composición dedicada a Manuel Acuña, y se vierte acremente contra el nuevo escritor, de quien proclama que «tiene menos talento» que él. A pesar de ello, dice, se abre paso y triunfa; ¿por qué? «Creo que porque yo me llevo ejercitando en todos los estilos y porque tiene más suerte» —es la respuesta—. Esto de estarse «ejercitando en todos los estilos» debemos, provisionalmente, contemplarlo como un indicio más de que participó en la poesía vulgar, y con tanto empeño que la quimera de llegar a sacar cabeza entre los seguidores de Bernardino Guajardo bien pudo entretenerle algunos días, si no semanas. Poco después anota: «Tengo rabia porque estoy impotente para hacer versos. Soy fatal hasta en esto. En esta vida, de nada nos debemos enorgullecer, porque nada es durable, incluso el talento. Si continúo tan bruto, dejaré para siempre la literatura y pensaré sólo en ganar plata... mucha plata». Y en seguida: «Sin fe en nada, he contraído un carácter burlón que me va convirtiendo en filósofo, mientras huyen como golondrinas mis impresiones de poeta». Sugerencia que corrobora diciendo algunos días después: «Estoy muy triste. Comprendo cuán horrible es mi carácter. Con nadie puedo estar bien». A pesar de las dudas que alberga sobre sus propias aptitudes, no vacila en creerse genio, y en proyectar el porvenir. Ansía irse a vivir con su amada Lorenza a la isla de Juan Fernández, con la ilusión de no tener allí «hambre y frío» y de subsistir «con poco trabajo». Pero no todo sería tan zorzalina existencia, porque viviría «entregado por completo a mis delirios poéticos. Sería más que Victor Hugo. Después regresaría con mucho escrito a arrancar a este público imbécil una gloria soberana, una gloria más grande que la que pudo arrancar hombre

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