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Naneewe Dosa pia`isa: El Clan del Lobo Blanco
Naneewe Dosa pia`isa: El Clan del Lobo Blanco
Naneewe Dosa pia`isa: El Clan del Lobo Blanco
Libro electrónico458 páginas6 horas

Naneewe Dosa pia`isa: El Clan del Lobo Blanco

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Nuevamente los sueños son los tejedores de la tela de araña, crean el mundo onírico, en el que sueño y realidad se mezclan obligando a aquellos que caen en sus redes a buscar el hilo que les ayude a salir de ese laberinto.
Como en cada uno de los relatos de EL CAZADOR DE SUEÑOS Y EL VIAJERO DEL TIEMPO, el soñador es dominado por sus sueños, convirtiéndose en el vehículo necesario para alcanzar su universo de procedencia.
Con POHANAPUSA (El Poder de los Sueños), Fred Jewel atraviesa la frontera del mundo de los sueños, en su intento por alcanzar el universo del que proceden sus antepasados.
Luis Gonzáles retoma el testigo en NANEEWE DOSA-PIA¨ ISA (El Clan del Lobo Blanco), utilizando los sueños para encontrar las claves que les permita alcanzar su meta.
El bien y el mal. Pasado y presente, se entremezclan insistentemente, recordando a los protagonistas que nada escapa de las exigencias del destino. Lo saben bien dos mujeres protagonistas.
Sakura una joven onna bugeisha, para la que la vida o la muerte solo son dos momentos de la vida. Winona o Silkah, la mujer enigmática de doble personalidad, unas veces suave y otras dura, a la que las exigencias del destino le obligan a ocultar sus sentimientos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento25 sept 2020
ISBN9788413732206
Naneewe Dosa pia`isa: El Clan del Lobo Blanco
Autor

José Antonio Mayayo

Nace en Ausejo (La Rioja) el 31 de enero de 1948.Es autor de varios relatos cortos publicados durante los últimos años.Publica su primera novela en el año 2017. Durante el año 2020 ha publicado ,nuevos títulos de la colección EL CAZADOR DE SUEÑOS y EL VIAJERO DELTIEMPO,asi como en la colección de RELATOS BREVES DE OTOÑO

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    Naneewe Dosa pia`isa - José Antonio Mayayo

    FOX

    1

    LA TELA DE ARAÑA

    En la recepción del Dymphna Psiquiatric Hospital, una mujer de mediana edad, rellena la ficha de un nuevo ingreso, frunce el ceño, mira con gesto adusto, como si estuviese enfadada con el universo.

    Con voz monótona, desgrana unas preguntas, dirigidas a un joven alto y delgado, de tez curtida por haber estado expuesto al sol y al viento. Con aspecto distraído, espera sin comprender lo que sucede, tardando en responder las preguntas que le hacen desde el otro lado del cubículo de recepción, separado por un panel de cristal.

    La mujer mantiene la vista fija en la pantalla del ordenador, intentando ajustar sus lentes bifocales, presionando en el puente de la montura, con un dedo índice regordete y enrojecido —posiblemente por el uso de detergentes agresivos—, para finalizar acariciando los rizos de su corta cabellera, bastante mal teñida de color rubio pajizo, mientras espera que el joven responda a sus preguntas, aporrea el teclado con torpeza, como sí intentase descargar su mal humor.

    Disimula su torpeza releyendo cada uno de los datos que le pide el programa, en un intento por rellenar la ficha del recién llegado que la mira resignado, sabiendo que no puede hacer nada por evitar la injusticia de la que se siente víctima.

    El joven mantiene su aspecto descuidado de su época de universidad, viste ropas deportivas y botas de montañero, en las que todavía quedan restos de tierra seca de apariencia arcillosa, como si se hubiera arrastrado por un suelo embarrado.

    Lo flanquean dos celadores, con aspecto de haber ejercido como «fajadores» para algún boxeador de «tres al cuarto» en algún gimnasio de tercera, mantienen la mirada fija en el joven, de la misma manera que el gato mira al ratón, en el momento de lanzarse para atraparlo. Sonríen satisfechos por haber concluido su trabajo lo mejor que son capaces de hacer.

    Hace tan solo dos horas que han abandonado malhumorados su partida de cartas, atendiendo la llamada del juzgado del distrito, con la orden de dirigirse a la comisaría número uno de Midtown Norte, con la orden de recoger a un extranjero, con síntomas de algún problema psicológico. El mismo joven que se encuentra junto a ellos, en espera a que le rellenen la ficha que legalice su ingreso.

    Son responsables de realizar los traslados ordenados por el juez, para trasladarlos al hospital psiquiátrico más cercano, que en este caso es el Dymphna Psiquiatric —del que su mayor accionista es el IRPU¹creado por el ex general Mose Rostand en el año 2025, y del que su hija, Laura Rostand ocupa un puesto en el Comité Ejecutivo—, finaliza su labor en el momento en que el joven quede aposentado en la celda que le haya sido asignada en la recepción del hospital.

    La voz chillona de la empleada resuena como un chirrido, que penetra en la mente del joven, haciéndole olvidar sus temores, debiendo realizar un esfuerzo para comprender las preguntas, que le formula arrastrando las palabras con desgana.

    La empleada demuestra su impaciencia, con un tamborileo nervioso de sus dedos sobre la mesa de trabajo, esperando la contestación del joven, a quien mira con desagrado:

    —¿Nombre?

    —Luís González

    —¿Edad?

    —Veinticuatro años

    —¿Nacionalidad?

    —Española

    Tras el cristal de la ventanilla del puesto de trabajo, la mujer regordeta teclea en las respuestas, comprobando la exactitud en la transcripción de cada uno de los datos, una y otra vez relee con su voz monótona, esperando impaciente en medio de un silencio opresivo que el joven confirme lo que acaba de leerle, este asiente sin prestar atención, indicando que ha entendido, a pesar de que no le hablen en su lengua materna.

    Todo en la mujer es mecánico, no deja traslucir ningún tipo de emoción, completa la ficha y se dirige con despotismo a los celadores, tratando de dejar patente su estatus dentro del hospital:

    —Llévenlo al despacho de la doctora Rostand.

    A pesar del aparente desinterés, Luis tensa los maxilares al escuchar la orden de la empleada, el nombre de la doctora le produce terror, y comienza a gritar:

    —¡No, no! ¡Con la doctora Rostand no! ¡No diré nada… no diré nada!

    Los dos celadores se apresuran a agarrarlo fuertemente por los brazos, obligándole a dirigirse hacia un pasillo, tirando de él sin miramientos, dispuestos a cumplir la orden recibida.

    Tienen que atravesar una puerta, en la que su color blanco, amarilleado por el uso y la suciedad, muestra el paso del tiempo, unos surcos negruzcos en su superficie hacen entrever que ha sido cerrada por los golpes producidos con la suela del zapato en reiteradas ocasiones. Sus guardianes no dudan en abrirla con mayor violencia que la necesaria, mientras le lanzan pullas para burlarse de él:

    —No podrás salir de aquí.

    —Ja, ja, ja,

    Luis no comprende lo que sucede, las risotadas de sus guardianes hacen que le invada una oleada de terror. Recuerda las pesadillas de la infancia. Una voz interior le dice que en esta ocasión no es un sueño, se trata de algo real.

    Realiza un nuevo esfuerzo para desasirse de sus carceleros, que lo aferran con más fuerza si cabe, Luis se retuerce, lanza patadas con la intención de golpearlos. Sus intentos resultan vanos, los golpes se pierden en el aire, mientras que los «gorilas» continúan tirando de él con furia, lanzándole un chorro de obscenidades, lo arrastran sin miramientos por el estrecho pasillo, iluminado tan solo por la luz mortecina de unos focos, velados por la cantidad de polvo acumulado durante años, dándole un aspecto tétrico, Luis no comprende como su mente llega a comparar la situación con una escena cercana a la de un thriller en blanco y negro, como si fuese un espectador.

    El silencio se convierte en una masa densa, sofocante. No puede aguantarlo, necesita que se produzca un pequeño cambio, que resulte suficientemente amplio para encontrar un resquicio, por el que pueda salir de esa trampa mortal.

    La única respuesta llega a través de las puertas cerradas, en forma de gritos infrahumanos, para finalizar transformados en una sonora carcajada, que rebota una y otra vez por las paredes, creando una atmósfera funesta. Algo malévolo que flota en el ambiente, penetrando a través de los poros, elevando el terror a niveles insospechados para él, que se esfuerza hacer acopio de las pocas energías que le quedan:

    —¡Sáquenme de esta maldita pesadilla!

    Redobla sus esfuerzos intentando desasirse de las manos de sus guardianes, mientras eleva el volumen de sus gritos, dando rienda suelta al terror que lo atenaza. En el trayecto hacia un destino que desconoce, se resiste, golpea al aire con el vano intento de alcanzar a los celadores, que siguen arrastrándolo sin prestar atención a la oposición del joven.

    Las ropas se pegan a su cuerpo debido al sudor, que las mantiene totalmente empapadas. La preocupación aumenta, al ver que dejan atrás a una puerta sobre la que puede ver un viejo letrero el nombre de la Dra. Laura Rostand. Sus guardianes tiran con fuerza, como si tratasen de dislocarle los brazos, llegan a un recodo del pasillo tan tétrico y mal iluminado como el tramo anterior, de manera absurda, mantiene la mirada en lámparas que emiten luz amarillenta intermitente, que parece burlarse de su miedo, hacen muecas bajando y subiendo la intensidad lumínica, uniéndose a los desconchados de la pintura para crear un cuadro, cargado de dramatismo, junto a las manos de sus carceleros, otras manos invisibles se le acercan tratando de sujetarlo, demasiado suaves y frías para ser reales, le hacen dudar de su cordura, necesita cerciorarse de que no se trata de una broma pesada del destino.

    El pasillo continúa y aparecen rostros desencajados, con las expresiones asustadas, que asoman entre los barrotes de las puertas, para desaparecer con la misma rapidez con la que han ido apareciendo, Luis no desea mirarlos, tal vez les suceda como a él y sientan temor de ser atrapados por el sonido que continúa amenazando con invadir todo el edificio. Sus ojos huidizos se ocultan en el interior de las cuencas. Son seres extraños, irreales, propios de antiguas leyendas de castillos encantados, y no de un hospital psiquiátrico del siglo XXI.

    Una última puerta le indica que ha llegado al final de su trayecto, la puerta se abre de golpe, como si la impulsase una fuerza invisible. El chirrido de los goznes mal engrasados, le taladran los tímpanos. No sabe que ha sido de los guardianes, sospecha que se encuentran a su espalda, y pierde el equilibrio al ser arrojado de un empellón al interior de una habitación sucia, golpeándose con el impulso de la caída contra un suelo blando, con zonas raídas en la superficie acolchada.

    El miedo mezclado con la ira, no le permite coordinar las ideas. «¡Tiempo! Necesita un poco más de tiempo para analizar lo que sucede». En su cerebro oye pasos acercarse que le hacen incrementar el miedo.

    —Venid uno a uno. No podréis conmigo.

    Oye cómo se abre una puerta, no ve a nadie, solamente el mismo sonido de pasos hacen que se disparen sus pulsaciones, y el miedo se convierte en terror.

    Intenta golpear con los pies, perdiéndose en el vacío, en un intento vano de golpear a seres invisibles. Se altera al escuchar muy cerca, una voz que lo lleva hasta su infancia, abriéndose paso en la nebulosa de su mente:

    —Luís, Luis, calma, no pasa nada, tranquilo.

    Con suavidad, la voz intenta que se calme, sin conseguirlo totalmente:

    —¡No quieren escucharme! ¡Todos son culpables!

    Encerrado en un mundo de ensueños, en el que se ve acompañado por seres extraños que tratan de engañarle, solamente trata de escapar y sentirse a salvo, escucha la voz de su madre creyendo que se trata de un engaño de su mente, no puede ser verdad, se encuentra muy lejos.

    Rosario intenta tranquilizar a su hijo, consiguiendo en el joven el efecto contrario. Luis no entiende nada, ¿se trata de un error? O tal vez sea algo más grave. Sea como sea, está convencido de que se está cometiendo una injusticia.

    —Solo trataba de denunciar el rapto de una niña. Alguien se llevó a la niña. ¡Búsquenlo a él!

    —Chsss…Tranquilo, no pasa nada, estás conmigo, en casa.

    De nuevo la misma voz intenta calmarlo, adquiriendo mayor calidez, mientras una mano suave acaricia su frente, haciendo que los movimientos sean menos bruscos, y aunque no consigue tranquilizarlo totalmente, la excitación declina lo suficiente como para que se estabilice la respiración.

    El cansancio influye para que las patadas se calmen, y sus enemigos se diluyan entre las sombras, dando paso a una nueva fase de movimientos convulsos. La cabeza se mueve de un lado a otro en giros rápidos, incontrolados.

    Trata de retirar a seres imaginarios que percibe en su entorno, poco a poco los movimientos se calman, la respiración se hace más profunda, modificando la actitud anterior, su mente parece olvidar qué le sucede, como si lo estuviera ocultando en un compartimento estanco, para dirigirse hacia una puerta, y dar paso a otras escenas y otros mundos, en los que la locura domina la situación:

    —La cueva …, la cueva …, tengo que seguir, no …, no.…, déjame, tengo que seguir.

    Las paredes, se contraen y expanden, en un momento se le acercan amenazadoras, como si una fuerza invisible las fuese impulsando, intentando aplastarlo. En su cuerpo actúan esas mismas fuerzas, se estira y encoge, manteniendo el ritmo de las paredes.

    La oscuridad lo envuelve, la presión contrae su pecho, lo ahoga, emite un ligero ronquido tratando de que el aire penetre en sus pulmones, como si tuviera sobre él una losa que no le permite levantarse del suelo, obligándole a realizar un esfuerzo titánico. A duras penas puede avanzar por aquel pasadizo de paredes viscosas, por el que se arrastra evitando quedar sujeto a una maraña de extrañas raíces.

    Se encoge para impulsarse hacia adelante, con la cara interna de las piernas, clava los codos en el suelo, y repta por un espacio muy reducido en el que no puede incorporarse, cada movimiento requiere un mayor esfuerzo que el anterior, araña la tierra y continúa reptando como si fuese una lombriz.

    Le duelen las extremidades, empapado de sudor debido al esfuerzo realizado, a pesar de todo continúa en sus intentos de avanzar para salir de aquel agujero.

    La luz se abre camino a través de un pequeño orificio, indicándole que se acerca a la salida, un rayo de esperanza se afianza en su mente, ¡la salvación se encuentra cercana!

    Parpadea molesto por la luminosidad existente, mira a su alrededor, Una superficie acolchada, aparece ante su vista, sorprendido al descubrir que no se trata de tierra, lo que tiene bajo su cuerpo. Durante un breve momento surge de nuevo el miedo, hasta que poco a poco la habitación va recobrando su forma reconocida, trata de incorporarse apoyando sus manos en el extraño suelo, al hacerlo, reconoce el lugar en el que se encuentra, su mano acaricia la sábana, más tranquilo amplía el radio de visión, hasta llegar a distinguir unas manos femeninas, que frotan su frente con algo húmedo, suave y refrescante.

    La voz de su madre lo devuelve a esta realidad, logrando que vaya desapareciendo su desazón:

    —Tranquilo, ha sido otra pesadilla, estás en casa. Ya ha pasado todo.

    Suspira hondo, al reconocer la voz de su madre, que intenta tranquilizarlo.

    Mira a su alrededor para cerciorarse de que lo vivido es una pesadilla. No está seguro si es realidad de lo que está viendo, mira a su alrededor nuevamente, hasta cerciorarse de que se encuentra a salvo en su dormitorio.

    Tiene que transcurrir algo de tiempo, para convencerse de que ha sido una pesadilla. Al descubrirlo, se tranquiliza, suspira profundamente, y deja caer la cabeza sobre la almohada:

    —¡Qué real parece todo… y qué mal lo he pasado!

    Su madre le acaricia el pelo tratando de calmarlo:

    — Descansa ahora, ya me lo contarás en otro momento.

    Lo mira cariñosamente, mientras le pasa la mano por el pelo retirando un mechón que todavía permanece pegado a la frente, le dedica una sonrisa forzada, tratando de ocultarle a su hijo la preocupación que siente desde que Luis sufrió el extraño accidente del que aún le quedan secuelas.

    En un intento por ocultar su estado de ánimo, Rosario alisa el embozo de la sábana, y sale en silencio del dormitorio, cerrando la puerta con suavidad, recordando las palabras del médico:

    «Tiene que ser fuerte, no sé lo que le ha pasado, su mente lo oculta, como protección. Posiblemente sufra alucinaciones o tenga episodios en los que ni él mismo comprenda y puede llegar a no saber quién es en realidad»

    Cuando no la ve su hijo, permite que el dolor haga presencia, seca las lágrimas que pugnan por brotar a raudales, y resonando todavía en sus oídos las palabras del médico, cierra la puerta del dormitorio de su hijo, para dirigirse a la sala de estar preocupada por el estado del joven, que, a pesar de ser adulto, continúa viéndolo como si fuese un niño indefenso.

    Retira el visillo de la ventana y mirando al cielo pide ayuda a todos sus antepasados mientras dice para sus adentros:

    —Tenéis que ayudarle a que se recupere pronto.

    ****

    Ya han transcurrido unos días, desde que Luis asistió a la consulta del psicólogo, aconsejándole que se sometiera a una sesión de hipnosis, con el intento de descubrir lo que oculta su cerebro, y poder imponerle el tratamiento adecuado para que logre superar la crisis emocional. Utilizando la posibilidad de un ingreso hospitalario, como último recurso.

    El tiempo corre en su contra, los síntomas de la enfermedad se agudizan, encontrándose en constante estado de excitación nerviosa. Sin encontrar remedio a sus dolencias, se enfrenta a dudas que minan su entereza, al encontrarse en la soledad de su dormitorio:

    Todo esto que me sucede… ¿es real, o se trata de un mal sueño?

    Tanto Luis como Rosario, dudan de que la posibilidad de ser ingresado sea lo más conveniente. Aun reconociendo que muy a menudo le asaltan unas visiones muy vívidas, que no llega a comprender.

    Mantienen las características de los sueños recurrentes, a los que accede con unos momentos de relajación, consigue alcanzar un punto en el que siente presión en la frente, cayendo en un sopor que lo transporta a la infancia, en la casona familiar de La Rioja.

    Un Luis niño mira el cuadro de su antepasado, «el abuelo Miguel» como lo llama desde que aprendió a balbucear su nombre. Desconoce el motivo de la atracción que siente por este antepasado, que vivió en el siglo XIX. En sus visiones es su guía que lo acompaña a lugares nunca visitados por Luis.

    Una antigua ciudad, que asocia con Tenochtitlán, lo hace dudar de su estado mental y de la veracidad de esas visiones, o si se trata realmente de esa ciudad antigua:

    No sé si lo que vi es parte de la respuesta a las preguntas hechas a través de la hipnosis, o son producto de la imaginación. Tampoco estoy seguro de que no sea producto de un mal sueño. No lo tengo claro, es posible que se trate de recuerdos…, de algo conocido, fotografías… alguna película… ¡No lo sé!

    Sus momentos de alucinaciones, lo llevan a otros momentos de lucidez, en los que las dudas se hacen fuertes, analizando esos otros momentos en los que sus «sueños» se asemejan a la realidad. Otro sueño que se repite con insistencia, lo altera por su dramatismo. Su antepasado deja de guiarle por lugares antiguos, para llevarlo hasta una ciudad moderna, los ruidos de los automóviles, el ajetreo de sus gentes, y un ambiente cargado de misterio, avisa de un peligro invisible.

    Se encuentra solo, en medio de un grupo de gente, acaba de producirse un accidente. Luis se acerca mezclándose entre los observadores, no puede hablarles y sabe que ellos no pueden verlo. En el interior de un coche hay personas muertas, se acerca un joven para recoger a una niña y desaparece con ella entre los viandantes que lo ocultan creando una pantalla, no hacen nada para impedir algo que pudiera tratarse del rapto de una niña.

    Escucha la voz de su antepasado, advirtiéndole que no debe olvidarse de lo que está viendo. Luis aprieta sus mandíbulas con fuerza, y mentalmente responde con firmeza:

    Cueste lo que cueste, prometo que lo investigaré.

    Se siente obligado a realizar lo prometido a su antepasado. Tiene grabado a fuego en su mente el lema familiar:

    «Nobleza obliga»

    Este lema lo tiene grabado a fuego, se convierte para él en una obsesión. La visión le genera malestar y tristeza, supone para él una amenaza para su salud mental.

    Tiene miedo, el desánimo comienza a apoderarse de él, y el miedo a caer en un agujero negro, lo impulsa a buscar respuesta a los enigmas, que han surgido a raíz la experiencia vivida durante la exploración de la cueva de «Marrullero».

    Durante los momentos de dificultad, se apoya en dos pilares, a los que recurre tratando de encontrar ayuda para comprender el significado de aquellas ensoñaciones. Ciencia y religión, se unen a pesar de su aparente antagonismo, se aferra a ellos con la esperanza de entender lo que para él es un misterio.

    ***

    Elige como puesto de trabajo, una mesa camilla colocada en un rincón del salón, a Luis le agrada aquel lugar, se siente protegido entre las dos paredes que lo arropan, evitando que alguien se le acerque por la espalda. Los amplios ventanales le permiten ver la parada de taxis del acceso al intercomunicador de Avenida de América.

    Como cada mañana, se envía en su rincón preferido, mira un momento por la ventana antes de retomar la lectura de un artículo publicado en una revista científica. Su título, «La partícula de Dios», consigue despertar en él la inquietud por ampliar sus conocimientos, necesita encontrar una explicación, al bosón de Higgs que se le atraganta.

    Necesita contrastarlo con una opinión cualificada, y su primer pensamiento es visitar a su profesor en la universidad, y comentarlo con él, desecha la idea porque en ese momento solo desea alejar de su mente los problemas.

    Deja a un lado la revista, necesita dar un paseo, y despejar su mente, tratando de evitar que los problemas anclen en su mente, despejando las incógnitas planteadas en ese tiempo de vacas flacas.

    En su deambular se mezcla con otros viandantes, a los que apenas presta atención. Los adelanta sin mirar, como si no existieran, teniendo que utilizar la calzada para hacerlo, debido a la estrechez de la acera, inicia una corta carrerilla, al cruzarse con las personas que circulan en sentido contrario.

    Conoce perfectamente cada recoveco, y cada cambio de nivel de la calle Cartagena, como si tuviera prisa, alarga el paso, desean llegar cuanto antes a un destino desconocido, no es consciente de esto, hasta que algo o mejor dicho alguien, se interpone haciendo que pare de golpe.

    Camina absorto en sus pensamientos, sin ser consciente de que alguien se coloca a su lado, y le da unos golpecitos en el hombro, Luis detiene su marcha, busca con la mirada a la persona que interrumpe sus pensamientos, mientras oye una voz extraña que le pregunta con suavidad:

    —Señor… ¿Le ocurre algo?

    Luis se detiene bruscamente, sorprendido por la familiaridad utilizada, por el desconocido. La pregunta resuena en sus oídos de manera estridente. La calle que hace un momento estaba llena de vida, queda cubierta por una nebulosa, ocultando a los viandantes.

    Desorientado, mira a su alrededor para lograr orientarse, después gira para enfrentarse a la persona que le ha hablado. Envuelto en la neblina aparece un hombre, que lo traslada a la vieja casona familiar, da un respingo al creer que el tiempo ha retrocedido doscientos años, este desconocido parece haber salido del cuadro de su antepasado.

    Vuelve a mirarlo, busca diferencias con el «abuelo Miguel», su voz pastosa, y la manera de arrastrar las palabras, hace que aparezcan otros recuerdos más inquietantes.

    Presta más atención al hombre que se encuentra ante él, no es alguien con el que se haya encontrado en otro momento, alto, delgado, un poco encorvado. Sobre su frente cuelga un mechón de pelo blanco, saliendo por debajo de un sombrero pardo un tanto ajado, decolorado en unas zonas blanquecinas que delata sin lugar a duda el paso del tiempo.

    Sus ojos negro brillante resaltan bajo el marco de unas cejas pobladas. A Luis le llama la atención la nariz aguileña, que, junto a su rostro surcado de arrugas, le imprime aspecto de fiereza animal. No es capaz de calcular su edad, las arrugas le dicen que ha vivido muchos años, aunque no puede calcular cuántos.

    Algo de él le atrae, volviendo a recordar la antigua pintura colgada en la vieja casona familiar en la Sierra de la Demanda. De nuevo recuerda las antiguas historias sobre su antepasado, el «abuelo» Miguel, héroe de la Independencia, desaparecido en una escaramuza con el ejército francés a finales de la contienda.

    Debe hacer un esfuerzo para no dejarse arrastrar por los recuerdos, tiene que seguir prestando atención al anciano que se encuentra a su lado. La razón le dice que es imposible que se trate de su antepasado, pero algo le obliga a no escuchar a la lógica.

    Repasa cada uno de sus rasgos, y los compara mentalmente con los más relevantes de su antepasado, que mantiene grabado en su memoria:

    ¡Parece un calco del «abuelo» Miguel!

    Trata de disimular su sorpresa, y pasando su mano por el pelo intentando comprender lo que resulta imposible:

    —¡No puede ser él!

    Trata de asegurarse de que sus recuerdos no lo traicionan, y analiza el parecido entre el desconocido y su antepasado, repasa con mayor cuidado todos y cada uno de sus rasgos físicos, prestándole mayor atención al atuendo, muy raído por el uso, sus rasgos le hacen creer que puede tratarse de un nativo americano, los pantalones vaqueros desgastados por el uso, excesivamente amplios, posiblemente hayan pertenecido a alguien mucho más fornido, los sujeta con un cinturón ancho, con hebilla de una cabeza de zorro plateada, camisa de cuadros, y corbata de cordón que lo ajusta con una nueva cabeza de zorro metálica, en la que destacan sus ojos de azabache, que parecen mirar profundamente, completa su atuendo con un poncho multicolor colgado en uno de sus hombros:

    —¿Se encuentra bien?

    La voz del hombre hace que a Luis vuelva a la realidad, y mira nuevamente al sujetador de la corbata:

    —Sí, muchas gracias.

    —Vives situaciones que no comprendes. El tiempo te dará la respuesta.

    Sin estar convencido de que no se trata de otra de sus crisis, Luis escucha las palabras del anciano, manteniendo la vista fija en la cabeza de zorro de la corbata. Duda de la veracidad de esa situación tan extraña, sintiendo presión en las sienes:

    Necesito aire, no sé si es realidad o fantasía, o se trata de un visionario —el siguiente pensamiento lo asusta más—o un loco.

    Cierra los ojos durante un momento tratando de borrar lo que interpreta como una visión, al abrirlos no se encuentra frente a él el anciano, lo busca dando un giro completo, y solo se encuentra con los viandantes, que lo miran extrañados.

    Si no se trata de un fantasma. Ha sido un buen truco de escapismo.

    Se niega a creer que sea otra alucinación, como como las que sufre desde que tuvo el accidente. El encuentro tiene visos de realidad, que se mezcla con la duda, hay algo no llega a comprender. Entre todas las alucinaciones esta última se lleva la palma:

    ¡No puedo hundirme en este pozo sin fondo, no tengo tiempo para perderlo en algo que no tiene una solución lógica!

    Los estados de pérdida de la realidad se suceden con mayor frecuencia, generalmente los alterna con otros lúcidos. Intenta reponerse tomando una bocanada de aire, mira a su alrededor tratando de comprobar que realmente se encuentra en la calle, sorprendiéndose al ver que, en tan poco tiempo ha recorrido un buen trecho, se encuentra en la calle Suero de Quiñones, cerca de la boca de metro de Prosperidad.

    El nombre de la calle lo traslada a su niñez, en la que una de sus primeras lecturas había sido el libro de, Pero Rodríguez de Lena, formado parte importante en su biblioteca infantil junto a Orlando Furioso o La Jerusalén Liberada.

    Ya es adulto, pero Luis sigue manteniendo la imaginación tan fecunda como la de un niño. En un momento es capaz de recrear una ordalía en el puente sobre el río Órbigo, en la que él mismo, se convierte en el leonés Don Suero, que no dudaba en romper lanzas, con quien no quisiera reconocer a su amada, como la mujer más bella de la cristiandad.

    Todos estos recuerdos alejan las oscuras nubes de su mente amenazando con descargar una tormenta. Por primera vez en mucho tiempo sonríe. Dirigiéndose a la estación de metro con destino al Parque del Retiró.

    Tiene impreso en la memoria el mapa de las líneas de metro, le son familiares todas y cada una de las variaciones, que reconoce a través de los sonidos y los movimientos producidos por el tren, permitiéndole aislarse de todo lo que le rodea.

    No necesita prestar atención, reconoce su ubicación en cada momento. Al acercarse a una nueva parada, espera a que se produzca la apertura de puertas, De manera instintiva el cuerpo de Luis inicia un movimiento de manera mecánica para acercarse a la salida, el chirrido de los frenos indica que está entrando en Lista, permaneció agarrado a la barra, la siguiente estación Goya, debe hacer transbordo para enlazar con la línea dos, ha decidido tomarse el día de asueto. Como dice su médico el mejor remedio es la calma y tratar de distraerse al aire libre:

    —Remaré un rato en el estanque y luego daré un buen paseo.

    Elige una Robinia— un árbol abundante en el parque— para sentarse y guarecerse del sol, al amparo de la sombra de sus ramas, muy pobladas, con flores blancas comestibles.

    De forma mecánica se introduce una en la boca, el aroma que desprende le hace perder totalmente la noción del tiempo, vaga por mundos absurdos, tiene la sensación de sufrir un déjà vu, penetrando en un bucle en el que se van repitiendo una y otra vez secuencias de su vida.

    De nuevo oye el ruido de un tren acercándose, el chirrido de frenos, el ruido de puertas al abrirse despierta del sueño y se encuentra agarrado a la barra, para evitar ser lanzado contra los otros viajeros. Una voz enlatada anuncia la llegada a una estación, es la causante de sacarlo de su abstracción, lo acepta resignado acercándose a la puerta al oír el final del anuncio:

    —Próxima estación, Goya.

    Nueva parada, se ve arrastrado por la vorágine del andén, empujado por un tropel de gente, que se dirigen hacia el túnel de salida, carreras provocadas por la escasez de tiempo para acceder a una nueva vía, y continuar esperando un nuevo tren que los traslade hasta su destino. Cede el paso a una mujer embarazada, iniciando el ascenso al siguiente nivel por la escalera mecánica.

    En un recodo del pasillo, un músico callejero toca el violín con la esperanza que algún viajero arroje una moneda a la caja vacía del instrumento, que con tal fin mantiene abierta al lado de sus pies.

    El viento cálido penetra por la rejilla de aireación, le hace sentir claustrofobia, es secuela del accidente en la cueva, que le producen los lugares cerrados. Continúa caminando hacia la salida, las notas emitidas por el músico todavía resuenan en sus oídos, imprimiéndole mayor rapidez para subir el último tramo de escaleras.

    Necesita aire fresco, para eliminar la sensación de ahogo. La vista comienza a nublarse, inicia un extraño sueño, y entre hilos de niebla se materializa una figura conocida para él. Se trata del mismo hombre alto, que le había hablado en la calle Cartagena:

    —¿Por qué está aquí nuevamente este hombre?

    Se siente desconcertado al ver nuevamente a aquel ser misterioso que parece perseguirle. Esperaba no volver a verlo después de que hubiera desaparecido en la Plaza Prosperidad. Y, sin embargo, allí está, a unos pocos pasos de él, no lo entiende, como si despertase de un sueño, lo ve acercarse mientras le susurra:

    —¡Sígueme!

    La orden no admite una negativa, salen del suburbano por Conde de Peñalver, que extrañamente se encuentra repleta de gente, Luis cree que puede tratarse de una manifestación, de las muchas que se producen, y le resulta extraño, el lugar y la hora.

    Tropieza con la masa de gentes que ocupa la calzada, se marea al encontrarse entre la multitud que dificulta su avance. Como si se tratase de una película de terror, parecen más zombis que humanos, se mueven con rapidez, pasando a su lado sin fijarse.

    Tanto movimiento le produce mareos, no puede pensar en la manera de salir de aquella maraña. Para en el centro de la calle sin saber cómo continuar, trata de mantener la estabilidad con las piernas abiertas, y escucha al hombre a su lado:

    —Debes aprender a moverte entre todos ellos, no te opongas, busca los huecos como lo haría el viento o el agua.

    A pesar de lo increíble de la situación, Luis intenta avanza, debe realizar un esfuerzo adicional, le cuesta no tropezar con la masa

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