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El Sino de Greta: Historical. Literature & Topics from Central & Eastern European Countries
El Sino de Greta: Historical. Literature & Topics from Central & Eastern European Countries
El Sino de Greta: Historical. Literature & Topics from Central & Eastern European Countries
Libro electrónico531 páginas8 horas

El Sino de Greta: Historical. Literature & Topics from Central & Eastern European Countries

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Una parte de la historia vista desde la perspectiva de una familia judía y sus amigos durante el período de la II Guerra Mundial. Un encadenamiento de circunstancias desde el punto de vista histórico de lo que el pueblo europeo, y muy concretamente el judío, tuvo que sufrir en aquellos tiempos cuando el oprobio y el odio hicieron acto de presencia. Unos acontecimientos que marcaron el inicio de una nueva era en la sociedad mundial tras los atroces agravios morales y físicos que han dejado en la memoria de todos.

Y, como punto de partida, lugares que quedaron entre el allí y el allá como fueron los Sudetes, en Checoslovaquia. Una historia que a nadie dejará indiferente.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento23 sept 2020
ISBN9781071539644
El Sino de Greta: Historical. Literature & Topics from Central & Eastern European Countries

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    El Sino de Greta - Christoph Fischer

    El Sino de Greta

    Christoph Fischer

    Traducción: Francisco B. ANAYA

    El Sino de Greta - Título original del inglés: The Luck of the Weissensteiners

    Escrito por: Christoph Fischer

    Traducción al español: Francisco B. ANAYA

    Copyright © 2020 Christoph Fischer

    Todos los derechos reservados

    Distribuido por Babelcube, Inc.

    www.babelcube.com

    Babelcube Books y Babelcube son marcas registradas de Babelcube Inc.

    ÍNDICE

    Capítulo 1. Bratislava 1933

    Capítulo 2. Bratislava 1935

    Capítulo 3. Bratislava 1938

    Capítulo 4. Bratislava 1939

    Capítulo 5. Bratislava 1940

    Capítulo 6. Bratislava 1941

    Capítulo 7. Bratislava 1942

    Capítulo 8. Bratislava 1943

    Capítulo 9. Bratislava 1944

    Capítulo 10. Brno y Pilsen: noviembre de 1944

    Capítulo 11. Primavera de 1945: Paz

    Capítulo 12. Verano de 1945: El campamento

    Capítulo 13. Bienvenido a Alemania

    Epílogo

    Pinceladas Históricas

    Tus comentarios y recomendaciones son fundamentales

    ¿Quieres disfrutar de mejores lecturas?

    Capítulo 1

    Bratislava 1933

    Greta Weissensteiner era una apasionada y ferviente lectora que pasaba horas y horas en librerías y bibliotecas, además del gasto que ello conllevaba. En opinión de su familia, demasiado tiempo. Hablaba con fluidez varios idiomas y era capaz de leer a sus escritores favoritos rusos y alemanes en sus respectivas lenguas. Para su labor literaria, necesitaba frecuentar ‘Mohr & Kling’, una prestigiosa y céntrica librería en Bratislava a cargo de dos alemanes. Aunque nunca pudiese permitirse la adquisición de sus ostentosos géneros, a Greta le encantaba su excelente colección de preciosos libros ilustrados y encuadernados.

    La biblioteca pública disponía principalmente libros de referencia y una colección de poca importancia o ficciones clásicas ya pasadas de moda. Raras veces daba en ella con algunos de sus escritores contemporáneos predilectos, tales como E.T.A Hoffmann, Heinrich Heine y Friedrich Hölderlin.

    ―Me he dado cuenta de que todos empiezan por la letra hache ―comentó en una ocasión un ayudante de ventas con pinta de prusiano mientras envolvía las últimas compras de Greta―. ¿Es pura coincidencia o te guías por el alfabeto?

    Se llamaba Wilhelm. Su fascinación por Greta quedó marcada desde el instante en que ella entró por la puerta de la librería. Asombrado por su entrega en la lectura, apenas podía quitarle el ojo de encima en tanto que ella ojeaba las colecciones de los frágiles y raros grabados, además de las nuevas incorporaciones a la tienda. Sus interpelaciones ponían de manifiesto un buen conocimiento de la literatura, pero también por sus florilegios, los cuales corroboraban su saber distinguir lo bueno de lo malo. Su par de ojos negros, profundos y penetrantes, le daban a la par un ligero toque de misterio que hacían pensar en una gran vida interior y personalidad mesurada. En general, en muchos otros lectores habituales, esto se traducía sencillamente en un estado de ánimo afligido y taciturno. Sin embargo, ese pesimismo no iba con Greta, acaso puro entusiasmo por la palabra escrita y una mirada que evidenciaba claramente lo que estaba haciendo. A Wilhelm le encantaba y lo sabía todo sobre literatura alemana, en tanto que una chica de la zona tuviese tanto interés en los magníficos tesoros ocultos en esa librería, lo cual acogió él con beneplácito.

    Toda clase chicas trataban a menudo de involucrarlo en una conversación sobre libros, un pretexto que utilizaban meramente para coquetear con el apuesto nuevo ayudante. A esas memas y poco meritorias chiquillas les daba largas, las cuales no tardaban en poner de manifiesto lo poco que en realidad sabían sobre literatura. Su tiempo era demasiado valioso para parrafadas superficiales e inútiles chácharas, al tiempo que se dio cuenta de que Greta era precisamente lo contrario.

    Ni siquiera daba la sensación de que se hubiese fijado en él. Su atención siempre estaba en los libros y, cuando le preguntaba a él, a otro ayudante o a información, apenas alzaba la vista. Eso, por primera vez en su carrera profesional, le produjo el deseo de desviar la atención de un cliente que se encontraba lejos de los tesoros literarios para que ella posase su mirada en él, que, con esos fuertes rasgos faciales, lo hacían un joven muy apuesto. De apariencia seductora y bien ataviado, no estaba acostumbrado a tener que llamar la atención en el trabajo. Lo que lo hacía imperceptible a ella era precisamente la indiferencia de esta ―irónico, pensaba él―, cosa de lo que las otras admiradoras suyas carecían.

    A decir verdad, su presencia no pasó totalmente inadvertida para Greta que, retraída por su presunción, este no encajaba con sus ideales románticos como posible pretendiente. Sin embargo, esa confidencialidad suya transmitía delicadeza y fragilidad, y eso le resultaba a ella muy atractivo.

    Con esa sonrisa encantadoramente cálida y afectuosa, sus ojos rebosaban travesura cuando Greta se dirigió a él, que casi pierde el habla al bajar la guardia. No hubiese habido excusa alguna, por muy simple que esta hubiese sido, no dirigirle la palabra cuantas veces lo hubiese visto antes, y no comportarse como una creída veintiunañera. Greta nunca hubiera imaginado que mereciera una segunda contemplación. Escondido tras su inflexible manera, en ella había tanto miedo y congoja, que ni para un extraño hubiese pasado desapercibido. Cuando Wilhelm se dirigió a ella en el mostrador, únicamente pudo mantener su mirada provocativa y devolvérsela con una sonrisa.

    ―Lo de la hache es una casualidad ―respondió ella antes de descomponerse y sentirse más confiada―. En realidad, todos los escritores románticos contemporáneos son predilectos míos. Hay tantos, que resulta difícil cuál escoger de entre ellos. También me encanta Dostoyevski y Gógol, ambos rusos y románticos. Si tuviese más dinero, sin duda que me haría con sus obras completas.

    ―Tienes un gusto exquisito para los libros, jovencita ―agregó Wilhelm―. Te recomiendo echar un vistazo a Hegel y sus obras. También es un romántico alemán que empieza por hache, además de sus admirables escritos. Lo digo por si alguna vez te sientes poco inspirada, cosa que no lo parece.

    ―Gracias. Lo tendré en cuenta ―dijo Greta agradecida. De sus pocas amigas y familia, sólo a su hermano mayor, Egon, le gustaba leer tanto como a ella, pero se interesaba únicamente en libros de historia y no estaba muy instruido cuando salía a colación literatura narrativa o contemporánea. Su hermana Wilma leía a menudo lo que Greta le recomendaba, si bien carecía de capacidad y análisis para comentar las obras de la forma en la que a Greta le hubiera resultado estimulante. La joven entusiasta de los libros se encontraba sola en la búsqueda de intercambio intelectual, así que las recomendaciones y comentarios de Wilhelm los acogió ella de buen grado. Se preguntaba si alguna vez estaría en condiciones de poder preguntarle al ayudante de una librería cómo sería algo que este aún desconociera de los libros.

    ―Si quieres, siempre te podría prestar uno de mis ejemplares ―le ofreció Wilhelm sin perder de vista su rededor para estar seguro de que nadie daba oídos a su sucinta conversación―. Ya sabes, para que puedas reducir gastos, si el dinero es un problema.

    Su atrevimiento cogió por sorpresa a Greta.

    ― ¿No te meterías en un lío con tu jefe? ―dijo ella con evasiva.

    ―Quizás, pero no más si lo descubre ―agregó de nuevo Wilhelm con su traviesa traza―. Tendría que entregarte los libros cuando salga del trabajo, claro, no aquí. ¿Acaso podríamos vernos en algún lugar para tomar un café o una copa? ―escudriñó él guiñando levemente.

    ―Gracias ―respondió ella―. Pero no suelo quedar con completos desconocidos. Lo siento. Y se fue hacia la puerta.

    ― ¡Espera! ¡Espera! Vale, ¿y si un día de estos pudiera pasarme por tu casa y entregarte unos cuantos libros? No tendríamos que vernos o hablar si así lo deseas. Te los entregaría y me largaría sin más. Lo prometo.

    Estaba empeñado en que él y Greta se sintiesen hechizados y elegidos, pero ella se preguntaba si este atractivo alemán era un auténtico admirador del Romanticismo y de ella, o, si en realidad, se trataba de un manifiesto coqueteo.

    ― ¿Por qué harías algo así por alguien a quien ni siquiera conoces? ¿Qué sacarías tú con eso? ―preguntó ella, lamentando de inmediato la oportunidad que le había dado para transmitir sus impresiones, los cuales ―supuso ella― no serían de las más impolutas.

    ―Porque sé que te gustan los libros de verdad ―dijo él algo más modesto y tímido―. No vienen por aquí muchas jovencitas que aprecien nuestros tesoros tanto como tú. ¡Me gustaría ayudarte al respecto! Wilhelm, con su bondadosa respuesta y un deje más desprendido y amable no usado en él hasta ahora, la cogieron por sorpresa.

    ―Es posible ―contestó ella―. Primero, voy a leer estos. ¿Podríamos concertar la entrega de tu préstamo la próxima vez que me pase por aquí?

    ―Por supuesto. ¿Cuándo crees que será eso? ¿Lees muy rápido? ―preguntó él.

    Greta no pudo contener la risa por el ataque de pánico que notó en su voz.

    ―Así es, aunque no siempre dispongo de mucho tiempo para la lectura. El negocio de tejidos y bordados de mi padre siempre nos tiene muy ocupados. De hecho, ya debería haberme ido. Me envió por otros recados con la condición de que no me entretuviese más de diez minutos. Se va a enfadar conmigo cuando se entere del tiempo que llevo aquí y el dinero que me he gastado.

    ―No hay más que unos pocos tejedores en la ciudad. Puede ser que conozca el lugar. ¿Cuál es el de tu padre? ―preguntó Wilhelm descuidando el mostrador y siguiéndola cuando ella se acercaba a la puerta para marcharse―. Sólo para que yo pueda pasarme alguna vez a por estos libros y no tengas que desatender el trabajo.

    Tenía la impresión de hacer el ridículo, pero ya que había llegado tan lejos, no quería dejarla marchar. Por lo general, él era quien ponía los límites para atolondrar a las chicas, y ahora que los papeles se habían invertido, no le hacía mucha gracia.

    ―No estoy segura de que eso sea una buena idea ―dijo Greta para gran decepción de Wilhelm.

    ― ¿Por qué no?

    ―No creo que a mi padre le parezca bien que un desconocido se pase por casa de improviso. Cuando estemos atareados, ni siquiera sé si podría salir y hablar contigo si fueses ―le dijo ella.

    ―Me arriesgaré. Entonces, ¿cuál tejedor es tu padre? ¡Dímelo, por favor! ―dijo con esos ojos de súplica, que causó el cese final de ella.

    ―Somos los Weissensteiner, en la calle Gajova, en la parte del callejón sin salida de la carretera.

    Encantado con el pequeño logro que había conseguido, intentó que siguieran hablando.

    ― ¿Qué otros escritores te gustan?

    Greta dudó un instante y luego respondió brevemente al tiempo que miraba hacia fuera en la calle.

    ―Schnitzler, Chekhov, Pushkin, Hoffmannsthal y Joseph Roth; la lista es interminable ―dijo ella con una sonrisa―. Pero, en serio, ahora he de irme.

    ― ¿Cómo te llamas?

    ―Greta. ¿Y tú?

    ―Wilhelm. Wilhelm Winkelmeier ―dijo él extendiendo su mano y reverenciándose ligeramente―. Encantado de conocerte.

    ―Y yo. Entonces, adiós, Wilhelm.

    Cuando apareció por el taller de su padre pocos días después, Greta parecía enfadada con él y muy destemplada. Luego le aclaró que su única preocupación en ese momento era que la hubiera metido en líos con su padre o sus compañeras de trabajo por la intromisión sin avisar en su vida laboral. No por ser la hija del sueño iba a disfrutar de más prerrogativas de los que le permitía al resto de empleados. A estos no les gustaba que ella tuviese un trato privilegiado y, su padre, Jonah Weissensteiner, no quería que su plantilla se enfadase por permitirle a sus hijos más independencia y libertades. El tejido se había convertido en un negocio frágil, y, con el continuo crecimiento de la industrialización en el sector ―más en otros países que en Checoslovaquia―, la competencia era fuerte. Los Weissensteiner tenían unas cuantas tejedoras semiautomáticas desfasadas en Francia o en Inglaterra, pero lo suficientemente productivas para la clase de trabajo que asumían.

    Por suerte, el ingreso de la familia no dependía exclusivamente de esas tejedoras y la producción de las fábricas. Los antepasados de la familia adquirieron las destrezas del bordado tradicional en Ucrania y administraban esta parte de la empresa como actividad artística secundaria. Las numerosas comisiones por los entretejidos’ hechos a mano’ ―por lo general para la nobleza local―, eran la rama más lucrativa del negocio, y el padre de Greta tuvo la suerte de haberse ganado por sí solo una buena reputación. Mientras diseñaba y pasaba interminables horas en pedidos personales, sus hijos y la plantilla tenían que hacer turnos para supervisar las tejedoras durante la producción de mantas y tejidos. A pesar de que este trabajo era menos demandado que otros, no a todos les agradaba tener que hacerlo porque era increíblemente aburrido, razón por la que Jonah insistía en que todo el mundo debía tomar parte justa en esos turnos. Sabía que los empleados descontentos significaban menor calidad y mala imagen hacia su propia reputación. Cuando Wilhelm llegó a traerle a Greta los libros prometidos, ella estaba en uno de esos tediosos turnos y le pidió a una de las otras chicas que se hiciera cargo en su lugar, lo que le valió una odiosa mirada.

    Wilhelm le trajo dos con los que empezar. Naturalmente mintió cuando dijo que tenía su propia colección en casa. Los dejó todos en Berlín desde donde la familia Winkelmeier se trasladó no hacía mucho. De las obras del Romanticismo alemán favoritas de ella, no tenía ni una en casa de su familia en una granja justo a las afueras de la periferia urbana de Bratislava.

    Confesó su mentira de inmediato y reconoció que, para impresionarla, tuvo que coger los libros del almacén de la librería, debiéndolos tratar con esmero para poder devolverlos a sus estanterías antes del siguiente inventario. A Greta le dio por reír y prometió que los trataría con sumo cuidado, pero que tenía que volver a sus obligaciones, así que el encuentro fue breve.

    Prometió él que volvería a la semana siguiente para ver cómo le había ido, pero ella no le oyó al apresurarse de vuelta a casa para calmar a su enojada compañera que la esperaba impacientemente.

    En su siguiente visita, sólo cinco días más tarde, Greta ya había leído los dos primeros libros.

    ―No pude evitarlo ―le dijo ella―. Empezaba todas las noches antes de acostarme con la intención de leer sólo uno capítulo o dos, pero me embutía tanto en la lectura, que pasaban horas antes de darme cuenta de lo tarde que era y, claro, tenía que irme a la cama. La verdad es que han sido una gozada. Gracias, Wilhelm. Mira, quería asegurarme de que están impecables y en buen estado.

    No salía de su asombro Wilhelm por la tanta pasión que Greta, capaz de mantener su concentración hasta altas horas de la noche, ponía en los libros. Parecía que tenía que trabajar muy duro en la empresa de su padre y, a pesar de ello, su arrebato podía superar el cansancio.

    En un principio, Wilhelm quería esperar más días antes de ir a verla otra vez con la intención de darle suficiente tiempo para leer los libros que le llevaba, pero estaba tan ansioso por escuchar su opinión, que no podía evitarlo. Además, no tenía nada mejor que hacer en un país extranjero donde no tenía verdaderos amigos. ‘Mohr & Kling’ quedaba lejos de casa y pasaba gran parte de su jornada en el trayecto a pie. También solía trabajar durante el almuerzo, terminando pedidos y labores de papeleo para impresionar a los dueños y asegurar su trabajo. Por lo general, se echaba a la boca no más que un pequeño aperitivo en la parte trasera de la trastienda antes de que pudiese sumergirse en su propia lectura.

    El propietario, Herbert Kling, insistía en que Wilhelm debía marcharse para estirar las piernas y le ordenaba dejar la librería para que almorzase, al menos, un par de veces a la semana, gesto de amabilidad que no del agrado de Wilhelm, ya que interfería en su preciada lectura literaria.

    El muchacho se presentó con algunos tesoros más para ella con la expectativa de que Greta hubiese conseguido terminar, al menos, una de las reliquias que le llevó la vez anterior. Logró encontrarle un libro de Lessing. ‘Natan el Sabio’, uno de sus favoritos, el cual fue prohibido no hacía mucho porque, tal como había citado el diario alemán de Bratislava ‘Der Grenzbote’ ―y con razón―, ponía la fe judía en el plano de igualdad cristiana.

    ―Es una vergüenza que una posible interpretación del libro lo ponga en la lista negra ―se lamentó Wilhelm―. Es increíble que, vosotros los eslovacos, seáis tan estrictos cuando se trata de religión.

    ― ¿Eso crees? ―preguntó ella sorprendida.

    ―Oh sí, claro que lo creo ―respondió él al instante.

    ― ¿Qué otro escritor te gusta, además de Lessing? ―deseaba saber Greta.

    ―Me encanta la Ilustración ―le refirió él―. ¿Conoces a Schiller y Kant?

    ―Sí, claro.

    ―Bueno, tengo que decir que, aunque no me preocupa tanto las implicaciones religiosas de sus argumentos, comparto sus pareceres en lo relativo a las capacidades de grandeza de la inteligencia humana. Me gusta ver en Kant cómo anima a la gente a tomar sus propias decisiones y a asumir la responsabilidad de sus acciones, en lugar de buscar reglas ya establecidas para subsistir ―dijo él apasionadamente.

    ―Ya veo que eres todo un filósofo ―observó Greta.

    ―Supongo que lo soy. Me gusta ver el sentido en los libros. ¡Cada cosa tiene un significado!

    ―Entonces, ¿qué opinas del Romanticismo? ―inquirió ella―.

    ―Eso no significa que siempre tenga un sentido profundo. Me apasiona tanto los escritos del ‘Sturm und Drang’ como el Romanticismo ―dijo él para su consuelo―. Sería un error limitarse a leer una y otra vez un género literario en particular. ¿No será lo que creo que haces al leer tanto el Romanticismo? Eso sería un insulto a tu capacidad.

    A Greta le pareció bien que esto saliese a colación y discutir sobre sus hábitos de lectura. Había sido más bien unilateral en sus preferencias lectivas, así que, desde ese momento, ella lo animó a que trajese algo que ella solicitase y que él propusiese.

    En su siguiente visita, Greta se alegró de decirle lo mucho que le había gustado el libro de Lessing que trajo, lamentando tener que perderse el otro prohibido, que parecía tan interesante. Afortunadamente, logró conseguirle algunas obras recientes de Goethe que ella devoraría con rapidez y pasión. Aun sabiendo él que no le podría proporcionar parte de la literatura que estaba buscando ―por ejemplo, los escritores judíos eran más difícil de vender y, a veces, ni siquiera estaban en existencia―, ella decía que siempre estaba abierta a sus recomendaciones. Se alegró de su predisposición en la lectura de cualquier escritor que él recomendase y, sin poder esperar a que ella terminase de leer los libros, le trajo algunos más. Creía tener la gran suerte de que nadie en la librería pareciera darse cuenta de sus préstamos.

    A Jonah Weissensteiner le gustaba que Wilhelm se pasara por el taller para prestarle los libros a su hija. Habló con todos los empleados y les prometió que ellos también recibirían breves visitas como Greta, agradeciéndoles su comprensión. Jonah podía ser muy persuasivo cuando quería y, una vez acordado con los demás trabajadores, era posible que Wilhelm y Greta tuviesen, al menos de vez en cuando, una pequeña charla sobre libros antes de que ella volviese a sus tareas. Jonah quería que Greta encontrase a alguien que le gustase como persona, no sólo por su notable buen parecer. El joven tenía cosas en común con su hija y la trataba con respeto, el cual era el rasgo más importante que buscaba para un posible yerno.

    Wilhelm, con su buena planta, podría elegir cualquier chica, si bien sus ojos estaban puestos en Greta, lo que, en el fondo, hacía que Jonah se sintiese sumamente orgulloso como padre.

    ―Al chico alemán, el del libro, ¿no le importa que seas judía? ―le preguntó Jonah una noche mientras cenaban.

    ―Ni siquiera estoy segura de que aún lo sepa ―le respondió Greta―. En realidad, la forma en que habla de los judíos, no parece que haga referencia a mí.

    ― ¿Y qué dice de los judíos? ―preguntó Jonah arqueando las cejas.

    ―Los menciona de pasada, como... fulano de tal es judío, así que no disponemos de sus libros en la librería. No creo que tenga una opinión personal al respecto ―supuso Greta.

    ― ¡Pero el nombre Weissensteiner es judío! Se habrá dado cuenta ―persistió Jonah―. Deseé muchas veces que lo podríamos haber cambiado. Eso haría la vida más fácil, ¿no?

    ―Sólo a ti te suena judío porque sabes que lo es ―discrepó Greta―. Podría hacerse pasar por un nombre alemán para un joven ingenuo como es Wilhelm, creo.

    ―En ese caso, deberías plantear el asunto lo antes posible antes de que el ‘libro prestado’ vaya más allá ―dijo Jonah con reprimenda―. Parece muy embelesado contigo, querida hija. No estaría mal quitárselo de encima antes de perder el tiempo el uno con el otro, al menos, naturalmente, que lo hagas únicamente por los libros.

    ―No, no sólo lo hago por los libros ―confesó ella. ―Me gusta. Creo que me gusta de verdad.  Es un encanto. Y piensa mucho.

    ―Vaya, piensa mucho, ¿verdad? ―dijo Jonah con un tono algo sarcástico―. Entonces, es primordial que también aprenda a hacer otras cosas, pues nada más que pensar le dará dolores de cabeza.

    ― ¿Te cae bien padre? ―replicó Greta, haciendo oídos sordos al comentario anterior de su padre.

    ― ¿Qué importa si me cae bien? A ti es a quien ha de gustarle el goy y asegúrate de que tu familia no le concierne ―advirtió el padre―. Me conformo con que te haga feliz para que me caiga bien. Por mí, como si está pensando todo el día hasta que le estalle la cabeza. Tendrás un pensador, si así lo deseas. Puedes escoger el hombre que quieras, preciosa mía. Créeme. Asegúrate de elegir uno bueno y que te guste de verdad.

    ―Me gusta, padre. Aún necesito más tiempo para conocerlo, pero lo que puedo contarte de las pocas veces que nos hemos visto es que parece muy dulce ―reconoció ella.

    ―Tómate todo el tiempo que necesites a la hora de tomar una decisión. Espero que te haya percatado de que él ya se ha decidido por ti. Lleva escrito en su cara lo embelesado que está. Podría tacharte de jugar con él si sigues dejándole que venga a menudo y decides que no es lo que esperabas de él. Que no se haga ilusiones. Ten cuidado, ya sabes, porque supongo que no queremos demorar aún más una propuesta como esta.

    ―No estoy segura. Hay muchas chicas que le echan el ojo. Quizás lo único que le interesa sea hablar de libros. Eso podría ser todo lo que quiere de mí ―dijo Greta más hacia sí misma que hacia el propio padre.

    ―Sí, si fueses una bibliotecaria cincuentona, bien parecería, sin duda ―respondió Jonah soltando una carcajada―. ¿Es que no se contenta con hablar de su Goethe con los viejos de la librería? Te daré una razón del porqué no son de su ideal. Recuerda siempre que los hombres de corta edad piensan principalmente con sus entrañas. Una vez que hayan satisfecho sus necesidades, puede que ya no se interesen en lo que dicen los libros y vuelven a la librería para tertuliar allí sobre literatura. Una chica atractiva, como tú eres, necesita siempre escoger con sensatez.

    ―Es muy formal y no creo que sea de esa casta ―replicó Greta a la defensiva.

    ―Sí, los alemanes suelen ser prudentes, y él lo es. Ahora, dejemos que su seriedad tenga su ventaja y le haga digno de ti ―dijo Jonah sonriendo.

    En aquellos tiempos había innumerables etnias germánicas en Bratislava, al igual que en todas las regiones checoslovacas. Solían hacer acto de presencia como un círculo cerrado, aunque eso quedaba lejos de la realidad. Una parte de esas etnias germánicas eran austriacas, muchas de las cuales habían llegado recientemente a la zona, y ahora se encontraban ellas mismas estancadas en lo que quedaba de lo que solía ser una parte de su glorioso Imperio Habsburgo. El resto de estos asentamientos emanaron del Imperio Alemán, los cuales se reasentaron en dicho lugar en el curso de muchos siglos. Ambos grupos iban por su lado.

    Las raíces de la familia del teutónico Wilhelm fueron de ayuda para conseguir ese trabajo en ‘Mohr & Kling’. Los eslovacos solían ser un pueblo apegado, si acaso algo distantes con los alemanes, aunque poco común que estas comunidades se mezclasen entre sí.

    Conocida oficialmente como Alta Hungría, las provincias orientales de Checoslovaquia también albergaban un gran número de húngaros que, algo menos extendidos que los lugareños, eran vistos más como una amenaza y se consideraban extranjeros poco gratos. Para entonces, muchos de ellos ya habían vuelto a Hungría para evitar el surgimiento de minorías, al tiempo que entraba en vigor el nuevo estado de Checoslovaquia. Tras la Gran Guerra, la presión internacional de los checos y eslovacos en el exilio persuadió a los aliados para crear este nuevo Estado. Fue necesario neutralizar las regiones fronterizas por la enorme población alemana, motivo por el cual Eslovaquia se separó de Hungría por primera vez en siglos, y se adhirió al nuevo Estado, donde los alemanes y el reto de húngaros eran ahora superados en número por el total de los ciudadanos que conformaban los checos y eslovacos.

    Por primera vez, los eslovacos tenían el reconocimiento de su propia región y sus políticos estaban deseosos de hacer uso de ese momento histórico para conseguir más autonomía de la que solían tener bajo las normas de los Habsburgo. Es por ello por lo que se entiende que los eslovacos anhelasen las condiciones de igualdad junto con los checos. Según ellos, los alemanes eran una minoría inofensiva y no una amenaza seria para su causa. Recientemente se hicieron oír los partidos políticos que representaban las minorías alemanas, aunque esto se sintió más en la parte checa del país, especialmente en Praga o cerca de la frontera de los Sudetes. Estas políticas repercutieron poco a Bratislava que quedó, en cierta medida, como la capital adormilada de una Eslovaquia que se centraba silenciosamente en su independencia irresoluta.

    El problema del antisemitismo nunca había estado asociado exclusivamente a los alemanes, pero estaba presente en todas las regiones del Estado, si bien Bratislava acogía un gran número de habitantes judíos, al parecer, condescendientes en su mayoría. Ciertamente no fue una idea predeterminada el hecho de que Wilhelm objetara las raíces de Greta. Cuando finalizó la Gran Guerra, muchos refugiados judíos huyeron de los pogromos rusos y saturaron Europa Central y Oriental, donde fueron recibidos con no mucha complacencia.

    La forma en la que Wilhelm habló de los intelectuales y escritores judíos había sido respetuosa y objetiva, e hizo que Greta fuese optimista en su futuro con él. Aun así, prefirió no entrar en detalles sobre su familia. Los Weissensteiner eran en su origen de la vecina Rutenia carpática, la parte septentrional de la Alta Hungría, perteneciente a Ucrania desde la finalización de la guerra. Allí, la familia hablaba yidis en su asentamiento ―o shtetl―, y alemán en casa, pero también aprendieron el húngaro y ruso. Jonah Weissensteiner pasó gran parte de su infancia en un shtetl judío, que existió independientemente de las comunidades rusas, ucranianas o polacas y poblados de la región. Su familia se trasladó a Eslovaquia mucho antes de la I Guerra Mundial, ya que el negocio del tejido no pasaba por sus mejores momentos. Además, a su padre le pareció conveniente alejarse de los rusos con su creciente antisemitismo e inestabilidad política.

    Como los Weissensteiner eran los únicos judíos recién llegados, el entorno rural los acogió bastante bien. Jonah era un magnífico artesano que se ganó el respeto de los aldeanos. Hizo lo posible para no llamar la atención de su heterodoxia. Celebró sólo unas pocas fiestas judías y, a diferencia de otros judíos, siguió la liturgia católica y los descansos dominicales. Jonah no tardó en aprender el idioma eslovaco. Greta y sus hermanos nacieron en Eslovaquia y hablaban alemán y el dialecto eslovaco con fluidez, además de aprender húngaro y ruso, cosa que ayudaba al negocio. La familia respetó el sabbat porque, como decía Jonah, ‘mientras pudiese permitírselo, le encantaba disfrutar de un día libre’.

    No comían kosher e iban a la sinagoga de forma esporádica, ya que esta se encontraba muy lejos para asistir a los servicios del Sábado y, así, no contravenir las restricciones del desplazamiento. Algunos de los otros judíos que conocieron en la congregación mostraban su indignación ante la aparente falta de fe o conducta, atribuyendo a la familia Weissensteiner de integración oportunista sin llegar a reconocer sus propias raíces. Para Jonah, estos desacuerdos no eran nada nuevo y se convirtió en todo un experto a la hora de sortear respuestas y preguntas ofensivas. Sabía que era normal en las minorías exiliadas mantenerse unidos y apegarse al dogma, ya que opinaban que no podían permitirse apartarse de ello en territorios nada amistosos. A los judíos de las Tierras Altas se les notaban especialmente sus creencias ortodoxas y muchos de ellos presionaban al padre de Jonah y su familia para que permanecieran con los suyos y tomar parte en el aprendizaje de la comunidad ortodoxa.

    Por cuestiones de principios, Jonah se negó a ceder a tal presión, al igual que su padre hizo antes que él. Jonah siempre había considerado el judaísmo como una búsqueda personal para encontrar el camino correcto. Ya fuese un vecino o un rabino, Jonah siempre decidiría por sus puños lo que era correcto o no.

    Cuando la guerra llegó a su fin, Jonah y su familia se trasladaron de la zona rural, en la provincia de Trnava, a Bratislava. Sin las relaciones con el comercio húngaro en la frontera, pensó que su negocio estaría más seguro en una gran ciudad. Bratislava no sólo era la mayor ciudad en la parte eslovaca de la República, sino también la única históricamente ―en lo que entonces fue Hungría―, además de permitir a los judíos acceso a los derechos civiles. En todas partes eran tolerados o, como mucho, se les concedían vía libre para practicar su fe. José II del Sacro Imperio Romano Germánico intervino en la protección de los judíos de Viena y el Imperio Austro-Húngaro. Se llamó el ‘Edicto de Tolerancia’, aunque la aplicación de las leyes y órdenes no siempre siguieron las directrices liberales en las provincias.

    Bratislava se convirtió a lo largo de los siglos en un extenso remanso de sensiblería antisemítica que atrajo a una gran comunidad judía de todas las partes de Europa del Este. El propósito primordial de Jonah era mezclarse cuando llegasen a la ciudad para que no advirtiesen en su judaísmo, sin confiar en los profundos prejuicios y odios que las leyes modernas pudieran excluir. Una vinculación demasiado estrecha con la comunidad judía podía llamar una atención no deseada, razón por la cual no escogió establecer su taller en las juderías de la urbe. En el censo de 1921, evadió el problema haciendo uso de un vacío legal. No declaró a su familia por su ‘nacionalidad judía’, sino que afirmó que su lengua materna era la alemana y que, según las normas del censo, su ciudadanía debía ser alemana.

    Jonah estaba bien informado de la situación política en la Alemania nazi y sus posibles consecuencias para los judíos de Checoslovaquia. Desde su punto de vista, sólo Greta sacaría partido el hecho de tener un novio alemán. La vida en Alemania empezaba a ser insostenible para los judíos, que veían cómo boicoteaban sus productos. Si esto se extendiese por Bratislava, tener un pasaporte y un marido alemán, especialmente a alguien que no le parecía importar las raíces de ella, podría ser beneficioso para toda la familia.

    Greta era una chica irremediablemente romántica. Mucho sabía Wilhelm de esto por los libros que le escogía. Es cierto que, cuando se trataba de chicas, él era menos romántico de corazón y más esclavo de sus propias hormonas enfurecidas y atormentadas. Interpretó fehacientemente el papel del amante hechizado de Greta: le recitaba poesía y escribía extensas cartas de amor que metía en los libros que les llevaba. Aunque sus propios sentimientos todavía eran algo inciertos, no tardó mucho en ingeniárselas para que ella se enamorara de él.

    Lo que sí era cierto es que a Greta le interesaba como persona. Era sutil y sesuda, pero tan importante para él como para ella era la pasión por los libros, Wilhelm sabía que esto había llegado a ser una pequeña parte del atractivo de Greta. La respetaba y sus ideas sobre literatura las encontraba impresionantes, pero su relación con ella y sus necesidades fisiológicas pronto se convirtieron en el aspecto más transcendental. Resultó entonces que a él no le importó en absoluto sus raíces judías cuando ella ―siguiendo las disposiciones de su padre― se lo contó por fin en su siguiente visita al taller. Confesó que, desde el censo oficial, la familia era legalmente reconocida por el Estado como alemanes luteranos, pero que siempre existía el riesgo de que su disimulo pudiera ser descubierto.

    Para el consuelo de ella, a Wilhelm no le preocupó esto lo más mínimo. Cuando Greta puntualizó lo raro que era encontrar a alguien a quien los asuntos judíos les eran indiferente, él respondió tajantemente que una vez escuchó rumores de que los judíos fueron los causantes la crisis económica de Wall Street, pero que le traía sin cuidado, porque no era cosa de quehaceres de Greta lo que allí ocurrió.

    Feliz e ignorante de más prejuicios contra los judíos, no podía encontrar nada mal en su corazoncito. Cuanto más cerca e ‘íntimos’ prosperaban los dos, menos querían oír hablar de ello. Sabía que su familia no era adinerada, así que no tenía nada que ver con los ‘repugnantes financieros y banqueros judíos’ que todo el mundo detestaba. Con sus seductivos ojos y provocadora belleza, era sencillamente la mujer más atractiva y seductora que jamás había conocido. De lo único que quería hablar esa tarde era de lo que se sentiría estar con ella a solas y pasar una noche juntos. Nada más le importaba a él. En cualquier otro momento podría haber encontrado sus comentarios groseros y ofensivos, pero en ese día concreto estaba demasiado tranquila como para ofenderse y comprobar la frivolidad que habría a sus espaldas.

    No tuvo que esperar mucho para satisfacer su ‘curiosidad’. Ya que sabían que él era kosher, su padre la animó a seguir adelante con esa relación, pues ella no tenía restricción alguna como otras muchachas que en su edad soportaban. Wilhelm la bombardeaba con halagos y confesiones de amor eterno, que con sus hipnotizadores ojos azules hacían que ella se derritiera en sus brazos. Al poco tiempo, se estaban besuqueando contra la pared de la iglesia después del trabajo. Los besos pronto se convirtieron sólo en la primera parte de sus juegos amorosos, consumando su pasión en pocos meses, escondiéndose en el granero de la granja de la familia de Wilhelm los domingos, cuando todo el mundo de la casa acudía a misa. Decía que tenía que ir al trabajo para hacer un inventario, sin levantar la más mínima sospecha. Wilhelm era conocido por ser un entusiasta trabajador, y, como no le contó a nadie lo suyo con Greta, su excusa era coherente, así como su dedicación habitual a la librería.

    Ni siquiera la familia Winkelmeier era consciente de la existencia de ella. Wilhelm no quería llegar a ser el hazmerreír de sus hermanos ―no muy románticos que digamos―, los cuales sólo hablaban lascivamente de las chicas cuando estaban juntos. Wilhelm era mucho menos romántico que Greta, pero comparado con ellos, él era un verdadero caballero. Las conversaciones entre hermanos sobre sentimientos eran impensables.

    Tampoco se había decidido el tiempo de su estancia en Checoslovaquia, lo que hacía que su condición de judía no fuese un asunto apremiante. La familia de Wilhelm se trasladó de Berlín a Bratislava en 1931 después de la Gran Depresión. Sin trabajo y sin dinero para los hombres de la familia en Berlín, el padre de Wilhelm, Oskar, decidió pues que el mejor lugar para subsistir sería con sus parientes en un país donde hubiese más comida en tiempos de frecuentes hambrunas. Oskar tenía un primo en Brno que se llamaba Klaus Winkelmeier, pero su familia lidiaba para sobrevivir y organizó para Oskar, su esposa Elizabeth y sus hijos, para que se fuesen con otro primo, Benedikt, que tenía una granja cerca de Bratislava, el cual, según garantizó Klaus, podría alojar y alimentar sin problemas a su familia de Berlín mientras echasen una mano en la granja.

    Benedikt era un patriarca arrogante y angustiado por preservar su posición que trató a la familia como intrusos desde el primer día. Al principio, Oskar lo encontró muy difícil, pero se las arregló para mantenerse cabizbajo, y no tardó en aprovechar el progreso de complicidad entre él y Benedikt. Apreciaba la sensación física del trabajo duro y la forma en que hacía sentirse como un verdadero hombre otra vez después de haber estado en paro durante un tiempo. Poco a poco fue ganándose, por el vigor y esfuerzo que ponía en su labor, el respeto de Benedikt. También este empezaba a confiar en él encomendándole tareas mayores, que siempre estaba ávido y orgulloso de demostrarse a sí mismo su propia valía. 

    Los otros dos hijos de Oskar, Ludwig y Bernhard, fueron asimismo de gran ayuda para Benedikt, que únicamente tenía dos hijas y un hijo adolescente, los cuales podían echar una mano en los trabajos más livianos de la granja, si bien no aptos para arduos cometidos. Eso, al no tener que contratar a tantos desconocidos llegada la temporada, aliviaba a Benedikt. Sus hijas estaban expuestas a las quién sabe qué miradas de trabajadores o intenciones de insinuarse a ellas, por lo que no les aportaban demasiada confianza.

    La ubicación de la granja de Benedikt era magnífica y alquilaba parte de su maquinaria a otras, aportando así un ingreso extra. Era muy práctico tener a la familia de acogida, ya que lo único que tenía que proveer era comida y alojamiento. Significaba también que la mujer de Benedikt, Johanna, no sacrificaría todo su tiempo en la cocina y tuviese ratos para otros quehaceres domésticos como coser y limpiar, que últimamente tan descuidados tenía.

    Sabían que Elizabeth, la mujer de Oskar, era una versada cocinera y tomó las riendas de la cocina. Además, enseñó unos pocos trucos gastronómicos a Maria y Roswitha, las hijas de Johanna, que podrían serles útiles en el futuro a la hora de dar caza a algún consorte. Las edades de las muchachas todavía quedaban lejos del cortejo, pero ambas heredaron la belleza de su madre que, a pesar de sus rasgos faciales algo ásperos y enconados, aún era capaz de provocar admiración por la calle.

    Maria, a quien Benedikt probablemente más tenía que proteger a sus diecisiete años, era la mayor de las dos hermanas. Había finalizado sus ocho años de enseñanza obligatoria en un colegio alemán de Bratislava y ahora estaba de vuelta en casa para ayudar en el día a día de la granja. Sus calificaciones estuvieron por encima de la media, pero Benedikt no quería que estudiase más de lo necesario. Era lo suficientemente guapa como para esperar a un buen marido. Destacaba en la buena gestión de la granja y, evidentemente, su padre la disciplinaba aún más por ser la mayor y un ejemplo a ojos de su otra hermana más joven. Como consecuencia, Maria asimiló el mutismo y la subordinación en todo momento. Era poco habladora, se sentaba con cabizbaja y parecía agradecida por cualquier atención mostrada.

    Se le pasaba por la cabeza a Benedikt de la suerte de cualquier agricultor tener una esposa tan sumisa y trabajadora, lo cual llenaba de enorme orgullo haber formado una personalidad tan acertada.

    Maria nunca se quejaba, pero se sentía desdichada. Ya desde la infancia se dio cuenta de que esto no le traería más que un par de bofetadas y afrentas de sus padres. A diferencia de sus compañeros de colegio, la personalidad de la muchacha quedó marcada por esta severa conducta, la cual abrigó un vacío interior y un sentimiento de completa inútil. La mayoría de ellos no eran hijos de agricultores, sino de adinerados terratenientes y expertos mercaderes. Su entorno nunca acogió a la fea del baile y se mofaban de su olor a ganado y caballos. Incluso cuando sacaba buenas notas, los estudiantes se reían de ella a la salida del colegio al grito de cabeza hueca. Esto fue de gran ayuda para recordar bien las lecciones que le habían enseñado.

    Roswitha, comparada con su hermana, parecía sentirse llena de vida y jovial en todo momento, aunque tampoco era del todo cierto. A los quince soportó dos años menos de castigos severos que Maria, lo que hizo que se volviese más obediente y sumisa al aprender muy rápidamente de los errores de conducta de su hermana mayor.

    Roswitha no era tan atractiva, ni tan dispuesta en las labores agrícolas, ni tan buena estudiante como Maria. Pero su semblante era más alegre que el de su hermana y se percató de que si el engatusamiento del gentío se conseguía por medio de una grata conducta y apariencia más afable, entonces era más probable que reparasen en ella. Se lo pasaba pipa currando mientras las chácharas fuesen permitidas, al contrario que su hermana, que prefería estar sola. Lo que más le gustaba a Roswitha era cuando toda la familia trabajaba junta en el campo; pero sus momentos más felices estaba en las noches, en esa hora de congregación alrededor de la estufa de leña en la sala de estar al tiempo que alguien contaba historias o cantaba. Detestaba la soledad y, cuando la familia de Wilhelm se trasladó a la granja, no le importó ceder su habitación a los chicos y ella compartir con la de Maria.

    Las dos muchachas eran el ejemplo perfecto de la belleza áurea aria, aunque el pelo de Roswitha era más castaño que el de Roswitha. Debido al casi constante mutismo de Maria, la compenetración entre ellas no era muy cercana. Roswitha podía hablar por las dos y lo sabía todo sobre la vida de su hermana. Pero lo que detestaba de verdad era el silencio y el vacío exterior.

    Agradecida por la atención, Maria se sentía muy intimidada, fútil y desinteresada por el hecho de compartir buena parte de su existencia; o estaba

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