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Sebastian: Narrativa histórica
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Sebastian: Narrativa histórica
Libro electrónico444 páginas7 horas

Sebastian: Narrativa histórica

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Sebastian es la historia de un joven que, debido a un desafortunado incidente, le amputan la pierna poco antes de la I Guerra Mundial. Así, cuando su padre es llamado a filas para la guerra, le toca a él llevar la tienda familiar de Viena, asumir sus responsabilidades, soportar la pérdida y la incertidumbre, y con suerte, encontrar el amor.

Sebastian Schreiber, su familia, sus amigos y los empleados de la tienda experimentan los "días dorados" de la Viena de preguerra, el tiempo de la guerra y el fin de la monarquía, mientras intentan ganarse la vida y conservar lo que más aprecian.

Fischer describe de forma convincente la vida en Viena durante los años de la guerra; cómo afectó a la gente en un lugar por lo demás seguro y próspero, el principio del fin del sistema monárquico, la llegada de los pensamientos y tendencias modernas, el sistema de clases vienés y el fin de una era.

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento6 ene 2021
ISBN9781393828365
Sebastian: Narrativa histórica

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    Sebastian - Christoph Fischer

    Sebastian

    Capítulo 1. Junio de 1913

    — ¡Me temo que no voy a ser capaz de salvar su pierna! —dijo tímidamente el apuesto doctor serbio a Vera. Su voz temblorosa delataba una incomodidad que ella no esperaba al juzgarlo por su tez morena y marcados rasgos eslavos. A su parecer, aparentaba demasiado joven para esta profesión, tal vez siquiera los veinticinco años. ¿Tenía la edad suficiente —se preguntaba— para estar bajo el dominio de la pierna de alguien y, en última instancia, de su vida?

    Si esta no hubiera sido la tercera vez en una semana que le hubieran dado el mismo diagnóstico, habría cuestionado su credibilidad en lugar de refutarla, aferrándose a la esperanza de que su criterio pudiera estar cuestionado y, por tanto, el resultado alterado. Le hubiera gustado discutir si podría estar plenamente cualificado con esa apariencia juvenil o tan solo fuese un estudiante haciéndose pasar por galeno, y no hubiera cedido hasta que tuviese al médico principal llegar a escena y aclarárselo él mismo. Sin embargo, semejante drama y agravante resultaban banales al escuchar una y otra vez el mismo diagnóstico unánime y desolador en una sala de consulta privada de aquella lujosa y dispendiosa clínica donde se sentaba frente al joven médico que, con esos ojos oscuros y taciturnos, de rasgos faciales intensos, no parecían encajar con su tez aún lozana. Con una tímida y áspera mirada mostrándose por igual en su rostro, para Vera este hombre era por momentos un simple muchacho al que podría enviar a por recados, al tiempo que advertía que iba a ser el representante del más trascendental destino de su hijo del que ella tendría que aceptar.

    El día anterior, por la mañana, llevó a su hijo Sebastian a aquella clínica con la desesperada esperanza de que, si pagaba suficiente dinero, el diagnóstico pudiese variar por esta vez. El Dr. Vukovic podría parecer joven, pero ya tenía la reputación de un experto en el campo por su experiencia en hospitales de campaña durante la guerra de los Balcanes, terminada recientemente. El hecho de que fuera de Serbia la incomodaba un poco, si bien no era motivo suficiente para desacreditarlo. Hasta donde ella llegaba, su país había estado luchando contra los serbios. Lo que estaba sucediendo en los Balcanes —independientemente de qué naciones estuviesen formando un pacto en ese momento—, Serbia y Austria parecían encontrarse siempre en lados opuestos.  Hacía apenas unos años, el ejército se había movilizado contra ellos en la crisis bosnia, pero el gobierno y el káiser decidieron oponerse a una acción bélica en el último instante. Por qué se pronunciaban tanto por dos pequeñas provincias como Bosnia-Herzegovina, la superaba, si bien antes nunca había tomado más que un interés pasivo en la política. Semejantes contemplaciones se las dejaba a su marido y buena parte de lo que sabía, no lo sacaba de los periódicos, sino de opiniones que oía de los demás.

    Lo que sí le resultaba raro era que un médico de un país casi enemigo tuviese permiso para trabajar en Viena, por lo que era lógico plantearse si era de fiar. Creía incluso que una clínica privada como aquella estaba en parte arriesgando al contratar a alguien como él. Discurriendo en ello, llegó a la conclusión de que realmente tenía que ser tan talentoso y profesional como se le había prometido. ¿O le tomaron el pelo al aceptar una suplencia de segunda clase en lugar del experto prometido en el sector?

    Como si pudiera leer las vacilaciones en su conciencia, el Dr. Vukovic, después de haberle dado un poco de tiempo para digerir el diagnóstico, aclaró su voz y siguió hablando, esta vez con más autoridad y profesionalidad:

    —La infección se ha dejado desatendida durante demasiado tiempo. También ahora parecía reticente y burocrático. —Demasiado tejido muerto. El color de la herida es una clara indicación de que la situación es bastante grave —le explicó con serenidad, obviamente satisfecho de que el arrebato emocional que había temido desde el comienzo de esta conversación no se hubiera producido. Vera se mantuvo aparentemente tranquila y sus emociones bajo control. Al fin y al cabo, tuvo la corazonada de que esto iba a suceder desde que acabó viendo la espantosa herida.

    Tenía que ser precavida de no asustar a su hijo por una fuerte reacción de la contusión que, por su aspecto y olor, casi la hacen vomitar, motivo por el cual estaba tan enfadada con Sebastian. Toda su vida le había estado diciéndole que anduviera con cuidado, que su salud era lo más importante en su vida. Sin embargo, no solo había tenido el descuido de malherirse con un clavo oxidado que se le había adherido en la lesión, sino que también se lo ocultó a su madre por temor a que le pusiese algún desinfectante hiriente en ella, hasta que logró extraerlo. Si no hubiera estado tratando de evitar ir al médico, se habría tratado sin dilación y nada de esto estaría pasando.

    Por las pintas que tenía, esta no tardó en infectarse seriamente, causándole un dolor incesante. Aún le atemorizaban las intenciones de los médicos, al tiempo que quería evitar más regañinas de su madre, a quien se lo contó a su debido tiempo.

    Fue su profesor de geometría quien, por casualidad, se dio cuenta del mal estado de la pierna de Sebastian en el baño de los chavales y lo envió a su casa. Vera sabía que parte de la reticencia de su hijo tenía que ver con su fobia a las agujas o asistencia sanitaria en cualquier forma o manera.

    Sebastian también era propenso a accidentes debido a que soñaba despierto, así como a una constante falta de atención a su entorno. Nunca había destacado en los deportes, así que no era de extrañar que su lentitud y ligera cojera hubiesen pasado desapercibidas con anterioridad.

    Ya no había nada que nadie pudiera hacer para salvar su pierna. Su querido hijo de dieciséis años sería un lisiado, un blanco de todas las burlas y acoso escolar o en cualquier ámbito de la vida social. Su bomboncito sería un tullido destinado a una vida en soledad y un impedido rechazado por posibles pretendientas. Un ínfimo error de criterio de un chaval que lo iba a arruinar para siempre. Los más terribles pensamientos pesimistas comenzaron a inundar su mente.

    —No se altere demasiado, Frau[1] Schreiber, —la imploró el joven doctor, como si supiera qué pensamientos atravesaban su mente—. Podemos cortar por debajo de la rodilla. Esto facilitará mucho la recuperación y movilidad futuras. Hay cientos de novísimas opitulaciones disponibles para su compra. ¡Un gran repertorio de extremidades artificiales y otros diseños protéticos! Apuesto a que ha visto a gente paseando con una pierna de madera sin siquiera notarlo —aseguró él.

    Vera asintió con detenimiento mientras digería la información. No sabía lo que más miedo le daba: si contárselo a su hijo o a su marido, Franz.

    —Mañana por la mañana vamos a realizar la operación a primera hora —le dijo el Dr. Vukovic, revirtiendo en su trato impersonal—. Trate de ser fuerte cuando hable con él. Por mi experiencia, es mejor no decirle al paciente más de lo absolutamente necesario. Tan solo pasará toda la noche afligido y sin pegar ojo.

    Vera sabía muy bien que así sería. No es que su hijo fuese muy corajudo para su edad, más bien un ratón de biblioteca que no gustaba mucho de aventuras de las que a sus compañeros de colegio les encantaban.

    —Es probable que también desvele a los demás enfermos y fastidie a las enfermeras de turno de noche innecesariamente —agregó el Dr. Vukovic—. Sebastian parece sumamente aprensivo para su edad. En mi paso por el hospital de campaña, llegué a conocer a los hombres y cómo juzgar la valentía de estos. Tengo mis dudas acerca de lo bien que reaccionará su hijo ante esta noticia.

    Ella, sin decir palabra, asintió con la cabeza, tratando de abordar la situación con normalidad. Para este galeno, su hijo era un desarrollo tardío:

    — ¿Tiene alguna pregunta que hacerme, Frau Schreiber? —le preguntó el Dr. Vukovic tratando de sacarla de su prolongado letargo.

    — ¿Podría operar esta tarde? —preguntó ella por fin—. ¿Por qué esperar? Sebastian se tomó su té matutino sobre las siete en punto, si bien no se ha echado nada a la boca desde entonces. Está sobrio y listo para la operación. Se pone de los nervios y pierde el apetito cuando vamos a ver a un médico. Es precisamente por eso por lo que estamos ahora mismo metidos en este lío. Terminemos con esto de una vez, Herr Doktor. Sin dilación tortuosa. ¡Se lo ruego! ¡Tenga piedad!

    Parecía reacio el Dr. Vukovic, algo que ella tomó como un indicativo de que, con un poco de más presión, comenzaría a ganarle la razón. Si no hubiera habido ninguna posibilidad de operar esa tarde, habría dicho lo que pensaba de inmediato. Ahora solo tenía que buscarle el punto flaco para convencerlo y llegar a un acuerdo. —Si pudiera hacerlo de inmediato, podría decírselo y tranquilizarlo sin dilatar el procedimiento innecesariamente —añadió ella—. Sebastian es consciente de que hoy estoy hablando con usted y esperará a que yo vaya a verlo después. Jamás he podido mentir a mi hijo. Puede leerme como un libro abierto. Tan pronto como entre en su habitación, notará que algo va mal. Es muy perspicaz. Si no le digo lo que sea esta tarde, también sospechará de que estoy dándole de lado, lo que dará lugar a que no pegue ojo en toda la noche, como usted predijo. Si tiene que suceder, vamos a acabar con esto tan pronto como sea posible. ¡Doktor, por favor! —suplicó ella.

    —La decisión es suya, Madam —respondió el Dr. Vukovic—. Si me pregunta, esto parece algo dramático. El chico tiene dieciséis años. ¿Cuántas concesiones deberíamos hacer por su falta de valor? A su edad, yo ya estaba... Y, súbitamente, se contuvo. Estaba claro que esta mujer estaba al límite personal. En esos momentos, sobraban las añadiduras inoportunas sobre la personalidad de su hijo, a pesar de que tenía la sensación de que alguien debía decirle a ella en algún momento algunas verdades desagradables. Pensaba el doctor que, si esta era la juventud de Austria, Serbia no tenía nada que temer en el futuro. —No se preocupe —añadió él—. Si insiste, tendré listo el quirófano de inmediato.

    —Lo estoy —respondió ella con firmeza—. Y le estaría muy agradecida. Me han dicho que tiene una notable reputación para estas intervenciones. No dejaría su operación en manos de nadie más, excepto de usted.

    El joven médico aceptó con agrado esa repentina humildad. Estaba orgulloso de la forma en cómo se había desarrollado su carrera de medicina, pero la rapidez de su éxito le preocupaba en ocasiones de que tal vez no estuviese a la altura de las expectativas que ello conllevaba. De entre los estudiantes que destacaron en la universidad, no se encontraba él, sino que tuvo que contar con la suerte de haber sido contratado como médico del ejército. A su parecer, cuando estalló la guerra, se sobrevaloraron algunas de sus aptitudes quirúrgicas como cirujano, aunque pronto se le permitió trabajar sin supervisión alguna y a su aire por completo. Al principio, restó importancia a sus facultades, atribuyéndolas a la desesperación de la milicia por su ascenso. Luego le ofrecieron este trabajo en Viena —a pesar de su nacionalidad—, la cual fue reconocimiento suficiente, si bien lo que él quería eran promesas tranquilizadoras y elogios por igual.

    De repente, una preocupación comenzó a reconcomerle la conciencia a Vera:

    —Le pondrán éter y morfina, ¿verdad? Su voz comenzó a resquebrarse.

    — ¿Le dolerá? ¿Me lo promete?

    —Por supuesto —dijo aprisa el Dr. Vukovic—. Está en las mejores manos. Esto será mucho más civilizado que en un hospital de campaña. No se preocupe, se lo ruego.

    Vera quedó agradecida y abandonó la sala para ir a hablar con su querido hijo y se tomó un momento en el pasillo para recomponerse antes de entrar en la habitación de Sebastian. En el instante que puso los ojos en él, tuvo este la impresión de malas noticias y comenzó a temblarle todo su cuerpo:

    — ¿Qué van a hacer? ¡Madre! Las lágrimas comenzaron a inundar sus ojos.

    —Sebastian, ahora has de ser fuerte. El médico va a operarte. Te pondrán un paño que huele un poco raro y te quedarás dormido. Eso es todo lo que necesitas saber, nada de qué preocuparse. Te sentirás mejor cuando despiertes. No vas a sentir nada —le prometió ella, y apretó su mano tan tiernamente como pudo. Se le hizo el corazón pedazos al no decirle parte de la verdad, pero perturbarlo más de lo que ya estaba, sobraba:

    —¿Sin agujas? —preguntó él.

    —No, ni un pinchacillo vas a sentir.

    Por fortuna, este pequeño embuste y no haberle contado toda la verdad, funcionó, por lo que Sebastian no opuso resistencia cuando las enfermeras llegaron para llevárselo al quirófano en silla de ruedas. A pesar de que estaba decidida en permanecer con su hijo hasta que estuviese inconsciente, Vera se derrumbó de manera trágica y cayó al ver los primeros instrumentos médicos que una de las enfermeras esterilizaba con vapor.

    Cuando se acercó a la intervención, esta ya había comenzado. Preguntó a las enfermeras y le aseguraron que Sebastian se había comportado como un hombrecillo valiente. El Dr. Vukovic también tuvo la amabilidad de permitir suministrar al paciente tantas dosis de morfina como fuesen necesarias.

    Su finalidad era para que se sintiese mejor, si bien no aguantaba ver con complacencia lo que esto conllevaba, y Vera lo sabía. Su circulación sanguínea siempre había sido deficiente, consciente de que tenía que tomárselo con calma antes de levantarse de la silla donde reposaba. Pronto tendría que retomar el control de la situación de no mostrarse menos fuerte que su hijo, cosa que le producía cortedad ante todos los allí presentes.

    Se culpaba a sí misma de esta desgracia por no haberse dado cuenta de la herida cuando aún quedaban esperanzas de curarla. No, su interior le decía que la causa que había detrás del infortunio de su hijo se encontraba en su débil constitución física.

    Fue una constante que los médicos la advirtieran de que, en vista de sus frecuentes desmayos y mareos, su cuerpo pudiese no hacer frente a un embarazo, así que la animaban a adoptar un niño en vez de tener los suyos propios.

    Franz —su marido— estaba locamente enamorado de ella y no dudaba un instante en coincidir con los médicos de no correr riesgos insensatos. Él nunca aventuraría la vida de su mujer por el bien de un niño, sobre todo, por uno de cuya supervivencia en el útero estaba en entredicho debido a la debilidad de su madre.

    Con toda reticencia, ella insistió y se quedó encinta de Sebastian. El desvelo y la desolación la cortejaron a lo largo de los nueve meses, por lo que los médicos restringieron que guardase cama más de lo debido. Vera casi pierde la vida en el parto y, en consecuencia, se le prohibió oficialmente desde entonces tener más hijos, que, afortunadamente, aceptó por el bien del nacimiento del primero.

    Sin embargo, el daño ya estaba hecho. A pesar de las advertencias médicas, sus genes defectuosos fueron transmitidos a su hijo, el cual estaba pagando el precio de su terquedad por compartir, en líneas generales, su débil constitución física y cobardía. 

    — ¡Frau Schreiber! —le dijo una de las enfermeras despertándola de su sueño—. Queda una cama libre en la habitación de Sebastian. Si quiere descansar a su lado hasta que despierte, no tenemos que decírselo. No se le cobrará. La enfermera era una especie de gran matrona que parecía no alterarse por nada en el mundo. Es posible que hubiese visto de todo en su paso por los hospitales a lo largo de su vida. Su presencia transmitía a Vera un increíble sosiego.

    —Gracias, enfermera Liesl. Es usted muy amable —dijo Vera con una valerosa sonrisa—. Siento mucho causarles tantas molestias. Por favor, deme tan solo un minuto. Tengo problemas circulatorios sanguíneos. De ahí la posible debilidad de Sebastian. Me advirtieron de no tener hijos, pero hice oídos sordos.

    —No se culpe, Frau Schreiber. He oído últimamente demasiadas historias sobre genética y evolución. La vida y la salud siguen en manos de Dios —dijo Liesl.

    Quedó Vera asombrada de que una enfermera corriente —y claramente devota— pudiese percibir lo que pensaba, además de conocer las teorías actuales de las que ella solo había oído de pasada. Por otra, esas palabras suyas la tranquilizaron en esos momentos tan necesarios a las que se aferró dichosamente sin rechistar. Quizás fuese la voluntad divina, por muy desagradable que esta fuese. Entonces, se percató de que aún no le había dicho nada a su marido. Pese a que siempre estaba atareado con el trabajo, bien podría ahora estar cavilando el paradero de ella.

    ― ¿Cree usted que podría enviar a alguien a decirle a mi marido que venga al hospital o referirle al menos lo de la operación de Sebastian? ―preguntó ella a la encantadora enfermera.

    —Por supuesto, Madam. Enviaré a alguien de inmediato.

    La enfermera Liesl se ausentó un instante y, en su vuelta, acompañó a Vera a la habitación donde Sebastian se encontraba en el más profundo de los sueños, allí con tan tierno e ingenuo semblante a pesar de sus años. A su edad, otros chicos ya aparentaban hombres.

    Quizás fuese la débil masculinidad y virilidad en la descendencia de su hijo lo que a Franz decepcionaba y de la que él podría esperar, pero Vera se sentía muy orgullosa de él. Resultó al menos en esos tiempos útil que el punto fuerte de Sebastian hubiese sido su inteligencia y dialéctica, y no su físico.

    El muchacho nunca había sido un manitas, ni tampoco su ayuda en la tienda de la familia había sido para dar palmaditas. Echaba una mano en las tareas de la oficina y se centraba en su formación académica en vez de una vocacional.

    Vera no tardó en quedarse nuevamente dormida, martirizada por pesadillas aterradoras futuras, a veces iluminada por sueños más agradables en los que se encontraba surcando los bellos campos y montes austriacos.

    El tiempo parecía haberse detenido. Sebastian se despertó una sola vez, gritando de dolor, pero la enfermera de noche le administró una inyección de morfina casi de inmediato hasta que se tranquilizó de nuevo. Es posible que ni se percatase de la presencia de su madre en la habitación. Apenas se inmutaba a las vociferaciones de las enfermeras. ¿Quién podría culparlo? Se supone que un joven como él no debía ser víctima de tragedia semejante.

    Su marido Franz, entre tanto, no había aparecido por el hospital. Suponía Vera que, sin ella en la tienda, habría decidido quedarse allí para velar él mismo por el negocio. Hacía cuatro años que la pareja se había hecho cargo de la tienda de comestibles de su padre cuando un ataque al corazón dejó al anciano inhábil para realizar trabajos laboriosos.

    Sus suegros no podían ayudar en el almacén. Rebecca, la madre de Franz, sufría de la espalda y pasaba casi todo el día en cama en una agonía absoluta, tratando de dar con posturas cómodas. Ella y su reacio marido de corazón débil, Oscar, podían arreglárselas únicamente con pequeñas tareas de casa. Vera sentía mucha pena por su marido, rodeado de toda una familia incompetente y baldada, incluida ella misma.

    Ahora su propio hijo se unía a la liga de los lastres, hundiendo aún más a ese buen hombre. Esto fue un duro golpe para Vera, ya que Franz fue el primero en desanimarla para que, por el bien de su salud, no se quedase embarazada. Pero le mentía sobre su menstruación para tener el bebé. Lo que debía haber sido un regalo para él, aun arriesgando Vera su vida, se convirtió en su lugar en otro obstáculo en su trabajo.

    Abrumada por la culpa, se acurrucó en sí misma en posición fetal en la cama y abrazó firmemente la almohada hasta quedarse dormida. En su delirio creía oír a la simpática enfermera tener una extensa conversación con Sebastian sobre su porvenir y cómo había de ser fuerte para enfrentarse a su nueva condición. Es posible que solo fuese un sueño del que ella no sabía desviar de la realidad. Cuando se levantó para asumir su papel de madre garante y solícita, Sebastian ya casi había despertado y nadie más se encontraba en la habitación. Ya casi había amanecido.

    Vera había dormido con su ropa de diario y ahora tenía picores, se sentía sucia e impropia para hacer acto de presencia en público. Su pelo corto era lo que menos le preocupaba, pero su maquillaje había embadurnado toda la almohada. Y salió de la habitación para ver si había algún lugar donde poder asearse.

    Ahora había un nuevo turno de enfermeras, no muy simpáticas ni dispuestas a ayudar, aunque pudiese ser que ignorasen lo que le acaba de pasar. Tras un rato en los baños de señoras, Vera volvió a la habitación de Sebastian.

    Se enteró de que el Dr. Vukovic no llegaría hasta pasadas unas horas y que la anterior enfermera le contó a una sola de sus colegas lo de la noche de Vera y Sebastian. Cuando esta se pasó a ver cómo se encontraban madre e hijo aquella mañana, Sebastian ya estaba despierto, el cual tenía mejor humor del que Vera hubiese esperado.

    —Sebastian, cariño, mi valiente —dijo su madre acariciando su cara—. Lo siento mucho. La infección se fue de las manos y tuvieron que extraerte parte de tu pierna —añadió ella aguantando las lágrimas.

    —Lo sé —afirmó Sebastian—. Me lo dijo la enfermera Liesl. Tranquila.

    Su actitud estoica dejó a Vera petrificada. Tenía que haber sido la morfina.

    —A lo hecho, pecho —prosiguió él—. Pero creo que podría estar listo para más analgésicos.

    Esta última parte de lo que dijo estaba dirigida a la enfermera en la habitación. Era aún más joven que Liesl y mostraba una preocupación mucho más personal por el joven y su azar. Su postura no mostraba el efecto tranquilizador que se pretendía. La seriedad con la que trataba al paciente solo metía más miedo a madre e hijo por igual.

    —Por supuesto que lo tendré todo listo, angelito. Eres un chico estupendo —dijo ella con voz temblorosa y se apresuró en dejar la habitación.

    Su hijo dejó a Vera atónita. Aún se le advertía en su rostro regordete un poquitín de su bebé y esos hermosos ojos de avellanas cimbreantes. Nunca había sido tan agasajado. A ella se le iluminaba todo el orbe al sonreírle. A pesar de su apariencia juvenil, Sebastian tenía el carisma y traza de una persona juiciosa. Ahora había conseguido sacar esa habilidad para ganarse una visión positiva sobre su condición. Es posible que fuese todo en su conjunto o que las palabras de la enfermera Liesl le hubiesen abierto los ojos. Aquella noche, su principito había madurado más allá de su edad y Vera no salía de su asombro.

    No obstante, lo que sí la decepcionaba era que su marido no hubiese venido a verla en toda la noche, ni hubiese siquiera enviado un mensaje, pero se trataba de Franz. Afanado a todas horas con su trabajo y obsesionado con el suministro de todos. En realidad, no podía culparle. Soportaba una gran responsabilidad y lo hacía con énfasis, sin un quejido, jamás. Si eligió desatender a su familia en momentos de dificultad como este, es seguro que se viese empujado por el deber y sentido de la obligación hacia los mismos que para él parecían pasar por alto.

    El Dr. Vukovic entró un momento a ver a Sebastian. A pesar del poco tiempo que estuvo examinando al muchacho, quedó satisfecho con lo que vio. Reafirmó a Vera que la operación salió bien, pero que tenía que apresurarse a su siguiente paciente.

    Para la hora del almuerzo, Vera dejó a Sebastian en el hospital. El chico aún se pasaba casi todo el tiempo durmiendo, o en un estado de trance, y la presencia de su madre parecía pasar inadvertida. Además de sentirse mugrienta y pegajosa, necesitaba asearse —pensaba ella—, ya que podría oler a sudor impregnado en su ropa de la noche anterior.

    Al llegar a la tienda, poco caso le hizo Franz. Atendía a unos clientes cuando ella llegó, aparentemente dándole de lado tanto más trataba de acercarse a hablar con su marido. A decir verdad, él ya sabía la gran noticia y parecía no tener prisa en conocer los detalles. Percibía ella la tristeza en su rostro, al tiempo que el enfado y la ira mostrándose en sus ojos. Era el típico marido que sorteaba hablar de cosas desagradables. Si esto la llevase a carearse con él, este diría que, de haber habido complicaciones, lo sabría, ya que Vera le hubiera enviado en casos semejantes otro recado en ese preciso instante. No podía culparle de sentirse despreocupado. Prueba suficiente para su marido de que todo iba bien era la falta de malas noticias. A eso lo llamaba ella frialdad y él prioridad. Era uno de esos padres que se interesaban sobremanera por su hijo que, en otras circunstancias, le hubiese gustado jugar un papel importante en su formación y educación. No obstante, con el mal estado de salud de sus padres y la condición inestable de su esposa, tenía más que suficiente con tener que batallar en la tienda. No tardaría en enterarse de lo que el lujo derrochador de ir a tres hospitales de renombre había supuesto para el bolsillo, todos los cuales habían dado los mismos resultados y tasas de honorarios excesivos. Vera se alegraba de que, a pesar del gran dote que había aportado a su matrimonio, todavía le quedaba algo de dinero propio del que podría hacerse cargo de los gastos del hospital.

    Ofreció su ayuda a Franz con los clientes, pero le dijo que prefería que cuidase de sus padres y preparase algo de comida para todos ellos. Sabía ella que, cuando se ponía así, lo mejor era dejarlo solo hasta que esa actitud se le pasase.

    En el almuerzo, Franz engulló su comida y apenas soltó palabra. Vera le contó en detalle todo lo que sabía sobre la intervención. El Dr. Vukovic había explicado a regañadientes algunos detalles sobre cómo había ido todo y lo optimista que era con respecto a la pronta recuperación de Sebastian.

    —Vale —fue todo lo que Franz tenía que añadir al respecto y se retiró apresuradamente de la mesa escaleras abajo al almacén donde los sacos de provisiones necesitaban urgentemente clasificarlos.

    Apenas le dirigió la palabra a Vera en toda la tarde en tanto que ella atendía a los clientes. Siempre que se le presentaba la oportunidad de hablar, se iba al sótano para subir más existencias y se quedaba con ella únicamente cuando lo solicitaba para pedirle ayuda. Tan vanagloriado se sentaba por las noches a revisar los balances, que Vera ni le preguntaba si pensaba acompañarla al hospital. Servía la cena y se apresuraba a ver a su hijo.

    La enfermera Liesl estaba nuevamente de guardia y permitió que Vera entrara en la sala a pesar de estar fuera de los horarios de visita.

    —Su hijo se encuentra bien. Es un completo angelito —le dijo la enfermera jefa a la angustiada madre—. Apenas ha dado problema, y tan meditado. Cuando le pregunté por usted, me dijo que estaría atareada con el trabajo. Nunca se queja. Es un chico encantador. Lo ha educado muy bien.

    —Espero que haya sido para que tenga más cuidado de sí mismo —respondió con voz rencorosa—. Me aflige que vaya por ahí haciéndose daño cada dos por tres. Si ese no fuese el caso, no estaríamos aquí.

    —Vamos, Frau Schreiber, no empecemos otra vez —objetó la enfermera Liesl—. Tranquilícese. Es por su bien. Ahora que el muchacho está aguantando el tipo, le recomiendo que intente hacer lo mismo. Quejarse y lamentarse no le va a llevar a ninguna parte. El Dr. Vukovic me dijo que tuvieron suerte de que pudieran cortar por debajo de la rodilla. De ahí para arriba, las extremidades protéticas pasan mucho menos desapercibidas, además de ser una verdadera carga para el resignado. ¡Dé gracias y váyase ahora, compórtese como su madre que es!

    —Es fácil para usted decir eso. ¡No se trata de su hijo! —dijo Vera ofendida por el despropósito de la enfermera.

    —Cierto es —admitió Liesl, pero luego añadió con algo de impaciencia encubierta—: Porque, si fuese mi hijo, estaría muy orgullosa de él; no me miraría el ombligo, ni cómo me sentiría acerca de su desgracia, ni de las consecuencias en mi propia existencia. Me encantaría que él tuviese esa buena actitud y maneras de reafirmarse en la vida, además de ser un reflejo al que todos los demás pacientes deberían mirarse y eso que es el primer día tras la intervención. Espero que reconozca y valore lo especial que es, Frau Schreiber.

    ―Siento decirle que trata de poner su mejor cara ahora que está bajo los efectos de la morfina. Suele ser muy sensible y delicado ―replicó Vera.

    ―Por eso mismo tengo aún mayor consideración hacia él ―dijo la enfermera―. Aquellos pacientes que ya son fuertes de por sí, tratan de portar una sonrisa en todo momento y las más de las veces ni sienten amargura o autocompasión pasados unos años, por el hecho de que han intentado vivir rehusando de los hechos. Sin ilusiones ni quejas, su Sebastian está enfrentándose al devenir de su vida. Desde mi punto de vista, esto sí que es valentía, sobre todo, si no se es tan fuerte como lo es él. También otros casos peores veo yo por aquí, Frau Schreiber, créame que es usted afortunada viendo las circunstancias. Intente verlo desde esa perspectiva. Reflexione sobre lo que le he dicho. Lo único que quiero es ayudar.

    Vera sabía que la enfermera tenía razón, aunque le costaba admitirlo.

    ― ¿Puedo ver a mi hijo ahora? ―dijo ella en un tono más conciliatorio.

    ―Por supuesto, Madam ―respondió Liesl amablemente. Sabía que la mujer ante sí tenía mucho con lo que lidiar que, a pesar de su experiencia, no le costaba nada ponerse a trabajar en la mala disposición de la gente antes de que se hicieran una idea equivocada sobre el futuro de sus vidas.

    A juzgar por lo que la enfermera había presenciado, la familia tenía dinero suficiente como para permitirse ofrecerle a su hijo una vida relativamente cómoda. Mucho más de lo que podría decirse de las polios infantiles que había presenciado. Lo único que había que hacer es que alguien ayudase a Frau Schreiber para que se diese cuenta de su situación y quizás entonces pudiera ella sentirse mejor.

    Sebastian dormía cuando Vera llegó a la habitación. Lo habían movido a la cama vacía donde ella pasó la noche anterior. Se sentó en una silla y esperó otras tres horas hasta que su hijo se despertó sobrecogido llamando, con voz amable y tranquila, pero sin premura ni resolución, a una enfermera para su siguiente dosis de morfina:

    ― ¡Madre, estás aquí! Casi se levanta para saludarla antes de darse cuenta de que no podía: —Liesl dijo que era posible que esto ocurriese ―dijo él.

    ― ¿Qué puede pasar qué? ―preguntó Vera a su hijo.

    ―Eso de creerme que aún tengo mis dos piernas. Duele, pero no tanto como antes. Pronto dejarán de administrar morfina, así que no dependeré de ello.

    No salía ella de su asombro en cómo hablaba de los hechos de la forma tan desprendida y perspicaz.

    ―Tu padre te manda un beso. Lamenta mucho no haber podido venir, pero ya sabes cómo es él. Alguien tiene que cuidar de la tienda y no le gusta confiar la responsabilidad a cualquiera ―comentó Vera nerviosa, preocupada de que su hijo pudiera percibir su mentira. Si lo hizo, no se le notó.

    ―Claro, madre. Entiendo. Mira, me gustaría que, la próxima vez que vengas al hospital, me trajeses estos libros que he enumerado en una lista. Aunque sé que padre y tú estáis muy ocupados, no tienes que tomarte la molestia. Cuidan de mí muy bien —aseguró él.

    La enfermera de noche vino para administrarle su dosis y le pidió cortésmente a Vera que tenía que salir, pero que podía volver en horarios admisibles.

    Cuando Vera llegó a casa, Franz ya se había ido a la cama. Bien sabía ella lo que odiaba que lo develasen en mitad de la noche, así que se le concedió como sueño reparador y se fue a dormir a la habitación de Sebastian. Incapaz de tranquilizarse, se levantó temprano y preparó el desayuno para todos. Franz seguía pasando desapercibido y poco hablador. Bajaría tan pronto como pudiese para tener lista la tienda para cuando abriese.

    ―Hay que darle tiempo ―le dijo Oscar a su nuera―. A Franz le lleva un tiempo digerir las noticias importantes.

    Su suegro era un apacible hombre grandote, enorme y fornido con una espiral de pelo rizado canoso alrededor de una porción de calvicie creciente en su cabeza. Dé cara pajiza, de su frente resultaban arrugas bien pronunciadas. Aún se le notaba su aguante y lo brioso que tuvo que haber sido, pero una enfermedad lo había dejado panzudo y con los hombros caídos hacia delante. Con solo hablar o hacer acto de presencia, mostraba esa autoridad y mando tan característicos en él.

    ―Lo sé ―admitió Vera―. Es solo que me entristece que Franz no muestre interés alguno en pasarse por el hospital. Yo podría hacerme cargo de la tienda por un día. No sería la primera vez.

    ―Sebastian lo entenderá ―dijo en ese momento Rebecca para entrar en conversación. A su suegra le ansiaba compartir todo lo que acontecía en la casa desde su prolongado reposo en cama. Durante años prefirió ocuparse de sus propios asuntos y nunca interfería u ofrecía sus puntos de vista sin que le preguntaran. Ahora apenas se quitaba su camisón, raramente se aseaba o se peinaba su largo pelo pelirrojo y rizado. Tanto dolor estaba pasando que no hacía más que quejarse todo el tiempo. Se le había formado grandes bolsas de pellejo debajo de sus ojos; parecía que todo su cuerpo estaba combado y los contornos de su boca, al igual que su ánimo, colgaban hacia abajo. Siempre ocupada, se enorgullecía de nunca haber caído en el aburrimiento, pero esta increíble aflicción comenzó desde su padecimiento de espaldas que la llevó a convertirse en una de esas entrometidas y más despreciadas mujeres.

    ―Él no es un mimado ―salió ella en defensa de su nieto―. Apuesto a que todo lo que quiere son sus libros.

    ―Eso es exactamente lo que me pidió que le consiguiera: una larga lista de libros. Y sé lo bueno que es Sebastian y, aun así, temo por él. ¿Qué posibilidades tiene de que incluso su propio padre lo rechace ahora que es un lisiado? ―dijo Vera conteniendo las lágrimas.

    ―Franz no deniega de él ―salió Oscar en defensa de su hijo―. Es solo que le cuesta hacerse una idea de cómo va a ser la vida a partir de ahora para todos nosotros. Está resolviendo las cosas por sí mismo y cuando se vea capacitado, irá, se ofrecerá y cumplirá su deber como padre ―aseguró él.

    ―Yo le animo a que no se apresure ―reconoció Rebecca―. Y puede que sea una persona muy impulsiva. Le dije que pusiese sus ideas en claro antes de ir y diga

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