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Silvania
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Libro electrónico512 páginas7 horas

Silvania

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Información de este libro electrónico

Un viaje al parecer inocente es el culmen de una trama oculta durante años. La joven Sandra parte de viaje de fin de curso hacia Silvania, un pequeño país centroeuropeo en el que tiene un interés especial, pues allí murieron sus padres. Lo que iba a ser solo un inocente periplo con sus compañeros del instituto, pronto se convierte en algo mucho más complicado y peligroso. En Silvania, aunque la chica no lo sepa, razones vivas durante siglos la abocan a un destino elegido para ella mucho tiempo atrás… Aunque puede que Sandra no lo quiera.   
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 ago 2020
ISBN9788418261176
Silvania

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    Silvania - Boira Llobell

    publicados

    Lunes

    —¡Vamos, hija! ¡El taxi está esperando!

    —¡Un minuto, abuela! —pidió la joven desde el dormitorio.

    Sandra se sentó de un golpe en la maleta con ruedas color rojo recién comprada, que rebosaba, y trató de cerrarla como pudo. Tomó todas las cosas que tenía sobre la cama y las metió sin ningún orden en la mochila amarilla de piel gastada: móvil, cargador, libreta, bolígrafo, monedero, cámara de fotos, pañuelos y un largo etcétera.

    Se apoyó sobre sus manos en el tocador, tomó aire y reflexionó durante un instante por si se le olvidaba algo. Se miró al espejo. A un lado, una fotografía de sus padres, que le sonreían sobre el puente de Francisco, en Silvania, veinte años atrás. Llevaba mucho tiempo queriendo hacerse una foto en el mismo punto, en el lugar exacto. Quería recorrer cada calle, cada sitio donde una vez, hacía mucho, sus padres fueron felices, antes de morir. Casualidades de la vida, aquel año, por primera vez, el viaje de fin de curso de segundo de Bachillerato sería al pequeño Principado de Silvania, en el centro de Europa, donde su madre había nacido y vivido hasta que fue a la universidad.

    Se contempló en el espejo una vez más. ¿Era guapa? ¿Se parecía a su madre? Desde luego ambas tenían el mismo pelo: ondulado, aunque el de ella lucía un poco más oscuro. Lo había heredado de su padre, italiano, al igual que sus ojos negros. La forma de la cara era igual, incluso aquella palidez enfermiza. También se parecían físicamente: delgadas y menudas.

    Apenas podía recordarlos, ¿quién sabe si quedaba mucho o poco de ellos en ella?

    —¡Perderás el avión, Sandra! —sentenció la abuela, impaciente y con voz firme, desde el recibidor.

    La casa estaba en penumbras. Era finales de junio y el sol arañaba con fuerza en el exterior. La joven tomó la maleta, haciéndola rodar, y la mochila y se condujo sin problemas en la oscuridad, rozando las paredes con las yemas de los dedos, despidiéndose. Acarició su precioso piano de cola negro y el cómodo sofá de paso por el salón. Tomó una botella de agua fría de la nevera y trató de captar el dulce olor de su hogar por última vez antes de irse, de retenerlo en su memoria.

    Se metieron en el ascensor. Diez pisos dan para mucho, pero a la siempre perfecta Mila Petrova le sudaban las manos.

    —Sandra…

    —¿Dónde he puesto mis gafas de sol? —Rebuscó en su mochila.

    La dama se mordía con nerviosismo los labios pintados de carmesí. Había tenido varios meses para preparar aquella conversación, pero no había sido capaz. ¿Cómo se le dice a alguien lo que se le ha estado ocultando durante años? Conocía a su nieta como si la hubiese parido y sabía perfectamente que, cuando se enterase de todo, sería como si hubieran soltado una bomba atómica.

    —Hija, prométeme…

    —¡Aquí están! —sonrió triunfal, poniéndoselas al tiempo que llegaban a la planta baja.

    El taxista, un hombre de veintitantos, pelo rubio y ojos azules, metió el equipaje en el maletero intercambiando con la señora una mirada muy significativa, cargada de información, pero sin decir palabra alguna.

    Durante el trayecto hasta el instituto, en el interior del taxi, Mila miraba por la ventana sin ver, absorta en sus angustias, en mil preocupaciones, rezando por lo inevitable. Su nieta era ya toda una mujer. Ella la había criado y se sentía orgullosa de aquella criatura tan ambigua. Pero también se encontraba cansada. Había una sombra que planeaba sobre ellas desde… desde siempre. Algo que le pesaba, le hundía las vértebras y la atraía contra el suelo con mayor fuerza que la corriente gravedad. El plazo se acababa. Sandra estaba a punto de cumplir dieciocho años y nadie podría hacer nada por evitarlo. Nadie.

    Con lágrimas en los ojos, miró a su niña, intentando contenerse. Sandra, emocionada ante su gran viaje, al margen de todo aquello, de cuantos quebraderos de cabeza estaba originando, disfrutaba de las caricias que el viento caliente del mediodía le regalaba en el rostro, agitando ligeramente su cabello, sin más preocupación que junto a quién se sentaría en el autobús camino del aeropuerto.

    —¿Estás bien, abuela?

    —La mujer tardó unos segundos de más en contestar.

    —Sí, hija. —Le tomó la mano con fuerza—. No te preocupes por mí.

    El taxi aparcó delante del autobús, en una zona arbolada frente al instituto. A Sandra le faltó tiempo para echar a correr, impaciente, al encuentro de sus compañeros. Elena, su mejor amiga, la vio llegar y corrió a su encuentro dando pequeños saltos de alegría, con los brazos abiertos para darle un abrazo.

    —¡Sandy, que nos vamos de viaje!

    —¡Qué ganas tengo! —exclamó mientras le devolvía el abrazo.

    —¡Sandra! —Mila trató de llamar la atención de su nieta, en vano.

    —¿Lo has traído todo? —preguntó Elena en tono conspirador—. ¿También esa falda tan corta que me vas a prestar?

    —¡Todo, todo!

    —Sandra, escúchame cuando te hablo —ordenó la dama, perdiendo la paciencia—. Hazte cargo de tu maleta. —El taxista se la entregó en mano haciendo que la chica casi perdiera el equilibrio.

    —¡Esas chicas guapas! —saludó Marco, otro amigo de la pandilla, al acercarse—. Trae, dame. —Tomó la maleta, heroico, llevándola sin esfuerzo hasta la bodega del autobús, donde la dejó junto a las otras.

    Mila vio a su nieta perderse entre la gran cantidad de alumnos, padres, profesores y demás gentío allí congregado sin poder hacer mucho.

    —¡Sandra, tengo que hablar contigo!

    —¡Ahora, abuela, dame un minuto! —La voz le llegó a Mila desde algún punto del tumulto de gente que tenía frente a ella.

    Entre la multitud encontró al director del centro, un hombre de su edad, con pelo canoso y bien parecido para haber pasado los sesenta. Le acompañaba otro varón joven, alto y fibroso, de anchas espaldas.

    —¡Mila! —La saludó con un beso en la mejilla—. ¡Qué alegría verla!

    —Hola, Martín. —Sonrió como solo ella sabía hacerlo—. Veo que el tiempo no pasa por usted.

    —Gracias, ni que decir tiene que usted sigue tan hermosa como siempre —halagó, mirándola de arriba abajo.

    Era cierto. Mila Petrova, la que fue otra persona décadas atrás, no había envejecido, en lo que parecía un pacto con el diablo. Su pelo, que un día fue castaño, se veía adornado por hilos de plata, recogido en lo alto. Su rostro, de marfil, mostraba unos pómulos elegantes sombreados con un ligero colorete. Sus ojos grises le daban ese aspecto frío y sus finos labios lucían rojos, como siempre. Aquel día vestía una blusa de seda blanca, vaporosa, una ligera falda en beige y unos tacones marrones, a juego con el bolso. Un collar de perlas decoraba con finura su aún terso y delicado cuello.

    —Es más, diría que mejora con los años, como el buen vino.

    —Qué amable.

    —Deje que le presente a Carlo Bassi. Ha sido profesor de Historia de Sandra durante estos años y es el responsable de este viaje.

    —He oído hablar mucho de usted —sonrió ella cortésmente, ofreciéndole su mano—. Todo bueno —aclaró.

    —Sandra es una alumna impecable… y una chica estupenda. —Le brillaban los ojos al hablar de su alumna preferida.

    —Ella piensa lo mismo de usted. Ha conseguido que sea una apasionada de la historia: tengo todos los libros que le ha prestado rodando por casa.

    —Estoy seguro de que estará de acuerdo conmigo en que no hay nada mejor que encontrar a alguien con quien compartir pasión.

    Mila le escaneó con fiereza tratando de averiguar el verdadero significado de aquellas palabras. ¿Pasión?

    —Perdón —se excusó el director—, acabo de ver a un conocido y debo ir a saludarle. Mila —la tomó de la mano, para besarla—, ahora que su nieta se gradúa, no deje que pase mucho tiempo para que nos volvamos a ver. —Se marchó y la mujer se apresuró.

    —Carlo, ¿puedo llamarte así? —Él asintió, algo intrigado—. Me gustaría hablar contigo un momento. —Le tomó del brazo, intimidándolo—. Solo será un minuto.

    —¿Alguien ha visto a mi abuela?

    —Andará por ahí, no te preocupes. —Marco le hizo una foto, quitándole importancia.

    —No te pongas pesado con las fotos, ¿quieres, Marco?, que ni siquiera hemos salido de Roma todavía… —amenazó Elena.

    —Quédate tranquila, que no te las hago a ti —acorraló a Sandra—. Estoy sacando a lo más bonito que hay por aquí.

    Pero ella no le prestaba atención.

    —¿Os habéis fijado? Ese chico también viene —apuntó otra de las jóvenes del grupo.

    A un lado, apartado de todo el mundo, bajo la sombra de un árbol, un joven de tez nívea en contraste con sus ropas negras los miraba con interés. Su cuerpo atlético no pasaba desapercibido, menos aún para Elena.

    —¡Es el Vampiro Rumano, Sandy! ¡No me puedo creer que tengamos tanta suerte!

    —¿Por qué le llamáis así? —se molestó Marco, celoso—. Es un marginado.

    —Es diferente —murmuró Sandra, observándolo con interés.

    —¡Es el Vampiro Rumano! —gritó Elena, emocionada—. Ojalá me eligiese de primer plato… o como segundo, ¡o como postre! —Rio ante sus propias ocurrencias.

    Pero aquel joven de rizos oscuros, aunque miraba en dirección al grupo, tenía sus ojos negros clavados en Sandra desde que llegó.

    —Sandra. —Marco la cogió de la mano y la llevó a un lado—. Estoy muy contento de que vayamos juntos a este viaje. —Tomó el rostro de ella entre sus enormes manos, para captar toda su atención, y se acercó todo lo que pudo—. Va a ser inolvidable, ¿de acuerdo? Juntos haremos que lo sea.

    Ella asintió levemente, sin comprender del todo lo que quería decir su amigo.

    Carlo había terminado la carrera justo dos años antes. Acababa de cumplir veinticinco y, aunque siempre quiso estudiar Literatura, se tuvo que contentar con Historia por expreso deseo de su padre, que no consentía tener un hijo vago y poeta. Cuando encontró trabajo, nada más acabar la especialización, en el que había sido su propio instituto, no se emocionó demasiado, pero se esforzó todo lo que pudo por hacerlo bien.

    Sandra fue una de sus mayores motivaciones; conocerla fue sin duda una sorpresa. Cada día estaba más perplejo, le volvía loco: un día estaba de un humor y otro del opuesto, hoy quería estudiar Historia del Arte y al día siguiente Medicina para irse a curar la malaria, a veces eran muy amigos y otras no se podían ni ver. Estas y muchas otras cosas eran lo que le atraía de aquella paliducha extraña. Nunca sabía qué pensar, nunca acertaba, siempre se salía por la tangente y, aunque contrariado, en el fondo le gustaba. Adoraba acercarse a ella tratando de imaginar cómo la encontraría en cada momento, porque siempre iba a sorprenderse. Y en cierto modo intuía que con su abuela pasaba igual.

    —Te agradezco que me atiendas, Carlo —susurró suavemente la mujer, sentándose en un banco junto a él, a la sombra—. En realidad tenía muchas ganas de tener una reunión contigo, pero ya conoces a Sandra: a veces se puede mostrar muy hermética.

    —Sí. Cuando se cierra en banda no hay forma de acercarse a ella.

    —Sandra es una chica muy especial. Es mi única nieta. Yo la crie cuando sus pares murieron y casi nunca nos hemos separado.

    —No se preocupe, me hago cargo de la situación. Quédese tranquila porque conmigo estará segura, me encargaré personalmente.

    La dama le miraba con desconfianza, clavándole sus fríos ojos grises, tratando de traspasarlo.

    —No creo que sepas hasta qué punto es vital la seguridad de Sandra, pero parece que te importa y que cuidarás de ella. —El chico asintió, seguro de sí mismo, tratando de aguantar el interrogatorio—. Me quedo más tranquila —mintió.

    —Si no le importa voy a empezar a subir a los chicos al autobús. Debemos irnos.

    —¡Claro! Muchas gracias por escucharme. —Le tendió su delicada mano y él la tomó suavemente entre las suyas, volviendo a sonreír—. Una última cosa, ¿podrías decirle a Sandra que venga aquí?

    —Por supuesto. —Otra sonrisa más, ya forzada.

    Aunque aparentemente había sido una conversación de lo más inocente, el joven profesor sacó algunas conclusiones que le dejaron aún más confundido. Desde luego Sandra tenía a quién parecerse, pensó.

    —Chicos, id despidiéndoos, nos vamos ya —avisó al grupo de alumnos de su tutoría.

    Tomó a Sandra por la cintura, indicándole la dirección de donde él venía para indicarle.

    —Tu abuela está ahí, quiere hablar contigo.

    —Gracias, Carlo.

    Le sonrió dulcemente, aquella sonrisa de miel que le derretía, y echó a correr en dirección a su abuela.

    —¿Qué haces aquí tú sola? —Se recostó a su lado, en el banco.

    —Pensaba en lo mayor que estás. —Le acarició el pelo con ternura—. Aún recuerdo cuando te dormías entre mis brazos —evocó con nostalgia—. Siempre has sido una niña muy cariñosa; pensaba que eras así solo conmigo, pero ya veo que no. ¿Vas a explicarme lo que hay entre ese profesor y tú?

    La chica se incorporó para mirarla con los ojos desorbitados y la boca abierta.

    —¿Has hablado con él? ¿Qué le has dicho?

    —Nada, nada… —sonrió, pícara—. Ya sabes que no soy así, yo no me meto en esas cosas. Además, de poco serviría. En el amor, como en tantas otras cosas, basta que te diga que no vayas, que no lo hagas, para que lo desees con más ganas.

    —No es amor, solo curiosidad mutua. Tanteo. Tal vez no lo entiendas, abuela, pero nos comprendemos muy bien.

    —Te miro y veo que eres una mujer, aunque a veces se me olvide. En mi cabeza siempre serás mi niña pequeña; sé que te cuesta, pero tienes que entender que solo me preocupo por ti. No quiero que te hagan daño.

    —¿Todo esto porque me voy? ¿A qué viene esta charla tan profunda a estas horas?

    —No, a nada. Solo le he dicho que cuide de ti —sonrió, tratando de transmitir tranquilidad—. Me preocupas, hija.

    —No tienes por qué. Sabes que soy muy racional, no hago locuras, me educaste bien. Tú pensarás que me voy en plan juerga, pero en realidad este viaje es muy importante para mí por otros motivos: allí nació mi madre, allí la criaste, allí vivió la mayor parte de su vida. Tengo curiosidad por ver lo que ella vio, pasear por las calles que ella recorrió, visitar los sitios a los que ella fue. Silvania forma parte de su vida, ella sigue allí en cierto modo. No soy tonta, sé que no voy a encontrarla allí, pero me es inevitable buscarla.

    —A eso me refiero, cariño… —Acariciaba las manos de su nieta con lágrimas en los ojos.

    —No te entiendo, abuela…

    —Eres tan blanquita… —Una lágrima rodó por su anguloso rostro y Sandra la quitó con suavidad.

    —¡Y que lo digas! Por mucho que tome el sol no pierdo esta palidez… —bromeó, intentando animar a su abuela. Parecía tan abatida, tan frágil… que enseguida le dieron remordimientos por irse y dejarla sola. —¡No te pongas triste; volveré sana y salva, lo prometo!

    Mila temblaba por todos lados, sabiendo que aquello no se cumpliría. Agarró a su nieta por los hombros con fuerza, tensa, para decirle con toda la intensidad que pudo:

    —¡Nunca olvides quién eres, Sandra, ni de dónde vienes! —La abrazó angustiada—. ¡Este es tu hogar, yo soy tu familia y tú eres Alessandra Galiero, recuérdalo siempre!

    Al soltarla y ver la cara de preocupación de su nieta sonrió, pero Sandra la conocía demasiado bien.

    Juntas, agarradas por la cintura, se dirigieron a la puerta del autobús, donde la mayoría de los alumnos habían montado ya.

    —¿Me llamarás cuando llegues?

    —Lo haré. Nos vemos dentro de una semana.

    —Ten mucho cuidado, por favor.

    —Tranquila, abuela. —La apretó con fuerza, tratando de transmitirle ánimos y todo su cariño—. Te quiero mucho. —Notó deslizarse una lágrima por su mejilla.

    —Y yo a ti, hija.

    Entonces apareció Carlo, algo contrariado por romper aquel momento tan emotivo.

    —Nos vamos, Sandra.

    Abuela y nieta se abrazaron y se besaron por última vez. Después, alumna y profesor subieron al autobús, instantes antes de que el conductor cerrara las puertas. Desde allí mismo dijo adiós y tiró besos a su abuela a través del cristal hasta que la perdió de vista.

    —¿Estás bien?

    —Sí. —Sandra escondía sus ojos vidriosos—. No te rías pero, es la primera vez que nos separamos; es mi única familia. —Le temblaba la voz.

    —¿Ves que me ría? —Levantó su rostro por la barbilla suavemente y retiró dos lágrimas que habían escapado, furtivas, con dulzura.

    El autobús tomó una curva y, al estar ambos de pie, él se precipitó sobre ella, logrando sujetarse a tiempo para no ir al suelo.

    —No estás sola, Sandra. —Escasos centímetros les separaban—. Estoy aquí. —Le sonrió.

    —Ya lo sé.

    Compartieron una mirada cómplice, llena de cosas, y un par de sonrisas. Ambos acabaron ruborizados.

    —Anda, ve a sentarte.

    Sandra encontró a Elena hacia la mitad del pasillo y se sentó a su lado.

    —¿Estás bien?

    —Sí, solo algo mareada. —Sandra se estiró en el asiento, tratando de relajarse, respirando hondo.

    —Cámbiame el sitio, mirando por la ventana te pondrás mejor.

    Sandra cerró los ojos con intención de perderse en sus pensamientos durante el trayecto. Marco se volvió desde el asiento de delante y les tomó una foto sin avisar.

    —¡Marco, para! —pidió Elena.

    —¿Sandy, estás bien? Tienes mal aspecto —se preocupó el muchacho al verla así, tocándole la frente con su enorme mano.

    —Sí, no es nada. —Intentó liberarse de la presión de la mano de su amigo.

    —¿Quieres que le pida al conductor que pare? —insistió.

    —Déjala, ¿no ves que la estás agobiando? —le gritó Elena.

    —¡He dicho que estoy bien! —gruñó, molesta ante tantas atenciones.

    —¿De verdad? ¿No quieres un poco de agua?

    —¡No! Dejadme, por favor. —Dirigió el aire acondicionado en su dirección y se encasquetó los auriculares del MP3 en los oídos. Al otro lado de la ventana, las calles del barrio de la periferia donde vivía y que tan bien conocía se movían a velocidad media.

    —Vaya humos… —murmuró Marco, dolido.

    Ya se encontraba mejor. Notaba su tórax expandirse por completo al respirar. Aquella música mágica la relajaba: el violín era tan triste y tan delicado al mismo tiempo… No conocía a nadie más de su edad que escuchase ese tipo de música, al menos por la calle, por todas partes.

    A su izquierda, por detrás, notó que se caía algo. Al mirar entre el asiento y la pared del autobús encontró la caja de un CD. Introdujo sus dedos pinzándolo con las yemas y tiró: un recopilatorio de violonchelo, las mejores piezas interpretadas por Rostropóvich. Su sorpresa aumentó al darse la vuelta para devolvérselo al dueño: el Vampiro Rumano.

    —Gracias.

    —¿Te gusta el chelo? ¿O, mejor aún, conoces a Rostropóvich? —preguntó incrédula.

    —No estoy de acuerdo con la interpretación de todas las piezas, pero, como decís aquí, nunca llueve a gusto de todos —contestó el chico con un acento entre polaco y eslovaco, aunque con un tono muy rudo, muy alemán.

    —Oiga, ¿está usted seguro de que sabe llegar? —preguntó el joven profesor, cada vez más nervioso.

    —¿Le digo yo a usted cómo hacer… lo que quiera que haga? —contestó con violencia el conductor del bus, escupiendo las palabras en un italiano bastante malo.

    —No, si yo no le digo cómo hacer su trabajo. Pero es la tercera vez que pasamos por esta glorieta.

    El chófer sudaba ríos de tinta por todos sus poros, se le marcaban las venas de la tensión y murmuraba entre dientes cosas en un idioma que Carlo fue incapaz de reconocer.

    —¡Mire, no me ponga más nervioso, que no quiero tener problemas! —En vez de salir de la glorieta siguió en la misma, dando ya la cuarta vuelta—. Yo no tengo la culpa de que en este país se pongan a abrir y abrir cosas y no se molesten en cerrar…— Una rueda reventó y el hombre perdió el control del vehículo.

    Agarró el volante con todas sus fuerzas, marcando unos músculos de acero. El autobús se dirigía sin control hacia una zona vallada, con el pavimento levantado. Carlo ayudó al conductor a sujetar el volante, tratando de girar a tiempo para evitar el choque, pero resultó imposible: se llevaron las vallas por delante. El frenazo, sin embargo, fue prolongado. Pararon justo antes de llegar a una enorme zanja excavada en el asfalto y el conductor respiró.

    Todo se puso a botar. Todo saltaba por los aires: mochilas, alumnos. ¿Turbulencias en el suelo? En uno de los baches, de los más violentos, sobre las cabezas de Sandra y Marco se desprendió la pieza metálica que ejercía de maletero. Marco se apartó a tiempo, pero Sandra no lo vio venir. El impacto le dio de lleno en la frente y empezó a sangrar.

    —¿Estáis todos bien? —preguntó Carlo, desde la cabeza del autobús, cuando este se detuvo.

    —¡Sandra está sangrando! —gritó Elena, muy asustada.

    Carlo corrió en dirección a la chica, abriéndose paso entre los exaltados alumnos. Elena se apartó y entre Marco y él le quitaron la pesada pieza de metal de encima. Carlo se sentó a su lado, se quitó la camisa, dejando a la vista una explícita y ajustada camiseta blanca de manga corta que definía su torso a la perfección, y le limpió la sangre con ella. El corte era limpio, de unos dos centímetros, bastante superficial.

    —¿Cómo estás? —le preguntó suavemente.

    —Bien, no ha sido nada.

    —¿Qué ha pasado? —preguntó Marco, muy indignado.

    —Hemos tenido un pinchazo, el conductor ha perdido el control —contestó.

    —¡Estos inmigrantes! ¡Si no valen para trabajar mejor que se queden en su país! —gritó el muchacho, furioso.

    —Deja de decir tonterías —le ordenó el profesor, muy serio.

    —¿Cómo vamos a llegar al aeropuerto? —preguntó otra alumna, alarmada—. ¡Perderemos el avión!

    —¡Eso no va a pasar! De todas formas, ya estamos muy cerca del aeropuerto, así que tranquilizaos, llegaremos a tiempo —dijo, intentando calmar a los chicos; todos estaban muy agitados—. Marco, aprieta la frente de Sandra con cuidado, para que deje de sangrar. Yo vuelvo enseguida. ¿Estarás bien?

    —Sí, tranquilo. Ve. —Ella le sonrió con dulzura.

    —¿Dice que no lo puede arreglar? —preguntó Carlo, nervioso.

    —¡Quién me mandaría a mí…! ¡Ya les dije que no, que enviasen a otro…! —gruñía el conductor, al borde de un ataque de nervios.

    —¿Qué es, su primer día? —exclamó el profesor, con ojos desorbitados—. ¡No, si ya decía yo que estaba perdido…!

    —¡Yo no me perdí! —El hombre estaba tan tenso que se le marcaban las venas del cuello y la frente—. Es su ciudad la que está patas arriba… —Y se puso a gritar en un extraño lenguaje, gesticulando como un loco.

    —Deja, Marco, ya me aprieto yo —pidió Sandra, incómoda por la presión que ejercía su amigo contra su frente.

    —Nada, nada. Tú relájate que yo estoy aquí para cuidarte —sentenció él.

    —Para, en serio, me estás haciendo daño. —Se revolvió en el asiento.

    —No seas mala enferma. Ya has oído a Carlo.

    —¿Eres sordo? —intervino de pronto el Vampiro Rumano—. Te ha dicho que la dejes.

    —Nadie ha pedido tu opinión. Cuando aprendas a hablar mi idioma como Dios manda…

    —No voy a repetírtelo —le cortó el otro—. Te ha dicho que pares, ¿no lo entiendes? Suéltala —amenazó.

    —¡Javier! —gritó Carlo al teléfono, hablando con el otro compañero, un profesor de origen español, encargado del viaje—. ¿Dónde te metes?

    —Estaba recogiendo los billetes. ¿Qué pasa?

    —Hemos tenido un accidente: el autobús ha pinchado una rueda y hemos chocado con unas vallas.

    —¡¿Qué?!, ¡¿estáis bien?!

    —Sí, algunos golpes leves, y Sandra tiene un pequeño corte, pero no es nada. Todos están muy nerviosos, eso sí.

    Observó entre los transeúntes, todos apresurados ante tales temperaturas, a un hombre mayor que él, grande y de aspecto cuadriculado, vestido de negro. Inmóvil entre la multitud, miraba en dirección al autobús. Al girarse para ver el punto exacto que observaba con tal intensidad, vio a Sandra recostada en su asiento. Javier le seguía hablando.

    —Perdona, no te escuchaba.

    —Que si tenéis forma de llegar hasta aquí.

    —No, el autobús se ha estropeado y no podemos seguir. Había pensado en coger el metro, me ha parecido ver una parada por aquí cerca. —Notó que le faltaba el aire.

    Se subió la camiseta y vio que su costado derecho estaba rojo: se había dado un buen golpe en el choque y ni lo había notado.

    —¿Venís por la S-10?

    —Sí, creo que sí. —Al girar de nuevo se dio cuenta de que aquel hombre había desaparecido—. No sé dónde estamos, no conozco esta zona, y el conductor está perdido.

    —¡Yo no estoy perdido! —gritó el aludido, indignado.

    —¡Cállese, por Dios, que no me entero! Javier, estoy en una rotonda, frente a un tanatorio, parece… —dudó.

    —¿Ves un campo de fútbol?

    —Sí, a un lado. —Vio que sus alumnos empezaban a bajar del bus tímidamente—. ¿A dónde vais? —gritó—. ¡Volved todos arriba, vamos!

    —¡Carlo, escúchame! Debéis dirigiros al estadio de fútbol, bordeadlo y encontraréis la boca de metro.

    —Vale, te volveré a llamar si no lo encuentro.

    Cuando Carlo volvió a subir al autobús encontró a la mayoría de los chicos levantados, hacia la mitad del pasillo. Algunos se mantenían al margen, otros sujetaban a Marco de los brazos: parecía fuera de control. Todos gritaban y Sandra estaba en medio, tratando de calmar a su amigo. Al Vampiro Rumano, por su parte, se le veía alerta, pero con aire impasible.

    —¡Eh, ya basta! —gritó el profesor, metiéndose en medio—. ¿Qué os pasa? ¡Dejad de comportaros como críos! —Miró a ambas partes, muy serio—. Marco, ¿qué ha pasado? —El muchacho no apartaba sus ojos iracundos del otro—. ¡Habla!

    —Nada —murmuró.

    —No, la gente no se pone así por nada. —Le tomó el rostro para hacer que le mirase—. ¡Para, Marco, no te lo digo más! ¿Quieres quedarte en tierra? —le amenazó.

    —Ha sido culpa mía —anunció Sandra.

    —¡No! —gritaron a un tiempo ambos muchachos.

    —¡Se acabó! —sentenció el profesor—. Esto se acaba aquí, ¿habéis oído? ¡Lo que sea que os pase no subirá al avión! ¿Está claro? —Ninguno contestó—. ¡Pues venga, todos abajo!

    —¿Qué? —exclamaron sus alumnos.

    —El autobús se ha estropeado, vamos a coger el metro. La parada está aquí cerca, iremos caminando. —Los chicos se quejaron, pero Carlo no quiso escuchar lamentos—. ¡Y al que no le guste la idea ya sabe lo que tiene que hacer! ¡Andando, coged las maletas!

    Al llegar al metro el aire acondicionado les devolvió la vida. Habían caminado veinte minutos bajo un sol de tortura y cargados hasta las cejas. El tren estaba prácticamente vacío a esa hora, así que se expandieron a gusto. Sandra se sentó al final del primer vagón, en el suelo, junto a su maleta rodante. Marco le ofreció su asiento con una sonrisa, pero ella lo rechazó con otra. Odiaba la violencia y más aún en la gente que quería. Pero ese chico al otro lado del vagón, apoyado contra una de las puertas, que la miraba tan fijamente como ella a él, con la misma intensidad y el mismo interés… ese chico la había defendido sin conocerla. Había hecho enfurecer a Marco hasta el delirio solo por respeto hacia ella sin apenas mover uno solo de aquellos rizos oscuros de la cabeza, ni se había inmutado. Y encima le gustaba el chelo.

    —Hola —saludó Carlo, sentándose a su lado.

    —Hola.

    Se miraron a los ojos un par de segundos y enseguida tuvieron que buscar refugio a su alrededor. Entre ellos se quedaron un montón de cosas pendientes: ganas, curiosidad, atracción. En aquella ocasión, como tantas otras, se echaron atrás.

    —¿Cómo estás, te duele?

    —No, estoy bien —murmuró sin mirarle a los ojos—. Siento lo que ha pasado en el autobús. Ese chico solo intentaba defenderme.

    —¿De Marco? Porque Marco intentaba defenderte de él.

    —No puedo responder de la locura del mundo —murmuró con inocencia, sin darle importancia.

    —No claro, no es culpa tuya provocar ese noble sentimiento de ayudar a la princesa en apuros… Aunque a veces no dejas ni que nos acerquemos.

    —¿Tú también te incluyes? —preguntó la joven de esa forma tan suya, picándole, retándole para ver hasta dónde llegaba, jugando como solo ella sabía hacerlo, volviéndole loco.

    —Creo que ya tienes una ligera idea de mis debilidades; no te estoy descubriendo nada nuevo —murmuró el profesor en un susurro mientras contemplaba a sus alumnos a su alrededor, asegurándose de que no había nadie lo suficientemente cerca como para escucharlos.

    Sandra sabía, como él, de aquella extraña partida de póquer que se traían entre manos, y le encantaba. Disfrutaba sobremanera sintiéndose querida o más bien admirada por aquel profesor que podría estar con cualquiera, pero se dejaba seducir por una niña de diecisiete años que lo traía de cabeza.

    Por el instituto corría algún que otro rumor sobre ellos, al igual que las muchas habladurías que circulaban sobre él y otras profesoras, pero nada era cierto. Lo único real, por así decirlo, que había pasado entre ambos había tenido lugar los días previos al viaje; el resto eran meras conversaciones y tonteo por los pasillos del centro.

    El viernes por la noche, en la fiesta de fin de curso, después de la cena, cruzaron miradas intensas, a distancia, en uno de los locales de moda de la ciudad. Pasadas las cuatro de la mañana, Carlo anunció a sus alumnos que se marchaba a casa. Cuando se hubo despedido de los chavales con los que tenía más relación, echó en falta a Sandra. Parecía habérsela tragado la tierra.

    Salió del local con mal sabor de boca al no haber podido despedirse de su alumna, como le gustaba llamarla en su cabeza, como si no tuviese más, y también por no haber cruzado apenas palabra con ella durante toda la noche.

    Al doblar una esquina, se la encontró sentada sobre el capó de su coche, con los tacones en las manos y una sonrisa traviesa.

    —Me duelen los pies. ¿Me llevas a casa?

    Estuvieron paseando por un parque en lo alto de la ciudad desde donde vieron amanecer. Durante un par de horas hablaron como adultos sobre la vida, el futuro y varias cosas más. De todo salvo de ellos dos.

    Cerca de las siete de la mañana, Carlo aparcó el coche frente a la casa de Sandra. Tenía tantas ganas de besarla como miedo de espantarla. Y es que con ella ya sabía que debía llevar pies de plomo, pero no tenía claro si podría marcharse y dejarla allí sin llevarse un beso con el que soñar hasta el mediodía.

    Sandra se le adelantó, dándole un abrazo que le dejó fuera de juego. No se esperaba aquello, pero se dejó llevar; se perdió en su pelo ondulado, el olor dulce que desprendía y el calor de su cuerpo contra el suyo.

    —¿Haces algo mañana? Podríamos ir al cine —sugirió ella.

    Carlo no estaba preparado ni contaba con la suficiente sangre en la cabeza para poder pensar demasiado. Aceptó y la noche siguiente fueron al cine. Era sábado y el centro comercial al que acudieron estaba a rebosar. Entre otros, además de algunos alumnos que los miraron y cuchichearon, se encontraron con el jefe de estudios y la profesora de Dibujo Técnico, a los que Carlo no tuvo más remedio que saludar mientras Sandra compraba palomitas.

    Cuando la muchacha terminó y se acercó hacia el improvisado grupo docente, Carlo empezó a sudar y a ponerse pálido mientras veía cómo su alumna se aproximaba hacia ellos. Sandra se dio cuenta y disimuló dirigiéndose hacia la salida. Un par de minutos después, el profesor salía disparado, buscándola, angustiado, hasta que dio con ella en un banco, en la acera de enfrente.

    Le pidió disculpas varias veces mientras ella prefirió quitarle importancia al asunto y reírse diciendo que podrían haber llevado a cabo una reunión de evaluación de haber estado por allí la profesora de Filosofía y el de Matemáticas.

    Anduvieron sin rumbo fijo por la ciudad, dando un paseo. La noche de principios de verano era cálida y agradable, y entre el gentío y la oscuridad el profesor parecía más relajado en lo que era algo así como la primera cita oficial. Sin saber cómo acabaron frente al piso de Carlo, que se vio en la obligación de invitarla a subir.

    El apartamento, que compartía con Javier, tenía dos habitaciones, un pequeño salón con la cocina incorporada y una apacible terraza con muebles eclécticos y bombillas de colores que podría contar más de una fiesta y alguna que otra conquista.

    Carlo le prestó un libro de poesía del que le había hablado esa misma semana y ella le animó a que le leyese algunos versos allí, en la quietud de las alturas en la noche. Y él no se hizo de rogar; prácticamente cualquier cosa que aquella chiquilla le pidiese quería concedérsela.

    Mientras recitaba, por el rabillo del ojo, veía a su alumna sentada frente a él, con aquel encantador vestido amarillo y todos los bucles deshechos de su pelo ondulado cayendo por los hombros, escuchándole sin parpadear, con admiración, e irremediablemente se sintió mal de nuevo. Con Sandra siempre había una gran parte de él que se sentía así, como si estuviese haciendo algo malo. «Juego sucio» eran las palabras que le atormentaban y que uno de sus mejores amigos había murmurado en una ocasión en que su grupo de colegas le animaban a que contase sus idas y venidas con las adolescentes a las que daba clase.

    No podía evitar sentirse así, como si supiese de su poder y posición como docente y creyese que, en el fondo, si Sandra fuese de su misma edad probablemente ni siquiera se fijaría en él.

    Cuando volvió de todos aquellos oscuros pensamientos se encontró al objeto de los mismos de pie, frente a él; muy cerca, de hecho. Carlo apartó el libro y puso las manos en las caderas de Sandra, acercándola hacia él. Y allí volvía a estar ella, mujer fatal de casi dieciocho años, mirándole a los ojos de aquella manera que lo derretía. Y esos labios por los que suspiraba, tan cerca, invitándole a pasar.

    Antes de que pasase nada más, la puerta del apartamento se abrió de golpe y entró Javier Pascual como una exhalación. El profesor de Inglés de Sandra tenía concierto con su grupo aquella noche en un garito de la ciudad y había olvidado su cejilla de la suerte. Sandra, azorada por la interrupción y por el hecho de que otro de sus profesores favoritos hubiese sido quien les interrumpía, se despidió atropelladamente y salió de allí poco menos que corriendo.

    Javier persiguió a su compañero haciéndole preguntas al respecto por todo el piso, pero Carlo no quería hablar del tema, pues seguía sintiéndose mal. De no haberles interrumpido, quién sabe qué habría sucedido. ¿Estaban preparados para dar ese paso, para saltar la barrera? Desde luego podrían hacerlo, pues el curso había terminado y, una vez volviesen del viaje, Sandra ya no sería nunca más alumna suya. ¿Estaría ella preparada para algo así? ¿Y él mismo?

    Carlo pasó todo el domingo tirado sin poder pensar en otra cosa, queriendo llamarla, hablar con Sandra y resolver todo aquello de una vez. A media tarde por fin se puso las pilas e hizo la maleta.

    Javier no apareció hasta casi las once de la noche. Habían empalmado el concierto con la fiesta, después el desayuno con un partido de fútbol y por la tarde habían comido y pasado la tarde por el centro, de terraza en terraza. Llegó agotado, y aunque aún tenía la maleta por hacer no pudo evitar recordarle a su compañero y amigo que tenían una conversación y muchas respuestas pendientes. Qué más quisiera Carlo que dar respuesta a todas aquellas preguntas. Tal vez ese viaje fuera el momento.

    —Algo me imaginaba, sí —murmuró Sandra sacándole de sus pensamientos—. Lo que pasa es que, no te ofendas, pero no me termina de gustar lo de que todo el mundo tenga a bien protegerme de esa forma. No tengo necesidad de un príncipe que me rescate, te lo aseguro. Sé cuidarme sola.

    —Lo sé, es obvio que sí. No te creas que los que hacemos esto elegimos ser caballeros andantes. Yo no me levanto por las mañana pensando en cómo salvar a Sandra, aunque no lo creas… Algo tienes, pequeña —aseguró, sacándole una enorme sonrisa a su alumna.

    Y ese sentimiento de culpa volvió a invadirle, como si estuviese haciendo algo horrible.

    El aeropuerto estaba lleno de gente: cientos de viajeros, acompañantes y trabajadores de un lado para otro, con prisas y maletas por todos lados.

    —No os separéis, Javier debe andar por aquí —indicó el profesor.

    —¿Quién quiere un billete a Silvania? —preguntó apareciendo el joven profesor, de treinta y pocos, con camiseta de Los Frinchers, deportivas chillonas y pantalones vaqueros—. ¡Un poco de ánimo, chicos, que nos vamos de viaje! —gritó, pero nadie le siguió—. Vaya panda de mantas —le estrechó la mano a Carlo—, y tú el primero.

    —No nos lo tengas en cuenta, están cansados.

    Se dirigieron hacia el mostrador de facturación.

    —Así es mejor: esta noche dormirán bien —le zarandeó amistosamente—, y tú y yo también.

    Liberados al fin de su equipaje, pasado el control de seguridad y esperando para embarcar, los alumnos se esparcieron por la sala de espera, visitaron las tiendas del aeropuerto y se entretuvieron como pudieron.

    —¿Queréis comer algo? —preguntó Marco.

    —Vamos a embarcar dentro de poco —contestó David—. Espérate a la maravillosa y suculenta comida del avión.

    —¿Si vamos a embarcar ya por qué no pone nada en los monitores? —Sandra estaba desparramada por los asientos, con Elena. Ya no sabían ni en qué postura ponerse.

    —¡Ding, dang, dung! —sonó al fin por los altavoces—. Atención, señores viajeros. El aeropuerto les informa que el vuelo 328 1E con destino Silvania ha sido retrasado por un tiempo estimado en más de una hora. Disculpen las molestias. Seguiremos informando.

    —Ahí tienes la respuesta; si antes lo dices… —murmuró Elena, cansada.

    —Vamos a llegar a las mil —concluyó Sandra, mirando el reloj—. Voy al baño, necesito estirar las piernas. —Se levantó, desperezándose.

    —¿Te acompaño? —preguntaron a la vez Elena y Marco.

    —¡Somos las chicas las que nos acompañamos al baño! —protestó Elena, dándole una pequeña colleja a su

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