Casi una esposa
Por Eva Rutland
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La convivencia con Tray estaba consiguiendo que Lisa empezara a sentirse muy atraída por él. En la práctica, era casi su esposa. ¿Qué haría si Tray le sugería que se casaran?
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Casi una esposa - Eva Rutland
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2000 Eva Rutland
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Casi una esposa, n.º 1594 - junio 2020
Título original: Almost a Wife
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1348-706-9
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
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Prólogo
LISA Reynolds miró con aprensión el vestíbulo vacío del edificio del Bonus Bank. No había nadie esperando para montarse en ninguno de los ascensores, ni nada que indicara cuándo vendría alguien y apretaría el botón del que iba a los pisos 21 a 40. Ella se acercó a dicho ascensor y, llena de valor, levantó el dedo. Sin embargo, no pudo apretar el botón.
¡Aquello era una locura! Solo porque le había ocurrido una vez no significaba que fuera a quedarse atrapada en un ascensor cada vez que se montara en uno.
A pesar de todo, Lisa no estaba loca. ¿Acaso no había pasado por la universidad como un rayo y se había sacado un máster en Empresariales con solo veintitrés años? En aquel momento, con veintiséis, era directora de Desarrollo e Investigación de CTI, Computer Technology Incorporated. «Ya no», se recordó.
No había perdido el trabajo porque no fuera buena en lo que hacía. ¡Fusiones! Todo aquello era una locura. Era solo el resultado de todas aquellas extrañas maniobras de absorción de empresas y reducciones de plantilla que son tan comunes hoy en día en el mundo de los negocios.
En cualquier caso, era CTI quien había perdido, no ella. Ya estaba tanteando y con su preparación, la competencia la contrataría en un abrir y cerrar de ojos.
«Y tal vez con un despacho en el primer piso», pensó, intentando reírse de sí misma. ¿Por qué no podía perder aquella ridícula fobia a los ascensores?
Casi había conseguido superarla. Por pura necesidad. Nunca hubiera podido subir las escaleras hasta el piso treinta todos los días laborables durante un año entero. Por ello, había tenido que ceder un poco: se montaría en el ascensor solo si alguien subía con ella. De esa manera, no estaría sola en caso de muerte o si se producía un desastre.
Tendría que haber llegado más temprano. No todos habían perdido su trabajo y los ascensores hubieran estado repletos de trabajadores a primera hora de la mañana. Lo había pensado mal. Había sido una estupidez creer que no importaba llegar un poco tarde su último día de trabajo.
Cuando vio que una mujer entraba en el vestíbulo, se irguió, esperanzada. Sin embargo, la mujer se detuvo delante del que iba hasta el piso veinte. Lisa dio un paso atrás, como si estuviera esperando a alguien. Disimuló haciendo que miraba un mural en la pared mientras no dejaba de observar de reojo a la mujer. Iba muy bien vestida, con un elegante traje oscuro. En la mano, cubierta por un guante, llevaba un maletín de piel.
«Como yo», pensó Lisa, tocándose con una mano el sedoso cabello negro que, con un corte muy elegante, le llegaba a los hombros. «¡He ido a la peluquería, me he hecho la manicura y voy tan bien vestida como la más elegante de todas las elegantes ejecutivas! Y trabajo mejor que la mayoría de ellas. Me lo dijo Sam Fraser».
–No me gusta hacerte esto –le había dicho él, cuando le entregó el formulario de color rosa que daba por terminado su contrato–. Desarrollo e investigación ha ganado dinamismo desde que tú estás al mando. Además, no es culpa tuya que hayamos caído en el mercado.
–Pero eso es solo temporal –había protestado ella, más preocupada en aquel momento del potencial de CTI que de su situación personal–. Por supuesto que vamos a caer en el mercado cuando se está generado un gran paquete de acciones. Sin embargo, cuando los nuevos programas estén en el mercado, nuestras acciones subirán.
–Sí, pero la fusión depende de la cotización actual. Tray Kingsley, el hombre que está negociando el acuerdo, no deja de mirar el mercado y si nuestras acciones no suben, empezará un proceso de liquidación. Tenemos que recortar costes para aumentar los beneficios. Y los mandos intermedios son de lo primero que hay que deshacerse. Lo siento.
Así se había desvanecido su trabajo. Así de fácil. Solo porque un pez gordo sentado en su despacho de Nueva York lo había decidido así tras estudiar el mercado de valores. Un pez gordo que se llamaba Tray Kingsley. Lisa nunca se hubiera imaginado que sería capaz de odiar a un hombre sin conocerlo.
¿Qué podía decir él sobre el valor real de CTI, si se pasaba la vida sobre su trasero a casi cinco mil kilómetros de distancia?
Más concretamente, ¿por qué demonios había decidido CTI fusionarse con Lawson Enterprises en aquellos momentos? ¡Solo llevaba allí un año! Nunca hubiera pensado que pudiera ser candidata a la jubilación anticipada…
Al ver que un hombre entraba en el edificio, se puso de nuevo alerta. En cualquier otro momento, se hubiera dado cuenta de que era alto, moreno y muy atractivo. Sin embargo, aquella mañana, Lisa solo notó que se dirigía directamente al ascensor que iba del piso 21 al 40. Por ello, no perdió ni un momento.
Tray Kingsley sonrió al apretar el botón. Subía en muchos sentidos. Tras llevar solo un año con Lawson, lo habían elegido para negociar la absorción de CTI, por lo que había recibido una gratificación más que considerable. Además, le habían nombrado jefe ejecutivo de la nueva división de San Francisco. Su trabajo allí era solo temporal, una oportunidad para estudiar las instalaciones y decidir los movimientos financieros más aconsejables. Sin embargo, la gratificación incluía un sustancial aumento de sueldo y la oportunidad de poder saborear, aunque fuera solo brevemente, la soleada California. Una oferta inmejorable.
En realidad, él mismo había sugerido aquel trabajo en California. Así podía darle un respiro diplomáticamente a la relación que mantenía con una dama muy persistente, que daba la casualidad de que era la hija del jefe.
En realidad no era un respiro muy largo. Seguía manteniendo su puesto en la central de Nueva York y estaría allí muy a menudo. Además, para hacerle justicia, le gustaba su relación con Chase Lawson. Era hermosa y bien relacionada con las personas adecuadas, lo que la convertía en una persona muy valiosa en cualquier reunión social. ¿Personalmente? Intentaba pensar más allá de las reuniones sociales y pensar en las cenas íntimas y el tiempo que pasaban a solas. Tal vez el hecho que fuera una Lawson era lo único que le producía reparos. A Tray le gustaba pensar que su ascenso en la empresa se debía a sus capacidades… y no al hecho de que fuera el futuro yerno del jefe.
Cuando la puerta del ascensor se abrió, volvió a concentrarse en su trabajo. Aquella iba a ser la primera vez que iba a visitar aquella empresa, pero ya estaba inmerso en los planes de mejora y expansión. Lo primero que había que hacer era…
–Perdón –dijo él, algo sobresaltado. No estaba seguro de quién se había chocado con quién.
Los dos parecían haber entrado en el ascensor simultáneamente. Tray no la miró y casi nos se dio cuenta de que ella no le había contestado.
«El hombre clave de la empresa es un tipo llamado Sam Fraser», pensó. Tal vez podría concertar un almuerzo con él. Hablar era mejor que mirar cuando se trataba de dar el tamaño adecuado a una empresa. Quería hacerse con el control desde el principio. No se preocuparía por un apartamento. El hotel resultaba muy conveniente y…
–¡Dios mío!
Aquel gritó reclamó su atención, sobresaltándole. Se volvió a mirar a la mujer que se había agachado de puro terror. El lamento se había ido convirtiendo poco a poco en sollozos incontrolables.
–¿Qué pasa? ¿Qué pasa? –preguntó él, inclinándose sobre ella.
–Estamos atrapados. Estamos atrapados. ¡Dios mío! Lo sabía, ¡sabía que iba a ocurrir esto! ¡Dios, Dios, Dios…! ¡Ay, Dios mío!
Aquella histeria le crispaba los nervios. Solo entonces se dio cuenta de que la mujer tenía razón. El ascensor se había detenido entre dos plantas. Estaba a punto de tocar la alarma cuando ella le bloqueó el paso.
–No debería haberme montado… Ojalá no lo hubiera hecho. Ojalá no lo hubiera hecho.
Tray pensaba lo mismo. Aquella mujer estaba perdiendo el control, por lo que intentó calmarla.
–No se preocupe. Llamaré a alguien –dijo él. Entonces, la zarandeó muy suavemente para intentar interrumpir aquel balbuceo incoherente–. Tranquilícese. Todo va a salir bien.
La mujer negó con la cabeza, sacudiendo violentamente su mata de cabello negro. Tray no sabía si se estaba riendo o llorando. Sin embargo, era evidente que estaba histérica. No quería darle un bofetón. ¿Y si la besaba?
Cubrió la boca de la desconocida con la suya, ahogando los gritos, o tal vez, la dejó tan atónita que ella se quedó en silencio. ¡Dios mío…! Aquel beso era mucho más potente que un bofetón. Tray se sorprendió por la dulce manera en que se rindió, evocando un erótico temblor de… ¡Qué diablos estaba haciendo! Entonces intentó soltarla, pero no pudo. Ella se aferró a aquel sentimiento. Rodeada por los brazos de aquel desconocido se sentía segura. A salvo.
Con aquella presión sobre sus labios, todo su ser respondió, despertándose a una extraña sensación de deseo que era tan agradable que se había apoderado de ella.
Cada vez que él intentaba separarse de ella, ella se aferraba aún más a él. Tenía la cabeza sobre el hombro. El limpio aroma del champú se mezclaba con un exótico perfume que emanaba de su cuerpo. Los brazos de aquella mujer la estrechaban demasiado contra él. Demasiado. ¡Demasiado para el modo en que aquella desconocida le estaba haciendo sentir!
Con un esfuerzo, Tray logró recuperar el control. Al menos, había conseguido que ella guardara silencio. Por encima del hombro de ella, él extendió una mano para agarrar el teléfono que estaba conectado a la alarma.
–Hola… Hola… ¿Hay alguien ahí?
–¡No! –exclamó ella, sintiendo que el pánico volvía a apoderarse de ella–. No hay nadie. No vendrán. ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios!
–¡Cállese! –gritó él. Cuando sintió que las lágrimas de ella le empapaban la camisa, suavizó su tono–. Si no guarda silencio, no podré oír nada. Nos van a sacar de aquí en un abrir y cerrar de ojos.
–No. ¡Estaremos aquí por lo menos durante dos horas!
–¿Cómo? ¿Es que esto