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La destrucción de la memoria
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Libro electrónico553 páginas6 horas

La destrucción de la memoria

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Dresde, Guernica, Vukovar, Sarajevo. Tíbet, Mostar, las Torres Gemelas, Palmira. La destrucción de la memoria propone un aterrador viaje por una serie de guerras y con-flictos en los que la aniquilación de iconos arquitectónicos ha ejercido un papel fundamental. Desde la destrucción de las ciudades aztecas por parte de Hernán Cortés hasta los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial; desde el genocidio armenio hasta la guerra en la antigua Yugoslavia, el terrorismo del IRA o los ataques del yihadismo contra monumentos emblemáticos.

En este profundo ensayo, que combina erudición con testimonios de primera mano recogidos sobre el terreno, Robert Bevan expone la guerra cultural que se libra detrás de la demolición del patrimonio. Su objetivo es exterminar a un pueblo, erradicar la memoria de su cultura y, en última instancia, borrar el recuerdo su misma existencia. Es el llamado urbicidio.

Lo sabían los babilonios que destruyeron el Templo de Salomón en Jerusalén. Lo sabían los nazis que quemaron las sinagogas. O los guardias rojos de Mao que arrasaron miles de monasterios budistas del Tíbet: lejos de ser un daño colateral, la destrucción de bienes culturales y edificios simbólicos constituye un acto deliberado de guerra. Un ataque para destruir la memoria, para liquidar una cultura, para enterrar a un pueblo.

Reseñado en The New York Review of Books, The Guardian, The Times, Financial Times Magazine, Sunday Times, The Independent, The Scotsman o Icon.
IdiomaEspañol
EditorialLa Caja Books
Fecha de lanzamiento22 jun 2020
ISBN9788417496371
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    La destrucción de la memoria - Robert Bevan

    1

    introducción

    los enemigos de la arquitectura y de la memoria

    El objetivo implícito de esta línea de pensamiento es un mundo de pesadilla en el cual el Líder o una camarilla dirigente controlen no solo el presente, sino también el pasado. Si el Líder afirma respecto a tal o cual acontecimiento que «nunca ocurrió», entonces… es que nunca ocurrió. Esta perspectiva me asusta mucho más que las bombas, y, después de lo que hemos vivido en los últimos años, no es una conjetura frívola.

    George Orwell

    ¹

    Nunca ha habido mezquitas en Zvornik.

    Branko Grujic

    , alcalde serbio de Zvornik,

    después de que la población musulmana hubiera

    sido expulsada y sus mezquitas, destruidas.²

    Un sentimiento a medio camino entre el horror y la fascinación surge al pensar en algo en apariencia tan duradero como un edificio —algo que uno espera que permanezca durante un tiempo equivalente al de muchas vidas humanas— llegando a su fin de forma prematura. Como niño obsesionado con la arquitectura, solía quedarme absorto contemplando las imágenes de archivo que mostraban la devastación sufrida por el patrimonio arquitectónico europeo durante la Segunda Guerra Mundial. A menudo podía encontrárseme en la biblioteca municipal, arrastrando hasta la moqueta de la sección infantil volúmenes la mitad de altos que yo mismo y que trataban sobre joyas arquitectónicas desaparecidas. Al mismo tiempo, me sentía culpable por preocuparme por el destino de objetos artísticos y edificios inanimados, a la vista de las imágenes del mismo período que mostraban el infame sufrimiento que había sido infligido a las personas durante el Holocausto. Este último constituía, con diferencia, la perversidad mayor y era infinitamente más conmovedor. Afligirse, aunque fuera un instante, por los restos hechos añicos de museos e iglesias parecía, en el mejor de los casos, autocomplaciente y, en el peor, un indicador de una escala de prioridades atrozmente errónea, sobre todo si se tenía en cuenta que el Holocausto había afectado de modo terrible las vidas de algunos amigos de la familia.

    La destrucción de edificios y ciudades ha sido siempre una parte inevitable del intercambio de hostilidades y no ha hecho sino empeorar a medida que el armamento se ha hecho progresivamente más pesado y destructivo, desde las hondas y flechas del pasado hasta los misiles de hoy. Ahora son los continentes, y ya no solo las ciudades, los que pueden ser devastados. Un estrago tal puede ser consecuencia directa de unas maniobras militares para ganar territorio o aplastar al enemigo, o de una voluntad de aniquilar la capacidad de combate del adversario. También el reparto del botín juega un papel importante. No obstante, ha habido asimismo una guerra contra la arquitectura, una guerra en la cual la destrucción del patrimonio cultural del país o pueblo enemigo ha sido utilizada como un medio para dominarlo, aterrorizarlo, dividirlo o erradicarlo por completo. El objetivo aquí no es tanto la derrota de un ejército enemigo —de hecho, estas tácticas se desarrollan muy a menudo bien lejos de la línea de frente—, sino la consecución de una limpieza étnica o genocidio por otros medios, así como la reescritura de la historia en función de los intereses de un vencedor deseoso de afianzar sus conquistas. En este contexto, la arquitectura adquiere una cualidad totémica: una mezquita, por ejemplo, no es simplemente una mezquita, sino que representa para sus enemigos la presencia de la comunidad que están decididos a borrar del mapa. Una biblioteca o un museo son repositorios de memoria histórica, la prueba de que la presencia de una determinada comunidad en un territorio se remonta al pasado y la legitima en el presente y también de cara al futuro. En estas circunstancias, estructuras y lugares que de algún modo albergan un significado son seleccionados intencionadamente para ser condenados al olvido. No se trata de un «daño colateral», es más bien una destrucción activa y a menudo sistemática de determinados tipos de edificios o tradiciones arquitectónicas que tiene lugar en conflictos en los cuales el borrado de los recuerdos, la historia y la identidad ligadas a la arquitectura y al espacio —su olvido forzoso— es un fin por sí mismo. Esos edificios no son atacados porque se encuentren en el camino que lleva a un objetivo militar: para sus destructores, los edificios son el objetivo mismo.

    Ese era el propósito de la destrucción de las sinagogas alemanas por parte de los nazis durante la llamada Noche de los Cristales Rotos (Kristallnacht) en 1938: negar a un pueblo su pasado, así como un futuro. Yendo un poco más lejos, esa noche, como intento demostrar en este libro, puede ser entendida como un episodio protogenocida, un acto de deshumanización y segregación, y un paso más en el descenso hacia las insondables profundidades de la barbarie. La eliminación de elementos arquitectónicos es un reflejo polvoriento y agrietado del destino de las personas a manos de sus exterminadores. Durante la década de los noventa, las guerras en la antigua Yugoslavia, con la tortura, los homicidios en masa y los campos de concentración en Bosnia, por un lado, y la demolición de mezquitas, la quema de bibliotecas y la voladura de puentes, por el otro, me hicieron darme cuenta de que mi culpabilidad infantil estaba fuera de lugar. El vínculo entre el borrado de cualquier vestigio material de un pueblo, y de su memoria colectiva, y el asesinato de las personas mismas resultaba impepinable. La fragilidad crónica de la sociedad civilizada y de la ética tiene su correlato en la fragilidad de sus monumentos. Esta limpieza cultural, que tiene en la arquitectura uno de sus escenarios, es un fenómeno que apenas ha sido comprendido. Esta es la razón por la que este libro ha sido escrito. La investigación realizada se ha beneficiado de visitas a muchos lugares, desde la India hasta Bosnia, desde Cisjordania hasta Irlanda, y ha sido compilada a partir de numerosas fuentes: entrevistas hechas por mí, reportajes de otros periodistas y el trabajo de especialistas académicos, historiadores, asociaciones de voluntarios y grupos de defensa de los derechos humanos de todo el mundo.

    Una de las víctimas de la Noche de los Cristales Rotos fue la gran sinagoga de Essen, concebida por Edmund Körner entre 1911 y 1913. El interior quedó en su mayor parte destruido por el fuego, pero la estructura subsistió y fue usada tras la guerra para albergar un museo de diseño, lo cual acabó con lo que pudiera quedar del interior original. En 1979 se convirtió en un monumento conmemorativo del Holocausto. Un reciente intento de reanudar los servicios religiosos judíos en este lugar ha encontrado resistencia por parte de los responsables políticos locales, que han argumentado que eso perturbaría la «neutralidad» de ese espacio de memoria.

    El puente de Mostar (Stari Most) antes de la guerra de Bosnia. Símbolo y meollo de la vida social de la antaño cosmopolita ciudad de Mostar, el puente fue diseñado por Mimar Hajruddin, discípulo del gran arquitecto otomano Sinan. Está flanqueado por dos torres fortificadas del siglo XVII.

    Como consecuencia del intenso bombardeo por parte de la artillería croata, el puente de Mostar de desplomó sobre el río Neretva el 9 de noviembre de 1993. Fue una pérdida catastrófica de la cual existe un único testimonio filmado, captado por un cámara amateur. Posteriormente se construyó una réplica del puente de piedra. El general croata Slobodan Praljak fue imputado por el Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia de La Haya, acusado de ordenar su destrucción.

    Se ha escrito mucho acerca de la represión deliberada de las culturas minoritarias —su lengua, literatura, arte y tradiciones—, pero poco acerca de la represión de su arquitectura. Este libro intenta examinar cómo las experiencias de las personas y del patrimonio arquitectónico en situaciones de conflicto armado han ido de la mano durante el siglo pasado y cómo la arquitectura se ha convertido en un campo de batalla en el cual todavía hoy se dirimen otras luchas de tipo ideológico, étnico o identitario. Los numerólogos disfrutarán como niños con este dato: la Noche de los Cristales Rotos empezó poco antes de la medianoche del 9 de noviembre —o sea, el 9/11— de 1938. En la misma fecha de 1989, los primeros pedazos del Muro de Berlín empezaron a caer. En otro 9 de noviembre, cuatro años más tarde, el histórico puente de Mostar se vino finalmente abajo sobre el río Neretva a consecuencia del fuego croata. Más tarde llegó el 9/11 —según el formato de fecha habitual en los Estados Unidos— de Nueva York. Si bien se trataba, claro, de un día diferente (el 11 de septiembre), los números parecen señalar un día para la destrucción. No se trata de defender la intervención de algún tipo de voluntad cósmica: otras fechas podrían traerse a colación igualmente por su significación destructiva. Tales coincidencias son posibles debido a la ubicuidad de la destrucción plenamente deliberada de edificios y monumentos.

    Empiezo con un repaso al destino de algunos edificios como parte de un genocidio o limpieza étnica y, a continuación, examino la puesta en el punto de mira de los edificios en el marco de campañas de terror y conquista, así como las estructuras erigidas y demolidas para mantener a las poblaciones separadas o, por el contrario, forzarlas a convivir, y también aquellas demolidas a manos de nuevos regímenes revolucionarios que pretenden construir la utopía sobre las ruinas del pasado. La actividad destructiva del pasado siglo tiene la cualidad de un carrusel desenfrenado: la limpieza étnica puede ser parte de una conquista; la conquista puede ser tanto ideológica como territorial; la codicia territorial puede ser genocida y terminar con la partición del territorio. La organización del material es temática más que geográfica o cronológica con el fin de que las conexiones se revelen con mayor claridad. Algunos temas se solapan de manera inevitable: el destino del patrimonio arquitectónico de Jerusalén desde la creación del Estado de Israel, por ejemplo, podría ser contemplado por igual como un ejemplo de limpieza étnica, partición o conquista (que es donde aparece en este libro). El objetivo es entrelazar algunos de estos hilos —puesto que se trata de una experiencia demasiado generalizada como para que sea posible ofrecer una cobertura total—, para así mostrar cuáles son las fuerzas que conducen a esa destrucción deliberada del patrimonio arquitectónico, dejando de lado la causada por consideraciones meramente militares. Se tratar de examinar las fuerzas de tipo político que están operando, con el fin de poner en evidencia la naturaleza política de lo que sucede cuando China derruye los monasterios tibetanos o Berlín se enfrenta a su pasado nacionalsocialista y estalinista. ¿Por qué Al Qaeda decidió que el World Trade Center era un blanco apropiado, y por qué desafiaron los talibanes a la opinión mundial y redujeron los budas de Bamiyán a polvo? La tan repetida frase de Clausewitz («La guerra no es un fenómeno independiente, sino la continuación de la política por otros medios») es la base sobre la que se sustenta la devastación arquitectónica que estamos examinando.

    La destrucción violenta de edificios por motivos distintos de los meramente pragmáticos también ocurre en tiempo de paz, por supuesto, y no es posible separar de modo totalmente neto los estragos del «progreso» —la modernidad y la industrialización, con toda su carga ideológica implícita— de los conflictos entre clases y otros grupos en el seno de las sociedades, puesto que todos ellos forman parte del continuo rehacerse de nuestros entornos. En la medida en que las ciudades evolucionan y cambian, las estructuras se vuelven superfluas o se encuentran usos más apropiados para determinados lugares.³ Asimismo, la demolición ha sido usada a menudo como un medio para desintegrar núcleos de resistencia entre la población: la haussmannización de París es el ejemplo más evidente, si bien cabe mencionar que también en este caso se produjo durante la resaca de una serie de desórdenes revolucionarios violentos. Con todo, la negligencia, ya sea inocente o malintencionada, es la causa más común. Aquí se podría incluir la degradación o demolición de un edificio que ya no dispone de una comunidad que se ocupe de él o en el cual esta carece del poder económico o político para oponerse a los planes de «mejora» o «regeneración» que lo amenazan.

    Este fenómeno suele ir de la mano del declive del poder o de la presencia de una comunidad, grupo étnico o religioso, o de una clase social en un determinado lugar, o puede, contrariamente, reflejar hostilidad ante el ascenso de un grupo: cada vez que una familia bengalí del East End londinense se encuentra con unos trapos ardiendo, empapados en gasolina, metidos por la ranura de las cartas de su puerta, estamos ante una limpieza étnica en miniatura. Solo lo que es valorado por la cultura o culturas dominantes en una sociedad dada es preservado y atendido; el resto puede ser destruido, ya sea por descuido o a propósito, o simplemente abandonado a su suerte. Estas cuestiones son abordadas solo de pasada allí donde la herencia del conflicto todavía determina las decisiones del país en materia de demolición y reconstrucción, o en aquellos países en vías de descomposición en los que se avecina una guerra. En cualquier caso, el foco de interés principal de este libro son las guerras y procesos revolucionarios de los siglos xx y xxi, donde estos procesos se han manifestado del modo más explícito y brutal, y donde esta brutalidad se intensificaba a medida que lo hacía la del conflicto del cual formaban parte. La demolición deliberada de edificios está íntimamente relacionada con el derrumbe y las convulsiones sociales.

    Cabe recordar, no obstante, que no hay nada intrínsecamente político en el estilo arquitectónico de una ciudad: la estética clasicista, por ejemplo, ha servido como modelo urbanístico tanto para el fascismo como para el estalinismo o la democracia liberal en Berlín, Moscú o Washington. También la arquitectura de vanguardia, si bien execrada por Hitler y asociada en gran medida con la izquierda, se hizo un hueco en la Italia de Mussolini. Esto no significa que el diseño y la producción arquitectónicos estén exentos de contenido ideológico, en absoluto: muy por el contrario, están saturados de él. Sin embargo, ese contenido no es inherente a la forma, sino que surge cuando esas formas son colocadas es un contexto histórico y social determinado. Lo que debe tenerse en cuenta son los sentidos —siempre cambiantes— asociados con el ladrillo y la piedra, y no una supuesta cualidad intrínseca a los materiales o al modo en que son ensamblados. Básicamente, lo que importa son las razones que explican tanto su presencia como el deseo de arrasarlos: los edificios no son políticos, sino que son politizados mediante el porqué y el cómo son construidos, comprendidos y destruidos.

    András Riedlmayer, que ha trabajado de modo decidido en contra de la destrucción del patrimonio cultural de Bosnia y Kosovo, cita al historiador Eric Hobsbawm en relación con el contexto de esta ideología de la destrucción:

    La historia es la materia prima de las ideologías nacionalistas, etnicistas o fundamentalistas, del mismo modo que las amapolas son el material en crudo para la adicción a la heroína… Si no hay un pasado apropiado, no hay más que inventarlo. El pasado legitima. El pasado proporciona un trasfondo mucho más glorioso a un presente que no tiene mucho de lo que enorgullecerse por sí mismo.

    Tales usos y abusos de los materiales históricos para reconstruir o re-representar el pasado, como los que se hacen patentes en los ataques al patrimonio arquitectónico, son legión. Según Hobsbawm, la invención de nuevas tradiciones es también un componente esencial de la creación de continuidad entre pasado y presente, a menudo al servicio de la creación de lealtades de tipo nacionalista. Cantar un himno nacional, revitalizar las artes tradicionales autóctonas o rendir tributo a banderas y otros símbolos históricos rescatados son, en su opinión, otras tantas maneras de activar esta continuidad inventada a fuerza de repetición.⁵ En vez de depender de la repetición, la virtud de la memoria arquitectónica en el contexto de este tipo de producción ideológica radica, en mi opinión, en la aparente permanencia de los ladrillos y la piedra. Los edificios y los espacios públicos pueden ser el escenario en el que diferentes grupos confluyan a través de una experiencia compartida. Las identidades colectivas se forjan y las tradiciones se inventan. Es la propia impresión de persistencia que acompaña a la arquitectura lo que hace de su manipulación un instrumento tan persuasivo: la conservación y la destrucción selectivas pueden reconfigurar la memoria histórica, al tiempo que la fachada de significados fijados en la piedra puede ser modificada.

    La pérdida sufrida por aquellos cuyo patrimonio arquitectónico ha sido reducido a escombros no es únicamente consternación por el coste material de lo destruido o pesar por la mutilación del valor estético atribuido a las estructuras. Más bien, y como ha defendido Hannah Arendt, «la realidad y confiabilidad del mundo humano descansan principalmente en el hecho de que estamos rodeados de cosas más permanentes que la actividad que las produce».⁶ Perder todo lo que nos es familiar, la destrucción de nuestro entorno propio, puede reducirnos a la condición de exiliados faltos de puntos de referencia, arrancados del calor de los recuerdos que antes convocaran. Es el peligro de perder la identidad colectiva y la tranquilizadora sensación de continuidad que esas identidades proporcionan, a pesar de que, en realidad, están en permanente evolución. El filósofo Henri Lefebvre llamó la atención sobre este proceso: «El espacio monumental ha ofrecido a cada miembro de una sociedad la imagen de su pertenencia, imagen de su rostro social, espejo colectivo más auténtico que un espejo individualizado».⁷ Esto supone un paso adelante con respecto a la teoría lacaniana del espejo: en lugar del individuo en desarrollo que se reconoce a sí mismo como una entidad discreta, se trata de ligar a ese individuo a una comunidad más amplia; se trata, en definitiva, de pertenencia.

    Las amenazas externas pueden unir incluso a los grupos más heterogéneos en defensa de una causa nacional y de las representaciones arquitectónicas del Estado. Por el contrario, en las guerras entre grupos étnicos y religiosos, ya sea dentro de un país o a ambos lados de una frontera, se produce una atomización, una concentración no en torno a la bandera nacional, sino en torno a las comunidades subestatales. Aquí la identidad personal, el yo individual enraizado en el colectivo, está en peligro. En estas circunstancias, hay una intensificación de la lealtad al grupo que traduce un deseo de preservación. La identificación étnica o religiosa, por ejemplo, puede volverse más importante que el hecho de identificarse con un barrio, ciudad o Estado nación. En cierta medida, es este miedo al olvido y el deseo de defenderse frente a él lo que puede volver tan brutales estos conflictos y tan decisivo el destino de las representaciones arquitectónicas de la identidad grupal. Nietzsche, quien reconocía en los monumentos «la impronta de la voluntad de poder», podría haber escrito indudablemente lo mismo respecto a su demolición que a su construcción. En las guerras entre este tipo de grupos se despliega una barbarie característica (aunque a menudo sus manifestaciones se disfracen de cuestiones políticas, económicas o territoriales) debida al hecho de que, como consecuencia de la intensificación de la identificación con una comunidad, se llega a su corolario: la definición de aquellos que quedan fuera del grupo como «los otros», cuya «otredad» es directamente proporcional a la intensidad de aquella identificación. Todos los conflictos, tanto los claramente étnicos como los de tipo económico y expansionista, invocan la noción de «otro», ya sea por su nacionalidad, ya sea por su raza, clase, religión, ideología o valores. Es el énfasis en las diferencias entre los que están dentro del grupo y los que quedan fuera de él lo que conduce a la devaluación de estos últimos y de su patrimonio material.⁸ Esta deshumanización es un paso esencial en el proceso de normalización del hecho de desmantelar el acervo cultural del enemigo, maltratarlo y, en última instancia, matarlo: en ocasiones, estas acciones han sido condensadas en un único acontecimiento, como cuando se ha quemado vivos a los miembros de una congregación dentro de su lugar de culto. La arquitectura adquiere una mayor importancia en este tipo de conflictos, especialmente si se trata de monumentos conmemorativos o edificios sagrados pertenecientes al otro grupo. A veces parece como si los propios ladrillos y piedras fueran culpables de ser un «otro», además de ser recordatorios de la presencia del otro. Su forma misma puede reflejar un modo de ser o de pensar ajeno, un desarrollo cultural diferente: mezquita, cúpula bulbosa, estrella o campanario.

    No solo los monumentos más impresionantes, más antiguos o de más valor arquitectónico pueden ser blanco de los ataques: también las viviendas, especialmente aquellas de tipo tradicional, pueden ser monumentales, en el sentido de que actúan como un estímulo para los recuerdos que suscitan la identidad grupal. El término monumento es usado aquí en su sentido más amplio. En los siguientes capítulos se atenderá tanto a los monumentos «deliberados» como a los «involuntarios», es decir, tanto a los que son abiertamente conmemorativos como a todos aquellos que, a causa de su historia y de la identificación que sus constructores y usuarios han desarrollado con ellos, han adquirido un determinado significado.⁹ Aquellas obras de carácter más figurativo, como las estatuas, son tratadas muy de pasada, dado que este tipo de iconoclastia directa ha sido debatida extensamente en otros lugares.¹⁰ De modo similar, las consecuencias de la guerra para otras obras de arte, tales como el pillaje, han sido enumeradas en repetidas ocasiones —si bien es de notar que en los conflictos étnicos la destrucción y la quema son mucho más comunes que la incautación, sin duda porque las ganancias pecuniarias pasan a un segundo plano frente al deseo de erradicar—.¹¹ Por el contrario, las discusiones que se plantean en las siguientes páginas apuntan directamente a las complejidades de la arquitectura: los edificios generan significado por su función cotidiana, por su presencia en el paisaje urbano y por su forma. Pueden tener un significado asociado a ellos en cuanto que estructuras o, a veces, actuar como meros contenedores de significado e historia. Los dos papeles conjuran recuerdos. No estamos hablando de las sutilezas proustianas de un aroma, un sabor o una textura, si bien la arquitectura puede resultar altamente evocadora: es innegable que la mera visión de un edificio —la casa que uno habitó en el pasado, un rincón romántico o un lugar de trabajo que se llegó a aborrecer— puede ser un desencadenante inmediato de recuerdos. Igualmente, la pura familiaridad de una calle, una cierta sensación de recogimiento, su lado soleado, un rincón familiar, pueden crear un apego hacia el espacio y una identificación con el lugar y con la comunidad que lo habita.¹²

    Lo que está en juego es tanto la memoria personal como la colectiva. Aquí consideraremos la memoria colectiva como un haz de memorias individuales que se fusionan a través de los intercambios interpersonales y dan así lugar a una narrativa comunitaria en relación con el patrimonio arquitectónico. Esta narrativa no es independiente de las generaciones de personas que crean y re-crean los recuerdos, pero sí es independiente de cada individuo que está dentro del grupo. En parte, reconocemos nuestro lugar en el mundo a través de una interacción con los edificios que nos rodean, y a través también del recuerdo de esas experiencias, así como mediante lo que se nos cuenta sobre la experiencia de los demás: se trata de la creación de una identidad social localizada en un tiempo y un espacio.

    Adrian Forty, un estudioso que ha escrito de modo convincente acerca del olvido, rechaza la idea de que la arquitectura sea capaz de encarnar memoria. No es posible sostener, afirma, que «los recuerdos formados en la mente puedan ser transferidos a objetos materiales sólidos».¹³ Forty va más allá al cuestionar la tesis del arquitecto y teórico Aldo Rossi, quien consideraba que «la ciudad en sí misma es la memoria colectiva de sus gentes y, en cuanto que memoria, está asociada con objetos y lugares».¹⁴ Los temas que hemos tratado en este libro, sin embargo, no son en ningún caso argumentos a favor de la visión según la cual la memoria se liga de un modo casi mágico a los edificios y lugares, impresa de manera fantasmagórica en su materialidad. Tampoco se sugiere, como hace Rossi en sus escritos, que exista una especie de genius loci ahistórico vinculado a los sitios y que trascienda las épocas de una manera casi espiritual, una memoria que la ciudad guarda de su propio desarrollo histórico, encarnada en su materialidad. A este respecto, Rossi se acerca a la noción junguiana de inconsciente colectivo, conformado por recuerdos innatos de arquetipos. Esta concepción se desliza hacia un misticismo atemporal, de cuya abstracción he intentado alejarme mediante el uso de la noción de memoria colectiva.

    Construida en 1896 con el fin de servir como ayuntamiento de Sarajevo, la Biblioteca Nacional de estilo neoárabe fue bombardeada y quemada durante la noche del 25 de agosto de 1992 por las tropas serbias que asediaban la ciudad. El edificio quedó en ruinas, pero la verdadera catástrofe cultural fue la destrucción del contenido que albergaba, junto con el del cercano Instituto Oriental, bombardeado unos meses antes. La historia escrita del país quedó reducida a cenizas. Una placa colocada en el edificio reza: «¡Recuérdalo tú y recuérdalo a los otros!».

    Los recuerdos, evidentemente, permanecen en la mente de las personas o, en todo caso, son discutidos o puestos por escrito en forma de historia. El entorno arquitectónico es meramente un soporte, un recordatorio corpóreo de los acontecimientos que rodearon su construcción, uso y destrucción. Los significados y recuerdos que atribuimos a las piedras son creados por la intervención humana y permanecen dentro del ámbito de esta. Por supuesto, esta memoria está en disputa y cambia con el paso del tiempo: se trata de un proceso en permanente desarrollo y que siempre está inacabado. Cuando hablo de memoria colectiva, me apoyo en los argumentos de autores como Joël Candau¹⁵ y Paul Ricœur,¹⁶ más que en la posición de Maurice Halbwachs, según la cual las memorias individuales son fragmentos de una memoria colectiva global.¹⁷ La concepción de Candau —y la mía propia— es la de una memoria común o colectiva que emerge allí donde interactúan las memorias individuales, dentro del marco proporcionado por la memoria social. Hasta cierto punto, esto conduce a una homogeneización: se tiende a generar una memoria compartida y, en consecuencia, una actitud compartida hacia las representaciones del pasado, incluida la arquitectura.

    No obstante, la continuidad de experiencias sucesivas, que van depositando capas de significado, puede, en mi opinión, dar lugar a una energía del lugar que se vuelve especialmente intensa: una psicogeografía, una conciencia del pasado —más que el mero avatar arquitectónico de un espíritu petrificado— que es dinámica, transmitida de una generación a otra, más que grabada en la piedra misma, y que es también específica de un contexto político e histórico particular. El valor atribuido a tales lugares se incrementa cuando los esfuerzos por destruirlos hacen que la comunidad recuerde su valía. Si las piedras angulares de la identidad ya no están ahí, si ya no son palpables, los recuerdos se fragmentan y dislocan: su destrucción deliberada es, por tanto, una amnesia forzosa a la que se condena al grupo en cuanto que tal, así como a los individuos que lo constituyen. Lo que queda fuera de la vista puede quedar también, como consecuencia de ello, lejos de la mente, tanto para aquellos cuyo patrimonio ha sido destruido como para los destructores. El funcionamiento exacto, desde el punto de vista psicoanalítico, de los mecanismos que operan aquí (es decir, la decisión sobre si estas cosas realmente se olvidan o, por el contrario, siguen presentes, aunque reprimidas, y son, por ello, inalcanzables para el pensamiento consciente) es mejor dejarlo en manos de psicólogos y fisiólogos.

    El historiador francés Pierre Nora ha defendido que estos lieux de mémoire o lugares de memoria, ya sean espacios, rituales, símbolos o textos, se han vuelto cada vez más importantes en nuestras sociedades, en la medida en que los recuerdos «reales» y «vivos» que se transmitían cara a cara en las sociedades campesinas —en las cuales el pasado forma parte de la vida cotidiana— se han desvanecido en la cultura de masas de las sociedades industriales modernas, en las cuales los recuerdos permanecen, por el contrario, distantes del individuo, así como artificiales, burocratizados e institucionalizados. La historia se ha acelerado, y lo que debe ser recordado trasciende el ámbito de cada individuo. El significativo aumento actual del interés por los estudios de la memoria histórica es, asimismo, en opinión de Nora, consecuencia de la democratización, mediante la cual las minorías están usando el pasado para reafirmar sus identidades. Según Nora, «la memoria moderna es fundamentalmente archivística, depende por completo de la materialidad de la huella, de la inmediatez del registro, de la visibilidad de la imagen».¹⁸ La memoria es hoy simplemente lo que se llamaba «historia» en el pasado: las dos se han fusionado.¹⁹ Se trata de un análisis interesante. Si se acepta que en la vida contemporánea la «materialidad de la huella» se ha vuelto crucial para la historia y la memoria, esto podría ayudar a explicar por qué la puesta en el punto de mira de la arquitectura —un recordatorio material devenido imprescindible— se ha convertido en un fenómeno todavía más preponderante. En este contexto, la memoria resulta especialmente vulnerable a los ataques que pretenden reprimir o borrar sus representaciones externas. Es posible que esas memorias de archivo ya no «vivan», siguiendo la terminología de Nora, pero no por ello son menos reales o valiosas.

    Por otra parte, los recuerdos, al igual que la historia, siempre serán parciales y problemáticos. El historiador David Lowenthal sostiene que «ninguna verdad histórica absoluta está ahí esperando a ser descubierta; por muy concienzudo e imparcial que sea el historiador, no puede contar el pasado como realmente fue más de lo que puedan hacerlo nuestros recuerdos».²⁰ Hay pocos absolutos en la vida y en la historia, desde luego, pero si hay un presupuesto que anima este libro es el del deber de dirigirse hacia la verdad absoluta tanto como sea posible, por cuanto abandonar esa tarea supone quedar empantanado en el relativismo. Con todo, las fuerzas que tienden hacia la destrucción del patrimonio arquitectónico no siempre son necesariamente racionales: existen contradicciones, incoherencias y una miríada de sutilezas particulares relativas a los significados otorgados a los edificios, así como a las acciones emprendidas contra ellos. Todos estos factores cambian asimismo con el tiempo. No existe unidad de proceso ni de propósito, sino más bien un conglomerado de vectores entretejidos, además del hecho de que en los conflictos hay siempre una confusión de motivos y responsabilidades. Quedan, a pesar de todo, hechos que deben ser perseguidos.

    Una foto previa a la guerra de Bosnia que muestra el campanario de estilo barroco serbio de la catedral ortodoxa de Mostar (en la parte superior derecha), construida en el período otomano tardío con una donación del sultán Abdul Aziz. Los dos minaretes que aparecen más abajo, uno de los cuales tiene aspecto de campanario de iglesia, pertenecen a una mezquita del siglo xvii.

    Recopilar estos hechos es importante, porque a menudo el destino de los edificios durante las guerras forma parte de las pruebas que demuestran que se han cometido crímenes contra la humanidad, incluyendo la limpieza étnica y el genocidio, algo que empieza a ser aceptado cada vez más. Los juicios que se han llevado a cabo en el Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia de La Haya son de una importancia crucial a este respecto. La demolición de edificios tiene consecuencias bien palpables sobre el bienestar futuro de las comunidades, especialmente aquellas que sufren represión. Como escribió Milan Kundera, «la lucha del hombre contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido».²¹

    Incluso en los registros históricos más tempranos es posible encontrar ejemplos de destrucción surgida de estas disputas por conservar la memoria o, por el contrario, imponer el olvido. Entonces estos actos estaban con frecuencia vinculados a la religión, aun cuando estuviesen insertos en una campaña de conquista. La destrucción del legado arquitectónico de Akenatón en el Egipto faraónico o la toma del templo de un rey rival en la antigua India son dos ejemplos en los que el poder de la realeza y la deidad estaban conectados y en los que estas luchas se concretaron en el saqueo y la demolición de santuarios. La obra de Heródoto está salpicada de ejemplos de destrucción de templos: cuando el ejército del rey persa Cambises, famoso por sus conquistas y por los expolios de templos que ordenaba, desapareció sin dejar rastro, víctima de una tormenta de arena en el desierto mientras se encaminaba a destruir el oráculo de Amón en Siwa, Heródoto insinúa que se trata de una venganza divina. Por otra parte, el historiador griego siempre se mostró dispuesto a invocar la noción del «otro» en

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