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La Bomba
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Libro electrónico560 páginas12 horas

La Bomba

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Este libro es mucho más que la historia de cómo un niño, que rasgaba una escoba imaginando que era una guitarra en la vereda de una de las polvorientas calles de Santa Cruz, se convierte en el líder, cantante y compositor del grupo de música pop más exitoso del país: Azul Azul. Es mucho más que la historia del compositor del hit La bomba, que sonó en todos los rincones del planeta, y que alcanzó a ser la canción latina número uno del mundo, certificada por la revista Billboard y convertida hoy en un clásico mundial que ha vendido más de 16 millones de copias. Es la historia detrás de todos estos logros, la historia que nadie vio de cerca y que el autor nunca contó, un relato en primera persona acerca de los miles de pequeños pasos que dio y de las incontables caídas sufrió antes de llegar a la cima. Fabio Zambrana cuenta cómo atravesó el lado oscuro del éxito sin quedar atrapado, cuenta verdades sobre la industria de la música que pocos se atreven a mencionar, cuenta su vida íntima; cuenta de qué están hechos realmente los sueños.

Como no podía ser de otra manera, dentro de esta historia se puede leer que en 2009 Zambrana compuso el hit mundial La bomba, cuyas regalías por derecho de autor le permiten obtener ganancias y vivir con comodidad y que en el 2001 tuvo un serio problema con una gran disquera por esta canción. El inconveniente le hizo buscar desesperadamente información sencilla que en pocas palabras explicaran los secretos de la industria de la música. Nunca lo encontró, así decidió escribir un libro con al esperanza de que ningún músico tenga que sufrir la misma mala experiencia.

Es por eso que también el autor decidió publicar un segundo libro titulado Cómo ganar dinero con la música en el que se puede encontrar todo lo que se necesita saber sobre el negocio; la información que pocos conocen y nadie comparte. Contiene elementos indispensables para compositores, músicos, artistas y todo aquel que quiera ganar dinero haciendo música.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento12 feb 2020
ISBN9781393791188
La Bomba
Autor

Fabio Zambrana

Fabio Zambrana Marchetty, cantante, compositor, escritor y conferencista boliviano, fue creador, líder y cantante del grupo Azul Azul; durante los 21 años de Azul Azul escribió todos los hits del grupo, su obra más exitosa La bomba, se bailó y se continua bailando en el mundo entero, la canción se vendió más de 16 millones de copias (certificado por Sony Music Publishing), llegó a ser la canción latina número 1 en el mundo, durante 4 semanas (certificado por la revista Billboard), en junio de 2001. La bomba llevó al grupo Azul Azul a ser el único grupo boliviano en llegar al numero uno de la revista Billboard, ganar un Premio Lo Nuestro (Miami, Florida, 2001) y tener una nominación a los Premios Billboard, el mismo año. Con La bomba, Fabio se convirtió en el único boliviano en ganar dos premios a compositor del año en los EEUU compitiendo con los más grandes compositores latinos del mundo, el Premio ASCAP 2002 en Nueva York y el Premio de la Gente Ritmo Latino Music Awards, en Hollywood, California, el mismo año. En el 2011 se retiró de los escenarios cuando Azul Azul dio su último concierto, el 25 de octubre del en su natal Santa Cruz de la Sierra Bolivia, después de una carrera de 21 años. El 2012 es el primer año de su vida que dedica el 100% de su tiempo laboral a su profesión de compositor, su tiempo libro lo dedica a su hijo y a reconstruir su vida. El 30 de Mayo de 2015 presenta su primer libro titulado La Bomba, siendo este en realidad dos libros en uno, el primero su autobiografía y el segundo "Como ganar dinero con la música" Fabio Zambrana da un promedio de 25 conferencias motivacionales, al año. A finales del 2016 anuncia su regreso a los escenarios, esta vez como solista, con un álbum que promete lanzar a mediados de 2017 en el cual grabara todos los hits de Azul Azul grabados con un sonido actualizado.

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    La Bomba - Fabio Zambrana

    Fabio Zambrana

    Cantante, Compositor, Conferencista y Productor Musical

    www.fabiozambrana.com

    Prólogo

    Había algo en la personalidad de este flacuchento amigo de la infancia que lo distinguía de esa muchachada de los años 70. Tal vez era su espíritu aventurero y fantasioso, o sus ocurrentes salidas bajo presión, o su traviesa jocosidad con que nos divertía, o su habilidad para agregar el detalle artístico a las creaciones de su sacrificada madre, o su tenacidad hasta en simples chiquilladas. No lo sabía. Lo cierto es que Fabio Zambrana era un muchacho excepcional en torno a quien los chicos del barrio cimentamos nuestra amistad. Si no estábamos jugando pelota bajo el frondoso árbol inclinado de su calle, seguro que estábamos chiveando en el patio de su casa. Su hogar era también el nuestro.

    Pese a la familiaridad, yo no habría sospechado que Fabio Zambrana estaba destinado a ser un grande de la música internacional. Quién iba a imaginar que desde esa arenosa calle Perimetral iba a surgir un cantante que hiciera bailar y gozar a cada habitante del planeta. ¡Fabio lo hizo! ¡Sus canciones se escucharon en los cinco continentes, un privilegio reservado solo para un puñado de artistas entre millones! ¿Suerte? ¿Casualidad? No lo creo, y las revelaciones de este libro probarán que el camino del éxito en el mundo musical solo puede ser recorrido por artistas que, como Fabio, marcan la diferencia en cada uno de sus actos.

    Desde sus modestos orígenes, Fabio acariciaba un sueño. Era un sueño de aquellos que no figuran en los recetarios del éxito profesional. Llevaba dentro el fuego de ser un cantante famoso y no importaba que sus demás amigos ya empezaran a enrolarse en las sensatas opciones universitarias. ¿Cómo echar a volar esas alocadas aspiraciones cuando ni siquiera tenía un peso en el bolsillo? Sin duda que cantar en festivales intercomparsas o en fiestas de 15 años no lo iba a llevar muy lejos. Peor dando serenatas a las cortejas de los amigos.

    Pero los pasos que daba –y también los tropezones, que los tuvo a raudales– siempre acercaban a Fabio a su sueño dorado. Si no se trataba de una pequeña ganancia material, por lo menos lo asumía como una experiencia que le templaba el alma. Yo admiraba a Fabio en silencio, aunque no sabía el porqué. Ni siquiera la consagración de Azul Azul me permitió hacer las conexiones entre esas lecciones de vida, durante la infancia y juventud de mi amigo, y su estrellato. Recién ahora, luego de haber leído este libro, puedo afirmar que Fabio Zambrana fue siempre un gladiador que se sobrepuso a todo lo que el destino le lanzó en el camino.

    Con un espíritu acorazado, una fe inquebrantable en Dios y los valores que le inculcaron sus padres, la Sra. Elvita y Don Carlos, el flacuchento de los años mozos ya tenía media batalla ganada. Contaba con lo necesario para perseguir el sueño imposible, para conquistar el amor de su vida, para contarle al mundo algo que atesoraba en el fondo de su ser y para encontrar la paz consigo mismo.

    Ya sabemos que Fabio llevó el nombre de Bolivia a lo más alto. Nos sentimos orgullosos cuando la onda expansiva de La Bomba se ganaba los corazones de la gente en los lugares más recónditos del planeta. Para no creer que un boliviano pudiera alcanzar el puesto número uno en la revista Billboard, la voz autorizada de la música universal. Entre viaje y viaje, nuestro ‘Fabirus’ se daba tiempo para contarnos a los ‘Cachos’ del barrio sobre las sensaciones que invadían su ser cuando ingresaba a escenarios abarrotados de eufóricos fans. Se le estaba haciendo costumbre codearse con los famosos y presentarse en grandes eventos internacionales. A estas alturas, nuestras charlas eran interrumpidas por los efusivos saludos de cada boliviano que se percataba de su presencia. Y él lo correspondía con la misma efusividad con que lo hubiera hecho con un fan del mítico Kodak Theatre de Los Ángeles. Fabio nunca perdió la humildad.

    Cuando Fabio me contó que estaba comenzando a escribir este libro, mencionó que uno de sus objetivos era poder orientar a esos jóvenes que abrigaban la esperanza de algún día alcanzar el éxito en el mundo apasionante de la música. Ahora entiendo lo valioso de esa iniciativa, porque lo que yace debajo de la fama es un escabroso submundo de intereses, de mentiras, de engaños, de envidia. Hay de todo en esta viña del Señor, especialmente cuando se trata de un show business tan grande y competitivo como el de la música. Esta era la segunda mitad de la batalla y el gladiador Zambrana tuvo que afrontarla sin que nadie le advirtiera de lo que se venía.

    Si para nosotros los amigos íntimos, si para nuestra segunda madre –como lo es la Sra. Elva Marchetti Viuda de Zambrana– este libro ha sido toda una revelación, imagínese el efecto que puede tener en toda persona que algún día se imaginó cantando frente a una multitud, pero que nunca encontró la hebra del ovillo de los sueños.

    En lo personal, la historia de Fabio Zambrana y de Azul Azul que ahora usted tiene en sus manos, me terminó de cerrar esa parte que faltaba para comprender de qué están hechos los sueños. Y no me refiero solo a los que se hacen con notas y pentagramas, sino también a todas esas maravillosas aventuras a las que nos lanzamos llenos de ilusiones, como las del amor, las de construir un mundo mejor, las de querer y perdonar a nuestros semejantes. Caló hondo en mí, por ejemplo, la bella historia de amor llamada Fabio y Fabiola, de la que tengo el honor, además, de ser testigo. Descubra usted también, querido lector, el abundante material de inspiración contenido en esta obra.

    Juan Carlos ‘Cacho’ Rivero

    Capítulo 1

    Primera explosión

    Gracias señor por el talento de la música.

    Trabajé duro y alcancé el éxito, a millones les di alegría.

    Si este libro sirviera para que una sola persona llegara a triunfar por el camino de la luz y no de las sombras, entonces este libro habrá cumplido su propósito, y será la cosecha de la semilla que sembré.

    Vengo enfrascado en terminar una canción desde hace días, pero las musas parecen haber extraviado la dirección de mi casa. Tengo la melodía casi atrapada, pero se diluye, se la come la nada; la letra, que debería ser un trámite menor, también se me ha puesto cuesta arriba; llevo demasiadas horas frente a la pantalla de la computadora contemplando una página en blanco y un poco más apoyado en mi vieja guitarra, pero no logro hacer conexión con ninguna de las dos.

    Mi pequeño estudio se agigantó y los parlantes del equipo de sonido parecen dos enormes monolitos con mirada inquisidora, atentos a mi próximo movimiento en un tablero desproporcionado e irregular. Rasgo una vez más las cuerdas y por respuesta recibo una insoportable explosión que me expulsa otra vez del ambiente que había destinado para la creación.

    Tras el estallido, abro los ojos para descubrir que no hay daños, todo permanece en su lugar; reviso mis manos y mi ropa, ni un rasguño, aunque todavía percibo las réplicas del golpe sonoro. Subo las gradas en busca de André para ver si está bien, pero él duerme sin sospechar lo que acaba de suceder. Salgo a la calle y la tranquilidad es increíble, nadie se ha enterado de mi batalla personal. Tomo entonces conciencia de lo ocurrido, pero me resisto a aceptar que enfrento otro día inútil e improductivo. No soy un tipo que se rinde fácilmente ante las vicisitudes por lo que decido dar pelea, pero antes de ingresar nuevamente al mini teatro de operaciones y esbozar una nueva estrategia con la cual pueda al fin dar alcance a la fugitiva canción, busco refugio en la profundidad de mis recuerdos, quizá así pueda dar con el momento en que extravié la inspiración.

    Soy Fabio Zambrana Marchetty, compositor, cantante y líder del grupo Azul Azul. Primero, debo decir que no tengo ningún problema con los sonidos ensordecedores. Mi vida estuvo plagada de ellos desde los años de infancia allá en la avenida Perimetral, cerca de la Madre India y lejos del centro de la ciudad, donde estaba mi casa y donde se albergan los recuerdos más remotos y a la vez más felices de los primeros años de mi vida.

    Viajo en el tiempo del año 2011 al 1970, ahí estoy con solo siete años, jugando fútbol en medio de un griterío con mis primeros amigos, aprovechando cualquier descanso para ver si mi guitarra imaginaria sigue apoyada donde la dejé, mis amigos ni lo sospechan, pero acabo de dar un concierto, también imaginario. Flacuchento e incansable, correteando en las calles de arena tras una pelota hecha con los calcetines de mi padre o, cuando había suerte, tras un balón viejo; desde que Dios derramaba la luz del día hasta las nueve de la noche, alumbrados por la luna que hacía de reflector natural. Cornel, faul, ocsaid, gritábamos todo el día, jurando que hablábamos un perfecto inglés; no pasó mucho tiempo para descubrir que las palabras correctas eran: corner, foul y offside.

    Junto a ‘Cacho’ Paniagua, ‘Cacho’ Rivero, ‘Gringo’ Baldivieso y otros peladingos, formábamos un grupo de unos diez muchachos, y aunque bordeábamos por entonces los siete años, nos gustaba desafiar a otros más grandes que nosotros. Éramos metedores, de garra. ¡Carajo que hacíamos bulla!

    Nuestras reglas eran simples, nadie las escribió jamás, pero las sabíamos de memoria. La primera era tal vez la más importante: Cacho Rivero y Cacho Paniagua son los mejores, por lo tanto no pueden jugar en el mismo equipo; el partido se acaba al caer la noche o cuando quede un solo jugador; nunca enojar al dueño de la pelota porque se la lleva; no hay árbitro ni ocsaid (fuera de lugar); el que patea la pelota dentro de alguna casa la recupera como sea, mientras el resto de los jugadores comparte una amena charla, y solo recibe ayuda si la casa es la del vecino amargado que pincha nuestras pelotas, en tal caso todos estamos autorizados a hacerle alguna maldad al vecino; no vale gol de punta; nunca darle la razón al enemigo respecto a un gol polémico; las discusiones más fuertes eran cuando la pelota pasaba por el parante imaginario de algún arco, fue gol, pasó por dentro, gritábamos algunos, otros gritaban lo contrario, no fue gol, pasó por fueraaa. Estas eran las únicas discusiones que podían durar más que los mismos partidos; estaba permitido insultarse de lo que sea, menos meter a las familias y tampoco irnos a los golpes. Finalmente, la regla de oro: ganadores y perdedores compartíamos alrededor de una botella de soda popular que comprábamos en la venta. Pero en realidad la regla más importante de nuestra infancia nunca fue mencionada ni escrita, un código que nació cuando éramos niños y que conservamos hasta el día de hoy: nunca, pero nunca, mirar a la novia de un amigo. Competíamos en todo, menos en las mujeres.

    Nos llevábamos como hermanos y, como tales, también solíamos tener diferencias de vez en cuando. Una que otra rencilla se presentó por mi carácter burlesco, y porque yo tenía la característica de ser ‘hachero’ en mi puesto de defensor. Podía pasar la pelota pero no el camba.

    ‘Cachito’ Rivero, era en cambio la otra cara de la moneda. Siempre formal, educado, sereno, enojarlo resultaba difícil, pero también un crimen. Un día de esos, luego de un partido en el que terminé derrotándolo, me reí tanto de él, que reaccionó dándome una patada que nunca imaginé. Felizmente, cinco minutos más tarde hicimos las paces y todo volvió a la normalidad.

    En otra oportunidad al calor de un ‘picadito’, se armó otro lío, pero esta vez con ‘Cacho’ Paniagua. Todo fue por un túnel que le hice y por reírme a carcajadas de él. También era un tipo serio y un gran jugador, es por eso que tal vez gocé tanto al ver que no pudo evitar que la pelota pasara entre sus piernas. El asunto es que cuando yo corría con la pelota, cagándome de la risa, miré de reojo hacia atrás y vi que Cacho se me venía encima con la intención de quebrarme de una patada, tenía que resolver el problema en pocos segundos, la viveza del criollo me hizo reaccionar pateando el balón a un lado y corriendo para el otro, para poder escapar. Cacho se quedó en medio, mirando repetidamente a los dos lados, no sabía si correr tras la pelota o tras de mí. Mi improvisada estrategia funcionó y luego del partido volvimos a ser los amigos de siempre.

    Nunca fuimos rencorosos y nuestras diferencias eran mínimas. Es más, no tengo memorias de otras discusiones que hubiéramos tenido. De quien tengo malos recuerdos es de un grandote, corpulento, abusivo y siete años mayor que yo, al que llamaban ‘El Cabezón’ o ‘El Matadura’, quien me tiraba unas tremendas patadas y me tumbaba cuando jugábamos al fútbol. Fui víctima de bullying, cuando el abuso contra los más chicos aún no se llamaba así, pero en lugar de escapar de él, un día decidí enfrentarlo. Sabía que me podía noquear de un solo puñete, así que una pelea estaba descartada para mí, me di cuenta que una respuesta inteligente no solo era mi mejor opción, también era la única. Yo sabía que Matadura se alimentaba del miedo de los chicos, así que le dije: Sos grandote y mucho más fuerte que yo, pero no te tengo miedo, mi respuesta le impactó, se quedó mirándome como intentando comprender lo que pasaba. Les conté a mis padres, como debe hacer todo niño que sufre este tipo de abuso sistemático, y ellos tuvieron una charla con el bravucón; con todo esto, el Matadura poco a poco fue perdiendo el interés en hacerme la vida imposible y yo continué con mi vida, decidido a evitar que me robe la infancia.

    Parecía una premonición, un pequeño adelanto de una serie de personajes oscuros que tendría que enfrentar en el futuro, en los caminos de mi vida. Al margen de ese episodio, el juego de la vida era simple. Los arcos estaban señalados por dos ladrillos o poleras colgadas de dos palos. Solo nos deteníamos cuando nos llamaban a comer; y a las cuatro de la tarde, cuando salían del horno las empanadas rellenas de manjar blanco y las tortillas que hacía mi madre, y que acompañábamos con refresco. Éramos niños completamente normales, pero a veces nos volvíamos locos y hacíamos jochas de antología, como prenderles fuego a nuestras pelotas de trapo, la mayoría de las veces hechas con los calcetines de mi padre. ¡Jugábamos fútbol en la noche con la pelota en llamas! Al día siguiente escuchaba los gritos de mi padre: ¿dónde están mis calcetines? Yo abría los ojos como dos huevos fritos, apretaba los dientes y actuaba como si no supiera nada.

    La locura no terminaba ahí, jugábamos a la guerra tirándonos bolas de macororó con hondas, eran unos pequeños frutos verdes con puntas que daba esta planta. Nos encantaba la aventura, traspasábamos las mallas del aeropuerto El Trompillo para ver aterrizar a los aviones desde lo más cerca posible a la pista, algunas veces nos acercábamos tanto que los aviones pasaban sobre nuestras cabezas, los policías nos encontraban y nos correteaban.

    Nos íbamos a la avenida San Aurelio, esperábamos a que pasen los camiones cargados de caña, las calles eran de arena así que no pasaban a gran velocidad, uno de nosotros se subía al camión y tiraba unas cuantas cañas al suelo, el resto las iba recogiendo, cuando teníamos suficiente nos íbamos a casa saboreando el dulce de la victoria.

    También fuimos muy solidarios. Algunas veces, cuando algún niño del barrio no tenía zapatos, nos quitábamos los nuestros y jugábamos descalzos para estar en igualdad de condiciones; y ese era en realidad nuestro modo preferido de jugar. Recuerdo que cuando la pelota salía de la cancha metíamos los pies lo más profundo que podíamos dentro de la arena, porque se sentía más fresco, ya que la superficie era muy caliente. Cuando llovía copiosamente y todo quedaba inundado, nos gustaba deslizarnos sobre el agua a lo largo de la calle. Corríamos tres cuadras arriba, hasta alcanzar altura, y nos tirábamos corriente abajo. Llegábamos rápido al final de la calle, y empezábamos otra vez.

    Uno o dos focos públicos por calle, vida de barrio, mucha amistad y cariño entre los amigos. Siempre de pantalones cortos, poleras y los emblemáticos Kichute negros, llenos de tierra. El lugar del junte era un árbol llamado El Juno, que estaba justo en medio de la calle, en la esquina de mi casa, inclinado porque una vez un tractor lo quiso tumbar, pero el árbol se resistió y se convirtió en todo un símbolo del barrio. Llegábamos uno a uno y nos subíamos corriendo, cada uno se ubicaba en una rama y así entablábamos nuestras charlas. Algunas veces llegábamos hasta la cima para ver nuestras casas, mientras esperábamos que todos lleguen. Yo siempre subía con mi guitarra imaginaria, y aunque para mis amigos era solo una escoba, para mí era el instrumento más poderoso del mundo, y lo único que necesitaba para dar un nuevo concierto.

    Mientras dábamos rienda suelta a la conversación veíamos a la gente pasar, con especial atención en las hermosas damas que ingresaban todas las noches a una casa muy colorida que quedaba a una cuadra del árbol inclinado. Nos reíamos con inocencia al escuchar las palabras picarescas que nos decían, podíamos ver cómo se encendía un foquito rojo después del atardecer. Algunas veces hasta espiábamos desde la calle por el agujero de una ventana, pero nada raro pasaba, las damas solo bailaban con unos señores. Yo me preguntaba cómo podían las personas hacer fiesta todas las noches, y no tardé mucho en descubrir de qué se trataba, era el famoso local llamado El Gran Edén.

    Todos los días era la misma divertida rutina, esperar en El Juno a que se completen dos equipos y jugar hasta el anochecer. Cacho Rivero era muy generoso con sus juguetes y cada vez que sus padres le regalaban uno, corría a compartir su alegría con nosotros, nos organizaba por turnos y todos jugábamos un rato. Gracias a él conocí juguetes a los que yo no tenía acceso, como los Lego, que para esa época eran simples ladrillos de color rojo con los que podíamos armar cosas muy simples. Y cómo olvidar los Dinky, diminutos autitos y camiones de metal con los que jugábamos. O su motobici, una mezcla de moto y bicicleta, la que teníamos que pedalear para que arranque; hicimos una fila y Cacho nos dijo que cada uno vaya a dar una vuelta a la manzana, cuando tocó mi turno me fui hasta el centro de la ciudad a farsear la motobici a una jovencita que conocía, cuando regresé la fila había desaparecido y solo quedaba mi pobre amigo Cacho, que me dijo: ¡mierda que soj cojudo Fabio!.

    Recuerdo aquella vez por 1976, cuando llegó corriendo con una especie de caja que conectó a un televisor en el que se proyectó un videojuego, era la primera vez que veía algo así y me llamó mucho la atención. Con el control desplazábamos hacia los lados una barra que estaba en la parte inferior de la pantalla para hacer rebotar una pelotita que se parecía a las de ping pong, subía y destruía los ladrillos en la parte superior hasta que desaparecían todos.

    Desde temprano tuve un interés marcado por la parte creativa que estaba detrás de todo lo que me gustaba, me intrigaba saber quiénes crearon y construyeron ese juego, se llamaba Breakout, un videojuego de la marca Atari, influenciado por otro juego llamado Pong. No existían los buscadores como Google, así que pasaron muchos años para que yo descrubra quiénes eran los personajes detrás del diseño y creación del prototipo de este fabuloso juego, estos dos genios se convirtieron después en una de mis mayores influencias.

    En otras oportunidades, cuando volvíamos a la cancha y la pelota salía del campo de juego para invadir la avenida, nos lanzábamos imprudentemente tras ella, corriendo en medio de los vehículos y arriesgando nuestras vidas para no quedarnos sin balón. Los conductores frenaban casi encima de alguno de nosotros y gritaban: ¡Carajo el pelau e mierda!, pero nada nos importaba, habíamos salvado la pelota.

    Cuando no estaba en la calle, el resto del tiempo transcurría entre mi casa, el colegio y las reuniones familiares. Algunos domingos nos íbamos a Cotoca, a la propiedad de mis abuelitos Juan Marchetti y Nieves Álvarez de Marchetti, se llamaba La Habra, ahí se juntaba toda la familia a montar a caballo, a ordeñar, a saborear comidas típicas y a hacer tantas cosas hermosas que el campo ofrece. Son recuerdos que guardo en la memoria de aquellos juntes, como los cumpleaños con mi familia Zegada Zambrana; y, en especial, a mi prima, Maricruz Aponte Zambrana, quien años más tarde sería Miss Bolivia. Organizaba unos bailes espectaculares, elegíamos nuestra pareja, ella ponía canciones del grupo Parchís, como el rock and roll La Plaga, y a bailar se dijo; el premio para los ganadores era chicle Bazooka, yo gané muchos de ellos por bailar como un trompo. En aquel entonces recibir un chicle Bazooka como premio no era poca cosa; marcaron esa época de nuestra vida, eran los reyes de las golosinas, además venían con calcomanías, chistes, mini historias y escudos de equipos de fútbol. Tuve una infancia feliz con momentos tan fuertes que recuerdo hasta hoy, como mirar aquel libro que siempre estaba sobre la mesa de noche de mi tía Pepita Zambrana; nunca lo abrí, pero no podía dejar de ver la portada que decía La vida es sueño, del autor Pedro Calderón de La Barca. Nunca me atreví a leer ni siquiera una página, porque cada que miraba la tapa surgía una pregunta inevitable para un niño de mi edad, ¿y qué tal si en realidad mi vida es un sueño? Después de algún tiempo pensé, "si mi vida es un sueño, entonces construiré el sueño más grande de todos, seré un gran cantante, mi música será conocida en todo el planeta, me casaré con la mujer más bella del mundo, y tendré con ella una historia de amor tan grande que será imposibe describir.

    A mi padre, Carlos Zambrana Franco, no lo veía muy seguido pues trabajaba en oficios de contabilidad, hacía todo tipo de trámites legales para comunidades menonitas y casi siempre estaba fuera de casa, en el campo o en la ciudad de La Paz, de donde siempre volvía con juguetes. Sabía poco de mi padre porque él fue muy reservado, compartía muy poco sus anécdotas de infancia o juventud, supe algo sobre su mayoría de edad pero fue gracias a mi madre que nos contó que fue perseguido por pensar diferente, que tuvo que vivir en Brasil algunos años y que regresó a Bolivia cuando llegó un nuevo gobierno.

    La imagen más estable, más próxima y más fuerte es la de mi madre, María Elva Marchetti de Zambrana. Desde que tengo uso de razón la recuerdo trabajando, desde que me despertaba hasta que me iba a dormir, ella estaba todo el tiempo haciendo algo para que sus hijos tengamos ropa limpia, un plato de comida y un buen colegio. La veo lavando ropa, cocinando y cosiendo para todos nosotros, siempre al lado de su radio, la música era su gran aliada. Agradezco a Dios haber heredado este apego por el arte, jamás pude vivir alejado de la música. Recuerdo que hacía malabares para que la comida saludable nos guste. Me fascinaban, por ejemplo, las papitas fritas crocantes que ponía en la sopa de verduras y así lograba que yo adore ese plato.

    Mi madre es una mujer muy valiente. Mucha gente intentó hacerle daño, hasta el día de hoy no logro comprender por qué muchas personas quisieron destruir el inmenso amor que se tuvieron con mi padre; la única explicación lógica que encuentro es que los agresores actuaron por envidia. Hay personas que incluso dedicaron sus vidas a tratar de separarlos, pero nunca lo lograron. Mi madre me mostró que existe el amor eterno.

    Mi hermano y mis tres hermanas, todos mayores que yo, tenían sus propias vidas. Con quien tuve mayor cercanía fue con Tatiana, la menor de ellas, pero al ser mujer también vivía su mundo aparte.

    Con nosotros también estuvo presente Eduardito, otro hermano que no llegué a conocer físicamente pues falleció poco antes de que cumpliera tres años, cuando yo recién había nacido. De alguna manera siento que él nunca partió, que se quedó a mi lado para protegerme como un ángel hasta hoy. Cada vez que mi madre rezaba conmigo: Ángel de la Guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día, yo pensaba que se dirigía a él.

    Cada uno tenía sus propias actividades, sus grupos de amigos y, aunque todos éramos de la misma madre, los funcionarios del Servicio de Identificación se encargaron, por aquel entonces, de diferenciarnos por culpa de esos típicos errores de mecanografía en los que incurrían los policías cuando los trámites se hacían en máquinas de escribir y sin el menor cuidado. Algunos somos Marchetti con i, otros firman como Marchetty con y. Por ese entonces no había tantos problemas legales como ahora por una letra mal puesta en el nombre, así que no hicimos ningún intento por uniformar nuestro segundo apellido.

    Aunque vivíamos con austeridad, los hermanos Zambrana Marchetty fuimos privilegiados. Los hombres nos graduamos del colegio Marista, las mujeres estudiaron en el Cardenal Cushing, dos excelentes instituciones educativas a las que accedía gente de dinero y a las que nosotros pudimos asistir gracias a un monumental sacrificio que hizo mi madre. De ella aprendí que cuando una persona quiere lograr algo, lo puede hacer, solo tiene que encontrar la manera; de ella tomé la inspiración para trabajar más que los demás; para hacer del oficio una terapia. Confieso que si ahora soy adicto al trabajo, se lo debo al ejemplo que nos dió mi madre.

    Antes del Marista estudié en el colegio Don Bosco, cuyas horas cívicas persisten hasta hoy en mi memoria. Fue en una de ellas donde debuté en una obra de teatro y en la que mis compañeros recibieron los papeles estelares. Recuerdo con cariño que ‘Cachito’ Rivero hizo de Rey, Johnny Aparicio era el Príncipe y Tomiko Jayakaua fue la Reina.

    Yo interpreté a un durazno, seguramente porque no tenía pinta de Rey, pero no me importó. Es más, este episodio de mi temprana vida me sirvió para comprender más adelante, que no todos podemos ser capitanes de un mismo barco o avión; que no todos podemos ser reyes ni príncipes.

    De Don Bosco también conservo de manera indeleble la imagen del hermano Aldo Rosso, el italiano profesor de religión, uno de los mejores forjadores de juventudes que tuvo Santa Cruz, querido y temido a la vez debido a su estricta personalidad; después de las misas proyectaba filminas sobre la vida de Jesús, experiencia que para mí era como ir al cine, las filminas no tenían audio, él nos relataba la historia de cada dibujo, eso era lo más interesante. Me impactó porque fue la primera vez que escuchaba un relato acompañando una imagen, y disparaba mi imaginación. Los que vivíamos por Don Bosco, o los que íbamos a jugar fulbito por aquella época, lo recordaremos siempre y seguramente con mucho cariño.

    Los que estudiamos en el colegio recordamos su famosa 48, que cuando alguien se portaba mal él nos decía: A ver papilo, niñito opa, vení para acá, empezábamos a temblar, porque acto seguido nos asestaba un tremendo sopapo en la cabeza con su mano que era del tamaño de una penga de plátano, ésa era la 48, pero nos daba de una manera que no nos hacía daño, era más el susto del impacto; a mí me dió varios, lo único que podíamos hacer era sobarnos calladingos y a seguir jugando.

    Otro recuerdo recurrente tiene que ver con el día en que mi hermana Tatiana y yo fuimos descubiertos trepados sobre una mesa dándonos un festín con un banquete de salteñas que la directora del colegio había comprado para el recreo de los profesores. Nos pillaron muy tarde, ya casi habíamos acabado con todo.

    La televisión en aquella época no nos ofrecía muchas opciones, en mi casa tuvimos nuestra primer TV muchos años después que los vecinos, mi única opción era buscar una casa en el barrio que sí tenía televisor, y mirar desde la calle espiando por alguna ventana, algunas veces los vecinos me invitaban a pasar, disfrutaba de programas como Perdidos en El Espacio, Bonanza, Los Beverly Ricos, Hawaii 5.O, El Hombre Nuclear, Cosmos 1999, The Love Boat, Daniel Boone, The Benny Hill Show, El Increíble Hulk, Viaje Al Centro de La Tierra, Kung Fu, con el recordado David Carradine, y La Mujer Maravilla con la inolvidable Lynda Carter.

    Las radios de Santa Cruz fueron mi mejor compañía en la infancia. ¿Cómo olvidar los viajes en colectivo, el medio de transporte común de la época? Mientras los grandes andaban en lo suyo, yo me deleitaba escuchando la programación de las radios Grigotá, Oriental, Santa Cruz, Amboró, Piraí, Willy Bendeck y otras con las que disfrutaba las canciones de la señora Gladys Moreno, embajadora de la canción, del Camba Sota, Los Pascaneros, Los Cambitas, el Trío Oriental y tantos grandes de la época. Nuestra música siempre fue importante para mí, algunos años después Arminda Alba me dejaría maravillado con Mi viejo Santa Cruz. Recuerdo hasta el día de hoy programas de radio como Los Capos o Amanecer Ranchero, en aquella época la música mexicana era muy fuerte en Bolivia. Cómo olvidar a Palito Añez, Jorge Gil, Walter Rocabado, Bismarck Kreidler, Chevo y Daniel Arteaga, así como a tantos otros buenos radialistas que escuchaba con entusiasmo porque iban más allá de simplemente poner las canciones, también contaban las historias detrás de los artistas, de sus melodías y letras; y no sólo de los internacionales como Sandro, Palito Ortega, Los Iracundos, Django y otros, sino también sobre los autores y compositores cruceños. Gracias a ellos me familiaricé con nombres como Godofredo Núñez, Nicolás Menacho, José René Moreno, Susano Azogue, Orlando Rojas, Raúl Otero y muchos otros grandes que escribieron letra y música de las canciones de nuestro folclore. ¿Cómo dejar de mencionar a Gilberto Rojas, compositor de Viva Santa Cruz?

    La radio era un hermoso motivo de unión familiar, y para mí era otra importante fuente de estímulo para mis neuronas. Nos reuníamos alrededor de ella todos los días a la misma hora para escuchar las radionovelas, como las aventuras de Kalimán, el Hombre Increíble y su compañero, el pequeño Solín; o los lacrimógenos capítulos de la historia del legendario bandido mexicano Chucho el Roto. Las tramas eran motivo de sabrosas tertulias diarias que duraban todo el año, y las historias eran una excusa para reuniones familiares.

    Otras de las memorias que guardo como si hubieran sucedido ayer, eran las fogatas de San Juan. Una montaña de madera a la que prendíamos fuego iluminaba la noche y atraía a los tíos, primos, abuelos y parientes. Nunca faltaba un buen cantor con su guitarrista. Una noche llegó un muchacho que cantó El gato en la oscuridad, de Roberto Carlos; más que su canto lo que me impactó fue ver que todos los presentes dejaron de conversar y le dieron su completa atención; me dije, yo quiero algún día lograr que la gente deje todo para escucharme cantar.

    Cuando pasaba la medianoche, los grandes empezaban a contar los cuentos de terror de nuestra tierra que los chicos escuchábamos con la mayor atención, como El Carretón de la Otra Vida, La Viudita y El Duende. A pesar de que las historias siempre eran las mismas, lo especial era que cada vez que alguien contaba una, lo hacía a su manera.

    La radio y nuestras historias costumbristas fueron despertando y alimentando mi imaginación. Sabía que la música sería parte de mi vida, pero no tenía claro si traía vocación artística en los genes, herencia lejana quizás del bisabuelo de mi madre, el arquitecto y filántropo italiano Simone Marchetti, quien diseñó y construyó varios edificios públicos en la todavía arenosa y pueblerina capital cruceña. Entre 1873-1892 construyó el edificio ubicado en la Plaza Principal de Santa Cruz de la Sierra, al lado de la Catedral, donde funcionó la Prefectura del Departamento y el Palacio de Justicia, sitio que antes fue ocupado por el Cabildo colonial y que hoy alberga a la Brigada Parlamentaria Cruceña. En 1899, Simone Marchetti construyó La Capilla, ubicada en la esquina de las calles Ñuflo de Chávez y La Paz, más conocida como la capilla Jesús Nazareno; también participó de la reconstrucción de la Basílica Menor de San Lorenzo, mejor conocida como nuestra Catedral.

    Lo cierto es que no tengo claro si heredé aquellos genes o fueron un regalo de Dios, de lo que sí estoy seguro es que no sólo tenía el don del arte, también tenía una clara inclinación hacia el negocio, pues desde muy chico, cuando apenas podía hablar, según cuentan en casa, ya cantaba y no lo hacía gratis: pedía monedas al terminar cada canción. Asomaban así, muy temprano, el cantante y también el empresario, en los que finalmente me convertí.

    Sé que nací con la música en el alma, pero tampoco puedo definir cuándo empezó todo, tal vez fueron las historias costumbristas, la radio o mis vivencias en los colegios Don Bosco o Marista. De lo que sí estoy seguro es en donde sentí por primera vez la fuerza de mi vocación artística: fue en mi primera actuación. Debo haber tenido cuatro años, cuando en el kínder Ana Barba, de la calle Bolívar, debía cantar una canción sobre la historia de la mamá de los pajaritos a quienes traía alimento y leña.

    El día anterior a la presentación mi madre había trabajado hasta muy tarde confeccionándome un terno de corderoy, una tela aterciopelada de lujo. Esa mañana, muy temprano, revisó cada uno de los detalles de mi vestimenta, desde mis zapatos hasta el pañuelo en mi bolsillo. Todo estaba en orden, hasta que subí al escenario y, en medio de la canción, frente a todo el público, olvidé parte de la letra que decía: Con el pico picotea y con las patas trae leña. Cuando me di cuenta que había olvidado la letra pensé por un segundo que mi actuación se convertiría en un desastre total, pero salvé la situación reinventando la frase que se me borró de la cabeza y lo hice de manera automática. Dije: Con el pico picotea con las patas patatea.

    El público estalló en risas y aplausos con esa improvisación natural; así me di cuenta que los espectadores disfrutan la espontaneidad en los artistas. Desde aquel día de 1967, hasta la despedida de Azul Azul, en 2011, esa característica de improvisar y solucionar situaciones de manera espontánea ha estado presente en cada una de mis actuaciones.

    La improvisación fue un descubrimiento muy positivo en mi vida, pero hubo otros que no lo fueron tanto, como cuando me di cuenta que tenía un ligero problema con la fluidez verbal, me costaba un mundo pronunciar una vocal cuando la palabra anterior había terminado con la misma vocal, en especial la letra a; por ejemplo, frases como "empezaba a caminar, intentaba pronunciarlas enteras; algunas veces lo lograba, otras simplemente me atascaba en medio y me quedaba en silencio mientras pensaba cómo decir lo mismo con otras palabras, no era un problema llamativo pero lo tenía. Yo sufría de tartamudez leve, lejos de desmotivarme, me propuse mejorar mi condición, no tenía la más mínima idea de cómo hacerlo, pero se me ocurrió enfrentar el problema: escogía las palabras o frases que me costaba pronunciar, me encerraba en el baño y las practicaba; no era nada fácil repetirlas para un niño de mi edad, muchas veces terminaba frustrado dándole golpes de puño a la pared, cuando me calmaba y me miraba en el espejo, en mi mente me decía que yo podía hacerlo. Otra de las cosas que me ayudó fue encontrar la manera de sentirme cómodo y perder el miedo a hacer el ridículo. Finalmente me ayudó descubrir que cuando cantaba no tartamudeaba, fue otro de los motivos por los que me gustaba tanto cantar.

    También por aquel tiempo nació en mí el interés analítico por la música, el estudiar las canciones y el efecto que causan en las personas. Durante esa inicial presentación observé por primera vez las expresiones de felicidad en los rostros del público, noté que había logrado dibujar una sonrisa en las caras que hacía solo segundos se mostraban serias; y aunque aún no lo sabía, el buscar esos segundos de felicidad en la vida de las personas se convertiría en una prioridad en la mía.

    En este caso la respuesta de la gente fue tan estimulante que hizo que se desbordaran para siempre las dos dimensiones en las que vivía: el mundo de un niño normal y el universo por el que volaba convertido en un viajero del futuro, un héroe que llegaba de lejanos países. Cuando miraba una película, me convertía en el personaje principal por meses, era un ser sin límites.

    Vivía, sin embargo, de manera muy íntima mis fantasías, no las compartía con nadie, soñaba cosas que ni siquiera las hablaba con mis compañeros. En la medida que iba creciendo me daba cuenta que yo no era el único que tenía un mundo paralelo, pero pude ver que en muchos casos la imaginación fecunda de

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