Vacíos: Diez cuentos
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Carlos José Talancón Espinosa
Carlos José Talancón Espinosa, quien acostumbra firmar sus libros como Carlos J. Talancón, nació en la Ciudad de México en 1952. Es editor y escritor. Tiene una novela publicada, ''El ángel ausente'', en esta misma editorial.
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Vacíos - Carlos José Talancón Espinosa
D.R. © Carlos J. Talancón, 2019
La imagen de la portada corresponde a la Casa-Museo de Sigmund Freud en la ciudad de Viena. La fotografía es del autor.
ISBN: 978-607-8535-82-8
Conversión gestionada por:
Sextil Online, S.A. de C.V./ Ink it ® 2019.
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A mis padres y a mis seres queridos
que ya no están.
Índice
Cosas de telenovelas
La espera
Cenizas
Entelequia
Olvido sin consecuencias
Salir sin dejar mensaje
Tiempo fuera
Relámpagos azules
Encuentro fortuito
Vacíos
Cosas de telenovelas
El joven Juan Rodrigo Méndez de León y Martínez Escobedo vivía orgulloso de tener un nombre que él mismo consideraba, digamos, aristocrático, pero, ante todo, digno de primer actor de telenovelas.
Desde temprana edad, Juan Rodrigo Méndez de León y Martínez Escobedo mostró gusto por el drama, disfrutaba como nadie, contrario a los muchachos de su edad, la extensa cabalgata diaria de telenovelas. El televisor era como un imán que le impedía acordarse de algo que no fuera un melodrama. A las dos en punto de la tarde sintonizaba el televisor en el canal 2; él y su madre entonces se arrellanaban en el viejo sofá de la sala y depositaban su atención en el nuevo capítulo de la primera telenovela del día. Hacia las seis, pasaban al canal 13 y, un poco más tarde, el sintonizador regresaba al canal 2. Así, en un ir y venir, el joven Juan Rodrigo y su madre quedaban, a las nueve de la noche, frente a la telenovela estelar del canal 13 y, media hora después, disfrutaban con la misma fascinación la estelar del canal 2. Para el joven Juan Rodrigo no existían rivalidades: ambas televisoras dedicaban sus horarios vespertinos a transmitir telenovelas, lo cual era de agradecer. ¡Toda suerte de situaciones absurdas, lacrimógenas, vericuetos tortuosos, destinos marcados por silencios trágicos, malos entendidos muy oportunos, frases teñidas de cursilería ramplona…, y amor, el amor, vuelto infinito! Alborada de amor, Amor ingrato, Los amores de María Cristina, Pervertida por amor, Amor envenenado, Amor, amor... ¡Ocho horas continuas de amor encadenado!
Sin embargo, todo ese tiempo ante el televisor no era una cuestión sencilla. El joven Juan Rodrigo Méndez de León y Martínez Escobedo adoptaba, mientras tanto, el papel de tirano: no permitía la más mínima interrupción que pudiera distraerlo de gestos, ademanes y gesticulaciones de los galanes telenovelescos, de las secuencias, la acción y los diálogos.
Por supuesto, la madre del joven Juan Rodrigo, poseedora de un sentido práctico de la vida, preparaba guisos sin ajos, cebollas ni especias con el sano propósito de evitar un mal aliento a quien había decidido consagrar su vida a los teleteatros. El único condimento que contaba con dispensa estaba compuesto por lágrimas, a veces abundantes, que caían en las cacerolas ante la expectativa de si la protagonista sería o no confinada a un convento debido a la infamia sufrida por un cínico bribón.
Más tarde, en la soledad de su habitación, y frente al gran espejo que cubría una pared completa, el joven Juan Rodrigo repetía con absoluta fidelidad las gesticulaciones de sus actores predilectos; después, y luego de un ensayo concienzudo, superaba la actuación mediante una complicada expresión corporal, respiraciones profundas e inusitada fuerza dramática. Pero el joven Juan Rodrigo Méndez de León y Martínez Escobedo no sólo prestaba atención a la parte histriónica, también memorizaba, con puntos y comas, cada uno de los parlamentos y, mientras los repetía con dicción nítida, añadía nuevas frases de impecable dramaturgia, silencios electrizantes, pausas aquí, énfasis allá y cadencias originales. Vivía convencido del dominio, superioridad y maestría de su arte. También estaba seguro que, con su disciplinado, tenaz y arduo adiestramiento, estaría en condiciones óptimas para ser aceptado en el primer casting, al cual se presentaría; sólo era cuestión de tiempo.
Un aspecto nada desdeñable, del cual el joven Juan Rodrigo tenía clara conciencia, era saberse dueño de un nombre apropiado y de las características físicas naturales de los actores protagónicos: frente amplia, cejas arqueadas, nariz recta, sendos hoyuelos en las mejillas, barbilla partida, bíceps cuadrados, abdomen plano y una considerable estatura.
No obstante el amor que profesaba Juan Rodrigo por las telenovelas, algo había en la trama que no lo convencía: le incomodaban las escenas destinadas a la comparsa, al relleno, a los actores secundarios; decía que eran escenas hechas con gente salida de academias de dudoso prestigio, y por lo mismo, afeaban la prestancia escénica. Su madre, atenta a los arrebatos de su retoño, aprovechaba el desfile insufrible de anuncios, comerciales y teleofertas para mitigar, con tacto fino y