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Relatos inverosímiles
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Libro electrónico93 páginas1 hora

Relatos inverosímiles

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RELATOS INVEROSÍMILES es una recopilación de tres narraciones cortas que giran en torno a los sentimientos humanos, como el amor y la amistad, cuando lo sobrenatural irrumpe en la vida de los protagonistas .

En "EL MONÓLOGO FINAL", la muerte no será obstáculo para que un gran actor lleve a término la representación del papel que será el broche de oro de su carrera.

En "LUZ DE LUNA" un pintor se enamora de una mujer de piel pálida y pelo cobrizo que afirma estar hecha de luz de luna. ¿Será cierto? ¿O la verdad será aún más extraña?

En "RUSALKA", dos oficiales del antiguo ejército zarista huyen de la revolución para descubrir que en los bosques de la vieja Rusia hay cosas que la razón del hombre civilizado no está preparada para entender.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 jun 2015
ISBN9781311582447
Relatos inverosímiles
Autor

Marco Antonio Cupido Naranjo

Licenciado en Psicología, informático, escritor, lector, pintor (con medios tradicionales y digitales) y dibujante de tiras cómicas, tan solo una de las anteriores ocupaciones es para ganarme la vida. El resto son medios que utilizo para crear, para expresarme o para entender el mundo.Si me dejas entrar en tu casa por medio de mis libros, te contaré historias que nunca antes te ha contado nadie.

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    Relatos inverosímiles - Marco Antonio Cupido Naranjo

    El monólogo final

    La trama se precipita hacia su desenlace. La película es exquisita, todo contribuye a que lo sea: el ambiente, la atmósfera que envuelve a los personajes, los cuidadísimos decorados, las localizaciones escogidas con tanto acierto. La música es dulce, melancólica. Es un todo con la película. Ninguna otra partitura podría haber encajado con tanta perfección en la obra. Alfredo Morales en su papel de protagonista está único, insustituible. Ha logrado transmitir a su personaje una humanidad, una ternura tan excepcionales que cuando la cinta termine todos los espectadores quedarán con la sensación de que un amigo entrañable se ha ido de sus vidas.

    Llega el monólogo final. Nadie sabe por qué ese hombre ha estado soportando los desprecios de los dos jóvenes, ricos y malcriados, más allá del deber exigible a todo miembro del servicio. Los adora, lamenta los descarríos de los muchachos, su insensatez, sus muchos defectos. Con sus más mínimos caprichos satisfechos, no valoran las cosas ni, por extensión, a las personas. El protagonista lucha por ablandarlos con su paciencia, su ternura, su buen ejemplo, su amor en definitiva. Trata de reconvenirlos cuando obran cruelmente, pero a cambio sólo recibe desprecio. ¿Por qué este hombre, un mero criado, hubiera dado su sangre, pues, por ellos? Es en el monólogo final, punto culminante de toda la obra, donde se desvela el misterio.

    La imagen se torna algo borrosa, los colores se vuelven desvaídos, casi blanco y negro. El efecto es mágico. Ayuda a transmitir de manera magistral toda la amargura y la impotencia de un hombre vencido por los años y los sufrimientos. Alfredo Morales, en un primer plano que hará historia dentro del cine español, desgrana su dolor. Su semblante está demacrado y su mirada es indescriptible. Después de luchar contra todos y contra todo, el protagonista ha encontrado a sus dos hijos, que le fueron arrebatados siendo muy niños durante la posguerra. Fueron adoptados, más por capricho de padres ricos y estériles que otra cosa. Han crecido rodeados de bienes materiales pero sin cariño. Se volvieron consentidos, estúpidos, crueles. No eran esos los planes del protagonista y su esposa cuando los engendraron.

    Siendo muy pequeños, lo suficiente como para no recordarlo ahora, el matrimonio se vio arruinado, sin recursos y sin esperanza. De lunes a lunes la jornada laboral del marido consistía en recorrer cada negocio, cada oficina, cada obra, mendigando un trabajo con el que dar de comer a su familia. Eran tiempos difíciles, y la tragedia personal de aquel hombre no encontró un hueco en ningún corazón. Demasiados hambrientos sin trabajo y demasiadas preocupaciones como para echarse encima las ajenas. La mujer no había conseguido recuperarse del último parto. Una vecina se ofreció por caridad para amamantar al recién nacido, pues los pechos de su madre estaban secos. Sin dinero no había posibilidad de procurarle los cuidados médicos adecuados. El estado de la mujer se agravó. El hombre dejó de buscar empleo por no dejarla desatendida. La mujer al final muere y él también hubiera muerto de pena de no ser por sus hijos, inocentes en medio del dolor y la miseria. Sin medios para pagar un entierro en condiciones, su mujer es depositada dentro de un tosco ataúd en una fosa común destinada a los pobres.

    Con el tiempo el padre y los dos infantes se ven en la calle, pues el casero no puede permitirse por más tiempo tener ocupada la miserable habitación que ocupan, sabiendo que no van a poder pagarle. Deberían dar gracias de que no los denunciara por los muchos meses de alquiler que le debían. En la calle y sin recursos, durmiendo en los portales, huyendo de las autoridades, al final le son arrebatados los niños por no poder proporcionarles unas mínimas condiciones de vida. Son internados en un orfanato.

    Al cabo de varias semanas el padre consigue un humilde empleo. Hace malabarismos para poder ahorrar y conseguir un alojamiento digno. Ahorra lo suficiente y corre a rescatar a sus hijos. Pero es tarde: han sido dados en adopción y jamás conseguirá que le digan a quiénes. Desde entonces el anhelo de su vida será encontrarlos y recuperarlos. Conserva una fotografía de él y su mujer con los dos niños en brazos, uno recién nacido y el otro con apenas un año de vida.

    Pasa el tiempo y logra, tras muchos padecimientos, encontrar a sus hijos. Son jóvenes ricos que viven en una mansión. Consigue, contra viento y marea, entrar al servicio de la casa. No puede recuperarlos de la noche a la mañana, pero al menos puede estar con ellos, respirar el mismo aire que ellos respiran. No, definitivamente no son la clase de hombres en que sus verdaderos padres hubieran querido convertirlos. Pero tal vez no estaba todo perdido.

    Y esto es lo que les revela en el monólogo final. Su voz cansada, lejana, patética, se intercala con imágenes en blanco y negro que ilustran la historia, pero la cámara vuelve a él de vez en cuando. La interpretación es magistral, insuperable. El protagonista saca la vieja fotografía del matrimonio y los dos niños. Tras la explicación la cámara enfoca a los dos jóvenes, que no saben qué decir. De pronto les encaja todo: la actitud del criado, que resulta ser su padre, los vagos recuerdos del orfanato, ahora revividos... Todo.

    Estallan en insultos a su padre, lo llaman mentiroso. Se contradicen después maldiciendo su origen humilde, ellos que siempre han despreciado a los pobres y lo que representan. El mayor coge la fotografía y la rompe en varios pedazos que tira al suelo

    La cámara enfoca de nuevo a Alfredo en el mismo primer plano. Los ojos nublados. Una lágrima reprimida se escapa y corre por su mejilla, lágrima que se repite en los rostros de muchos espectadores. Su vida ha sido, pues, en vano. Baja la mirada e inclina levemente la cabeza.

    —He hecho cuanto tenía que hacer —murmura—. Ahora me iré para siempre.

    Con la cabeza gacha da un par de pasos hacia atrás. Se vuelve y encara una puerta que se ve borrosa al fondo. Parece haber envejecido años de golpe. Tarda una eternidad en alcanzar la puerta. Sale y cierra tras de sí.

    En la siguiente escena el protagonista, cargado con una única maleta, hace cola para montar en un vagón de tercera. Una mano se posa sobre su hombro. El hijo menor ha acudido a la estación. Abre la mano y en ella tiene los pedazos de la fotografía, que ha recogido del suelo. El protagonista recoge los pedazos y se los guarda. Cuando se gira para subir al vagón, el joven lo detiene agarrándolo con suavidad por el brazo. Primer plano del hijo. Su mirada es a la vez de súplica y de arrepentimiento. Primer plano del padre. Música para ir preparando el final. Los dos hombres, en esa posición, se miran largo rato mientras el tren se pone en marcha. La cámara se aleja de la escena montada en el último vagón. Cuando los dos personajes no son más que dos pequeñas siluetas en el anden que ha quedado atrás, el hijo menor coge la maleta del padre y ambos regresan a casa. Esta última escena es demoledora. Los pocos ojos que quedan secos se anegan. Salen los créditos finales. El andén ya no es más que un punto

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