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Carne de conejo
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Libro electrónico270 páginas3 horas

Carne de conejo

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Una historia fantasiosa, alucinante, cuyo protagonista forma parte de un gremio de escritores caníbales donde solo se piensa en saciar el hambre por la carne humana. Una obsesión que, de tan intensa, pareciera una enfermedad o una condena.
Una fábula bien hilvanada, lúdica, divertida por momentos en tanto retoza con los cánones tradicionales del thriller y la novela negra, pero igual de conmovedora incluso cuando apela, desde la parodia, a los trillados recursos del melodrama folletinesco.
Una novela sobre el amor, el miedo y la estupidez humana; la mediocridad y la infidelidad; la desesperanza y el fin de los tiempos en un lugar llamado La Vana pero que a algunos pudiera recordar La Habana, esa ciudad donde ha sido escrita esta historia cuyos personajes, dibujados entre la caricatura y el esperpento, solo buscan ser salvados de un olvido al que fueron condenados de antemano.
IdiomaEspañol
EditorialGuantanamera
Fecha de lanzamiento15 ene 2019
ISBN9781524314545
Carne de conejo
Autor

Ernesto Pérez Chang

Ernesto Pérez Chang (El Cerro, La Habana, 15 de junio de 1971). Escritor. Licenciado en Filología por la Universidad de La Habana. Ha publicado las novelas: Tus ojos frente a la nada están (2006) y Alicia bajo su propia sombra (2012). Es autor, además, de los libros de relatos: Últimas fotos de mamá desnuda (2000); Los fantasmas de Sade (2002); Historias de seda (2003); Variaciones para ágrafos (2007), El arte de morir a solas (2011) y Cien cuentos letales (2014). Su obra narrativa ha sido reconocida con los premios: David de Cuento, de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), en 1999; Premio de Cuento de La Gaceta de Cuba, en dos ocasiones, 1998 y 2008; Premio Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar, en su primera convocatoria en 2002; Premio Nacional de la Crítica, en 2007; Premio Alejo Carpentier de Cuento 2011, entre otros.

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    Carne de conejo - Ernesto Pérez Chang

    SHAKESPEARE

    Capítulo 1.

    Íntimos, aunque jamás fieles

    1

    Tiene hambre y me pregunta por un campo de arroz que ya no existe. Entonces le sugiero que piense en cada espiga y en cada grano como en una palabra. Una que ha sido repetida hasta el cansancio por alguien que también ha sentido hambre, como nosotros. A veces las palabras salen de nuestras bocas o las escribimos en el papel y parece que no sucederá nada, que pasará el tiempo y quedarán en el pasado, pero el mundo está hecho de palabras, y ellas retornarán tal vez en forma de aire o transformadas en cuerpo, aunque sea bajo la apariencia de un fantasma.

    2

    Hace algunos años, una noche de diciembre, recibí una llamada de Jap pidiéndome que fuera de inmediato a su casa. Tenía la voz ronca como de haber llorado una semana. Él podía llorar durante varios días, sobre todo si le faltaba el dinero o cuando no se le ocurría algo sobre qué escribir para ganarlo, es decir, lloraba todo el tiempo y gimoteaba, tanto que Antígono el Viejo comenzó a llamarlo «Gemebunda».

    A Jap le gustaba ese mote, lo adoraba, más que el otro de «San Jorge». Incluso, cuando solo le decíamos San Jorge nos reclamaba —llorando, por supuesto— que le dijéramos Gemebunda, pero eso era demasiado fuerte. Más cuando sollozaba por la muerte de uno de sus perros o por la pérdida de un amante, lo cual sucedía con frecuencia, entonces, delante de él, usábamos un término mediador: San Jorge, que se había ganado durante su relación con el Dragón, un tipo flaco y feo cuyo mejor atributo era el irresistible mal aliento. Fue el único sujeto que logró tolerar sin quejas, mas bien entre estertores de placer, la extraña e indescriptible verga de Jap.

    Muchos habían hecho el intento alguna vez, incluidos Antígono el Viejo, la mujer de este y algunos allegados, por la osadía de implantar una especie de marca olímpica, pero solo el Dragón, tan enjuto y deslucido, había logrado vencerlos. No obstante, lo ocurrido en el pasado a veces no cuenta, y años después teníamos todos una relación muy parecida a la amistad, sin que llegara a serlo, y nadie hablaba de los fracasos, ni de los amatorios ni de los literarios, porque en Gemebunda comenzaron a aparecer y a acentuarse otros raros desencantos, consecuencias del colesterol en exceso, el hambre sistemática, las malas noches y su dudoso entendimiento.

    En fin, éramos íntimos, aunque jamás fieles, y por eso, en medio de una de sus crisis de llanto, agarró el teléfono y marcó mi número a la medianoche. Por curiosidad lo atendí. No solía hacerlo después de las once, que era el momento en que me disponía a comer mientras veía la telenovela de turno solo porque en ella actuaba Pepe Sanjinés, un sujeto de una belleza despampanante que, de cierta forma, influía benéficamente en mi digestión.

    Había visto en el identificador del teléfono que la llamada provenía de casa de Jap y porque supuse que era una buena noticia —la muerte de Antígono el Viejo o el asesinato de alguien conocido o el del propio Jap que marcaba mi número en plena agonía— descolgué y pregunté «quién es», con voz suave, como de quien no sabe o no espera con ansiedad algo convencionalmente aterrador. Del otro lado, en efecto, era Gemebunda. Un suspiro profundo entre ruidos de mocos succionados, unidos a un «ay» de lamentación me lo confirmaban. Tal vez deseaba anunciar otra de sus desgracias. Para que terminara pronto y me dejara ver la telenovela, antes de que comenzara a hablar le inquirí: «¿Cuál de ellos?», y con ese «cuál» englobaba de modo indistinto a un perro con moquillo como a un amante en fuga.

    La respuesta de Jap me desconcertó: «He matado a Pequeño Christ y me lo voy a comer».

    3

    Después vinieron otras palabras que no alcancé a comprender, un poco por el ruido quejumbroso y el hipeo pero más por el desconcierto que me había provocado la noticia. Una semana antes habíamos hablado del asunto. Jap y Antígono el Viejo debían viajar a la ciudad de Las Matanzas. Asistirían a un coloquio sobre la obra centenaria de uno de esos escritores que solían adorar quizás para crear una costumbre. Tenían la esperanza de que alguien alguna vez, cien o doscientos años después de sus muertes, dijera ¡ah, fulano existió! y les llevara flores a la tumba, lo cual es válido como ejercicio de subsistencia a toda costa. A ese mismo ejercicio se debía la invitación que le extendieron a Pequeño Christ, un muchachito lánguido, recién graduado de Filología, que había sido convencido, mediante un fárrago de promesas, de escribir una tesina de licenciatura sobre una novelita escrita por Jap diez años atrás.

    La novela en verdad había sido un éxito, pero solo allá bien lejos, en las selvas de Malasia, en las aldeas del interior del país, donde el libro había llegado literalmente por accidente.

    Una noche borrascosa, mientras la avioneta donde viajaba Antígono el Viejo sobrevolaba Sarawak rumbo a Indonesia, sobrevino una crisis debido al impacto de un rayo. La aeronave comenzó a perder altura y el piloto les pidió a los pasajeros que se deshicieran de todo lo que supusiera un lastre para ellos. Antígono el Viejo, sin pensarlo mucho, arrojó la novela voluminosa que Gemebunda le había dado a leer con la esperanza de que le encontrara editor, aunque fuera en lo más profundo de la Fosa de las Marianas, porque en ningún otro lugar había tenido suerte. El viejo, a pesar de verse en peligro de muerte inminente, había visto en la acción de lanzar el mamotreto un último instante de regocijo enorme. Moriría calcinado o devorado por las fieras de Sarawak, pero feliz al pensar en cómo los papeles de Gemebunda se deshacían en la humedad de la selva, en la soledad de la Malasia profunda y que no sería leída por nadie, ni siquiera por un celenterado de los abismos.

    Dos horas más tarde la avioneta logró aterrizar en su destino y Antígono el Viejo fue un poco más feliz porque tendría algo más de vida para ver la cara de Gemebunda cuando le contara que la novela se había perdido en la selva y que tal vez con un poco de suerte contaría con el mismísimo Sandokan entre sus primeros lectores.

    Esto último lo hacía reír a carcajadas, de modo que en todas las fotos que le tomaron en Indonesia, Antígono el Viejo aparentaba ser un escritor feliz, o «un escritor obstinadamente necio», como me escribiera Jap en un correo electrónico de aquel tiempo. «Es un escritor necio feliz», le contesté para congraciarme con él, a quien apenas comenzaba a conocer. De vuelta recibí otro correo: «Parece como si se hubiese comido a alguien importante o que está a punto de hacerlo… Ojalá se lo coman a él para que descanse en la paz de un retrete de Sumatra».

    Cuando aquello, aún no era consciente de haberme comido alguna vez a una persona. Entendí aquellas letras como una metáfora y no tenía por qué asumir como real la suposición canibalesca de Gemebunda. Había aprendido, tal vez en Voltaire o en Lacan o en Roger Caillois, ahora no recuerdo, aquello del escritor como caníbal, capaz de engullir a otros de generaciones pasadas o por venir. Del escritor que robaba ideas y textos de otros, pero siempre lo pensé como un concepto esencialmente metafórico que para nada suponía la verdadera antropofagia. De modo que, en ese momento, casi al inicio de conocernos, la especulación de Jap sobre la alegría del viejo en las imágenes de Indonesia la tomé como una broma. Pero aquella otra noche en que me llamó para decirme que se comería a Pequeño Christ, hacía tiempo que ya la había asimilado y sabía que no se trataba de una alegoría sino de un suceso efectivo que practicábamos con regularidad.

    No por el hecho sino por el sujeto comido, sentí algo de espanto. Como dije, una semana antes Pequeño Christ había acompañado a Jap y Antígono el Viejo a un coloquio literario en la ciudad de Las Matanzas. Lo llevaban, además de por otras cosas, para exhibir la capacidad de renovar el séquito de aduladores ante sujetos en extremo lisonjeados como esos magnates literarios del rango de la Superiora de Escritores, una antropófaga famélica a la que todos llamaban Mamanosabe porque jamás confesaba su apetito por la carne, de modo que en los banquetes de la Unidad Escritural Nacional o en los del Gran Palacio de nuestra República de Canabalia se limitaba a beber sorbos de sangre y a chupar pelos solo porque había prometido a su madre, en lecho de muerte, que jamás mordería a un semejante.

    Antes de marcharse a Las Matanzas yo les había confesado que me gustaba ese muchachito. Aunque lánguido y algo velludo, me recordaba —tal vez por la barba o por la voz grave— a Pepe Sanjinés, el de las telenovelas. Ellos hicieron bromas toda la noche. Hasta llamaron a Christ a mis espaldas para darle cuenta de mis sentimientos por él y, de paso, ponerlo en mi contra. Esa infidelidad no me importaba, sobre todo porque días antes le había confesado mi deseo al propio Christ.

    Sin que Jap y el viejo lo supieran, habíamos tenido sexo en la propia casa del viejo (pero en ausencia de él), mientras la esposa nos preparaba, y tal vez envenenaba con cianuro, un café en la cocina. No había sido nada trascendental el instante, pero el muchachito terminó por arrebatarme y aunque sentía ganas de morderlo y tragármelo de un bocado, preferí abstenerme como en una especie de prueba de fe. Quizás y hasta algún día escribiera una tesis sobre alguno de mis libros y la probabilidad era muy alta, porque en el pasado reciente ya lo había hecho sobre la novela malaya de Gemebunda. ¡Por dios…!

    Aquella vez les pedí que no se comieran a Christ, que le perdonaran la vida por un tiempo. Los dos me respondieron casi en un coro desafinado que jamás habían pensado en eso, que, al principio, cuando el muchacho los visitó con el fin de escribir su tesis, les hubiera gustado, pero después descubrieron que les sería útil en sus maniobras de perpetuidad. Lo alistaban como albacea, dijeron con una risilla sarcástica y se miraron en complicidad. En verdad se reían de saber que yo sentía algo por el muchacho, y eso les parecía ridículo. No tenía por qué desconfiar.

    La testarudez de nosotros por perpetuarnos a toda costa, en ciertas temporadas del año era tan grande —quizás mucho más— como nuestro deseo de comer. Si yo había reemplazado el placer de tragarme a Pequeño Christ por la esperanza de una sobrevida literaria, entonces ¿por qué Antígono el Viejo y Gemebunda no habrían de perdonar a la criatura, tan fiel a nosotros, pero demasiado extraña en su lealtad? Por eso me sorprendió la confesión del crimen y, olvidándome de mi cena y de Pepe Sanjinés, casi sin vestirme, salí a la calle en dirección a la casa de Jap que vivía como a veinte cuadras de la mía, casi en los suburbios, pero sin llegar a ellos por una cuestión de coherencia en la medianía.

    4

    Cuando llegué, Calderón el Noruego me esperaba en la puerta. Estaba sentado en el quicio de la entrada fumando un cigarro. Ya sabía que yo estaba en camino porque le había enviado un mensaje a su móvil, como siempre hacía cuando nos enredábamos en una situación patibularia. El Noruego era un buen sujeto a pesar de que practicaba un tipo de fidelidad muy parecida a la nuestra, no obstante, en esos asuntos de la antropofagia sabía comportarse y aportaba serenidad a la escena. Era un tipo eficiente y veía el mundo como un gran teatro donde debía desempeñar su papel entre lo jovial y lo práctico, pero siempre bajo un ideal de vida que a fin de cuentas nos resultaba útil. Le gustaba comer como a nosotros, pero siempre tanto como le pedíamos que comiera y en circunstancias y lugares específicos: los asientos finales de una guagua, o de un cine; oculto en las caletas de una costa empedrada o a oscuras entre bambalinas. Jamás en el gremio, a no ser con nosotros exclusivamente y por una cuestión de «sanidad», solíamos decir.

    El Noruego jamás se tragaría un trozo de escritor. La primera vez que lo hizo vomitó y tuvo fiebres durante una semana, entonces jamás lo volvió a intentar. En verdad tenía razón en excluirlos de su dieta. La mayoría de los escritores no resultaban apetitosos en sí, y uno termina por mordisquearlos solo por el hecho de mostrar los dientes a los demás y con eso evitar o posponer convertirse en la víctima. Esos ataques son necesarios más que placenteros, y en tales asuntos el Noruego estaba más allá del bien y del mal. Lo de él era limpiar de restos el lugar donde comíamos y acompañarnos las noches en que recorríamos la ciudad, en especial La Vana Vieja, el Parque Central y la acera del cine Payret en busca de una buena pieza. A veces nos pasábamos la noche entera y la madrugada viendo desfilar carnes de toda especie y terminábamos hartos con tan solo mirar y aliviando el apetito con cualquier sucedáneo. Después, al día siguiente o al otro, nos invadía la ansiedad y cazábamos al primero sin siquiera mirar sus cualidades.

    El Noruego, tal vez por su condición de gente de teatro, poseía lo que llamo «la paradoja de un entrenamiento intuitivo». Sabía cómo comer cualquier cosa más allá de su apariencia humana y, lo mejor, cómo desaparecer los restos, por eso le pedí que me esperara en casa de Gemebunda. Cuando llegué me dijo que Jap estaba dentro, en el comedor. Allí lo había encontrado en plena faena. Había preferido salir para no caer en tentaciones por aquello de la alergia. Si en verdad Pequeño Christ no era en esencia un escritor, lo había intentado en varias ocasiones con algunos poemillas y cuentos y, la práctica, aunque malograda, le había amargado las carnes.

    El cadáver de Pequeño Christ descansaba desnudo y patiabierto sobre la mesa, mientras Jap dormitaba con la cabeza embutida en la entrepierna del muchacho. Caminé despacio para no resbalar con la sangre que lo manchaba todo. Jap también estaba desnudo y respiraba con dificultad. Lo empujé un poco para despertarlo y comenzó a toser; se viró hacia mí con el rostro ensangrentado y me dijo entre sollozos: «Ya no puedo hacer nada… Llama a Antígono para que coma algo», y sin dejar de gimotear comenzó a masticar un trozo de verga que aún guardaba en la boca.

    Era lo único que faltaba en el cuerpo de Pequeño Christ, además de las orejas, porque Gemebunda gustaba de conservarlas como trofeos de caza. Había aguardado por mí solo para restregarme en la cara lo que había hecho. Esperaba que me mostrara dolido. En verdad buscaba reanimar una antigua pelea por comida que había quedado inconclusa por las intervenciones de Antígono y del Mariscal, un escritor que se abstenía de la caza indiscriminada porque gustaba de cadáveres de mujeres feas descompuestas. Era así de perverso. Por eso no le dije nada y fui a la sala para llamar por teléfono a Antígono. Estaba seguro de que eso era suficiente para enojarlo, el viejo no le perdonaría ese detalle de engullir la verga de Pequeño Christ en solitario y estaba ansioso por ver la reacción. Mientras tanto, el Noruego había comenzado a limpiar la casa aprovechando que Jap había ido al baño a lavarse y vestirse para esperar por Antígono el Viejo.

    5

    Años atrás, cuando Mercedes, la madre de Gemebunda, aún vivía, ocurrió algo parecido. Uno de los amantes del hijo, un oriental de Santiago llamado Ronchi —que antes había sido amante del viejo y esporádicamente amante de todos, incluidos el Noruego, la madre de Gemebunda, dos de las perras y yo—, había sucumbido a un ataque bestial de la mamita de Jap. El muchacho, abandonado unos pocos meses después de nacer, se había encariñado tanto con Mercedes, que no sabía dormir si antes la vieja no le embutía en la boca una de sus tetas. El chiquillo se acurrucaba entre los pechos y succionaba hasta quedar rendido, pero con el tiempo los senos de Mercedes fueron perdiendo la firmeza de antaño y el chico debía engullir todo el pellejo, hasta que una noche, en medio de una pesadilla, cerró los dientes con fuerza y cercenó a la anciana que, no pudiendo aguantar el dolor, agarró un hacha y lo decapitó.

    Mercedes había adquirido, a través del hijo y de Antígono el Viejo, el gusto por la carne humana, al punto de que no deseaba alimentarse de otra cosa. En los períodos en que no cazábamos, la vieja se postraba en la cama y languidecía al borde de la muerte. A veces intentábamos engañarla, a modo de burla, con un trozo de cerdo o de rata, pero Mercedes, por el olor, nos descubría y blandía el hacha, la misma con que había decapitado a Ronchi, y nos amenazaba de muerte.

    En esos períodos ni siquiera Gemebunda podía acercarse a la cama. La anciana lanzaba dentelladas a diestra y siniestra, sin compasión. Solo la edad y la artritis,

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