Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Crónicas y Minicuentos: Obra póstuma del periodista chileno Quintín Oyarzo (1950-2009)
Crónicas y Minicuentos: Obra póstuma del periodista chileno Quintín Oyarzo (1950-2009)
Crónicas y Minicuentos: Obra póstuma del periodista chileno Quintín Oyarzo (1950-2009)
Libro electrónico417 páginas5 horas

Crónicas y Minicuentos: Obra póstuma del periodista chileno Quintín Oyarzo (1950-2009)

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Obra póstuma del periodista Quintín Oyarzo (1950-2009). Incluye un relato presencial sobre la inmolación de Sebastián Acevedo, crónicas sobre los mineros del carbón y entrevistas políticas a Jaime Guzmán, Patricio Aylwin, Sergio Onofre Jarpa, Hernán Cubillos y Manuel Bustos. El Premio Nacional de Periodismo 2011, Sergio Campos, definió a este libro como "una contribución a la memoria histórica del Chile reciente".
IdiomaEspañol
EditorialInteriorDIA
Fecha de lanzamiento12 dic 2015
ISBN9789569188015
Crónicas y Minicuentos: Obra póstuma del periodista chileno Quintín Oyarzo (1950-2009)

Relacionado con Crónicas y Minicuentos

Libros electrónicos relacionados

Política para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para Crónicas y Minicuentos

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Crónicas y Minicuentos - Quintín Oyarzo

    CRÓNICAS Y

    MINICUENTOS

    QUINTÍN OYARZO

    Oyarzo, Quintín

    CRÓNICAS Y MINICUENTOS

    Santiago de Chile: InteriorDIA, 2012.

    Versión impresa 344 p. 12,5 x 19,5 cm

    ISBN 978-956-9188-01-5

    PERIODISMO

    070

    Editor: Gilberto Villarroel

    Compiladora: Gabriela Tapia

    Corrección de estilo y pruebas: Marcelo Maturana

    Diseño de la versión impresa: Gabriel Aiquel

    Diseño de la versión electrónica: Puercos Pintados Ltda.

    Fotografía de portada: Archivo familia Oyarzo Tapia

    Fotografía de contraportada: Mario Contreras / Archivo familia Oyarzo Tapia

    Todos los derechos reservados.

    Primera edición como eBook: noviembre de 2012

    ISBN 978-956-9188-01-5

    Registro de Propiedad Intelectual No. 215.162

    © Quintín Oyarzo, 2012

    Registro de Propiedad Intelectual esta edición: 217.002

    © InteriorDIA EIRL, 2012 (Gilberto Villarroel Escobar, Producciones Audiovisuales y Editoriales EIRL)

    Avenida 11 de Septiembre 1945, oficina 919, Providencia

    Código Postal: 7500503

    Santiago de Chile

    www.interiordia.cl

    Trailer Crónicas y Minicuentos (Vimeo)

    Trailer Crónicas y Minicuentos (Youtube)

    Prólogo.

    Por Sergio Campos Ulloa.

    Premio Nacional de Periodismo 2011.

    Una contribución a la memoria histórica del Chile reciente

    El nombre Quintín no pasa inadvertido para cualquier ciudadano bien informado. Es poco común en Chile, qué duda cabe. Pero cuando hablamos de Quintín Oyarzo se produce de inmediato la distinción, ya que se identifica el nombre con la capacidad periodística de un hombre de los medios que nos dejó tempranamente.

    La aventura de Quintín al incursionar en el periodismo deja una huella profunda que deberían recoger las nuevas generaciones de reporteros, por razones fundadas en el rigor para obtener los datos que van a conformar una historia, por muy pequeña que ella sea.

    Estas Crónicas y minicuentos que nos hereda Quintín son elocuentes en cuanto a la prolijidad en el uso del lenguaje preciso, al describir y explicar los acontecimientos con la concisión necesaria para un estilo periodístico moderno.

    Cualquiera que lea la Carta Ética del Colegio de Periodistas y, al mismo tiempo, revise las páginas de este compilado, observará la concordancia entre el quehacer de Quintín y los principios deontológicos de la profesión que él abrazó con tanta pasión.

    Uno de los méritos más significativos de estas crónicas es su contribución a la memoria histórica del Chile reciente.

    La radiografía de la prensa en nuestro país es notable por su elocuencia.

    El Caso Yumbel es escalofriante, porque se trata del asesinato de 19 compatriotas que, a manos de agentes de la dictadura, vieron truncadas sus vidas.

    Si se trata de indagar la actuación de los tribunales de justicia, resulta ineludible examinar la entrevista a un Hijo Ilustre de Concepción que fue capaz de expresar sentimientos lacrimales por tal distinción. Hablamos del abogado Enrique Urrutia Manzano, que hizo del cargo de presidente de la Corte Suprema de Justicia una instancia de permanente prevaricación.

    La historia de un obrero penquista que se inmoló ante los ojos atónitos de un grupo de ciudadanos, en la Plaza de la Independencia de Concepción, es uno de múltiples retratos de la impotencia, la angustia y la desesperación de muchos chilenos víctimas del secuestro, la tortura y el exterminio. El caso de Sebastián Acevedo, cuyos hijos fueron secuestrados por agentes de Pinochet, es uno de los capítulos más oprobiosos de los que fue testigo Quintín. Su crónica es directa, humana, reveladora.

    Cuando Estados Unidos convoca a militares latinoamericanos, en el contexto de la Guerra Fría, lo hace pensando en la capacitación de oficiales para aplicar la violencia extrema contra su enemigo, el comunismo.

    La Escuela de las Américas fue un laboratorio de aniquilamiento humano, donde entre los alumnos más aventajados estaban soldados chilenos, algunos muy reconocidos por los saberes acumulados en la nación del norte. Álvaro Corbalán Castilla, Miguel Krassnoff Marchenko, Manuel Contreras Sepúlveda, Armando Fernández Larios, entre otros, figuran entre las lumbreras del terror, que implementaron la DINA (Dirección de Inteligencia Nacional) y posteriormente la CNI (Central Nacional de Informaciones). Estos Maestros del Terrorismo de Estado y su origen son descritos con maestría por el autor.

    En materia de Derechos Humanos, las crónicas son fiel reflejo de un quehacer periodístico de la máxima honestidad, y sin duda responden fielmente a la Carta de Ética del Colegio de Periodistas: Los periodistas están al servicio de la verdad, los principios democráticos y los derechos humanos. En su quehacer profesional, el periodista se regirá por el principio de la veracidad, entendida como una información responsable de los hechos... . El contenido de este libro es toda una lección del ejercicio del periodismo.

    Las entrevistas merecen punto aparte.

    Recogen de primera agua el testimonio de hombres protagonistas de la historia política y social del país.

    Notable resulta también la serie de minicuentos. Especialmente, la pequeña historia publicada en el portal de BBC el día de Halloween.

    Un aspecto que me parece relevante para el lector es la bibliografía constituida por la extensa lista de libros que aparece al final de este volumen, obras que indagan en el período negro que la dictadura fue para muchos chilenos. Son libros que formaban parte de la biblioteca personal de Quintín, y que fueron donados por su viuda al Museo de la Memoria y los Derechos Humanos. Quien quiera investigar sobre esa etapa de la historia chilena podrá apelar a esos textos.

    Quintín Oyarzo asumió en plenitud la libertad de expresión como un principio fundamental de la democracia. Supo que el deber y el esfuerzo de un periodista cabal es luchar permanentemente por garantizar el derecho a la información de los ciudadanos.

    Esta herencia, plasmada en este libro que InteriorDIA pone en las manos de ustedes, contiene muchas horas de desvelos, sacrificios, amenzas y riesgos en la larga noche que vivió la patria, y también más tarde, cuando se abrieron los caminos de libertad.

    Para el autor, las dificultades y desafíos se convirtieron en un aliciente de vida. Un ejemplo para imitar.

    Santiago, abril de 2012.

    Nota del Editor.

    Por Gilberto Villarroel.

    Ese deseo irrefrenable de querer decir la verdad

    ¡Barretas!, decía Quintín, con tono socarrón, cuando algo le parecía exageradamente inverosímil, irrelevante o poco fundamentado. El término tenía toda la ambigüedad del inamible de Baldomero Lillo y, como no aparece en el diccionario, solamente cabía sospechar que lo podía haber robado en alguna incursión periodística a través de los barrios mineros de Lota y Coronel. O tal vez lo trajo consigo de más al sur, de la época en que era un niño que vivía sobre un palafito en Punta Arenas y le gustaba arrojar las ollas y sartenes de su madre al agua, para observar cómo flotaban y se iban navegando como pequeños botes arrastrados por la corriente del Estrecho de Magallanes.

    Conocí a Quintín en 1985, cuando llegué a hacer mi práctica al diario El Sur de Concepción y, aunque era un poco cascarrabias e impaciente con los estudiantes, se notaba que era el más avispado de todos los periodistas de la redacción, así que rápidamente empecé a hacerle caso y a seguir todos sus consejos. Mi práctica de tres meses se convirtió en una residencia de casi tres años, con contrato, en el diario. Y durante ese tiempo fue mi mentor y mi amigo.

    Lo vi cubriendo sin temor alguno, en años muy oscuros, informaciones y casos sobre derechos humanos, conflictos sindicales, crisis universitarias, y bajando a los pirquenes de Lota y Coronel en improvisados ascensores que los mineros hacían con neumáticos y cuerdas. Pirquenes que semanas después se inundaban, llevándose a los mismos trabajadores cuyas penurias Quintín había retratado fielmente en el diario. Vidas frágiles, como lo eran las nuestras en ese momento, expuestas a cualquier tipo de contingencia o a las políticas del Estado.

    Supe de personas que recibieron su ayuda, que él daba discretamente, sin pedir nada a cambio, cuando trabajaba como periodista en el Departamento de Comunicaciones del Arzobispado de Concepción. Vi cómo prestó generosamente su casa para comidas entre líderes de opinión que requerían un ambiente más discreto para negociar cualquier cosa. Me enseñó que las mejores exclusivas podían salir en medio de una noche de carrete, con apuntes escritos al pasar en una servilleta. Lo vi entrevistar a dirigentes sindicales en la sala de redacción del diario El Sur, tomando apuntes en su máquina de escribir, que tecleaba a una velocidad endemoniada, y luego, una vez terminada la conversación, arrancar con gesto triunfal de la máquina la carilla de papel amarillo con la entrevista perfectamente transcrita y editada, con encabezado y todo, llamar al fotógrafo para que retratara al dirigente, poner una hoja verde en la máquina para escribir la lectura de foto, sacar la hoja, poner una carilla rosada para escribir el título, para a continuación juntar todo el material, doblarlo en dos y dejarlo caer sobre la bandeja del editor a una velocidad supersónica. Conversación terminada, nota despachada, cada hoja de papel identificada para la imprenta con los correspondientes colores. Y así todo el día. Carilla tras carilla. Noticia tras noticia. El más rápido, el más prolífico.

    Ojalá vivas tiempos interesantes, dice un antiguo proverbio chino que tiene, más bien, el tono de una velada amenaza. Quintín es uno de aquellos afortunados que vivieron tiempos turbulentos, de muchos cambios, y supo convertirse en fiel testigo de su época. Pertenece a una generación que estudió Periodismo en la Universidad de Concepción a comienzos de los 70 y que recibía en las Escuelas de Verano a personajes de la talla de Pablo Neruda y Julio Cortázar, en actividades extra- programáticas que eran organizadas por los propios alumnos. Tras el golpe militar de 1973, sus estudios quedaron incompletos. Recuerdo que algún envidioso me dijo una vez, en un pasillo:

    –Quintín no es periodista.

    Se refería, por supuesto, a que no había completado los estudios universitarios, por razones, como dije, ajenas a su voluntad y a la voluntad de muchos chilenos. Pero Quintín se había ganado el título en la calle hacía rato, ayudando a darles voz a los sin voz en una época en que la prensa, aunque no le correspondiera, tenía que llenar a veces los vacíos de otras instituciones que no hacían bien su pega o que estaban momentáneamente clausuradas. Humildemente, cuando vino la transición democrática, regresó a las aulas a completar sus estudios, redactó una tesis y se graduó. Y volvió a la calle. Derrochaba energía. Fue presidente del Sindicato de Trabajadores del diario El Sur de Concepción (hicimos juntos una huelga en plena dictadura) y dirigente del Consejo Regional Bío-Bío del Colegio de Periodistas.

    Las crónicas, columnas de opinión, entrevistas y reportajes que aparecen en este libro son una selección del trabajo realizado por Quintín Oyarzo a lo largo de treinta años, entre 1979 y 2009, en el Diario Color y en el diario El Sur, ambos de Concepción, en el diario La Nación de Santiago, donde fue editor, en el portal de noticias Primera Plana, que ayudó a fundar, y en la revista El Periodista.

    No aparecen aquí, porque no quedan archivos grabados, extractos de sus andanzas como director de prensa de Radio Regional, en Concepción, donde, en vísperas del plebiscito del 88, logró sacudir el escenario informativo local y concentrar la sintonía de miles de personas que querían escuchar aquellas noticias que no salían en la TV.

    En la década de los 80, después de reportear todo el día en el diario El Sur, lo veía trabajando hasta tarde en la radio, escribiendo los libretos del informativo que saldría al aire al día siguiente. Aunque originalmente yo iba con la idea de acompañarlo hasta que se desocupara, para salir después a comer al Nuria o a cualquier otro sitio de la noche penquista, donde dirigentes sindicales, profesores y políticos llegaban siempre a contar alguna primicia, a él, que tipeaba frenéticamente sobre la máquina de escribir, no le parecía buena idea verme ocioso, y acostumbraba darme órdenes secas y perentorias:

    –¡Siéntate y escribe algo!

    Fue mi primera incursión en el mundo de la radio, al cual estuve ligado después durante veinte años. También eso se lo debo a él. Más tarde, cuando concretó su desembarco en Santiago, como editor en La Nación, incluida una curiosidad farandulera (el boloccazo), siempre fue un auditor atento y exigente, que llamaba a mi radio para compartir datos o corregir informaciones.

    Similar dedicación manifestó cuando se convirtió en asesor de prensa. Llamó una vez para pedirme la biografía de O´Higgins escrita por Benjamín Vicuña Mackenna, con el fin de leerla y extractar frases históricas solamente para que un ministro concertacionista pudiese hablar con propiedad en el discurso de celebración del natalicio del Padre de la Patria.

    Compartíamos el amor por los libros y las películas, que ambos coleccionábamos. Cuando trabajó en Santiago, como editor en la agencia de noticias Orbe, en una oficina minúscula, y como director y fundador del portal de noticias Primera Plana, coordinando desde su casa a un equipo de periodistas y columnistas, siempre nos dejábamos, los fines de semana, un tiempo libre para ir al cine a ver películas como Master and Commander (Capitán de mar y guerra) o para repetirnos en DVD Das Boot (El submarino) y el corte final del director de The Wild Bunch (La pandilla salvaje).

    Y recuerdo que en Concepción, cuando yo era un estudiante que recién había terminado su práctica en El Sur, siempre era posible encontrar en su casa películas prohibidas, como Patagonia sangrienta y los videos del ICTUS, que circulaban de mano en mano a través de redes sociales que funcionaban en una época en que no había Internet ni teléfonos celulares. En su casa encontré libros de periodismo investigativo, como Bomba en una calle de Palermo, de Edwin Harrington y Mónica González, que formaban parte de un impresionante archivo periodístico al que se sumaban los boletines de la Vicaría de la Solidaridad y todo aquello que él pudiese considerar de interés para construir y reconstruir una memoria que estaba en pugna con las versiones oficiales. Constructor de memoria, testigo de su tiempo.

    Por las páginas que escribió desfilan personajes claves de la vida nacional y latinoamericana de los últimos treinta años: Jaime Guzmán, Patricio Aylwin, Sergio Onofre Jarpa, Hernán Cubillos, el Premio Nobel de la Paz Adolfo Pérez Esquivel, Hebe Pastor de Bonafini, Enrique Urrutia Manzano, Manuel Bustos y Clotario Blest, entre otros. Juntos pero no revueltos, porque detrás de la grabadora o de la libreta de apuntes sus entrevistados siempre se encontraron con un hombre que tenía un punto de vista sobre la realidad y que estaba absolutamente informado de los temas sobre los cuales estaban conversando. Cuando dejó el diario El Sur, Quintín dijo, en una entrevista:

    –No me enjuago la boca con la objetividad, porque esa cosa para mí es utopía.

    Pero una cosa es tener un punto de vista y la otra es ser, además, respetuoso con la mirada de quienes piensan distinto. El ex canciller de Pinochet Hernán Cubillos, a quien Quintín entrevistó en el yate Caleuche, en Talcahuano, durante una escala de la regata de las Mil Millas, le escribió una carta en la que agradecía la forma en que había desarrollado una entrevista política en profundidad, en la cual conversaron de todo menos de deportes: Si bien no hablamos mucho de yates, en verdad conversamos de otras cosas interesantes, las que usted reprodujo con inteligencia, exactitud y profesionalismo.

    Qué mejor reconocimiento que el de alguien que, políticamente, estaba en las antípodas de Quintín. A su deseo irrefrenable de querer decir la verdad, como definió alguna vez el quehacer periodístico, sumaba aquel respeto por las fuentes y por los lectores, por el público, que lo sitúa a años luz de aquellos periodistas que siempre vieron el ejercicio de la profesión como un trámite burocrático que había que sortear antes de fabricarse una carrera como escritores. No es necesario nombrarlos. Muchos de ellos, chilenos y extranjeros, se jactan ahora de haber adornado sus historias cuando eran jóvenes reporteros, cambiando datos por aquí y por allá, para darles más colorido, para hacerlas más sabrosas, menos aburridas, más interesantes. Quintín nunca necesitó recurrir a dichos trucos. El periodismo era periodismo, y la literatura, otra cosa. Lo que no significaba que no pudiese escribir literatura. Pero eran mundos distintos, que corrían por carriles diferentes. Pasaron muchos años para que, con la madurez del camino recorrido, se animara a escribir sus minicuentos y enviar algunos de ellos al portal de la BBC de Londres, donde fueron publicados. Pero nunca trató de pasarle gato por liebre a nadie.

    También hay personajes anónimos –hasta ese momento– en estas crónicas y reportajes. Uno de ellos es Sebastián Acevedo, un padre de-sesperado ante la detención de sus hijos por parte de la CNI (Central Nacional de Informaciones), que protestó quemándose a lo bonzo en la plaza de Armas de Concepción, delante de Quintín, quien inútilmente trató de disuadirlo y que después, apenas pasado el shock por lo visto, tuvo que ir al diario El Sur a escribir la crónica y enviar el despacho radial a Santiago, como corresponsal de Radio Chilena. Este texto, escrito con profunda humanidad, con dolor, respeto e impotencia, debería ser referencia obligada para los estudiantes en las escuelas de periodismo. No soy el único que ha dicho esto.

    Otro texto de antología es el relato de las duras condiciones de trabajo de los mineros del carbón. No se trata de las minas submarinas de la ENACAR (Empresa Nacional del Carbón) sino de los pirquenes, verdaderos hoyos en medio de los cerros, a los cuales había que bajar en improvisados ascensores hechos con cuerdas y neumáticos viejos. Después de la publicación de este reportaje, el suegro de Quintín, un experimentado ingeniero de minas, al ver las fotos, lo retó por arriesgarse demasiado. Se notaba que el carbón estaba reventado, es decir, que el terreno estaba blando y el cerro podía ceder en cualquier momento. Y así fue. Pocos días después, el agua inundó el pirquén. Seis mineros murieron.

    Su compromiso con los hechos, y con la verdad que pudiesen estar mostrando esos hechos, lo llevó a una vida dedicada completamente al periodismo, con todos los costos que eso pudiese significar. Una vida con pocos fines de semana libres, muchas actividades sociales, mucha bohemia, cuando los periodistas todavía no eran rostros ni iban de un medio de comunicación a otro llevando una maleta de auspiciadores bajo el brazo. Eran otros tiempos, otra generación, otra manera de entender la profesión.

    Detestaba a quienes no se sentían periodistas todo el día. A un periodista del Canal 5 de Concepción lo retó una vez por dejar pasar una noticia; el reprendido le dio como argumento que aquel día andaba como persona, no como periodista.

    Eres periodista las 24 horas del día, afirmaba siempre Quintín, e incluso le exigía esa dedicación a su esposa, la Gaby, y se enojaba si ella, profesora de matemáticas, no anotaba las patentes de los autos después de haber visto un choque en la calle. ¡Qué orgulloso estaría ahora, al ver a la Gaby trabajando como compiladora durante tres años para hacer este libro! Visitando bibliotecas, fotocopiando artículos, leyendo microfilmes. Transcribiendo recortes de prensa que ella coleccionó, porque Quintín nunca lo hizo. Todos sabemos que en el ejercicio del periodismo el ayer ya es historia y lo que importa es la página en blanco, la pantalla en blanco que tenemos cada día ante nuestros ojos. Gabriela y Francisco, su hijo, han proporcionado todo el apoyo emocional y material para que este proyecto editorial pudiera salir adelante.

    Hasta pocos días antes de morir, demasiado joven para mi gusto, Quintín se mantuvo activo. Hablamos por teléfono unos días antes. Iba en el metro, camino al Colegio de Periodistas, para colaborar con la elaboración de unos textos. Cada mañana, a primera hora, despachaba un resumen de la prensa nacional, dividido por sectores, que sus amigos recibíamos de manera absolutamente gratuita en nuestros correos electrónicos. Luego, cuando terminaba de escribirlo y de revisar todos los diarios, me llamaba, a eso de las seis de la mañana, solamente para despertarme. Podía imaginar esa sonrisa malévola y pícara que le hacía brillar los ojos cuando estaba haciendo alguna travesura, porque él sabía perfectamente que yo a veces me acostaba muy tarde, un hábito que me quedó desde la época en que fui editor nocturno en Radio Cooperativa.

    Unos días de silencio, el resumen que no llega y, una noche de viernes, una llamada de su hijo Francisco contándome algo que al principio no podía ni quería creer: que Quintín ya no estaba, que se había ido para siempre.

    Han pasado tres años.

    Las cenizas de Quintín se fueron navegando en mayo de 2009 a través del Estrecho de Magallanes, llevadas por la misma corriente a la cual, cuando niño, arrojó ollas y sartenes.

    Y como el Cid Campeador, que ganaba sus batallas incluso después de muerto, hoy de nuevo se me aparece Quintín, cuya asombrosa obra profesional revive en estas crónicas. Leyéndolo, vuelvo a escuchar su voz, sus inflexiones, su manera de interrogar y cuestionar, con respeto pero con firmeza, a todo el mundo. Y aquí están estos textos, para deleite de sus contemporáneos y, también, para el conocimiento de las nuevas generaciones de chilenos que tengan interés en nuestra historia reciente.

    Sus escritos nos cuentan, de primera mano, con los ojos de un testigo privilegiado y honesto, la pequeña y la gran historia de las últimas tres décadas, que, contrariamente a cualquier maldición china, sí resultaron ser de lo más interesantes.

    La publicación de este libro es, también, un cariñoso homenaje a un mentor y un amigo. Aunque, conociéndolo como lo conocí, creo que, de haber estado vivo, habría cuestionado la idea desde sus mismos cimientos. Y creo que yo podría haber anticipado, con toda exactitud, su respuesta.

    Santiago, 24 de abril de 2012.

    Contexto histórico.

    Por Quintín Oyarzo.

    La prensa en los procesos de transición a la democracia. Chile: un caso traumático.

    Nota del Editor: Esta ponencia fue leída por el periodista Quintín Oyarzo en Concepción, para la Quinta Mesa Temática del Seminario Internacional La prensa en los procesos de transición a la democracia. Experiencia de Argentina, Brasil, Chile, España y Portugal.

    A los 11 años, allá en una población de Puerto Montt y apoyado en el marco de una ventana de un tercer piso de la casa de mi abuela, empecé a entender que los periodistas somos testigos privilegiados de la historia. Entonces, como parte de los juegos infantiles –junto a una hermana y un primo–, observábamos lo que hacía el vecindario y luego lo escribíamos en hojas de cuaderno que, al atardecer, circulaban en el grupo familiar.

    Claro que en esa misma ocasión también entendimos algunas de las limitantes que tienen los periodistas: desde la ventana sólo veíamos parte de lo que sucedía en el vecindario y tampoco podíamos publicarlo todo, por falta de tiempo y espacio.

    Más tarde, ya en el colegio y luego en la universidad, esa percepción terminó de consolidarse. Y cuando llegó la hora de ejercer profesionalmente el periodismo ya no hubo duda alguna: los comunicadores, y particularmente los periodistas, no sólo somos los mejores observadores de lo que acontece sino que tenemos la enorme responsabilidad de contarlo, lo más exactamente posible, a otras personas. Y no son pocas las veces en que nos vemos envueltos e involucrados en lo que surgió como una simple noticia. También fue una dura realidad el conocer eso de las limitantes para hacer periodismo.

    Asimismo, no voy a negar que la etapa histórica que a mi generación le tocó vivir en Chile también fue un fuerte aliciente para consolidar lo anterior, y marcar fuertemente mi quehacer e inquietar mi capacidad de análisis para reflexionar en torno a lo que hemos vivido, juntos, en la última parte del siglo que ya finaliza, y al rol que ha jugado la prensa, por lo menos en mi país y en esta región.

    Hasta el 11 de septiembre de 1973 en Chile existió una amplia libertad de expresión individual, colectiva y de prensa. Tanto, que varios analistas del proceso político de nuestro país reconocen hoy que, a lo mejor, los excesos en que se incurrió entonces, en materia de comunicasciones, llevaron a la interrupción de la democracia.

    A partir de los sesenta y en el marco de una Guerra Fría que, incluso, legitimaba las dictaduras militares en América Latina, la prensa empezó a reflejar la creciente inquietud que se vivía en Chile y, poco a poco, los medios de comunicación comenzaron a tomar partido por uno u otro bando. Más aún, surgieron diarios, revistas y radioemisoras, etc., cuya propiedad total o mayoritaria era de partidos políticos o grupos afines a éstos.

    Con la lucha electoral de 1970, donde finalmente triunfó la Unidad Popular, el debate nacional y la participación y compromiso de los medios y de sus periodistas también crecieron. Porque, como sostenían algunos ideólogos de ese entonces, entre ellos Camilo Taufic en su trabajo Periodismo y lucha de clases: la información como forma de poder político, el periodismo constituye un campo de batalla omnipresente en la sociedad contemporánea, donde, según este mismo autor, las distintas clases sociales luchan por influir en la mente y en la conducta de millones de personas por la prensa, la radio, la televisión, el cine, los libros, las agencias informativas, el rayado mural y los discos.

    Otros, sin embargo, insistieron en la necesidad de desarrollar un periodismo no comprometido; pero, en la medida en que la lucha política se agudizó, los textos y las emisiones radiales o televisivas también subieron de tono. Y no se puede negar: hubo momentos en que el exceso pasó por encima de la responsabilidad.

    Por lo mismo, en la misma mañana del 11 de septiembre de 1973, una de las primeras tareas de los golpistas fue silenciar a los medios de comunicación, en especial a los que, sin duda, iban a oponerse al derrocamiento de un presidente elegido constitucionalmente. Las tropas y hasta los aviones de guerra tuvieron ese día como blanco preferencial, junto con La Moneda, las instalaciones de los diarios y revistas, los estudios y antenas transmisoras de las radios, los recintos de la televisión y hasta las escuelas de periodismo, como sucedió en el caso particular de la Universidad de Concepción, donde profesores y estudiantes fueron detenidos, mientras se copaba y se destruía una modesta imprenta donde los alumnos ya gustaban de ir a oler y tocar la tinta.

    Y, con el correr del tiempo, no fueron pocos

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1