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Soy lo que hago
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Libro electrónico132 páginas2 horas

Soy lo que hago

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La acción ha sido hasta ahora un concepto irrelevante para la teología. El presente libro quiere contribuir a colmar esa laguna que no puede mantenerse por más tiempo. En el mundo de la acción, una religión que la ignore puede quedar fácilmente al margen, como quien nada tiene que decir de lo que ocupa y preocupa en la vida de las personas. Es el destino de las sectas, coherentes acaso en sus ideas, radicales en sus posturas, pero impresentables en sociedad.
IdiomaEspañol
EditorialPPC Editorial
Fecha de lanzamiento28 feb 2014
ISBN9788428826488
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    Soy lo que hago - Carlos Fernández Barberá

    SOY LO QUE HAGO

    Apuntes para una espiritualidad

    de la acción

    Carlos F. Barberá

    PRÓLOGO

    Quien se tome la molestia de entrar en una biblioteca teológica y consulte manuales, diccionarios o compendios de teología del más variado estilo, acaso quedará sorprendido al no encontrar en ellos ninguna entrada con la palabra acción. No acción pastoral ni acción evangelizadora. Simplemente acción.

    La razón es que hasta nuestros días –¡y aún hoy!– la acción no ha sido un concepto relevante para la teología. Lo señalaba Fernando Urbina con su habitual perspicacia:

    Hoy el problema de la acción se nos plantea de una forma nueva y urgente. Vivimos en la civilización de la acción, de la que no podemos evadirnos, y que ha de ser asumida por el creyente de nuestra fe... Cuando tomamos conciencia de la urgencia y la dificultad de los problemas planteados por la acción, resulta que no encontramos en nuestros instrumentos habituales de los conceptos teológicos o espirituales una respuesta lo bastante profunda y real a estos problemas... La teología no ha tenido ocasión, voluntad o quizás ni la misma posibilidad de enfrentarse con las causas profundas del problema de la acción, que es esencialmente un problema moderno¹.

    El presente libro quiere hacer una pequeña contribución para colmar una laguna que no puede mantenerse por más tiempo. En el mundo de la acción, una religión que la ignore puede quedar fácilmente al margen, como quien nada tiene que decir de lo que ocupa y preocupa en la vida de las gentes. Es el destino de las sectas, coherentes acaso en sus ideas, radicales en sus posturas, pero impresentables en sociedad. Una religión que no desee arriesgarse a un destino sectario no puede resignarse a ello.

    Claro está que, aunque bastante carentes de una reflexión sistemática sobre la acción, personas y movimientos no han renunciado a ella. Por eso estoy convencido de que lo que en estos momentos diferencia –y divide– a los diversos grupos eclesiales es qué tipo de acción llevan entre manos, dirigida a qué objetivos, por qué medios y con qué apoyos sociales. Hacer un análisis de la Iglesia con el punto de referencia de la acción llevaría sin duda a consecuencias sorprendentes y reveladoras.

    Las páginas que siguen sin embargo no quieren entrar en ese análisis porque, en mi opinión, lo más urgente es, empezando desde abajo, poner las bases para una teología y una espiritualidad de la acción.

    Aunque se trate de una reflexión personal, detrás de lo escrito en las páginas que siguen hay siempre una experiencia, en gran parte vivida con militantes y consiliarios de la JEC. Casi nada de lo que se dice a continuación habría sido posible sin la acción, la reflexión y el debate llevados a cabo en años de trabajo con ellos. Quiero, pues, dedicarles estas páginas, con un agradecimiento nacido al calor de experiencias y recuerdos compartidos.

    PONIENDO LAS BASES

    UNA PEQUEÑA HISTORIA

    En un libro ya clásico, Xavier Zubiri afirma que la filosofía griega se articula según dos modelos distintos: uno lo proporcionan las cosas materiales; el otro, los seres vivos.

    En el primer modelo, el de las cosas materiales, su ser consiste en estar ahí y, por tanto, la estabilidad es el carácter fundante del ser. Cualquier cambio puede darse únicamente en las propiedades, no en la realidad última. En consecuencia, todo movimiento es imperfección.

    Los seres vivos son diametralmente opuestos porque lo que los funda es un movimiento que no es pura mutación. Su ser es su vida, su energeia, de tal manera que el ser será más perfecto cuanto más móvil, cuanto más operante. «Las potencias no son sino la expresión patente de ese tesoro escondido, como los actos lo son de las potencias. De ahí que la verdad del ente sean las potencias, y la verdad de las potencias, sus actos»².

    En la medida en que la teología cristiana se fue apropiando de conceptos y concepciones griegas, cada uno de esos puntos de partida dio lugar a concepciones muy diversas y hasta opuestas.

    Aplicándolos a la divinidad, para la primera Dios será sobre todo el subsistente, el que tiene en sí su razón de ser y, por tanto, se define a sí mismo con el sentido más inmediato de su presentación a Moisés: «Yo soy el que soy». Alguien a quien nada le falta en la línea del ser. Por el contrario, según el segundo modelo, Dios se define fundamentalmente como el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob. Desde esta perspectiva, la presentación a Moisés adquiere un sesgo distinto –«Yo soy el que seré»– y llega a su formulación mejor en el dicho de san Juan: «Dios es amor». Dios es, pues, vida, y vida que fluye y se entrega, primero en la Trinidad, después en la creación, más tarde en la santificación.

    De acuerdo con la primera concepción, el ideal de la vida es la contemplación, el vehículo perfecto para el encuentro logrado con el propio ser y con el Ser. En este marco, la acción no es sino un subproducto necesario, pero prescindible. La vieja imagen de los Padres del desierto, que hacían cestos por la mañana para quemarlos al atardecer, es un símbolo bien gráfico de la actitud de quienes buscaban su perfección buceando cada vez más profundamente en su profundidad personal.

    Para la perspectiva segunda, la vida –y también la vida cristiana– es acción. La acción no como mera actividad, sino como desvelamiento de la energía en que la persona consiste y como proclamación hacia el mundo y hacia los demás de su riqueza interior.

    No es ningún misterio que el cristianismo se orientó de hecho siguiendo la línea del primer modelo. Por una parte por razones teóricas, pero también impulsado por necesidades prácticas. Ya se ha comentado sobradamente la necesidad y el acierto que llevó a la Iglesia a volcarse en la cultura helenística, pero también el enfeudamiento que eso supuso para su propio pensamiento. Oigamos a Plotino: «He aquí a los hombres. Cuando la contemplación se debilita en ellos, se consagran a la acción, que no es más que una sombra de la contemplación» (Enn. III, VIII, 4).

    Pero no se trata únicamente de teoría. Muy agudamente, Marcel Légaut ha propuesto la distinción entre religiones de autoridad y religiones de llamada. Hay tiempos –y épocas enteras– en que la religión ha de realizar una labor de socialización, proporcionando a la sociedad pautas de conducta, razones para los comportamientos, símbolos, ritos, espacios y tiempos celebrativos. Es una labor necesaria e ingente, pero que tiene sus días contados. Cuando el avance social trae la crisis de esa autoridad, esas religiones han de pasar de ser religiones de autoridad a convertirse en religiones de llamada. Si se resisten a hacerlo, están labrando su ruina, y su destino final será desaparecer.

    La tarea que la Iglesia católica tuvo que realizar en la época medieval, en la que durante siglos fue la única institución capaz de socializar, la única depositaria de la cultura, en el sentido más amplio, la ancló en su papel de religión de autoridad en un mundo que poco a poco iba saliendo de la sociedad estamental e inmóvil para entrar en otra movible y evolutiva. Sin que la Iglesia fuera capaz de escucharlas, de otras partes iban llegando esas nuevas llamadas que acabaron concretándose en la divisa de Goethe: «En el principio era la acción». Un siglo después, en sus Tesis sobre Feuerbach, Marx sacará las consecuencias de la frase: «Los filósofos no han hecho sino interpretar de diversos modos el mundo. De lo que se trata es de transformarlo».

    Habrán de pasar casi cien años desde la publicación de estas líneas para que un filósofo católico, Maurice Blondel, redacte –en 1936– su libro La acción, en el que abre el camino para una antropología fundamentada en la acción. La acción no consiste en el puro movimiento, en la agitación –lo dirá después Emmanuel Mounier–, sino que es el conjunto armónico que va desde el ímpetu iniciador en lo que tiene de vivo y fecundo, por la serie continua y progresiva de los medios empleados, hasta obtener el resultado:

    Puede considerarse –concluye Blondel– este resultado no como un objeto bruto, sino como una especie viviente donde la eficacia y la finalidad han conseguido unirse valorando todas las potencias mediadoras que han servido para esa maravillosa innovación, evocada por esa pequeña palabra llena de misteriosas riquezas: obrar.

    En la misma época, Pierre Teilhard de Chardin, el teólogo de la evolución, tendrá que lamentarse de la insuficiencia del pensamiento cristiano para enfrentarse a una naturaleza y una sociedad en mutación³. Sus propios intentos de articular un pensamiento suficiente tropezarán, como ya es sabido, con la prohibición de publicar sus obras.

    Es Emmanuel Mounier, ya más cercano a nosotros en el tiempo y en el talante, quien resume lapidariamente:

    Que la existencia sea acción y la existencia más perfecta acción más perfecta, pero acción también, es una de las intuiciones maestras del pensamiento contemporáneo... El logos es verdad. Desde el cristianismo es también camino y vida⁴.

    Pero todos estos avances tardarán en llegar a la teología y a los documentos del Magisterio. Señalemos algunos jalones: «La vocación de los laicos se extiende a ser testigos de Cristo en todo momento en medio de la sociedad humana» (Gaudium et spes, 43). «Pero que no escondan esta esperanza en el interior del alma, antes bien, manifiéstenla incluso a través de las estructuras de la vida secular, en una constante renovación y en un forcejeo con los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malignos (Ef 6,12)» (Lumen gentium, 35). «La característica de lo secular debe entenderse a la luz del acto creador y redentor de Dios, que entrega el mundo a hombres y mujeres para que participen en la obra de la creación, para que liberen a la creación de la obra del pecado» (Sínodo de los laicos, 4). «El desarrollo de todo el hombre y de todo los hombres es una cuestión también religiosa» (Sollicitudo rei socialis, 47).

    UNA RELIGIÓN NO CULTUAL

    Cuando Jacob, a través de su sueño, descubre que el lugar en que se halla está habitado por Dios, hace lo que cualquier persona religiosa

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