La sonrisa en la mirada
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La sonrisa en la mirada - Santos Urías Ibáñez
LA SONRISA EN LA MIRADA
Santos Urías
Jesús lo miró, sintió cariño por él y le dijo:
«Solo te falta una cosa, anda, vende todo lo que tienes, dáselo a los pobres y así tendrás un tesoro en el cielo; después ven y sígueme».
(Mc 10,21)
Jesús se volvió y, mirándola, le dijo:
«Ánimo, hija, tu fe te ha salvado».
(Mc 9,22)
PRÓLOGO
Le prometí al autor de este libro escribir estas líneas desde África, pero fue imposible. Invitaban a ello su evocación de las noches en aquel continente y tantas otras referencias en su obra. Unas pocas semanas en ese imponente pedazo de tierra, cuna de la humanidad, hacen sacrílega cualquier cosa que no sea contemplar, maravillarse, dar gracias y, sencillamente, disfrutar de tantas cosas que vamos perdiendo por acá: la extremada educación de las clases populares marroquíes, la señera dignidad del pueblo saharaui, la cálida hospitalidad de los mauritanos («hermano español» es su saludo sentido; si supieran...). Sin embargo, recién cruzado el Estrecho, acometo presta y gozosamente la honrosa encomienda que me hizo.
Ni Santos Urías ni yo mismo hablamos de África por casualidad. Del África que está a 15 kilómetros de Europa y a muchísimos más guarismos de renta per cápita, hasta convertir el Estrecho de Gibraltar en el muro económico de desigualdad más alto de todo el planeta, y de otras «áfricas» que coexisten junto a nosotros en la Europa del bienestar. No me estoy yendo del tema, amigo lector. De todas estas cosas, y de muchas más, trata La sonrisa en la mirada. Además de un guiño de complicidad al continente olvidado en las noches junto al Nilo o a la solidaridad que llega dolorida, pero gozosa, a Tanzania, el libro que tienes entre las manos está salpicado de referencias a eso que llamamos asépticamente el Cuarto Mundo y que Santos, a modo de pinceladas de boceto en trazo firme y fino, esboza con convicción.
En efecto, no parece nuestro autor pretender adoctrinar a nadie o pontificar. Mucho menos teorizar, analizar, ni siquiera simplemente explicar. Su lenguaje es muy otro. A través de retazos de vidas, de encuentros profundos, de diálogos en los lugares más inverosímiles, el autor expone –se expone–, comparte, apunta y susurra a quien quiera o pueda oírlo el espesor de la propia existencia cuando se abre a otras. O se caza al vuelo o difícilmente se entenderá nada. Sus intuiciones, expresadas en un lenguaje a modo de arpegio incontenido, solo pretenden invitar a vivir la gran fiesta de la vida –¡sin reserva del derecho de admisión!– adelantando que los inevitables malos tragos lo son menos si son compartidos.
Hay miradas que fulminan, que dejan helado, que fusilan, que «miran mal», pero también las hay que simplemente sonríen y hasta enamoran. Es la sonrisa que pasa inadvertida a los que van con prisas, a los que enseguida etiquetan y clasifican, a los que no son capaces de aceptar que las cosas –¡más aún, las personas!– no son siempre lo que parecen, que no todo es blanco o negro, que la vida no es lineal, que lo paradójico y contradictorio forma parte de la condición humana. Será Saint-Exupéry y su Principito quien, tras alguno de sus innumerables vuelos por el Magreb (otra vez la seductora África), dejaría escrito aquello de que «lo esencial es invisible a los ojos, solo se descubre con los ojos del corazón». Como la sonrisa en la mirada que invita a bucear en el hondón de encuentros fugaces o de relaciones más duraderas, pero siempre pletóricas de espesa humanidad.
Por eso, este peregrinaje de historias reales urbanas nos recuerda que sí, que hay ángeles, que están muy cerca de nosotros, que tienen aletones enormes prestos para volar en auxilio de sus semejantes, que ahogan su propio egoísmo y sus penas para embriagar a los demás de vitalismo y esperanza. Y que no tienen nombre, o tienen todos, como el arco iris de colores, porque son muchos los angelotes que aparecen en el texto. Y que también existe la magia y la ilusión, incluso cuando todo parece perdido. Por ello, con esa singular mirada que propone Santos, todo queda salpicado de una hermosa catarata de esperanza y de amor del sólido e imperecedero.
Nuestro nómada urbano sale al encuentro de un abanico amplio de personajes –mejor: de personas, porque quedan despojadas de apariencia para quedar desnudas en su esencial identidad– donde hay enfermos de sida, abogados generosos, extranjeros, presidiarios, voluntarios cooperantes, ancianos, niños abandonados, hippies... y hasta personajes misteriosos a los que el autor lanza un poco disimulado guiño de empatía y reconocimiento.
Como dijimos, además del continente olvidado hay otras «áfricas» como esos pozos negros para la esperanza que son el mundo de las prisiones y el de la extranjería sin papeles. En ellos hay un futuro plomizo que cuenta con unas pesadas rejas que atan al pasado y se meten en la cabeza hasta acompañar al liberado más tiempo del que desearía. O matan el futuro en incierta espera de unos malditos papeles que no llegan. Pero hasta en estas cuevas de desespero se cuelan rayos clandestinos de vigorosa esperanza cuando se sabe, una vez más, sostener incansable la sonrisa en la mirada. No, no se trata de una metáfora simplona o de un lenguaje ñoño que apunta a una mirada meliflua y mojigata. Es la mirada del contemplativo, penetrante, cálida, con humor y, por ello, con mucho amor. La de quien sabe bien lo importante del valor de la amistad, del sentido más fuerte de la solidaridad, de la humanidad compartida, de la fraternidad. Y al final, o al principio –como se quiera–, inundándolo todo, con exquisita discreción y apabullante presencia, paseándose por entre todos los renglones (sin sentir siempre la necesidad de la obsesiva explicitación de los de fe liviana), el buen Dios en zapatillas y batín de andar por casa que lleva tatuado, vete a saber por qué, «amor de madre». Es el «Dios de las pequeñas cosas», de la cotidianeidad, el único capaz de «hacer nuevas todas las cosas», de invitar a descubrir cómo en el más árido de los desiertos germinan también las flores.
No quisiera entretener demasiado al amable lector, porque lo que importa no es este ligero aperitivo, sino lo que viene después. Puedo asegurar que merece la pena. El autor de El llanto de Dios (1999) y El reloj de arena (2003) continúa en la línea ya anticipada de esa vena vigorosa, poética, vital, repleta de música y fuegos artificiales capaces de iluminar las más sombrías noches de luna nueva. Su habilidad en ver más allá, de adentrarse en la cara oculta de la realidad, lo hace de lectura fácil. Pero no se confunda el lector: su prosa fluida y cuidada reclama una digestión sosegada y pausada. Se dicen muchas cosas, y muy enjundiosas, entre líneas. Casi me atrevo a decir que es más importante lo que calla que lo que se asevera. El autor se limita a ponernos en el umbral de la puerta, dejándonos la miel al alcance del paladar. Respetuoso y discreto, deja que cada cual se adentre en el misterio de la Vida y en su complejo entramado de relaciones, y sienta, goce, sufra y experimente sus propias emociones, y, al final, formule, si quiere, sus propias conclusiones.
En efecto, los relatos cortos son una suerte de «confesiones», donde su autor, retirándose con discreción a un segundo plano, sin aspavientos ni pretensión magisterial, va dando la palabra a una serie de personajes, bien distintos, pero que tienen en común una fe profunda en la humanidad. Santos Urías se limita a hacer de testigo y, todo lo más, a poner banda sonora a una película de las antiguas, de las que no explicitan todo y dejan que el espectador se involucre y complete lo que las imágenes tan solo insinúan. Por eso deja a hablar a sus amigos, y les pone, si acaso, un fondo suave de guitarra trotamundos, mientras va levantando acta de la vida que sale al encuentro cuando se tiene la audacia de mirarla a los ojos, no de cualquier modo, sino cara a cara, para descubrir ya se sabe qué en la mirada.
Nuestro autor, buen compañero