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¡Todos somos zapatistas!: Alianzas y ruptura entre el EZLN y las organizaciones indígenas de México
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Libro electrónico1417 páginas20 horas

¡Todos somos zapatistas!: Alianzas y ruptura entre el EZLN y las organizaciones indígenas de México

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La obra narra los conflictos que vivieron los indígenas mexicanos a finales del siglo XX cuando se propusieron cambiar el mundo desde varias trincheras. Es una etnografía de la naturaleza de los enfrentamientos y negociaciones que los indígenas sostuvieron con el gobierno entre 1994 y 2001, un análisis del papel que jugaron los derechos y culturas
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 dic 2019
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    ¡Todos somos zapatistas! - Maya Lorena Pérez-Ruiz

    116-207.

    El surgimiento de los indígenas como actores sociales

    México es un país con una gran diversidad de grupos lingüísticos y culturales.¹ En este contexto, cabe preguntarse cómo es que los indígenas, con diferencias sociales, lingüísticas y culturales, han formulado sus proyectos para negociar con las autoridades gubernamentales e incluso para confrontar directamente al Estado y de qué manera se ha integrado el perfil específico de las luchas indígenas del siglo XX.

    Nuestro país no ha quedado al margen del resurgimiento de los conflictos étnicos en el mundo, y en 1994 el levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) evidenció lo que por años algunos grupos políticos y académicos pretendieron ocultar: la existencia de relaciones interétnicas —entre indígenas y no indígenas— conflictivas, añejas en u antagonismo y violentas en su cotidianidad. Relaciones en las que los primeros siempre han ocupado el lugar subordinado y en las que se han combinado la explotación, el racismo y la discriminación. Sin embargo, la emergencia de los pobladores originarios como actores sociales no se dio a partir del levantamiento armado de Chiapas. Por lo menos en su interés de verse, pensarse y proyectarse como movimiento indígena, este actor tiene más de 30 años de lucha y se ha construido a la par que ha consolidado su oposición a los términos en los que están inscritos los indígenas en el Estado, es decir, a medida que sus demandas se encaminaron a transformar los modos de relación entre los indígenas y los no indígenas y a medida que sus luchas se enfocaron en lograr cambios dentro de la estructura del Estado para darle obligatoriedad y legalidad a su presencia en la sociedad nacional.²

    En ese interés por construir el movimiento indígena nacional como un actor social con rostro específico (ya no sólo campesino, ya no sólo local) influyeron diversos factores: algunos surgieron a partir de los grupos genéricamente llamados indígenas, otros de las políticas e instituciones del Estado mexicano, y otros más desde una gran diversidad de agentes sociales que han mediado las relaciones entre los indígenas y el gobierno. En este esfuerzo ha influido, sin duda, la permanencia en el país de las viejas relaciones interétnicas cuyo origen se sitúa en la Colonia y que, pese a la Independencia y la Revolución, han persistido, si bien ocultándose y adaptándose de diferentes maneras a las diversas circunstancias históricas y regionales del país. No obstante, fue necesario que estas poblaciones se dieran cuenta de que las relaciones interétnicas implicaban un tipo específico de dominación para que intentaran modificarlas. El camino que ha conducido a percibir y analizar esa dimensión de su condición subordinada ha resultado largo y no siempre claro.

    Pasar del conflicto étnico interpersonal, comunitario y regional (generalmente asociado con formas de dominación y explotación económica) al conflicto con el Estado nacional (que incluye demandas por el reconocimiento de derechos propios y por tener espacios en las instancias de decisión y gobierno) ha requerido ciertas dimensiones de conciencia y organización. Se ha necesitado, por lo menos, analizar las condiciones específicas de subordinación que sufren como poblaciones originarias (que los diferencian de otros sectores de la población también dominados), buscar las posibles vías para modificar su situación y establecer diversas formas de organización entre todos aquellos que viven ese tipo de dominación identificada como étnica. Es allí, en ese proceso de concientización, en donde han participado muchos agentes: las instituciones indigenistas, los indigenistas, los antindigenistas, las iglesias, diversos orfismos internacionales, las ONGs, además de las élites de intelectuales indígenas constituidas en interacción con estos agentes.

    Las formas particulares en que las organizaciones indígenas se han confrontado con el Estado han dado lugar a un complejo cuadro de formas de organización y de negociación que involucran tanto a las poblaciones indígenas como a las instituciones de gobierno. Así, han surgido organizaciones de carácter productivo, comercial, cultural y político en ámbitos locales, regionales y nacionales, y en ellas las demandas y los niveles organizativos han sido muy variados, de ahí que no todas las organizaciones, por el solo hecho de estar formadas por indígenas, han desarrollado luchas específicamente étnicas. En ese amplio panorama, las organizaciones de tipo político, que se pretenden con representatividad regional y nacional, son las que han generado con mayor claridad una lucha de carácter étnico, puesto que interpelan al Estado y cuestionan el orden jurídico del que son excluidos como sujetos con derechos propios. Junto a estas organizaciones indígenas, sin embargo, existen otras que no desafían en forma directa ni a las políticas ni a las instituciones del Estado.³ Además de éstas, existen otras organizaciones indígenas que son más radicales en su confrontación con el Estado, como es el caso del EZLN De este modo, el conflicto étnico en México se desarrolla entre las expresiones cotidianas, comunitarias y no organizadas, y otros ámbitos en donde se producen instancias de organización y de lucha que cuestionan de modo y grado diferentes al Estado.

    Lo que en este capítulo se abordará, sin pretender agotar el tema, es cómo los pobladores originarios de México, denominados indígenas, han construido diversos caminos de conciencia y organización que desembocaron en la emergencia de nuevos actores sociales, quienes decidieron emprender diversas luchas contra el Estado mexicano para dar cumplimiento a sus demandas. Para ello será necesario reflexionar acerca de cómo, en algunos casos, la identidad indígena desempeñó un papel fundamental, mientras que en otros no fue así, y cómo es que ciertos indígenas transitaron por diversas demandas y pasaron de las de tipo reivindicativo a las políticas, para luego, desde ellas, buscar aliarse con un movimiento armado. Así, en este capítulo se analizará, desde una perspectiva específica de lo étnico, cómo surgió la identidad indígena y como, después de la segunda mitad del siglo XX, esa identidad asumió un valor positivo y se empleó para la acción social. La somera reconstrucción de lo que ha sido la lucha de las poblaciones indígenas durante los últimos 30 años, contribuirá a darle perfil y especificidad a los principales actores de este libro, además de pie servirá para desvanecer muchos de los mitos que ubican a los indígenas como seres aislados, ajenos a la modernidad y no sólo distantes, sino excluidos de la globalización. Permitirá visualizarlos fuertemente relacionados con las políticas nacionales, e incluso internacionales, si bien ocupando algunos de los sitios menos favorecidos y más desiguales de la aldea mundial. También facilitará comprender que su configuración y emergencia en una gran diversidad de actores locales, regionales y nacionales se ha hecho en el marco de las permanentes interacciones con el Estado, con las políticas públicas y con diversos agentes de la sociedad nacional e internacional.

    Cómo surgieron los indios

    El error geográfico y la dominación étnica explícita

    Antes de la llegada de los españoles a América en 1492, los indios eran aquellos que habían nacido en la India. La confusión de Cristóbal Colón al creer que había llegado a las Indias occidentales generó que sus pobladores fueran considerados indios. Esta manera de designar a los nativos originarios de estas tierras se volvió costumbre y, si bien el error geográfico de confundir América con la India pronto fue corregido, se continuó llamando indios a sus habitantes originales. Así se identificaba a los pobladores originarios que caían bajo el dominio español durante la Conquista. En este término quedaron englobados todos los pobladores prehispánicos sin importar su especificidad de identidad e historia. La diferencia quedó establecida: los españoles eran los conquistadores, los indios los conquistados.

    La Conquista dio paso a la colonización y con ella el concepto de indio adquirió connotaciones ideológicas que sirvieron para justificar y mantener las condiciones de dominación que se extendían por todos los ámbitos de la vida social; así se institucionalizaron las reglas que regían las relaciones entre indios y peninsulares, y se construyeron los espacios sociales y territoriales donde vivirían unos y otros.⁵ Lo indio se convirtió en un estereotipo y la imagen deteriorada del oprimido se usó para justificar su situación de explotación, imputándole las causas al propio dominado. Ser indio significó entonces ser incivilizado, salvaje, bárbaro, cruel, ignorante, rudo, inculto y hasta antropófago e inhumano.⁶

    Cuando en la Colonia se consolidó el vocablo indio no se refería ya al equívoco geográfico inicial: era la expresión de la forma en que los dominantes imponían su visión de las diferencias sociales y organizaban el mundo de las clasificaciones y las relaciones sociales. La palabra indio se convirtió en una categoría de clasificación social mediante la cual se expresó el dominio colonizador de los españoles. Las diferencias entre éstos y los indios eran el sustento ideológico, materializado en un tipo especial de relaciones sociales, que servía para organizar el conjunto de la vida social: el acceso a la tierra, la producción, los sistemas de mercados, los derechos jurídicos y políticos, las instituciones y la interpretación simbólica hegemónica respecto de las tierras conquistadas.

    Así, el dominio colonial hizo de las diferencias culturales (en su sentido más amplio) un elemento central para la reproducción del sistema de dominación que influyó en todas las instituciones coloniales y en todos los ámbitos de la vida social durante la Colonia. Al llamar indios a todos los pueblos nativos de América se les impuso una identidad única que los hizo iguales entre sí, en tanto dominados ante los colonizadores. Sin embargo, junto a esa identidad impuesta y colonial persistieron las identidades propias de los habitantes prehispánicos, entre otras cosas porque su pertenencia a comunidades específicas era lo que les daba derechos ante las instituciones coloniales y ante los demás habitantes para, por ejemplo, acceder a la tierra y quedar bajo la jurisdicción de las instituciones de gobierno destinadas a los indios.

    Así fue como, en términos contemporáneos, podemos decir que los pobladores originarios de América fueron etnicizados, es decir, adquirieron la connotación de poblaciones étnicas.⁷ A esa identidad impuesta, que convirtió en indios a una gran diversidad de pueblos y que, desde entonces, expresa una situación de subordinación justificada mediante elementos culturales, es a la que en este trabajo llamaremos étnica. Y puesto que tal clasificación sirvió de sustento para la organización social del conjunto de la vida colonial, puede decirse que durante la Colonia se impuso un modelo de sociedad basado en la dominación étnica explícita, mismo en el que el discurso que articulaba la subordinación se sustentó en las diferencias culturales (que incluían una percepción específica sobre la civilización, las razas, la religión y los rasgos culturales) entre colonizados y colonizadores para justificar la subordinación total de las poblaciones colonizadas. Sobre esa misma base se consolidó la estratificación social de las castas, que surgieron de la mezcla entre indios y españoles. Así, todos los espacios de reproducción del sistema social, lo mismo que los de resistencia, lucha y confrontación y negociación entre pueblos colonizados y colonizadores, estuvieron influidos por el sistema de clasificación y estratificación —de tipo étnico—, impuesto y controlado por las autoridades coloniales.

    La transformación de los indios en indígenas y la secularización de la dominación étnica

    Pese a la destrucción de miles de pueblos, durante la Colonia existió cierta protección jurídica del indio,⁸ de modo que el establecimiento de repúblicas de indios, de misiones religiosas y de instituciones que regulaban las relaciones entre indios y españoles permitió cierta continuidad cultural, así como la permanencia de algunas formas de organización entre los pueblos originarios, aunque subordinadas y adecuadas a las necesidades de la Colonia.⁹ Cuando no fue así, sobrevivieron en la resistencia y de forma clandestina.

    En el momento de la Independencia, una buena parte de la población originaria vivía bajo el régimen de repúblicas de indios: su núcleo de organización estaba en la propiedad comunal de la tierra, y se integraban al sistema colonial mediante la obligación de pagar tributos e impuestos y de brindar servicios obligados a la población española. Además de ello, tanto las repúblicas de indios, en general, como la población de cada una de ellas, estaban vinculadas estructuralmente a la Iglesia católica. Al comenzar la lucha por la independencia en 1810, los programas de Miguel Hidalgo y José María Morelos plantearon devolver a los indios las tierras que les habían quitado los españoles. Pero al consumarse la Independencia, en 1821, Iturbide estableció un programa más conservador en cuanto al reparto de tierras y decretó la igualdad de todos los mexicanos ante la ley. Al término de la Colonia, jurídicamente se anularon los regímenes de servidumbre y esclavitud de los indios, se acabaron las diferencias de casta y raza y se suprimió en las leyes la palabra indio.

    Después de la Independencia, al ser considerados todos los hombres iguales ante la ley, ya no fue posible que los indios conservaran el derecho especial de protección sobre sus tierras. Los cambios en la tenencia de la tierra propuestos por Juárez en 1856, y con ello la desamortización de las tierras indias, contribuyeron a que muchas de ellas pasaran a manos de latifundistas, mientras que los indios se convertían en sus peones. Dicho proceso se consumó en 1875, con la Ley de Colonización dictada por Porfirio Díaz. A pesar del triunfo del pensamiento liberal en las diferentes legislaturas nacionales, durante todo el siglo XIX continuó la discusión de si era necesario proteger a los indios mediante leyes especiales. Las críticas al igualitarismo liberal se basaban en el reconocimiento de que la aplicación de leyes sin distinciones, lejos de beneficiar a los indios, los había conducido a peores condiciones de vida en relación con las que tenían cuando eran protegidos por la Corona española. Como contraparte a esta inquietud protectora, y en contradicción también con el pensamiento liberal, varias constituciones de los estados del país establecieron restricciones al ejercicio de los derechos cívicos de los indios, aduciendo su calidad de sirvientes domésticos, su analfabetismo y hasta el hecho de andar vergonzosamente desnudos.¹⁰

    La sustitución del término indio por el de ricos y pobres en el lenguaje legislativo, sin embargo, no fue suficiente ni determinante para transformar la vida social en el siglo XIX. Los indios continuaban vivos y las relaciones (interétnicas) que empleaban esa clasificación para explotarlos y discriminarlos también. Así, el presidente Díaz propuso a la Cámara de Diputados un proyecto de ley para ceder, gratuitamente, ciertas tierras a los indios, con el propósito de mejora su situación. Mientras se discutía la ley, en noviembre de 1896, la XVIII Legislatura propuso suprimir el término indios y sustituirlo por el de labradores pobres. Según se dice, fue entonces cuando Guillermo Prieto propuso cambiar la palabra indio por la de indígena.¹¹ Ni la propuesta de Díaz ni la de Prieto fueron aceptadas, pero ambas sentaron un precedente que introdujo una nueva manera de designar a los indios, en apariencia menos discriminatoria y que daba cuenta de los nuevos tiempos. Se pensó, tal vez, que al acabar con la forma colonial de nombrar y tratar a los indios se acababa también con las formas de su dominación.

    El discurso liberal sobre la igualdad, los derechos individuales y la libre empresa, brindó elementos ideológicos y simbólicos para sustentar el proyecto de nación, y del nuevo modelo de organización social se excluyeron las diferencias culturales y raciales como componentes vigentes para el ordenamiento y la clasificación. El discurso y la estructura para organizar las diferencias sociales ya no fue étnica, sino de clases. En el país se instauró una etapa en la que ocurrió una secularización de la vida social que excluyó, de la organización y del discurso público, no sólo los elementos religiosos sino también los étnicos, que clasificaban a la población y la situaban en una determinada posición social, según fuera o no indígena. La estratificación colonial fue sustituida por un ordenamiento de clases, moderno y a tono con la creciente y vigorosa expansión del sistema capitalista. Los nuevos cambios, empero, no trajeron transformaciones inmediatas y radicales en la vida cotidiana ni terminaron con las formas de subordinación y explotación hacia las poblaciones indígenas, herencia de la Colonia. Durante el proceso de constitución de la nación mexicana, por tanto, si bien se pretendió acabar con el sistema colonial y su estratificación social, no se dio por concluida la subordinación y la explotación de las poblaciones indígenas, puesto que en ciertas regiones se mantuvieron, sin su nombre, muchas de las instituciones coloniales, además de que la subordinación y la explotación de los indígenas se siguió efectuando mediante nuevos mecanismos, como los del mercado y los de la vida pública, que negaron la existencia de los indígenas como un sector reconocido y activo en la nueva nación.¹²

    En términos de la organización de la sociedad puede decirse, que con el nacimiento de México como país independiente, concluyó el modelo colonial basado en la dominación étnica explícita —que organizaba el conjunto de la vida social anterior— y se instauró un modelo de organización social que llamaremos de secularización de la dominación étnica. Se trataba de un modelo clasista que no tenía como principio organizativo clasificar y ubicar en ciertas posiciones sociales a la población según sus cualidades culturales, pero que permitía, e incluso propiciaba, la persistencia —en ciertos ámbitos de la vida y del territorio nacional— de relaciones de subordinación y explotación económica que se fundamentaban y se justificaban en las diferencias culturales. En esos lugares se fortaleció la dominación de clase a través de la dominación étnica. Por lo demás, al pensarse el país como una sociedad que debía ser homogénea culturalmente, según los patrones europeos, se sentaron las bases para que poco después emergiera una nueva etapa en la confrontación étnica en el país. Esas bases quedaron plasmadas en un Estado nacional excluyente de la diversidad cultural, en el que persistieron ámbitos sociales donde continuó vigente la explotación de la población indígena, justificada y reproducida con base en una dominación cultural que se ejercía sobre los indígenas, aunque no existiera una explotación económica sobre ella.

    La ruptura, tanto de la estratificación étnica colonial como de los sistemas regionales de dominación tradicionales, así como la apertura de las comunidades indígenas al mercado y a la educación nacional, acentuaron —o generaron— la diferenciación social en el interior de las comunidades. Sin embargo, también propiciaron la movilidad social, antes prohibida por las leyes coloniales. Algunos indígenas ascendieron en la escala social y dejaron de definirse corno tales; otros siguieron siendo indígenas y de ello sacaron provecho para convertirse en caciques, mientras que la gran mayoría, además de seguir siendo indígena, vivía en la miseria como parte de una clase explotada.

    Con el movimiento armado de 1910 quedaron en evidencia, una vez más, las condiciones críticas de las poblaciones originarias. En gran medida las causas de la pobreza y la falta de desarrollo nacional se atribuyeron a la persistencia de los grupos indígenas como poblaciones tradicionales. Para acabar con esta situación surgió una nueva manera de tratar lo que se dio en llamar el problema indígena. Ya no era cuestión de discutir la igualdad legal y jurídica de los indios, como en las primeras décadas del siglo XIX, sino de superar la desigualdad real de los indígenas. Tampoco era cuestión de protegerlos o asimilarlos, sino de integrarlos. Si bien los indios o indígenas ya no existían jurídicamente, sí persistían como problema social.

    Entre las décadas de 1940 y 1960, debido al empuje de la modernización —que consideraba a los indígenas como un impedimento para el desarrollo—, arreció la discusión sobre qué hacer con ellos. Se vivió entonces, y desde entonces, una especie de esquizofrenia en el ámbito del Estado nacional, puesto que los indígenas no existían jurídicamente pero había que hacer algo con ellos. Así, la modernización del país tuvo que matizarse y se abrieron varios campos para el proteccionismo estatal. Por una parte, como indígenas, se decidió que fueran objeto de políticas e instituciones específicas —las indigenistas, para desaparecerlos mediante la integración—, en tanto que como mexicanos serían objeto de políticas agrarias, sociales, económicas, productivas y educativas, entre otras, destinadas al conjunto de la población. Muchas de ellas, por cierto, eran contradictorias con las políticas indigenistas. En concordancia con el modelo de dominación étnica secularizada, los indígenas eran tratados, por un lado, como si no existieran, mientras que por el otro, involuntaria y contradictoriamente, el indigenismo creaba las condiciones para fortalecerlos en sus particularidades. El indigenismo, de muchas formas, actuó de manera institucional, otra vez, para organizar e institucionalizar socialmente las diferencias.

    Las poblaciones indígenas, en tanto, también vivieron a su, manera esa esquizofrénica y contradictoria situación social: eran indígenas para las políticas indígenas, pero eran campesinos-indígenas para la reforma agraria, mientras que eran productores y comercializadores rurales para el Banco de Crédito Rural (Banrural). Así, mientras mantenían a contrapelo sus identidades propias,¹³ negociaban con el Instituto Nacional Indigenista (INI) sobre la base de su identidad como indígenas y se vinculaban con el resto de las dependencias gubernamentales en su sola calidad de mexicanos. Asumieron y reprodujeron diversas identidades colectivas para enfrentar los resultados de esa peculiar manera —de las autoridades gubernamentales, los legisladores y los antropólogos— para resolver el problema indígena. Tuvieron un discurso secular para las instituciones seculares y un discurso indígena para las instituciones indigenistas. Muchas veces existió el interés por mantener, mediante esa doble vía, sus identidades propias; en otros casos no pudieron o no tuvieron ese interés y se quedaron sólo con la identidad de mexicanos.

    En este contexto, las luchas de los indígenas se desarrollaban, además, en diversos frentes: en muchos de ellos sus demandas eran las mismas que las de otros sectores sociales y con ellos compartieron luchas, confrontaciones y negociaciones; sumados a ellos, generarían ciertos movimientos sociales. Hasta hoy, muchos indígenas forman parte de movimientos agraristas, de productores, de colonos, de vendedores ambulantes, de partidos políticos, de ONGs, etcétera. En todos esos movimientos estaban ausentes las reivindicaciones étnicas y tal carencia se tomó significativa frente a la pérdida, que parecía inevitable, de sus lenguas, sus culturas particulares y sus identidades propias. La ausencia pesó aun más cuando la modernidad prometida por las políticas de desarrollo llegó sólo a pedazos y sin justicia. Hacia la década de 1970 surgieron las primeras demandas étnicas, destinadas en particular a proteger y conservar las culturas indígenas. Las organizaciones, las demandas y, sobre todo, los líderes fueron madurando, creciendo, siempre en interacción con las instituciones y las políticas gubernamentales, y bajo la influencia de muchos otros agentes. Pasaron de pedir la protección de sus culturas a exigir sus derechos.

    Así, se llegó a la etapa en la que estamos actualmente: en el interior de un modelo de organización social clasista, donde persiste la dominación étnica, aunque soterrada y oculta, y contra la cual se han dirigido movimientos sociales de reivindicación étnica, es decir, los llamados movimientos indígenas.

    Lo indio y lo indígena como categoría política para la acción social

    Lo indígena como categoría política

    La crisis del Estado nacional inició con las evidencias contundentes del fracaso del modelo de desarrollo económico y político emprendido por el propio Estado durante la primera mitad del siglo XX, las cuales comenzaron a manifestarse con claridad hacia fines de los años sesenta. A partir de entonces se acentuó el agotamiento del modelo de desarrollo —que ofrecía bienestar y riqueza bajo la égida M discurso que reivindicaba la igualdad, la libre empresa y el proteccionismo estatal— y el descontento social se manifestó de diversas formas entre amplios sectores de la sociedad. El corporativismo, incapaz de controlar y encauzar el descontento social, así como los pactos sociales tradicionales, mostraron sus limitaciones para responder a las demandas de la sociedad que pugnaban, como hasta hoy, por una mejor distribución de la riqueza, una vida democrática y una mayor participación de la sociedad en la vida pública y en el ejercicio del poder.

    Con el agotamiento del modelo de desarrollo y político en el país, que trajo consigo la disminución e incluso la cancelación de los beneficios (reales o imaginados) que la modernidad les había ofrecido a los indígenas a cambio de que renunciaran a sus culturas y sus identidades propias, surgieron las primeras organizaciones indígenas de tipo étnico y comenzaron a tejer su utopía: construir un gran movimiento indígena nacional para defender el derecho a conservar sus culturas y sus identidades propias. Se constituyeron en un actor político que, desde diferentes ámbitos, lucha hasta hoy por el reconocimiento de derechos específicos. La construcción de ese actor necesitaba, sin embargo, de elementos de cohesión e identificación colectiva que permitiera vincular lo diverso con miras a encauzar un determinado tipo de acción social: la transformación del Estado nación. La identidad india, o indígena, que conjuntaba a múltiples grupos culturales fue ese elemento integrador. Ya lo era desde la Colonia, y se mantenía vigente no sólo en las relaciones de estos grupos con las instituciones nacionales, sino con el resto de la población mexicana que se consideraba no indígena. Se requería, empero, que ésta dejara de ser una categoría negativa con miras a transformarse en una categoría positiva y útil para la movilización social.

    Las luchas étnicas en nuestro país se retroalimentaron con el movimiento indígena latinoamericano, así como con los tardíos procesos de liberación nacional que se llevaron a cabo en Asia y África. Los antropólogos, las iglesias, los educadores libertarios y muchos otros agentes desempeñaron aquí un papel relevante. Las reuniones de Barbados,¹⁴ realizadas a finales de la década de 1970 y principios de la de 1980, resultaron fundamentales para hacer de lo indígena una categoría política positiva y movilizadora. Esta identidad indígena recuperada fue, por tanto, sustento y condición para el resurgimiento de la indianidad y del movimiento indígena en México y América Latina: en él convergen diversos movimientos descolonizadores y liberadores de más de 300 pueblos originarios en Latinoamérica.

    En la apropiación y revaloración positiva de la identidad étnica radica una de las diferencias básicas de las luchas indígenas contemporáneas, respecto de las que enfrentaron los pueblos nativos durante la Colonia, la Independencia y la Revolución, y aun de las que se efectuaron en los albores del siglo XX. En aquel entonces, la identidad de los indios era ante todo la condición de su subordinación y sus luchas estaban delimitadas por pertenencias comunitarias o regionales: tenían corno frontera los límites de sus propias demandas, identidades y regiones particulares, de modo que cuando los indígenas participaban en otros movimientos, por ejemplo en la guerra de Independencia, la Revolución o la contrarrevolución, si bien podían hacerlo involucrándose a partir de sus propios sueños e intereses, eran movimientos que se construían con base en proyectos que no eran de los indígenas, y que no los tomaban en cuenta como centro para su definición y proyección al futuro. Aún no existía una identidad colectiva común —revalorada y política— que permitiera la alianza entre comunidades de lenguas y culturas diferentes, aunque también subordinadas.¹⁵ Respecto de su identidad como mexicanos, que también podría unirlos, se oponían a ella o resultaba insuficiente para dar cuenta de su especificidad que como sector de población le demandaban a la nación.

    Hoy día, la identidad indígena revalorada, como identidad que unifica a millones de pobladores con culturas y lenguas diferentes, es también un instrumento de lucha para discutir frente a los Estados nacionales sus derechos como pueblos, con culturas e identidades propias. La característica fundamental de las luchas indígenas de la segunda mitad del siglo XX y lo que va del siglo XXI es que han establecido, de manera contundente, que su lucha es por el reconocimiento social.

    Cabe decir, que aún en nuestros días los espacios de conflicto, confrontación y negociación entre las poblaciones indígenas y el Estado nacional son muy diversos y expresan la complejidad de relaciones económicas, políticas, culturales y simbólicas generadas a lo largo de muchos años. Se expresa en el ámbito local, en la confrontación entre las formas de gobierno que los pueblos originarios consideran tradicionales y las que se imponen desde el Estado. En el ámbito regional se expresa en la lucha agraria, que el Estado ve y trata como un problema de tierras, mientras que desde los grupos originarios es considerada como un problema de territorios. En el ámbito municipal se manifiesta en la pugna por el control de los espacios de gobierno y en las luchas porque las formas de poder y gobierno sigan la lógica ancestral de cada pueblo, o se imponga la del Estado. Y en el ámbito nacional se expresa en la contienda por el tipo de reformas constitucionales que han de llevarse a cabo para reconocer los derechos indígenas. En esa confrontación, las demandas étnicas no siempre se expresan de la misma forma ni tienen la misma importancia en las luchas de los grupos originarios. Tampoco lo son dentro de las organizaciones caracterizadas como indígenas y que buscan formar un gran movimiento indígena nacional.

    Identidad y demandas indígenas

    Ante la emergencia mundial de movimientos que reivindican identidades y derechos culturales de minorías subordinadas, se han llevado a cabo numerosas investigaciones que tratan de explicarlos mediante diversas propuestas teóricas. En México y América Latina, la mayoría de los estudios se han ocupado de la emergencia del movimiento indígena nacional y continental y, generalmente, se concentran en analizar los procesos organizativos y las demandas de las organizaciones indígenas que los conforman. El auge de tales estudios que, por lo regular discuten las relaciones entre las minorías y el Estado nación, ha contribuido al manejo indiscriminado de términos como etnia, etnicidad, grupo étnico, indio, indígena, pueblo originario y pueblo indígena, o bien identidad étnica, identidad indígena e identidad india.¹⁶ Por lo común, en México se emplean como sinónimos los términos etnia e indígena, y al hablar de las demandas de las poblaciones y organizaciones indígenas se considera que todas son étnicas, puesto que provienen de un sector de población considerado étnico.

    En este libro, como ya se mencionó antes, lo característico de lo étnico se refiere a un tipo determinado de dominación que se ejerce y se explica sobre la base de la diferencia cultural, misma que puede referirse sólo a un rasgo, al conjunto de la cultura o a la identidad como expresión articulada de la diferencia. La dominación étnica, empero, no excluye la presencia de otro tipo de dominación y, por el contrario, se emplea precisamente para fundamentar otro tipo de relaciones de subordinación, explotación o exclusión. Así, la dominación étnica puede ejercerse sobre poblaciones socialmente homogéneas o estratificadas y clasistas, sin que ello sea condición ni impida el ejercicio de la dominación cultural, de ahí la importancia de diferenciar la dominación de tipo étnico de otros tipos de dominación, como la clasista, aunque en determinadas condiciones pueden coincidir ambos tipos en un mismo grupo social.

    Lo étnico, el ser étnico, es una cualidad, una característica, una connotación que se asigna y se impone desde el poder a una o varias poblaciones subordinadas, empleando las diferencias culturales para justificar la dominación que se ejerce sobre ellas. En ese caso, las diferencias de identidad, raza, lengua e incluso civilización, emergen como atribuciones culturales sobre las que se pone énfasis para establecer las diferencias (reales o imaginarias), sustentando la dominación y generando la segregación y/o exclusión.

    Por consiguiente, la caracterización y clasificación de una población como étnica es una construcción social, puesto que ningún grupo en especial, ni tampoco ninguna población en general, tienen como característica inherente esa condición; es una atribución histórica que adquiere cualidades específicas según sean las condiciones históricas y coyunturales en que se produce, y se genera en la interacción entre grupos sociales en condiciones de desigualdad social, por lo cual implica una situación relaciona¡ y asimétrica. De esta forma, no toda identidad de un pueblo o grupo social es étnica, ni cualquier grupo subordinado puede ser considerado étnico; del mismo modo, no es étnica cualquier forma de subordinación ni lo étnico puede predefinirse a partir de la existencia de ciertos rasgos culturales de la población.

    Con base en la definición anterior, en México la identidad indígena —impuesta a los grupos con identidades culturales propias y anteriores a la Colonia— es una identidad étnica, puesto que se produjo y se impuso como resultado de las relaciones asimétricas establecidas en los procesos de colonización, en las cuales las diferencias culturales, religiosas y raciales fueron empleadas para explicar y justificar el dominio y la explotación económica de las poblaciones prehispánicas.

    En el marco del Estado mexicano actual, los diferentes grupos denominados indígenas, con culturas e identidades propias, se caracterizan, precisamente, por ser poblaciones subordinadas en las cuales se ejerce la dominación cultural, que es lo que les otorga su carácter de etnias. Muchas veces la dominación étnica se emplea para reproducir la dominación de clase, justificando la explotación clasista por las diferencias culturales. En atención a esto último, los indígenas pueden tener posiciones de clase diferentes y desde éstas generar también demandas: algunas serán étnicas y otras no. De igual forma, no todas las organizaciones en las que participan los indígenas son étnicas. Sólo tendrán un carácter étnico las reivindicaciones y organizaciones encaminadas a transformar las relaciones de dominación-subordinación culturales, y que en el México contemporáneo se originan en el tipo de inserción subordinada que tienen las poblaciones indígenas dentro del Estado nacional.

    Así, por ejemplo, en una organización formada por población indígena pueden generarse demandas no étnicas —como las asistenciales (salud, educación, vivienda, servicios, vías de comunicación), las agrarias y productivas (tierra, créditos, infraestructura) o incluirse demandas políticas inmediatas (que se respete el voto, por ejemplo)— que no intentan modificar el tipo de inserción subordinada en lo cultural que tienen los indígenas en la estructura del Estado, aunque sus miembros se propongan conseguir sus demandas mediante un discurso de tipo étnico. En ese caso, aunque la organización se asuma como indígena por su composición y por su nombre, no será de tipo étnico por sus demandas y sus fines. Son organizaciones indígenas de tipo étnico las que se insertan en la disputa política mediante demandas que tienen que ver con el reconocimiento y la valoración positiva de la diferencia cultural, es decir, reivindicaciones que buscan incidir en el Estado para modificar la actual forma de organizar socialmente las diferencias culturales, y que exigen para ello que se les reconozcan derechos específicos sobre la base de su pertenencia a comunidades con identidades y culturas propias. Son étnicas las demandas a favor de la educación bilingüe, bicultural o intercultural; las que tienen como propósito reformar la Constitución para conseguir derechos históricos, para establecer un régimen de autonomía, etcétera. Cabe aclarar, sin embargo, que incluso entre las demandas étnicas existen diferencias respecto del grado en que quieren transformar al Estado: están las que sólo pretenden reformas y también las que buscan cambiar radicalmente el sistema social sobre el cual se sustenta el Estado nacional contemporáneo.

    El planteamiento que considera que no deben confundirse las identidades propias (las cuales persisten como ámbitos de pertenencia locales y regionales) y la identidad indígena (impuesta y que incluye a todos) supone diferenciar —para fines analíticos y en especial para el caso de los pueblos originarios— los espacios y procesos sociales mediante los cuales se reproducen las identidades propias¹⁷ (como son las identidades colectivas tenek, mayas o nahuas, entre otras) de aquellos que reproducen la identidad indígena —que unifica a un conjunto de pueblos dispersos con culturas e identidades propias—, misma que, ya se ha dicho, puede emplearse para reproducir condiciones de subordinación o para acabar con ellas.

    Con la afirmación anterior no se pretende aseverar que los procesos de constitución y reproducción de las identidades propias, y los que intervienen en la constitución de su identidad como indígenas, son independientes entre sí; tampoco que la primera de estas identidades sea ajena a las influencias generadas por los procesos de dominación étnica. Lo que quiere indicarse, en cambio, es que en un mismo sujeto social existen diferentes dimensiones de identidad, y con ello se pretende abrir la posibilidad de comprender, por una parte, las contradicciones que puede haber entre ellas y, por otra, identificar cuál de ellas se activa según sean los contextos de interacción y los intereses puestos en juego, ya sea para fines de diferenciación, de sobrevivencia, de confrontación, de alianza y hasta de negociación con las autoridades gubernamentales y otros sectores sociales. Tener claro que en un mismo sujeto social persisten estos dos tipos de identidad es, en todo caso, lo que permite comprender cómo los estigmas que persiguen aún a la identidad indígena influyen, hasta la inhibición y la destrucción, en el valor de las identidades propias. No obstante, en el sentido opuesto permite comprender cómo la apropiación y la dignificación de la identidad indígena pueden hacer de esa identidad étnica una identidad política reivindicativa, que actúa a favor del fortalecimiento y la permanencia de las identidades propias.

    Reconocer los procesos mediante los cuales se gesta y reproduce cada una de estas identidades colectivas tiene sentido, además, porque cada una de ellas tiene sus propias marcas de identificación, sus ámbitos de reproducción, sus agentes e, incluso, pueden emplearse con finalidades diferentes, si bien ambas están influidas y relacionadas entre sí.¹⁸ A esos dos tipos de identidad habrá que agregar, también, las otras muchas formas de identidad e identificación que están presentes entre las poblaciones originarias, y que les permiten ampliar sus ámbitos de lucha y negociación: por ejemplo, su ser mexicano, ciudadano, campesino, productor, comercializador, cooperativista, etc. En suma, ésta es la forma en que pueden comprenderse mejor los conflictos entre diferentes identidades; presentes en un mismo grupo social, sus agentes, sus fines, así como su manejo estratégico.

    Muchas de las diferencias y los conflictos entre movimientos sociales de fuerte arraigo local —promovidos y liderados por autoridades locales tradicionales— y los surgidos desde las élites indígenas —educadas en las ciudades y reconocidas por el gobierno como representantes de las comunidades indígenas locales— tienen su origen en esa diferencia de identidades así como en las tensiones que existen entre los proyectos que enarbolan. Así, pueden existir conflictos entre los miembros de una misma comunidad, ya que mientras unos luchan desde trincheras y reivindicaciones locales, otros lo hacen desde ámbitos políticos nacionales.

    Al concebir lo étnico como un tipo específico de dominación —como se verá adelante— se contribuye a resolver el difícil problema de las relaciones entre las etnias y las clases sociales.

    Etnias, clases y procesos de diferenciación

    Los pueblos originarios han sido idealizados por antropólogos, trabajadores al servicio de las instituciones indigenistas, líderes indígenas y, ahora, hasta por cronistas, poetas y periodistas. La idealización ha sido parte necesaria del proceso de revaloración de lo indígena para hacer de esta categoría un elemento unificador y movilizador. No obstante, en ese proceso se han omitido de la historia de algunos grupos ciertos rasgos, como los de su poderío militar, su dominación sobre otros pueblos y la marcada estratificación de su organización social, que desde antes de la Conquista mantenían en condiciones privilegiadas a ciertos sectores —como las castas militares y religiosas— en detrimento de otros que trabajaban obligatoriamente en su beneficio. Según esa manera de ver la historia, la Conquista, La Colonia y el Estado nacional son los responsables de la destrucción de un mundo idílico, que sirve de ejemplo y modelo para la reconstrucción de los indígenas como pueblos. Así, la visión idealizada se ha trasladado hacia los indígenas contemporáneos y desde esa perspectiva se han realizado muchos estudios sobre organización social, parentesco, recursos naturales, tecnologías, ritualidad, etcétera, que suponen modelos de organización social equitativos, racionales y justos, y que omiten en dichas descripciones los elementos discordantes, las diferencias y los conflictos internos. Cuando es inevitable hablar de esto último, el conflicto se explica sólo por las relaciones de los indígenas con el exterior.

    Por fortuna, no todos los estudios contemporáneos son así, y cada vez con más frecuencia se producen obras de mayor profundidad histórica y rigor etnográfico que demuestran, en muchos casos, que la diferenciación social de las comunidades indígenas contemporáneas no es algo nuevo y que tiene vínculos con la que ya existía en el momento de la Conquista y la Colonia, de modo que sólo fue aprovechada y refuncionalizada por las instituciones españolas. Ya desde entonces había quienes tenían más tierra que otros, quienes no la tenían, y quienes servían y trabajaban al servicio de los poderosos.

    Entre los indígenas de hoy, ciertamente, existen comunidades en las cuales la pobreza y la dominación ha homogeneizado a su población, pero también hay muchas otras en las que no sólo se mantienen las diferencias ancestrales, sino que éstas han cobrado nuevas dimensiones debido a los cambios sufridos por las comunidades indígenas al estar integradas a las dinámicas nacionales e internacionales del mundo globalizado. Existen profundas diferencias en la distribución de los recursos territoriales, sociales y culturales, en la participación de los miembros en la toma de decisiones, así como el acceso a las instancias de gobierno y a la impartición de justicia. A los cacicazgos ejercidos por la población blanca asentada en regiones de población originaria hay que agregar, en muchos casos, el caciquismo ejercido por miembros de la misma comunidad o región, y que hacen de su condición cultural y de identidad, instrumentos para preservar su dominio. No cualquier diferencia interna deriva en caciquismo, pero sí en posibilidades diferentes entre la población para enfrentar y resolver situaciones. No todos tienen las mismas oportunidades para acceder a la educación básica, media y superior; a los sistemas de crédito; a la tecnología o a los programas de desarrollo, ni para ser beneficiarios de los programas gubernamentales o para seguir las mismas rutas y modelos de migración regional, local, nacional e internacional. Si a este panorama agregamos la presencia, cada vez más contundente, de campesinos sin tierra, de jornaleros, de mujeres que trabajan gran parte de su tiempo en el servicio doméstico fuera de la comunidad, de madres solteras, de jóvenes técnicos y profesionistas, de maestros indígenas, etcétera —todos ellos miembros de la comunidad—, se tiene una sociedad cada vez más compleja, en la que existen diferencias de intereses y perspectivas de lo que debe ser el futuro individual, familiar y colectivo, así como de la identidad de sus miembros.

    La diferenciación social y la diversidad de nuevos sectores cada vez más activos y que demandan mayor participación en la vida comunitaria, como veremos en este trabajo, pueden derivar en la existencia de proyectos diferentes y hasta antagónicos. Unos pueden desear que sus identidades propias desaparezcan, mientras que otros se encaminan a fortalecerlas. Tales proyectos no siempre se explicitan ni se discuten claramente como proyectos de identidad y cultura y, por lo general, se expresan en la cotidianidad de la vida individual y comunitaria; por ejemplo, cuando se decide el uso de las tierras colectivas, la parcelación y la privatización de las mismas, la organización productiva, el sentido de la producción y la comercialización, el uso de la lengua originaria y el español, el fortalecimiento, el cambio o la desaparición de los sistemas tradicionales, etcétera. Las diferencias emergen con mayor claridad cuando los miembros de una comunidad se articulan en movimientos sociales que difieren en objetivos, como sucedió en Las Cañadas cuando surgió el EZLN.

    En situaciones como las que prevalecen hoy día en las comunidades y regiones indígenas, es importante dilucidar el problema de las relaciones entre las etnias y las clases. Y aquí es donde la definición de lo étnico como un tipo de dominación particular —que se articula y contribuye a justificar otros tipos de dominación— puede ayudar a plantear el problema y a resolverlo en nuevos términos, para abordar aspectos como los siguientes: a) la presencia de diferentes clases sociales dentro de un grupo considerado étnico; b) los diversos tipos de dominación que el grupo social hegemónico impone a grupos sociales subordinados y que no es sólo económica, y c) el uso de las diferencias culturales y de la identidad para reproducir la subordinación o para luchar en contra de ella.

    Un primer aspecto que hay que resaltar es que al concebir lo étnico como un tipo de dominación, se pretende diferenciarlo de muchas de las cosas con las que, comúnmente, se le confunde hasta el punto donde parece que se habla de lo mismo de la identidad de un grupo (cuando se tratan como sinónimos la identidad étnica y la identidad que tenía ese grupo antes de ser etnicizado); de la cultura (cuando se habla de culturas étnicas para hablar de los rasgos culturales específicos de un grupo que es caracterizado como étnico), y de la dominación de clase (cuando se da por supuesto que la dominación étnica necesariamente incluye la dominación de clase).

    Visto lo étnico de esta manera permite comprender que lo que se identifica como culturas étnicas se refiere, en realidad, a las culturas propias de los grupos que han sido llamados por los sectores dominantes como étnicos: de allí su diversidad y las dificultades para caracterizar los elementos que definen una cultura étnica y de ahí también que quienes lo intentan terminen haciendo listados descriptivos de rasgos culturales para decidir cuáles grupos son étnicos y cuáles no. Algo similar ocurre cuando se piensa que son lo mismo las identidades étnicas y las identidades propias, sin que se llegue a saber, entonces, qué es lo específicamente étnico en ellas. Al separar los procesos a través de los cuales un grupo etniciza a otro podrán, en cambio, identificarse los rasgos culturales que el grupo dominante emplea para justificar las diferencias que lo separan del otro, así como los mecanismos a través de los cuáles lo hace. Como estos procesos siempre se desarrollan en condiciones históricas precisas, podrán ser diversos también los elementos culturales empleados para marcar las distancias y las diferencias sociales, las características específicas que adopta el dominio al asociarse con otros, como el de clase, el de género, etcétera. En algunos casos serán los fenotipos y las percepciones raciales, en otros la lengua o la religión, y hasta las identidades como expresión articulada de la cultura diferente del otro, pero siempre enmarcados por las representaciones sociales¹⁹ que el dominante tiene acerca del dominado.

    La identidad étnica, entonces, sería aquella dimensión identitaria que recae sobre los dominados y los hace extraños y diferentes a los opresores y que, como en el caso de América, puede incluso llegar a construir una identidad sobrepuesta, homogenizante, que une a los dominados —a pesar de su diversidad de culturas e identidades— en un solo grupo social en el que se diluyen los rasgos culturales específicos para fines de la dominación. En ese proceso extremo se crea, entonces, una identidad imaginada que estigmatiza una serie de rasgos (reales o imaginarios) entre los dominados para marcar las diferencias entre los oprimidos y los opresores (los indios son herejes, caníbales, flojos, atrasados, incivilizados, feos, inmorales, mal vestidos, incultos, etcétera). Precisamente, cuando los grupos oprimidos por la dominación étnica emplean esa identidad para unir a la diversidad de los oprimidos en contra del grupo opresor, es cuando el proceso se invierte: son los oprimidos quienes desde sus particularidades culturales e identitarias recrean, inventan o le dan vuelta a los estigmas de la identidad común empleada para sojuzgarlos. Le dan así otros contenidos, otro valor, y forman su propia visión de la identidad étnica que los unifica: la identidad indígena, entonces, es depositaria del imaginario que emplean los dominados para su movilización social: los indios son sabios y viven en armonía con la naturaleza, son guardianes de saberes y misterios ancestrales, son justos casi por esencia, son los dueños ancestrales de la tierra, todos son explotados y discriminados por los no indígenas y tienen grandes cosas que enseñarles a éstos respecto de la democracia, la justicia y la humanización de las relaciones sociales.

    Muchos de esos elementos, empleados en las luchas de reivindicación étnica, poco tienen que ver con la realidad de las culturas y las identidades de las comunidades a nombre de las cuales se combate. Pero, de cierta forma, son indispensables para lograr contundencia y fortaleza en la batalla por las representaciones sociales —contra el dominador— para lograr cambiar la organización social de las diferencias culturales que no les favorecen; es un mecanismo, en suma, para conseguir, de parte del Estado y la sociedad nacional, el reconocimiento positivo de sus peculiaridades e identidades propias.

    Debido a que la lucha étnica es una batalla por el reconocimiento, por el respeto a la diferencia cultural, ésta es insuficiente para resolver los problemas derivados de la desigualdad entre las clases sociales o las desigualdades de otro tipo, como la de género. Cada tipo de desigualdad tiene su propia lógica de dominación y de reproducción, sus agentes particulares y sus ámbitos institucionales para hacerlo, aunque en la cotidianidad todas esas formas de dominación y de desigualdad se mezclan, se confunden y se sirven unas de otras. Las relaciones entre la dominación étnica y la de clases no se presentan ni se desarrollan de la misma manera entre todos los grupos ni en todos los momentos de la historia. Las particularidades que adquieren los procesos dependen, en cambio, de las condiciones de los pueblos que entran en contacto en condiciones significativas de asimetría y desigualdad.

    Para el caso mexicano, por lo menos, lo que ha podido verse a lo largo de la historia es que el grupo social dominante emplea dos formas principales para el establecimiento de las relaciones de dominación étnica: puede incorporar a los grupos dominados en una sola posición de clase —sin respetar sus diferencias de estratificación y diferenciación social previas—, homologándolos a todos en una sola clase social, o puede imponer su dominación manteniendo la diferenciación social preexistente, adaptándola a su propia estructura de clases y ejerciendo sobre todos los otros estratos y clases su dominio cultural. En este último caso, es posible que existan sectores del pueblo dominado que ocupen posiciones de clase alta (dueños de medios de producción, burguesías agrícolas y financieras, etcétera), pero que no por ello dejan de padecer la estigmatización, la persecución y la desvalorización de sus identidades y sus culturas propias, hasta el extremo de que tengan que renunciar a ellas para poder mantenerse en su posición social de clase.

    Al primer modelo de dominación le llamaré aquí de dominación étnica homogeneizante, porque sobre un mismo grupo social coinciden tanto la dominación étnica como la dominación de clase, de modo que todo el grupo culturalmente etnicizado ocupa una misma clase social. En él coinciden la dominación étnica y la dominación de clase. En este caso, el grupo étnico ocupa una misma posición de clase: es decir, no incluye a miembros de diferente clase social, puesto que la posición de clase de todos les ha sido impuesta por el grupo opresor mediante mecanismos, por supuesto, que no son sólo culturales. La conquista y la guerra han sido medios privilegiados para ello, puesto que traen consigo el despojo de territorios, de medios de producción, así como la expropiación o la destrucción de bienes culturales. La permanencia de las culturas y de las identidades propias de los grupos dominados dependerá, a su vez, de diversas circunstancias, entre ellas la fuerza de la resistencia, o de que existan motivaciones por parte del opresor para permitirlas. Este modelo, por lo regular, se ha empleado para explicar el caso de los indígenas de México, desde la Colonia hasta nuestros días. Tal forma de explicar las cosas, si bien puede resultar correcta para ciertos lugares y ha servido para fortalecer las reivindicaciones étnicas, no ha sido muy eficaz en explicar la complejidad y la diversidad de las condiciones en que viven las comunidades indígenas contemporáneas, ni tampoco dan cuenta de las particularidades de sus relaciones con las instituciones y la sociedad nacional.

    El segundo modelo, en cambio, parece más adecuado para explicar gran parte de las situaciones presentes en México. Le he denominado dominación étnica interclasista, ya que se refiere a situaciones en las que la dominación étnica se impone sobre grupos con formas de organización social estratificadas. En esos casos, el grupo dominante mantiene y adecua la diferenciación social que ya existe en su beneficio: hace posible la persistencia de privilegios de clase entre los dominados, pero impone su dominio sobre todo el conjunto social. Se trata de un dominio no sólo cultural —que puede ser económico, jurídico, político y simbólico—, pero que emplea el dominador como justificación ante el dominado y ante sí mismo, puesto que supone que se sustenta en la razón histórica que está de su lado y que posee las cualidades culturales y civilizatorias que lo ubican en la parte más alta del desarrollo humano. Sus integrantes son los civilizados, los que llevan la verdad de la palabra divina, los que merecen en suma, imponer la razón y la verdad sobre el resto del mundo. La confrontación étnica en casos extremos adquiere un tinte de conflicto, de guerra entre civilizaciones.

    En situaciones donde la dominación étnica se establece sobre una sociedad con clases, y/o se permite que existan clases sociales en el interior del grupo subordinado, la dominación étnica y la dominación de clase adquieren tintes especiales, ya que entre los subordinados existen miembros de clases que monopolizan los recursos y el poder dentro de sus comunidades, mientras que frente a la clase similar del grupo opresor, éstos son discriminados y estigmatizados por sus características de identidad y cultura. Esas élites de poder viven la tensión entre asumir la cultura y la identidad de los dominantes o mantener las suyas propias. En muchos casos, su pertenencia, su identidad y su cultura se vuelven instrumentos de negociación con el grupo dominante para afirmar y acentuar sus privilegios de clase, y su propio dominio de clase en el interior de su comunidad cultural. En estos casos, su identidad y cultura se ponen al servicio de su interés para mantener sus privilegios de clase. De allí que no siempre las reivindicaciones étnicas estén al servicio de la equidad y la justicia, ni de todos los, integrantes de las comunidades en nombre de las cuales se promueven. Eso explica por qué, en algunos casos, mientras las élites de poder indígenas emprenden negociaciones con el Estado para defender ámbitos propios de gobierno y justicia, otros miembros de esas mismas comunidades apelan al derecho nacional, la ciudadanía o el cambio religioso para oponerse a la tradición cultural según la cual las clases dominantes de su propio grupo los explotan y dominan.

    Un ejemplo de cómo la dominación étnica se ejerce sobre una clase (la burguesía indígena) es el de los indígenas ricos de Chiapas, que a pesar de su dominio económico en regiones enteras y de que controlan buena parte del comercio y el transporte de San Cristóbal de Las Casas y de Los Altos, continúan siendo víctimas de malos tratos y desprecio por parte de los coletos —que pueden ser menos ricos que ellos—, pero que se sienten herederos de la sangre y la cultura de los españoles. La contraparte de ese ejemplo es cómo los caciques chamulas hacen de su identidad, su pertenencia y su cultura instrumentos para explotar y dominar económicamente a los miembros de su propia comunidad.²⁰

    Dicho desde otro ángulo, vale la pena reiterar que la condición de subordinación étnica en un grupo, no implica homogenidad ni igualitarismo en el interior del grupo dominado, ni tampoco, por consiguiente, la existencia interna de relaciones equitativas y democráticas. Por ello, un cambio en el Estado nacional para que los indígenas sean reconocidos como integrantes de la nación y éstos adquieran derechos culturales propios, no implica necesariamente un cambio estructural en la sociedad nacional para que desaparezcan la desigualdad de clases, la injusticia, ni las otras desigualdades e iniquidades que existen.

    Identidades propias, identidad étnica e identidad nacional

    En México, con un incipiente reconocimiento constitucional de los pueblos indígenas, existen por lo menos tres tipos de identidades colectivas que son relevantes para comprender a los actores esenciales de este libro, puesto que en los individuos que participan en los movimientos sociales que se analizan persisten, como dimensiones identitarias, las siguientes:²¹ la identidad que les da pertenencia a comunidades culturales específicas; la identidad étnica, que pese a sus peculiaridades de identidad y cultura los clasifica como indígenas, y la identidad nacional, que los hace formar parte de la nación mexicana, puesto que jurídicamente los identifica, en tanto ciudadanos, con otros sectores y clases sociales diferentes de ellos en posición social y cultura. Cada una de estas identidades sociales tiene maneras particulares de delimitarse, formas específicas de reproducción y ámbitos en los cuales se expresa y modifica cotidianamente.²²

    La identidad propia u originaria, según el grupo particular a que corresponda, se mantiene y reproduce mediante instituciones específicas en las que desempeñan un papel esencial ciertos elementos culturales clave. Entre los grupos de origen mesoamericano es común que se mantengan, como ámbitos privilegiados para su reproducción, las relaciones de parentesco familiares y rituales, los sistemas para la conservación de la memoria (orales y escritos), los sistemas religiosos y rituales que conservan, ordenan y explican el pasado, el presente y el futuro; los sistemas jurídicos que norman y sancionan la vida colectiva, familiar e individual de sus miembros; los sistemas de generación, conservación y transmisión de conocimientos (para la producción, la conservación del medio ambiente, la salud, la educación, etcétera), y en general los sistemas de comunicación (lingüísticos, corporales, gestuales, etcétera) vigentes entre sus miembros. Cada uno de esos sistemas contiene elementos y códigos de identificación que se conservan y/o se modifican en complejos —y muchas veces conflictivos— procesos de renovación y adaptación a nuevas condiciones históricas.

    La tensión entre los viejos y nuevos agentes sociales que pugnan por la conservación o por el cambio, marca muchas de las dinámicas internas y los conflictos en la vida de los grupos originarios. Una fuente que cambió, pero que también activó la resistencia cultural, provino del sistema colonial que generó presiones sobre estas colectividades y las mantuvo subordinadas. Otros factores que también han incentivado los cambios y las resistencias son todos aquellos contactos con grupos sociales y culturales diferentes, más aún si éstos se presentan en condiciones de asimetría y conflicto. Los ancianos, los sanadores, los hombres y las mujeres de conocimiento, los que imparten justicia y sancionan, así como los responsables de la religión y la ritualidad, son algunos de los agentes depositarios de los códigos de permanencia e identificación para los integrantes de sus comunidades. Entre los jóvenes, las mujeres, los maestros, los técnicos, los profesionistas, los ricos, los pobres y los que no tienen tierra, están algunos de los que pugnan por los cambios. Las tensiones, según se resuelvan en favor de la permanencia, del cambio o de la adecuación,²³ contribuyen a la continuidad o la destrucción de la identidad propia de una comunidad.

    La identidad indígena, por su carácter de étnica, ha requerido de otras instituciones para su reproducción: de las coloniales primero y de las nacionales después. Durante todo el tiempo en que no fue reconocida en la Constitución (hasta 1992), el indigenismo —como política de Estado— fue el responsable de reproducir la identidad indígena, paradójicamente, mientras pretendía su desaparición, puesto que operaba sobre la existencia (material y simbólica) de las diferencias entre los indígenas y los no indígenas. Lo hizo mediante políticas diferenciales, con acciones que sustituían la responsabilidad de las demás instituciones y políticas nacionales, y cuando, durante casi 30 años, se abrogó la representación de los indígenas ante el Estado. No obstante, el indigenismo también generó las condiciones que permitieron que la identidad indígena adquiriera la connotación positiva y movilizadora que ahora tiene. Lo hizo con sus políticas para educar y reproducir intermediarios culturales (maestras, promotores, profesionistas, técnicos y líderes indígenas), con la oficialización de muchos de-esos agentes como los interlocutores válidos ante el gobierno nacional, y al tratar de encauzar las luchas indígenas independientes hacia vías institucionales y oficialistas puesto que por ese camino formó organizaciones regionales y nacionales sustentadas en la identidad indígena y erogó mucho dinero en capacitación para darle un cierto perfil a sus líderes. Eso, junto con la cobertura que el INI le dio a muchos antropólogos, abogados y otros profesionistas para actuar y disentir de las políticas integracionistas,²⁴ favoreció la emergencia de movimientos sociales sustentados en la identidad indígena. No es casual, entonces, que un gran número de líderes indígenas que hoy luchan por la autonomía de sus pueblos en el ámbito regional y nacional, sean

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