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De lo bueno mucho: Autobiografía de un mapuche resiliente
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Libro electrónico296 páginas4 horas

De lo bueno mucho: Autobiografía de un mapuche resiliente

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Información de este libro electrónico

Un niño marcado por el estigma de la discriminación social en un país que en campeonatos de clasismo ha dado varias veces la vuelta olímpica. Hijo de una empleada doméstica y de un padre que nunca conoció; a medias integrado a la familia de patrones que lo acoge y rechaza al mismo tiempo; a medias beneficiado por una educación en que se le pide que rinda, pero que lo excluye de los cumpleaños de sus compañeros. Violado en plena inocencia por un vecino y agredido por la matriarca de aquella familia cuando quiere denunciar esa violación. Víctima de una conspiración de su propia familia de adopción para retenerlo en Chile en tiempos de dictadura. Una sucia trampa lo somete a dos años de servicio militar, con tortura y fracturas incluidas. Hijo de la escasez, cada regalo fue en su infancia el anticipo de una abundancia del alma que más tarde sería pan de cada día.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 may 2013
ISBN9789563241754
De lo bueno mucho: Autobiografía de un mapuche resiliente

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    De lo bueno mucho - Francisco Llancaqueo

    humana.

    PRÓLOGO

    ¿Qué hace que una autobiografía trascienda las limitaciones del diario de vida y resuene más allá de sus propias anécdotas? ¿Cómo construye, el testigo de su contingencia, el puente para transitar desde el testimonio personal a la sensibilidad de ese otro que lee apostado en la ribera opuesta y cuya vida es siempre otra?

    Nada fácil. No se trata de ornamentar la biografía con pedazos de tragedia, drama, comedia, terror, aventura, suspenso, en fin, todo aquello que a la ficción otorga su pasaporte a la literatura. En la autobiografía el caso es distinto. No tiene la abstracción del ensayo pero tampoco los recursos dramáticos de la novela, el teatro o el relato breve. Su resolución va por otro carril. Algo en la evocación del pasado, y del presente, de quien toma su propia vida como objeto de escritura, debe reverberar en el lector como un fragmento oculto de su propia posibilidad de ser. Una promesa de felicidad, como decía Stendhal, tiene que ir atando cabos en la evocación que hace el autor entre los hitos dispersos que trazan su ciclo vital; pero también debe provocar la complicidad, la empatía o la identificación del lado de la lectura. Esta promesa de felicidad, o de sentido, sella el pacto subcutáneo entre el autor que interpreta su propio camino y el lector que lo hace suyo, o lo reconstruye como posible eco de su propia experiencia vital. En este juego de espejos se decide el logro de una autobiografía.

    A esta reflexión me lleva, como cántaro al agua, leer De lo bueno mucho de Francisco Llancaqueo: un caso de autobiografía plenamente lograda, según las exigencias que he sugerido en el párrafo precedente. El libro promete en doble sentido.

    Por un lado augura una lectura sin pausa y sin prisa, que se disfruta, y también, a ratos, se sufre. Y por otro lado promete —o descubre— filones de plenitud en las canteras de la existencia: en su peculiar manera, el autor va redimiendo el dolor que en su camino le tocó enfrentar o padecer. Sin negar lo acontecido sino todo lo contrario, exponiéndolo con valentía a los ojos del público, pero a la vez reabsorbiéndolo en un desborde de vida que siempre mira hacia delante.

    Desde la primera página el autor pone al lector no solo ante los asaltos de una vida intensamente habitada, sino ante las respuestas, reacciones y aprendizajes con que el protagonista de los hechos va dotando de sentido a lo que le sale al paso desde su más tierna o dura niñez.

    En cuanto tal ya es el primer lector de sí mismo, pues él es su propio material de escritura. Así, el libro no solo hilvana como texto, sino como vida: un hilo que resiste, recrea, reinventa, integra el presente con las marcas del pasado, busca cicatrizar heridas bajo la forma de sueños, traspasa la fatalidad del ayer y encuentra, un poco más allá, el barro impoluto para argamasar esas promesas de futuro. Hay que ir siempre un poco más allá, parece decir Francisco Llancaqueo mientras cose el hilo que va y viene entre narrar y vivir, entre acontecimiento y aprendizaje.

    Usted, lector, que tal vez viene de abrir este libro curioseando en una librería o entre sorbos de un café en el sillón del living de su casa, puede conocer o no al autor. No es raro que sepa de él, pues en distintos momentos de su trayectoria ha sido voz pública, columnista, rostro y discurso en la pantalla de su televisión. Pero poco importa cuánta referencia tiene de él, directa o por terceros. Olvídese, desconózcalo para empezar y déjese llevar sin prejuicios por las páginas que siguen.

    Verá, en primera instancia y a quemarropa, el titubeo angustiado de un hombre entrando en la madurez que recibe, por boca de su médico de confianza, la noticia de que su cuerpo es frágil, expuesto a irse y que circunstancialmente ha sido torpedeado por la muerte, disfrazada de un tumor maligno en la próstata. La escena es narrada sin ornamento y reproduce en el borde de la emoción el trámite del protocolo en que el urólogo le comunica la mala nueva al paciente junto a su compañero de vida que ha sido convocado desde la sala de espera para atestiguar la enunciación de la sentencia. Todo parece deslizarse en la crónica con la lisura de los hechos puros y duros hasta que la pareja abandona la consulta, sube al coche y estalla en llanto.

    Allí, en retrospectiva, comienza la historia. Y desde allí no para de rodar hasta este presente tiznado por la enfermedad que, en cada uno de los cinco capítulos del libro, vuelve a evocarse como un estribillo a trazos que nos susurra al oído, con la voz del autor, que la vida es efímera y solo tiene sentido usar lo que adviene para crecer hasta el final. El cáncer, la cirugía, la recuperación del alma y el cuerpo, el triunfo de la vida sobre la muerte, son el palillo y el ovillo con que el autor teje su historia.

    Y no es casualidad que así sea. Porque estas crónicas que cuajan una biografía son, de principio a fin, un triunfo de la vida sobre la muerte, un canto a la condición humana donde toda desgracia es catapultada en esperanza. ¿Resiliencia? Si gusta asígnele, lector, este nombre en boga. Pero a mi parecer no basta. Mejor hablar en este caso de un canto a la vida que, habiéndole quitado tanto, le ha dado tanto a Francisco Llancaqueo. O tanto ha sabido él extraer de ella.

    Usted, lector, se preguntará si exagero. Nomás empiece a leer y verá de qué hablo. Un niño marcado por el estigma de la discriminación social en un país que en campeonatos de clasismo ha dado varias veces la vuelta olímpica. Hijo de una empleada doméstica y de un padre que nunca conoció, a medias integrado a la familia de los patrones que lo acoge y rechaza al mismo tiempo; a medias beneficiado por una educación en que se le pide que rinda, pero se lo excluye de los cumpleaños de sus compañeros. Violado en plena inocencia por un vecino entrando en los treinta, que a la vez es novio de su media hermana, y agredido por la matriarca de aquella familia cuando quiere denunciar esa misma violación que se instala en su vida cotidiana, bajo la figura de una relación forzada que dura años y en que aprende a fuerza de humillación y amenazas (pero de la cual retiene, cual síndrome de Estocolmo, el difuso esbozo de un pacto).

    Víctima, bajo la dictadura, de una conspiración de su propia familia de adopción para retenerlo en Chile, mediante una sucia trampa que urde con la dictadura para someterlo a un servicio militar de dos años con tortura y fracturas incluidas.

    Hijo de la escasez, cada regalo fue en su infancia el anticipo de una abundancia del alma que más tarde sería pan de cada día. Curiosamente, a partir de un destino que comenzó entrenándolo en el dolor, el desengaño, el duelo. Por cada ilusión que se levantaba, otra no tardaba en desplomarse. Charol, el perro que murió tras caer a un abismo. Los amigos que lo marginaban de las celebraciones pero que, tras las rejas, lo colmaban de ilusión con un pedazo de torta de final de fiesta. Paseos familiares al mercado con mínimas gratificaciones que en su momento parecían retazos del paraíso. El trabajo, fiel compañero que le dio libertad y disciplina recién entrando en la pubertad.

    ¿Qué hace que este niño de sensibilidad atípica reconociera desde muy temprano epifanías en cada gesto afectuoso, cada mínima atención, cada experiencia estética o afectiva? Misterios, artilugios del alma, entusiasmo irreductible. Sus gustos singulares lo colocaron sin dilación en el tapete de la rareza, pero también de la magia. De su segunda madre y a la vez patrona, la mamá Julia, ocupó de muy pequeño sus maquillajes y bisutería para payasear a solas no bien todos salían de casa. Vestido de mujer siendo tan niño, difícil imaginar las vidas que encarnó en su fantasía mientras los demás se iban de compras.

    La sed de aprobación lo llevó a empresas heroicas y también suicidas. En el colegio llegó a robarse el premio del abanderado para que lo celebraran en casa y hurtó, asimismo, el sueldo de su profesora para comprar comida y compartirla con todos sus compañeros de clase. Todo riesgo y costo eran nada al lado del momento de gloria. El cálculo no fue su fuerte y, sin embargo, la exuberancia fue el sentimiento en medio de la privación.

    Francisco Llancaqueo podía haber naufragado en las trampas de una infancia en que solo le fue fácil lo que imaginó o transformó con su innata inspiración para transmutar sobre la marcha. Algo de destino y designio hay en quien desde temprano practica, sin saberlo, la alquimia con sus vicisitudes cotidianas. Tal vez fue el lugar desde donde miró el mundo cuando el mundo no lo invitó a festejar: un lugar que tuvo que inventarse y desde el cual ideó, con jirones de realidad escuálida, sus propias fiestas de lujuriosa imaginación.

    Con su precocidad afeminada, rebosante de arrojo, salió a vivir un momento de la historia de Chile y el mundo donde todo podía transformarse: plena coincidencia entre su disposición subjetiva y la contingencia política y cultural de principios de los años setenta.

    Estudios y performances teatrales al calor del socialismo con democracia de la Unidad Popular lo colocaron súbitamente en el ojo del huracán y en la cresta de la ola. Desde allí no había límite para la inventiva. Abrazó el compromiso social con vocación alfabetizadora, lo que le dio más de un reconocimiento y le costó más de una paliza. Sobre todo cuando, post-golpe de Estado, alfabetizar fue reinterpretado por el poder como hábito de comunistas. Aun así porfió y clandestinamente siguió alfabetizando. Él bien sabía lo que era nacer en desventaja, y a la vez que reparaba esta marca en los otros, revertía la suya propia en entrega y prodigalidad.

    Comprobó pronto que dando, recibía, y que exponerse al peligro era abrirse al milagro. Levó anclas, aterrizó en Barcelona y desde allí volvió a rehacerse. Buscavidas incansable pero sin quejas, siempre abierto a improvisar el rumbo. Así, sumergido en el cosmopolitismo naciente de la transición española, siguió pedaleando entre Ibiza y Barcelona. Viajero incansable. Volvió a Chile luego de un periplo de varios años. De esto, hace ya mucho tiempo. No me extenderé en las tantas crónicas que se abren desde su retorno y que construyen la segunda mitad de este libro. Allí está Toño, el gran amor de su vida, las amistades y las pérdidas, la peluquería como lugar de trabajo y de recogimiento, las incursiones en el mundo del diseño, la moda, la televisión, el teatro, el desarrollo espiritual. Los maestros y las maestras, Los perros, sus amores eternos.

    Vea, lector, cuánto de esta vida que aquí se muestra habla también de la suya, juega a ser espejo de las promesas de felicidad que alguna vez usted se hizo. Vea hasta dónde está dispuesto a atizar el fuego de sus esperanzas íntimas con las crónicas aquí vertidas. Estas crónicas, claro está, no narran nuestras experiencias vitales, sino las del autor. Pero es nuestra —o puede serlo— la inspiración para interpretar la contingencia como designio, para leer en lo que nos acontece las razones claras o enigmáticas, que a la larga desentraña la luz ante nuestros ojos.

    El testimonio de Francisco Llancaqueo es suyo, pero es de todos la promesa de felicidad. Esta promesa no es una garantía que el mundo nos ofrece, sino un regalo de última instancia, que cada cual, a su manera, podrá ir fraguando consigo mismo en su relación con el mundo. El arte de contarse ante los otros es poner esta promesa en escena, hacerla brotar en los avatares nuestros de cada día.

    Martín Hopenhayn

    VIVIR DE NIÑO

    a. EL DÍA EN QUE LA MUERTE ME GUIÑÓ UN OJO

    Era marzo. El verano comenzaba a despedirse abriendo sus puertas a un otoño que hacía relucir los árboles con colores ocres y anaranjados. Los días comenzaban a hacerse más cortos y la ciudad volvía a tomar su ritmo de capital bullente e impersonal.

    Si bien hacía mucho tiempo que una incómoda prostatitis me tenía el día entero con ganas de ir al baño, Domingo, mi urólogo, lograba controlar con dos pastillas diarias esa agotadora y permanente sensación que ya había integrado por completo a mi vida cotidiana. No había mucho más que hacer: solo llegar cada comienzo de año a su consulta para visitarle y ver si había que cambiar o agregar un nuevo medicamento.

    El inicio de aquella vez no fue distinto a las anteriores: la misma visita y el mismo trámite. Sin embargo, el doctor, al hacer su ya tradicional, vejatorio y molesto examen tocó y descubrió dentro de mí algo extraño que no estaba en ese lugar en la última visita. Me pidió someterme a una biopsia para así salir de dudas. No parecía algo tan preocupante, según sus palabras, pues lo que palpaba era blando y las pelotas blandas siempre tienen buen pronóstico. Confiado entonces, y esperanzado, ese mismo día llamé a mi amiga Tere de la Cerda para contarle lo que estaba sucediendo. Quedé más tranquilo al escuchar de su voz de doctora que me dijo que si lo que había tocado el médico era blando habría un buen pronóstico. Fue un gran alivio escucharla.

    Con esas dos afirmaciones a cuestas, partí al laboratorio para hacer mis exámenes con la convicción de que nada malo sucedería.

    La biopsia estuvo lista en una semana, lo que me dio tiempo para coordinar la siguiente visita donde mi doc con el resultado de los exámenes en mano. Le pedí a Toño, mi compañero, que fuéramos juntos. Nuestra relación es muy estrecha y andamos pegados para todos lados, por lo tanto esta vez no tenía por qué ser diferente.

    Era lunes a mediodía, la hora marcada de nuestra cita. Ahí estábamos los dos, Toño y yo, esperando mi turno para ser llamado por la secretaria. No pasó mucho rato hasta que me hicieron pasar solo. Toño quedó sentado frente a una pantalla de televisor que tienen para amenizar la espera de los pacientes.

    Una vez dentro de su consulta, le entregué a Domingo mis exámenes, que estaban dentro de un gran sobre blanco con el logo de la clínica y que descansaban en silencio esperando para ser leídos. No lo había abierto, pues no acostumbro a inmiscuirme en asuntos que desconozco.

    El doc pasó largo rato observando el papel de celuloide; lo miró una y otra vez hasta que se levantó para ponerlo en un proyector blanco y prendió su luz. La verdad es que a esas alturas comencé a ponerme muy nervioso… su largo silencio me tenía expectante.

    Me quedó mirando con sus ojos muy abiertos y luego me hizo la pregunta de rigor: 

    ¿Andas solo?

    Cuando le respondí que Toño estaba conmigo, me dijo, muy serio, que lo hiciera pasar.

    En ese momento sospeché que la cosa venía rara. Algo importante sucedía que también debía escuchar mi pareja.

    Me asomé a la puerta y allí estaba Toño, con sus ojitos de perro (siempre ha tenido una dulce e ingenua mirada de can), confundido entre los pacientes que esperaban su turno. Le pedí que entrara. Creo que en ese momento él también pudo adivinar que la cosa venía especial.

    Se sentó junto a mí de frente a Domingo, quien comenzó a leer su sentencia dirigiéndose a Toño:

    —Oye, viejo, te tengo malas noticias: Francisco está con cáncer y debo operarlo lo antes posible.

    Fue como que se quebrara mi vida entera. Afirmé mi cabeza entre mis manos y rompí en un fuerte llanto. Era como un niño a quien le quitaban su más preciado regalo… y no era distinto; se trataba de mi vida. Apoyé mis brazos sobre el escritorio del doctor mientras sentía la mano de Toño en mi espalda, acariciando mi pánico y mi tristeza. 

    Cuando Toño está nervioso se pone muy ejecutivo y bueno para hablar .Lo hace de forma rápida, y así fue esta vez. Hablaba y hablaba preguntando detalles de lo que sucedía. Necesitaba actuar pronto para comenzar el tratamiento.

    Mi sensación —nunca la podré olvidar— era una mezcla de confusión e incredulidad. Esas cosas le suceden siempre a otros, nunca a uno mismo; siempre escuchamos de cánceres, pero en otras personas: tíos, padres, abuelos; nunca es uno el actor principal.

    El pronóstico era demoledor y las consecuencias aterrorizadoras. Escuchar al doc dando las explicaciones médicas resultaba aun más fuerte. No quisiera volver a vivir ese momento.

    Salimos en silencio. Avanzamos por los pasillos de la clínica y yo sentía que flotaba; veía a los doctores y las enfermeras que pasaban junto a nosotros, pero todo sucedía como en una película. Mi cabeza no estaba ahí. Era solo mi cuerpo que continuaba camino a las escaleras que nos llevarían a la calle. 

    Una vez dentro del auto quedamos largo rato contemplando la nada. Si el día anterior estábamos felices y llenos de proyectos, en ese momento nuestro futuro se derrumbaba como una torre edificada sobre aguas. 

    Nos miramos de frente con nuestros ojos llenos de lágrimas y nos dimos un gran y largo abrazo. Éramos dos niños nerviosos y vulnerables.

    Quedé sentado frente al volante y me sostuve sobre él, ahogado en un llanto catártico. Frente a nosotros estaba ese inmenso edificio que en ese momento se nos hacía más grande aun.

    Todo fue extraño. Toño, desde su nerviosismo, continuaba hablando, ahora por celular. Llamó a su hermana para contar la trágica noticia y, no me cabe duda, en busca de contención. Para mí, sonaba como que estaba relatando la historia de otra persona. Mis pensamientos estaban revueltos, y las emociones, revolucionadas. Mi mente tomó una velocidad que nunca antes experimentó. Era como un mal sueño. Quizás fuera la muerte que en ese momento danzaba a mi alrededor, coquetamente guiñándome un ojo.

    Comenzó a pasar toda mi vida frente a mí. Fue inevitable mi acto de contrición en que vi todo lo bueno y lo malo hecho en mi experiencia humana. No podía eludir revisar cada una de mis actitudes quizás buscando la raíz de esta enfermedad. 

    Si bien eran infinitas las historias alojadas en mi mente, no lograba llegar al motivo. Todo me resultaba más confuso… Aún no lograba entender el porqué. ¿Por qué a mí?

    1.- GUACOLDA EN ÉPOCAS DE CONQUISTA

    Mi madre, Prosperina Pontigo Pontigo, o Pola, como le gusta que la llamen, nació en San Pedro, un pequeño pueblo a las afueras de Melipilla.

    Su familia campesina estaba compuesta por sus padres, ella y su hermana Sunilda. Sin embargo, a sus tres años y dada la extrema pobreza en que vivían, sus papás la tuvieron que regalar por no tener dinero para su crianza. Entonces, quedó bajo el alero de un matrimonio de latifundistas melipillanos, quienes la recibieron para hacerla parte del personal de servicio en esa casa de fundo. Se le preparó para cumplir con todas las tareas de campo que debía aprender una niña como ella. No le enseñaron a bordar, estudiar ni tocar piano. Ella pertenecía al otro lado de la frontera.

    Toda su infancia fue distante a la alegría de cualquier niño; eso lo pude percibir siempre a partir de sus relatos. No es fácil para ningún ser humano enterarse de que sus padres lo regalaron. 

    A sus diecinueve años, Pola arrancó rumbo a la capital, lugar donde terminó trabajando de nana para una familia de clase media chilena. Sus patrones la tomaron para que les ayudara a criar a sus tres hijos, Antonio, Beatriz y Amanda, esta última su preferida y con quien creó una relación muy estrecha. Ella sería un personaje vital en nuestra experiencia en esa casa. Fue nuestro ángel de la guarda.

    Cuando ya llevaba tres años trabajando allí, mi madre quedó embarazada. La historia de mi nacimiento, hasta hoy, ha sido confusa. Por mucho tiempo se me dijo que había nacido en la maternidad del Hospital El Salvador. Con el tiempo, al parecer, me enteré de que fue al interior de una comisaría. Lo único que recuerda mi madre es que fue trasladada de ida y vuelta en una cuca de Carabineros.

    Cuando me contaba historias de su tierra, lo hacía con gran tristeza. Sin lugar a dudas, todas sus vivencias la convirtieron en una niña emocionalmente dañada. Como yo percibía su sentimiento de abandono como mío, en el intento de contenerla, apenas pude mis primeros regalos para ella fueron muñecas y peluches de los más diversos diseños, pues sabía que nunca tuvo sus propios juguetes con que vivir sus fantasías. 

     Con cara lunar —como la mayoría de quienes pertenecen al signo Cáncer—, morena, de piel gruesa y baja estatura, cuando la miraba, me imaginaba que ella era Guacolda en épocas de Conquista.

    De siempre la recuerdo con una permanente muy apretada en su pelo, la que por años le hizo doña Maruja, una peluquera del barrio Vicuña Mackenna emparentada con la familia para la que mi mamá trabajaba. Cada vez que la acompañaba a la peluquería, mis ojos y mis narices vivían una experiencia inigualable. Me fascinaba el olor a laca que se mezclaba con fuertes aromas de shampoos, bálsamos y fijadores, además de la inolvidable fetidez del

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