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Incorporación de la araucanía: Relatos militares de 1822-1883
Incorporación de la araucanía: Relatos militares de 1822-1883
Incorporación de la araucanía: Relatos militares de 1822-1883
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Incorporación de la araucanía: Relatos militares de 1822-1883

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La preocupación por los temas de la Araucanía en las últimas décadas ha prescindido en gran medida de la documentación de carácter militar, sea porque los estudiosos han menospreciado el tema bélico o han visto en él solo el aspecto depredatorio. Se la ha utilizado en forma apasionada, sin captar de manera integral los objetivos que movían a la gente de uniforme, donde la voluntad de dominar, no pocas veces se entreteje con planes razonables y no exentos de una templanza humanitaria, por extraño que parezca. El propósito era efectuar la ocupación de la manera menos violenta y cruel posible, aunque en la práctica no resultaría de ese modo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 may 2018
ISBN9789563241662
Incorporación de la araucanía: Relatos militares de 1822-1883

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    Incorporación de la araucanía - Sergio Villalobos

    Notas

    El punto de vista militar

    La preocupación por los temas de la Araucanía en las últimas décadas ha prescindido en gran medida de la documentación de carácter militar, sea porque los estudiosos han menospreciado el tema bélico o han visto en él solo el aspecto depredatorio. Se la ha utilizado en forma apasionada, sin captar de manera integral los objetivos que movían a la gente de uniforme, donde la voluntad de dominar, no pocas veces se entreteje con planes razonables y no exentos de una templanza humanitaria, por extraño que parezca. El propósito era efectuar la ocupación de la manera menos violenta y cruel posible, aunque en la práctica no resultaría de ese modo.

    Un conjunto de antropólogos, indigenistas, etnohistoriadores y sociólogos se han abatido sobre los campos del viejo Arauco y los han escrutado con numerosas investigaciones, generalmente con buenas herramientas metodológicas y en un esfuerzo encomiable de trabajo asiduo y entusiasta. Muchas de sus obras, sin embargo, adolecen de vicios insubsanables. El primero es el uso de categorías de análisis basadas en teorías de diversa índole, a las cuales deben adaptarse los hechos concretos. Las de carácter científico gozan de prestigio por el momento y su aplicación descansa en el principio de la deducción, en un dignificante plano intelectual. Nadie se ha planteado que deducción e inducción se alimentan mutuamente, en una perspectiva sin límite, y que no hay aseveración teórica posible cuando los hechos dicen rotundamente, no.

    Las teorías políticas o filosóficas, en su sentido más amplio, son vicios peores aún, porque tienen una fuerte carga utópica y anímica. Cultivadas con ahínco, se transforman en verdades indiscutibles, que nublan la vista de los afectados y les impiden apreciar cualquier figura distinta. En el fondo, a ellos no les mueve una inquietud intelectual, sino que emplean el estudio y la investigación como armas para propagar su ideología y para llevarla a la práctica. De ahí su concomitancia, en el área que nos ocupa, con grupos, tendencias y movimientos nacionales o locales, e influencias extranjeras, que buscan por cualquier medio implantar cuestiones políticas, aunque estén fracasadas a nivel universal.

    El segundo vicio de magnitud es el desconocimiento de los aportes que les han precedido, en un doble afán. Por una parte, hacer a un lado la posición de otros investigadores porque no conviene a la propia. Además, existe el deseo de aparecer como expositor original, que por primera vez enfoca un tema. En ambos casos hay una falta de honestidad intelectual.

    Sobre esta materia podríamos extendernos largamente, porque los ejemplos son innumerables. En forma amplia, digamos, hay investigadores que suelen desconocer los numerosos aspectos tratados en las primeras obras referentes a la moderna visión de la Araucanía como espacio de frontera. Aquella fue una renovación fundamental, iniciada en 1982, que desató una preocupación activa en nuevos estudios, que siguen apareciendo hasta el día de hoy, estén de acuerdo o no con la tesis de las relaciones fronterizas en contraposición a la idea de la guerra permanente y el choque absoluto.

    En lugar de hacerse cargo de aquel enfoque, se prefiere ignorarlo, porque no puede ser rebatido o porque no conviene a la interpretación ideológica. Muchas son las obras que han caído en este pecado. La lista de los temas ocultados es también muy larga. A manera de ejemplo, mencionaremos los siguientes:

    —Predominio de la paz a partir de 1662, con excepciones de alcance menor y muy espaciadas en el tiempo; aunque la lucha se reactivó al finalizar el período de la Independencia y al producirse la incorporación definitiva. En todo caso, la situación fue siempre de roce latente.

    —Aceptación de la dominación en tribus araucanas importantes y cercanas a la línea fronteriza y aun del interior. Colaboración muy activa de esas agrupaciones, los indios amigos en la guerra contra sus hermanos.

    —En ocasiones, unas tribus solicitaban el apoyo militar de los cristianos para combatir a otras, sus rivales.

    —Depredaciones, robo y captura de mujeres y niños de otras tribus por parte de los indios amigos, muchos de los cuales eran vendidos como esclavos a los hispanocriollos, de acuerdo a la usanza, o sea, su costumbre.

    —Interés por los bienes de los dominadores: hierro, aguardiente, armas, uniformes, géneros, adornos y animales.

    —Transformación de la economía indígena por la adopción del caballo, el vacuno, la oveja y el cerdo, y el suministro de hierro, géneros, baratijas, moneda, colorantes y tabaco. Hubo una prosperidad general que en muchos lugares era notable poco después de la Independencia.

    —Realización de un comercio muy intenso con los dominadores, que adquirió formas estables.

    —Hacia 1859 alrededor de trescientos mercaderes recorrían anualmente la Araucanía. Cerca de catorce mil chilenos se hallaban establecidos junto a las tribus hasta el Malleco y otros tantos en el litoral de Arauco siendo muy escasa la población indígena en esas localidades.

    —Los araucanos no solamente fueron despojados de sus tierras, sino que en parte las vendieron.

    —Un mestizaje intenso se realizó desde los tempranos años de la Conquista. A fines de la Colonia los llamados araucanos eran mayoritariamente mestizos. Ese proceso se intensificó y puede afirmarse que los llamados mapuches son mestizos de araucanos, tanto en el sentido físico como en el cultural.

    —La aculturación se inició también tempranamente, sin abandonar completamente el admapu y sus instituciones. La adopción del castellano, el deseo de aprender a leer y escribir y el uso de nombres castellanos, han sido tendencias permanentes. Al mismo tiempo, cambiaron costumbres, manteniendo otras.

    —El deseo de adaptarse al trabajo y las formas de vida de la sociedad dominante ha sido claro desde el siglo XIX y un gran número ha cumplido ese propósito, incluido el acceso a funciones profesionales y cargos públicos. Vivir en las ciudades ha sido una meta importante y la mayoría lo ha logrado.

    —Desde la incorporación oficial de la Araucanía, el Estado ha desarrollado una política a favor de los mestizos araucanos, traducida en establecimientos educacionales, servicios de salud, protección judicial, preservación de sus tierras, apoyo técnico, vigilancia policial y obras públicas, todo lo cual, si no ha dado resultados suficientes, se debe a la escasez de los recursos en una nación modesta que debe atender iguales problemas en todo el territorio del país.

    —Los capitanes de amigos, que existieron desde el siglo XVII al XIX, estuvieron encargados del trato con los principales caciques y desempeñaron ciertas funciones junto a ellos.

    —Diversos caciques eran investidos como caciques gobernadores, quedando formalizada su colaboración; tenían asignados sueldos de bajo monto.

    —En el siglo XVIII y probablemente hasta años posteriores, cierto número de indios estuvieron incorporados a las filas del Ejército.

    —En las décadas de 1840 a 1860 hubo una etapa pacífica de colonización espontánea.

    —La acción oficial iniciada en 1860, tuvo una intención pacífica, que pronto condujo a las tareas bélicas.

    —Muchos caciques y sus reducciones, desde los años de la Independencia colaboraron con el avance de las fuerzas del Estado.

    Tales son los principales hechos que caracterizaron las relaciones fronterizas, que numerosos antropólogos, sociólogos, etnohistoriadores e indigenistas, se han negado a reconocer, aunque unos pocos se han apropiado de algunos de ellos pro domo sua. Quienes hacen la vista gorda son llevados por un ánimo tremendista, que solo ve la guerra, la violencia y la destrucción y se niegan a reconocer los aspectos positivos que gestaron una nueva realidad. Aceptar los aspectos constructivos sería traicionar el espíritu combativo de antes y de ahora, deteriorar un arma de lucha ancestral y restar un ethos beligerante al descontento y las asociaciones impulsadas en la actualidad. Ello es inaceptable para intelectuales que se estiman progresistas y se sustentan en esa postura.

    En privado puede que reconozcan la gravitación de las relaciones pacíficas; pero ante un auditórium juvenil y frente a sus pares, sea en clases, conferencias, seminarios y paneles, mediante ponencias e intervenciones animosas, retoman la postura bizarra del tremendista. No pueden arriesgar su prestigio y los beneficios para su carrera personal.

    En años recientes el señor Jorge Pavez, investigador de ideología extremista, miembro de la Universidad Católica del Norte, publicó Cartas Mapuche [sic], cuyo material es valioso, pero con una introducción que contradice completamente la documentación recopilada. Efectivamente, en forma muy estructurada e insistente, el estudioso plantea que los indígenas araucanos no derivaron a un mestizaje ni vivieron un proceso de aculturación. No se habrían transformado.

    Sin embargo, las cartas que ha publicado demuestran exactamente lo contrario, dejando en claro que la incorporación a la cultura y la sociedad dominantes era un hecho y que existía el deseo de asimilarse. Si las cartas no fuesen suficientes, hasta las fotografías que incluye el señor Pavez son prueba de un proceso integrado muy avanzado.

    Pocas veces en la historiografía se ha dejado una incongruencia y la documentación en que descansa. Es una muestra clara hasta donde puede llegar la obsesión ideológica.

    Otro autor, el francés Guillaume Boccara, de la misma ideología del señor Pavez y ligado también a la Universidada Católica del Norte, ha publicado un libro titulado Los vencedores, para referirse al pueblo mapuche durante la Colonia, aunque traspasa ese límite cronológico y llega hasta el día de hoy con sus mensajes. La obra tiene interesantes puntos de vista y utiliza en parte la historia fronteriza, aunque no comprende su carácter circunscrito y la critica por no englobar a cabalidad la realidad indígena.

    Pero el hecho más desconcertante es que los vencedores no aparecen como tales, porque en definitiva no lo fueron, sino que terminaron dominados, transformados y adaptados social y culturalmente. Es decir, transformados por una vida fronteriza en que, más que las armas, influyeron las relaciones pacíficas. Una vez más, ha primado la obsesión teórica e ideológica.

    El planteamiento que hacemos en estas páginas corre el riesgo de ser interpretado equivocadamente, porque cada uno ve lo que quiere ver. De ninguna manera estamos negando que hubiese una lucha despiadada en ciertas etapas, con todas las crueldades y odios que conocemos sobradamente; sino que estamos afirmando que junto con ello y a veces en largos períodos, existieron importantes relaciones pacíficas.

    Hacemos esta aclaración porque un investigador de la historia fronteriza nos comentó, en una ocasión, que cómo podíamos desconocer la gravedad de la lucha y atenernos únicamente a la convivencia. Tal opinión era sorprendente, porque jamás hemos negado la fiereza de la lucha y los abusos sin cuento que marcaron la vida fronteriza. Ello consta en varios de nuestros libros, artículos en revistas científicas y textos escolares, de modo que ningún investigador debería ignorar nuestro parecer. Bastaría echar un vistazo a Vida fronteriza en la Araucanía o a la Historia del pueblo chileno, que supuestamente todo especialista en el pasado fronterizo debería conocer.

    Con todo, creemos que el problema va por otra parte. Los investigadores, cautivos de sus obsesiones, no entienden lo que no quieren entender. Leen sin leer.

    Entre las deformaciones que afectan a la historia de la Araucanía se encuentra la creencia de que durante el siglo XIX el Estado y la clase política propiciaron una acción militar destinada a imponer a sangre y fuego la dominación de ese territorio. No obstante, en el debate público y en los planes oficiales no se percibe esa intención, aunque no puede negarse que algunas personalidades y sectores estimaron que solo el duro empleo de la fuerza sometería a los nativos. Bastaría pensar en el Informe del visitador judicial de la república, debido a Antonio Varas, elaborado por acuerdo de la Cámara de Diputados y presentado a ella en 1849, para estimar que se buscaba comprender los problemas de la Araucanía y la forma de ejercer la soberanía sin provocar un trastorno.

    En una de sus consideraciones más luminosas, Varas exponía: ... por muy dudosos que fuesen los resultados, no queda otro partido que trabajar en la civilización de los indígenas, si se desea incorporar realmente al Estado el territorio que ocupan. Cierto es que no falta quien para este fin señale el uso de la fuerza. Personas muy conocedoras de los indígenas y de la frontera, me la han indicado como el medio más eficaz de reducirlos; pero debo decir en honor de ellas, que ninguna opina porque se adopte. Ven que la conquista sería una flagrante injusticia, y por más que la crean conveniente, no osan ni siquiera aconsejarla. Y aun en el terreno de la convivencia, no se presenta tan libre de graves objeciones. Es verdad, que por la fuerza se impondría la autoridad del Estado en los territorios que a los indígenas se quitaren, pero a costa de muy duros sacrificios. Y además, el indígena, abandonados sus territorios, se guarecería en las cordilleras, y desde esos puntos haría al país una guerra de bandidaje, hasta que no se lograse su completo exterminio.

    La incorporación por medios pacíficos que proponía Varas y que fue el predicamento de los estadistas, era un propósito ideal, que solo pudo realizarse a medias, porque el choque violento era inevitable y asimismo los abusos y desmanes cometidos por los tipos fronterizos, difíciles de contener por la autoridad.

    La ocupación definitiva de la Araucanía se desarrollaría a partir del alzamiento de 1859 inducido por caudillos políticos chilenos contrarios al gobierno y plagas de bandidos que pululaban entre los indígenas. Hasta aquel año se había producido una colonización espontánea, sin apoyo de las armas, en las tierras inmediatas al sur del Biobío y en el sector del centro de Arauco. El resultado había sido halagüeño, había una convivencia tranquila con los nativos, muy escasos en número, sin que dejase de haber abusos. La producción agroganadera se había arraigado de manera muy significativa y se conectaba con la economía nacional.

    La rebelión arrasó con todo aquello y de la manera más sangrienta y despiadada, causando indignación en el país. Sin embargo, no hubo una resolución desmedida del gobierno, limitándose a poner orden en el sector amagado y a permitir algunas incursiones punitivas.

    Tres años más tarde se inició la ocupación militar para recuperar el territorio arrasado, bajo la idea de efectuar la pacificación o restablecer la paz como había existido anteriormente. De ahí la expresión pacificación que se empleó por el momento y también más tarde cuando la lucha estalló abiertamente.

    Al aprobar los fondos correspondientes, el Congreso estableció que de acuerdo al plan gubernativo el objeto no era declarar la guerra a los araucanos. Ese predicamento fue comunicado a Cornelio Saavedra por el Ministerio de la Guerra cuando se le designó, en 1861, Jefe del Ejército de la Frontera con encargo de avanzar al sur del Biobío.¹

    La intención fue ratificada en diversas oportunidades. El presidente don José Joaquín Pérez, el 30 de octubre de 1861 comentaba al general José María de la Cruz: Yo creo que es obligación del Estado proteger y amigar a los chilenos que antes de la última guerra cultivaban pacíficamente una parte de los campos situados al sur del Biobío. Pero no se nos ha pasado por la imaginación siquiera la idea de guerra, sino que, al contrario, queremos que a todo precedan tratos y parlamentos con la gente araucana para persuadirlos que queremos vivir en paz y buena amistad con ellos. Más adelante agregaba: "los gobernantes deben constituirse tutores y defensores de los indios, reconocer en ellos ciertos derechos, y comprarles lo que se necesite para la fundación de las colonias.

    El presidente Aníbal Pinto fue partidario de un trato pacífico, pero le parecía difícil de mantener y creía que la solución sería la conquista.

    Domingo Santa María, por su parte, antes de ser presidente, manifestaba su rechazo a la violencia y apoyaba la idea de avanzar pacíficamente; dar seguridades y confianza al indio; y reforzar nuestras poblaciones fronterizas, de manera que no se hagan estériles nuestras conquistas. Nada de opresión, ni de robos, ni de incendios, ni de depredaciones. El indio hará lo que el hombre culto; se defenderá desesperadamente y morirá sin lanzar un quejido.²

    El planteamiento de los gobernantes y políticos no siempre conformó a los funcionarios civiles y militares que conocían de cerca la realidad fronteriza y hubo opiniones verdaderamente duras, que propiciaban la violencia en todos sus alcances.

    Deseamos que se nos entienda bien y se lea en forma adecuada. Nos estamos refiriendo únicamente a los propósitos de las autoridades superiores y de los estadistas preocupados de los asuntos fronterizos.

    En todo caso, nos parece que los esfuerzos oficiales no fueron inútiles y que pese a la lucha hubo una tarea constructiva en la vida de la nación.

    Hace algún tiempo, los profesores Luis Carlos Parentini y Patricio Herrera, en un artículo titulado Araucanía maldita: su imagen a través de la prensa (1820-1860), publicado en el número 16 del Boletín [sic] historia y geografía, en forma muy bien documentada, han explicado el fenómeno de la imagen negativa en la prensa de la época, cuyo efecto era indudable en la naciente opinión pública. Sin embargo, para situar bien el tema es indispensable señalar que la imagen terrorífica descrita debe ser contrapesada con la opinión de la elite y de la clase política que, no obstante algunas opiniones despectivas, consideró con mayor altura el problema de la Araucanía. Por sobre todo preocupaba la integración final de la Frontera con la menor dureza y efusión de sangre. Tales opiniones estuvieron en el debate público y el Estado procuró actuar con la debida prudencia, pese a que los hechos se desarrollarían con crueldad. Se trata de imágenes y opiniones y no de las acciones mismas, que caerían en la vorágine de lo irracional por ambas partes.

    Es justo señalar, también, que no siempre los órganos de la prensa sustentaron una imagen terrible de la Araucanía. Bastaría ver las páginas, algo más tardías, de El Meteoro de Chillán, El Ferrocarril de Santiago y El Mercurio de Valparaíso para tener opiniones mucho más moderadas y una crítica sobre las operaciones militares.

    En fin, por lo menos hay que comprender que hubo opiniones negativas y también positivas.

    En el mismo número del Boletín mencionado, el profesor Leonardo León aporta con penetración y buena búsqueda el papel desempeñado por los mestizos en el bandolerismo fronterizo. Su artículo, titulado Los bandidos del arcaismo: criminalidad en la Araucanía,1880-1890, prueba que la violencia que siguió a la integración del territorio se debió mayoritariamente a elementos del bajo pueblo, criminales que asolaron la región no solamente con el robo, sino también con asesinatos crueles e inútiles, violaciones y estallidos de vesania. El desorden se debió a ellos y no a los indígenas ni a los agentes del Estado. Sus víctimas fueron los colonos y los nativos.

    Esa tendencia fue ya denunciada por Cornelio Saavedra, recién iniciado el proceso del avance oficial, al mencionar indignado la existencia de tanto bribón fronterizo. En ese cuadro, los militares y los agentes del Estado procuraron ordenar la situación, aunque también eventualmente fueron contaminados por el ambiente.

    Años más tarde, el pastor suizo Francisco Grin, publicó Nos compatriotes au Chili (Lausana, 1887), que sería editada en castellano, en Chile, el año 1987. En esa obra, el pastor describió su viaje y aventura por la Araucanía, y dejó testimonio de la situación fronteriza. Los indígenas vivían pacíficamente y a pesar de los trastornos que habían sufrido, tenían una perfecta convivencia con los colonos, comerciando con ellos y trabajando en sus propiedades. Quienes perturbaban la situación eran los buscavida y delincuentes chilenos, que sembraban el terror con sus robos y asesinatos. Puede inferirse, además, que los mestizos de araucanos eran víctimas de ese desorden, que las autoridades locales, carentes de medios, no podían detener.

    La realidad de la Araucanía es más compleja de lo que se ha creído.

    Los informes militares que hemos recopilado presentan un cuadro claro de la situación de la Frontera entre 1822 y 1883, es decir, desde los días finales de la Independencia hasta la incorporación definitiva. En ellos se encuentra la lucha descarnada en los comienzos, con ejemplos realmente atroces por ambas partes, como asimismo una visión de la existencia de los indígenas, sus costumbres y la relativa prosperidad económica que habían alcanzado.

    Pero lo más notable, que los tremendistas estarán obligados a reconocer, son los propósitos civilizadores de los jefes militares, sus deseos de elevar la condición cultural y material de los aborígenes y de extender los beneficios del progreso junto con el imperio de la soberanía nacional. Todo ello como se le entendía en el siglo XIX.

    En aquel sentido, los militares aparecen como verdaderos estadistas, bien intencionados y de espíritu elevado, que buscaban los mejores medios para llevar a cabo su tarea. Se preocupaban del orden, trataban de emplear de la mejor manera los recursos del Estado, resguardar los bienes materiales, efectuar obras públicas que facilitasen el transporte y favorecer con cualquier disposición la existencia de las comunidades mestizas araucanas y de colonos chilenos espontáneos. En la realización de esas tareas, que cumplieron en gran medida, tropezaron durante algunos períodos con el acontecer bélico y debieron emplear la espada.

    Preciso es recordar también, que hubo jefes militares que propiciaron un duro sometimiento por las armas debido a su experiencia en la Araucanía.

    En los documentos que presentamos, el personaje que mejor exhibe un espíritu comprensivo y constructivo es Ambrosio Letelier, que en su Informe sobre la Araucanía es muy explícito en sus puntos de vista. Al pasar revista a los establecimientos castrenses y las obras públicas, que con esfuerzo y pocos recursos se iban adelantando, Letelier se muestra entusiasmado con la obra de progreso. Refiriéndose al fuerte de Lumaco, anota que es el más hermoso y capaz, aunque necesita de reparaciones. Agrega que levanta con orgullo, en medio del corazón del antes indómito Arauco, su gallarda y majestuosa fachada de moderna arquitectura, al frente del humilde rancho de varilla en tierra en que habita el indio salvaje; y sobre cuyos elevados balcones flamea erguido el tricolor de la República, no ya como la enseña de la destrucción, de la matanza exterminadora, sino como la égida del progreso, como el ramo de oliva que la avanzada civilización chilena brinda a la sencilla barbarie araucana, convidándola al abrazo santo de la fraternidad y del amor en la industria y del comercio, en el trabajo y en la paz.

    Los términos despectivos para referirse a los indígenas, normales en esa época, no anulan la buena intención.

    Otra obra material notable: A la salida de Angol, sobre la confluencia de los ríos Picoiquén y Reihué, se construye en la actualidad un soberbio y extenso puente de madera; verdadero monumento de solidez y de buena construcción, de arquitectura sencilla y elegante, pero capaz de desafiar victoriosamente durante largos años a los más recios temporales y al mayor desarrollo y movimiento de una gran ciudad. Esta obra, realmente sin igual en su género en el país, tanto por la dimensión y calidad de sus maderas, cuanto por la excelencia y solidez del trabajo, su perfección y fuerte estructura, en el conjunto y en los detalles, hace honor a la inteligencia, actividad y desvelos de su joven director el sargento mayor graduado, jefe de la sección de ingenieros militares de Angol, don Baldomero Dublé Almeida.

    Más adelante, Letelier se deshace elogiando los trabajos de Dublé Almeida en caminos, puentes, cuarteles, mensura de terrenos, obras fiscales, civiles y militares. E igualmente los que le encarga la Municipalidad de Angol, como el extenso edificio del Mercado. En estos últimos trabaja gratuitamente, con gran constancia, multiplicándose por todas partes y manejando los recursos con estricta economía.

    Letelier no escatima tampoco los elogios al cuerpo entero de Zapadores, fundado recientemente. En la visita que hice, tuve ocasión de notar con agradable sorpresa, la pericia de aquella tropa y la inteligente dirección de sus oficiales en esta clase de trabajos. Encontré en distintos puntos antes de llegar a los Sauces, tres peonadas de pantalón colorado, cotona blanca y quepis de Zapador, todos trabajando con destreza y naturalidad, unos con la pala, otros con la barreta, otros con la picota, haciendo de mayordomos los sargentos y oficiales, bajo un sol abrasador y sin un árbol donde guarecerse. El capitán don Belisario Zañartu recorría las faenas animando a sus obreros con la presencia y el ejemplo.

    Los trabajos del Ejército son elogiados por Letelier también en sus Apuntes de la Araucanía, reparando especialmente en su esfuerzo y entusiasmo: Inmensas leguas de caminos abiertos a pala y barreta, puentes innumerables, grandes recintos foseados, cuarteles, telégrafos, edificios fiscales, obras que importan centenares de miles, todo lo ha hecho el pobre soldado con el sudor de su frente y el esfuerzo de su brazo, barreta en mano y fusil a la espalda, durmiendo a la intemperie sobre el suelo húmedo y pantanoso, gastando su mezquino sueldo en ropa y zapatos, comiendo apenas una escasísima ración de hambre comprada a peso de oro, batiéndose cada día para defender de las lanzas araucanas su obra y su pellejo.

    También recibe su merecido elogio el comandante Gregorio Urrutia, que no solo desempeñaba sus tareas militares, sino que era a la vez ingeniero, arquitecto, constructor, mayordomo y hasta obrero, trabajando con sus propias manos al mismo tiempo, estando en todas partes, multiplicándose prodigiosamente, con una actividad y una fuerza de voluntad verdaderamente asombrosas e incomparables.

    No hay duda de que los militares vivían también la épica del progreso.

    Esa tendencia estaba orientada por una actitud positiva hacia los naturales que, viviendo en una tierra privilegiada, podrían incorporarse a la existencia que se les ofrecía. Todos aquellos valles de Colpi, Cholchol, Renaco y Cautín o Imperial –señalaba el informante– se componen de terrenos feraces, habitados por numerosas tribus de indios abajinos y huilliches, indios pacíficos, que mantienen activas relaciones de amistad y comercio con nuestras autoridades y pobladores nacionales. En esas reducciones viven poderosos caciques, como Coñuepan, Painemal, Paillal, Lemunao y otros; gentes que comprenden ya los beneficios de la civilización y del comercio, habiendo aun algunos que envían a sus hijos a educarse en la escuela fiscal de Lumaco. Arraigada, pues, la primera simiente del progreso en aquella extensa y poblada zona del territorio indígena, solo falta fomentar su cultivo y desarrollo, para que llegue en poco tiempo a producir los abundantes y sazonados frutos del trabajo y de la actividad inteligente, que forman la riqueza y prosperidad de los pueblos. Una buena vía carretera, que partiendo de Lumaco, atraviese los valles enumerados hasta el del Imperial, será una arteria de civilización abierta en aquel cuerpo semi-bárbaro, por donde circularía abundantemente la benéfica y regeneradora savia de la industria, del comercio y de la paz.

    Opinaba, Letelier, que ese camino sería más eficaz que muchos batallones. Pensaba, además, que al país no le convenía exterminar a la noble raza indígena.

    En otra parte de su informe, el oficial escribía un párrafo no exento de comprensión y cariño hacia los nativos: los indios de hoy no son los tenaces guerreros de la Conquista. Acostumbrados a la paz y el trabajo, la guerra para ellos es una verdadera calamidad. El indio es agricultor y ganadero: siembra y cosecha toda clase de cereales, cultiva la tierra para vivir, y se ocupa en la crianza de ganado mayor y menor. Ama su hogar, su familia, su caballo, sus vacas, sus ovejas, sus sementeras, la tierra, en fin, que le sustenta. La guerra destruye todo eso que él ama, arrasa con todo lo más caro a su corazón y a sus instintos; y no puede, por consiguiente, aceptarla, sino forzado a ella por una necesidad imperiosa, ineludible.

    Las expresiones de Letelier hacen dudar de cuál era el sentido que daba a los términos de bárbaros y salvajes cuando los aplicaba a los araucanos.

    Los Apuntes y el Informe de Letelier, de una u otra manera, son representativos del pensamiento de los militares, tal como se insinúa en los demás documentos que publicamos y en otros.

    Los nativos conservaban muchas de sus costumbres y atuendos tradicionales; pero también habían adoptado los antiguos de los españoles y los recientes de los chilenos. Muchos hombres ostentaban prendas militares, incluidos sombreros apuntados de medio siglo atrás. Los caciques y los más afortunados lucían uniformes completos, casaca, pantalón y quepis, que indudablemente les daban prestigio al parecerse a los dominadores.

    En sus Apuntes, Ambrosio Letelier nos sorprende con la presencia de un araucano que en viejo uniforme llega a departir alegremente con los oficiales. "Apareció en el dintel un figurón raro que llamó la atención de todos: un señor coronel o general de la Patria Vieja, cuajado de galones y entorchados, metido dentro de un soberbio casacón, llevando por apéndice superior un gran sombrero de tres picos que le cubría la cabeza. El sujeto se apoyaba sobre un bastón con borlas, y dirigía desde la puerta a la concurrencia un benévolo y protector saludo. La mesa de comedor, que teníamos delante, nos impedía ver la mitad inferior del cuerpo de aquel antiguo militar, antiguo solo por su glorioso uniforme, pues su cara y su franca sonrisa revelaban una edad desconocida entre las venerables reliquias que forman las primeras páginas de nuestro escalafón. Invitado a pasar adelante, pudimos solo entonces convencernos de que nos hallábamos en presencia de un verdadero indio araucano, de fina sangre, el nunca bien ponderado Cabeton, nuestro siempre bueno y leal amigo, con su cara risueña y simpática, su bella fisonomía araucana, su nariz aguileña, sus ojos negros y suaves que revelan su corazón sin hiel, y su chamal de tejido indiano que le cubría desde la cintura hasta los pies. Oh! Cabeton es un cacique popular entre los oficiales del ejército; habla el español, y es servicial y bueno con todo el mundo: fue, pues, recibido con sendos abrazos y apretones de manos, y pasó a sentarse a la mesa, en donde alcanzó a engullirse un zancajo de pato asado, una empanada y otras menudencias que sus grandes y buenos amigos de la guarnición le servían con la mayor amabilidad. Todos los presentes gozábamos un poco en esta escena del almuerzo del indio, que devoraba con buen apetito, contestando oportunamente a las bromas que le dirigían los oficiales, levantando su copa y saludando al Gobierno con respetuoso tono y ceremonioso ademán antes de beber".

    La alegría de la convivencia, entre palabras ingeniosas, se prolongó mucho rato.

    Otro ejemplo de comprensión y amistad está representado por el cacique Pinolevi "un araucano de bella y arrogante presencia, de aventajada estatura, rostro simpático y tipo muy español (como su madre había sido una chilena buenamoza) por lo cual se le conocía generalmente con el nombre de Huinca. También era una lanza de primera fuerza.

    "Huinca Pinolevi había sido siempre un fiel aliado del Gobierno, y su continuo trato con la gente civilizada le había dado cierto barniz de educación y de maneras cultas que agradaba encontrar en un indio. Cuando estuvo en Angol en 1868, me hizo una visita, y tuve allí ocasión de observar que, bajo del chamal y el poncho del indio, se encontraba un hombre de buenos modales civilizados, y especialmente una inteligencia muy clara. Llegó a verme en compañía de Catrileo, algunos otros caciques y un buen número de mocetones. Al entrar se quitó su sombrero, cosa que poco observaban los indios, me tendió su mano con bastante desenvoltura y cordialidad, y pasó a sentarse a mi lado. Hícele servir algunos fiambres, dulces y licores; y mientras los demás comían a puño, Pinolevi trinchaba y tomaba sus viandas con un desembarazo perfectamente natural, manteniendo durante todo el rato una conversación amena y agradable".

    El contacto iba mucho más allá que la amistad con algunos caciques. Comprendía todos los aspectos de la vida y desmiente, después de tres siglos, dos versos tajantes de Ercilla

    Venus y Amor aquí no alcanzan parte

    Sólo domina el iracundo Marte.

    Refiere, siempre Letelier en sus Apuntes, que la madre y hermanas del cacique Pinolevi tenían casa en Nacimiento, donde pasaban el invierno. Allí concurrían los oficiales de la guarnición a remoler con las niñas Pinolevi, que tenían atractivo y mucho humor para la jarana.

    También la muerte acercaba a la gente. Al fallecer el cacique Marileo, la familia solicitó que soldados con armas y una banda concurriesen al entierro. Delante del cortejo los músicos tocaron diana y pasos de carga, con acompañamiento de trutrucas, a la vez que los soldados hacían fuego graneado y los mocetones a caballo, dando grandes alaridos, correteaban al pillán en todas direcciones.

    Esos hechos y muchos otros dejan ver cómo era en verdad la vida de los araucanos y sus descendientes mestizos, que también conocemos por muchos otros documentos y relatos. Después de tres siglos de contacto, las transformaciones eran considerables. Los grandes caciques, Pinolevi, Colipí, Moquil, Namuncura y Catrileo, que ejercían profunda influencia entre los suyos, se preciaban de la amistad con los cristianos, colaboraban con ellos y eventualmente algunos recurrían a las armas. El comisario de naciones y los capitanes de amigos seguían desempeñando el papel de intermediarios como en los tiempos coloniales. Una fuerte proporción de los nativos hablaba el castellano, unos pocos tenían nombres españoles y eran católicos. El fiero José Santos Quilapán, nos informa Letelier, conocía las ventajas de la civilización, y aun tenía en su casa un preceptor chileno, que enseñaba a sus hijos a hablar el español, a leer, escribir, contar y recitar el catecismo.

    Otro de los grandes caciques, Colipí, rival de Quilapán y colaborador de los chilenos, había permitido que uno de sus hijos, Juan Colipí, estudiase en la Escuela Normal de Preceptores, e igual que otro maestro, Melín, que trabajaba en la escuela de Lumaco, no tenía más que el nombre de araucano. "Viste como los jóvenes de nuestra sociedad –anota Letelier en sus Apuntes– y en las tertulias a que concurre, de guante y corbata blanca, es el primero en tomar su pareja del brazo y echarse a voltejear cadenciosa y rápidamente al compás de la música de la polka o del Wals; siendo no menos aficionado y diestro en los ejercicios de nuestra popular zamacueca".

    En los bienes materiales también se vislumbra la aculturación. La platería estaba en uso, fenómeno que es bien conocido. La vivienda seguía siendo la ruca, pero habían aparecido algunas fabricadas de madera y hasta se menciona la de un cacique que contaba con un corredor, en el estilo de la vivienda campesina.

    Francisco Subercaseaux, otro de nuestros autores, refiere que el cacique Epulef, habiéndose producido la integración de sus tierras de Villarrica en 1883, solicitó al coronel Gregorio Urrutia, jefe de la expedición, que le hiciese construir una casa de madera para abandonar su ruca, y otros solicitaban cajas para guardar sus vestimentas, mesas y bancos de uso doméstico. Todavía anota el informante que caciques como Painevilu, Paillalef y otros, vivían en conformidad con la cultura de los vencedores.

    Considerando las cosas desde el lado chileno y del indígena, se ve que a pesar de la violencia bélica desatada en algunos momentos, en la Araucanía se imponía la formación de una nueva sociedad, que era parte del proceso consolidador de la nación chilena.

    Esa realidad es la que se confirma leyendo algunas observaciones de Letelier en sus Apuntes. Los nativos poseían ganados y cultivos y los colonos chilenos se arraigaban laboriosamente, aunque los aventureros y bandidos no faltaban. Los viajeros y los comerciantes –escribe el coronel– marchan de un punto a otro, solos, ya sea a caballo o conduciendo sus carretitas de negocio, sin temor ni peligro de ningún género; con mucho menos peligro por cierto que en los caminos de nuestras provincias centrales, donde los ladrones no escasean, mientras que allá los mismos indios son una garantía de seguridad; pues no solo les conviene mantener expedito y sin riesgos el comercio, que les es ya indispensable, sino que también la perpetración de cualquier delito en aquellos lugares atraería sobre ellos los rigores de la justicia y de la ley. Su vecindad y su propio interés son, pues, la mejor salvaguardia del viajero; haciendo sus lanzas el oficio de una policía rural incomparable, que mantiene constantemente el territorio libre de malvados y exento de robos.

    Refiriendo el viaje de Lumaco a Purén, Letelier se explaya aún más sobre el tema: "Durante el trayecto, íbamos encontrando a cada paso indios viajeros a caballo, o que conducían carretas con carga, o bien indias jóvenes que pastoreaban ganados por el campo; y los saludábamos con las voces usuales de: mari – mari? (¿cómo te va?), o bien: adiós, peñi (hermano) o, según el caso: adiós, lamuen (hermana), a lo cual contestaban siempre con respetuoso y afable tono: mari-mari, o adio, chiñor.

    Tuvimos también el gusto de encontrar de trecho en trecho habitaciones de familias chilenas, que viven y trabajan pacífica y tranquilamente en aquellos lugares, desde que nuestras guarniciones ocupan a Purén y Lumaco, sin que jamás hayan tenido amagos de peligro en sus personas o intereses. Yo hablé de paso con algunos de estos pobladores, y todos me decían que nunca en los años que vivían por allí habían experimentado zozobras de ningún género, ni les habían robado una gallina; y que los indios vecinos mantenían con ellos las más cordiales relaciones de amistad, sirviéndoles de muy buen grado en el cultivo de las tierras.

    La nueva realidad fronteriza estaba en marcha, a pesar de temores y aun cuando restaba la etapa final de 1882, en que más que una lucha terrible hubo un avance final de las fuerzas de ocupación.

    No puede ignorarse que un sector importante de los araucanos aceptaba la dominación y se adaptaba a ella, modificando su vida y sacando el provecho posible. Desconocer estos hechos es ceguera, que solo puede mantenerse por la contumacia ideológica de tremendistas e indigenistas.

    No cabe duda que la incorporación quedaba finiquitada, más que por las armas, por los beneficios, que lentamente habían ido palpando los araucanos y sus descendientes mestizos. Eran nuevos tiempos, en que los dominadores militares también observaban con buena disposición la tarea común de los dos bandos y procuraban allanar el camino, en que las armas quedarían de lado.

    Igual que Letelier y con ideas más claras aún, Francisco Subercaseaux, al terminar la campaña de Villarrica en 1882, en su relato reflejó el cambio producido en la Araucanía.

    En su opinión, finalizada la incorporación, correspondía a los legisladores estimular el desarrollo de la Araucanía, procurando su organización y la construcción de vías férreas. El terreno no ofrecía grandes dificultades y se disponía a abundantes maderas de calidad, pudiendo realizarse los trabajos sin grandes gastos, pues se disponía de la mano de obra de los soldados, entre los que había muchos competentes, que habían demostrado su capacidad en la construcción de edificios y de puentes y la apertura de caminos en las selvas.

    Subercaseaux había reparado en las tendencias y el carácter de los indígenas y creía que su educación no solo debía descansar en las escuelas de primeras letras, sino en escuelas-talleres donde aprendiesen trabajos de carpintería, albañilería y herrería. Debería proporcionárseles a los jóevenes la manutención y el vestuario, para que al fin regresasen a sus reducciones con el hábito del trabajo y la conciencia de su valor. La precoz inteligencia y la robustez de los indígenas son prendas de buen éxito aseguraba Subercaseaux.

    Algunos nativos se habían convertido en excelentes plateros gracias a obreros establecidos entre ellos.

    Sería posible atender a la educación de la mujer en escuelas mixtas con internado a cargo de sacerdotes y Hermanas de la Caridad. Tales establecimientos deberían estar dotados de pequeños terrenos para enseñar a los niños las tareas agrícolas, mientras a las niñas se les enseñaría el tejido, la costura y lavandería, de ese modo se aseguraría el porvenir de tan simpática como entendida raza.

    Los autores y sus escritos

    Thomas Leighton:

    Diario de la expedición militar al territorio indio. 1822.

    Fragmento reproducido por John Miers en Travels in Chile and la Plata. Including accounts respecting the Geography, Geology, Statistics; Government, Finances, Agriculture, Manners and Customs and the Minning Operation in Chile... 2 vols. Londres, 1826.

    Leighton era un cirujano inglés que servía a las fuerzas patriotas en Valdivia el año 1822. Al remitir su relato a Miers, le manifestó: es un resumen de mi diario, que he llevado muy regularmente desde mi llegada; verá que está escrito con prisa y descuidadamente. En la situación en que me encontraba no podía ser de otra manera; sin embargo, como siempre anoté las circunstancias lo más pronto después que ocurrían, puedo confiar en su veracidad y el detalle perdería probablemente algo de interés si ahora intentara cortarlo o alargarlo.

    Miers era amigo de Leighton y por deferencia no alteró en lo más mínimo el relato, según su propia afirmación.

    Por nuestra parte, debemos señalar que la redacción descuidada del diario ha impedido, en muchos pasajes, hacer una buena traducción al castellano. Hemos sacrificado el estilo y la forma a la fidelidad del texto original.

    La actuación de Leighton se enmarca en las últimas campañas sostenidas por los patriotas en la Araucanía. En el documento transcrito, el médico inglés recuerda la incursión, iniciada desde Valdivia por el destacamento dirigido por el coronel Jorge Beauchef, contra la montonera que actuaba junto con los indígenas de Pitrufquén y Boroa. Quien la dirigía era un sargento de apellido Palacio, tan insignificante que nadie consignó su nombre de pila. Era hijo de un barbero o cirujano, cosas no muy distintas, que había intentado traicionar a la guarnición de Valdivia entregándola a indígenas y montoneros, delito que le valió ser fusilado. Su hijo corrió igual suerte después de la exitosa campaña de Beauchef.

    Mayores informaciones sobre la campaña ofrecen las Memorias militares para servir a la historia de la Independencia de Chile del coronel Jorge Beauchef, publicadas por Guillermo Feliú Cruz en la Editorial Andrés Bello, año 1964.

    En dicha obra, el coronel francés se hizo cargo de las imputaciones de crueldad formuladas por Leighton. "El cirujano inglés Tomas Leighton –escribe Beauchef– que acompañó mi división en esta corta campaña, escribió detalladamente un largo diario, relación que hizo imprimir.

    "No recuerdo el título de la obra en que la he leído [la de Miers].

    Me contentaré con decir que el cirujano Leighton cuando escribió su carta, no tenía la menor experiencia acerca de estas guerras. Pudo en aquel entonces, haber sido lastimada su filantropía; pero hoy día, que como profesional, se ha establecido en el país y que ha adquirido la experiencia necesaria para emitir un juicio madurado largos años, y seguramente no escribiría de la misma manera en que lo hizo porque ha tenido ocasión de ver que la filantropía con estos salvajes es una candidez, por no decir una necedad. A pesar de todo, estaré con las posturas filantrópicas cuando no dañen la reputación ajena. Memorias, pág. 218.

    Concordantes con las opiniones anteriores fueron las de Guillermo de Vic Tupper, joven oficial integrado en el destacamento de Beauchef, que en carta a su hermano Ferdinand Brock Tupper, se refirió a esa campaña y los conceptos de Leighton, sin agregar nada importante. Ferdinand B. Tupper, Memorias del coronel Tupper (1800-1830), Editorial Francisco de Aguirre, Buenos Aires - Santiago, 1972.

    El relato de Leighton corresponde a uno de los momentos más terribles de la lucha contra los montoneros realistas y sus seguidores indígenas, cuando todo se había relajado en la vida fronteriza. Nadie pedía ni daba cuartel y se llegaba a las mayores atrocidades por los dos lados. Queda en claro, por otra parte, que los crímenes y desmanes de los auxiliares indígenas contra sus propios hermanos de sangre sobrepasaban la violencia de la fuerza militar. Eran más crueles que esta.

    Cabe pensar que la dureza inicial de la lucha, con la sucesión de acciones y reacciones aumenta su ferocidad en un fenómeno irrefrenable. Cada represalia, respondida con otra represalia peor, produce un espiral confuso en que desaparece por completo la racionalidad.

    No es una sola de las partes la que incrementa la atrocidad de la lucha.

    José María de la Cruz,

    Memoria sobre las operaciones en la Araucanía en 1849.

    José María de la Cruz, miembro de una destacada familia de Concepción, se inició en las armas tempranamente por efecto de las guerras de la Independencia. Su padre fue el coronel don Luis de la Cruz, célebre por su viaje desde Antuco a Buenos Aires, realizado en 1806 pasando a través del país de los pehuenches y en compañía de una partida de ellos. Fue director supremo interino por un corto período y le correspondió el honor de hacer jurar en Santiago la independencia en 1818.

    Don José María aun no salía de la pubertad cuando ingresó al ejército patriota, años de la Patria Vieja, actuando junto a O’Higgins en calidad de ayudante. Fue jefe del Estado Mayor del Ejército Restaurador que al mando del general Manuel Bulnes derrotó a la Confederación Perú-boliviana, habiendo desempeñado un gran papel en la batalla de Yungay. Se encontraba en el cargo de intendente de Concepción cuando ocurrió el naufragio de El joven Daniel en las costas al norte de Valdivia el 31 de julio de 1849. Comenzó a circular entonces la leyenda dramática, impulsada por el romanticismo de la época, de la matanza de los náufragos por los indígenas y la prisión de Elisa Bravo que, escarnecida, se encontraría en poder de un cacique.

    Nada de eso era verdad, pero con el fin de esclarecerlo se dieron instrucciones a De la Cruz para que averiguase la realidad de los hechos y tomase medidas urgentes de ser necesario. El informe del jefe militar no dejó dudas: no había el menor indicio de las fechorías atribuidas a los nativos.

    El informe es valioso, además, porque retrata la situación de las fuerzas defensivas, las invitaciones y las posiciones divergentes de los principales caciques. Llama la atención la minucia de De la Cruz para referirse al manejo de la situación y evitar una conflagración mediante un despliegue disuasivo. En su opinión, a la larga solo el contacto pacífico ya avanzado, produciría la integración del territorio araucano.

    No estará demás recordar que don José María de la Cruz fue un excelente jefe militar, espíritu moderado, apacible y de carácter conservador; pero que, sin embargo, en 1851, mediante los enredos y la sugestión de los opositores de don Manuel Montt, aceptó ponerse al frente del levantamiento militar que ensangrentó aquel año, para concluir con su derrota en Loncomilla.

    La memoria fue publicada por vez primera por Benjamín Vicuña Mackenna en 1863 en el tomo V, pág. 219 de la Historia de los diez años de la administración de don Manuel Montt.

    Bernabé Chacón, 

    Campaña de Arauco por la Baja Frontera en 1859. Costumbres y reducción de los indígenas.

    Son muy escasas las noticias referentes al capitán Chacón. Habría nacido en 1827 y se habría retirado con el grado mencionado después de la campaña de 1859, aunque no sabemos si inmediatamente. Se habría reincorporado al Ejército durante la Guerra del Pacífico y en 1888 estaba vivo, todo esto según el Diccionario biográfico general de Chile de Pedro Pablo Figueroa, segunda edición de 1888.

    Dotado de un espíritu inquieto, Chacón sobrepasó la rigidez de las filas. Practicó la homeopatía con singular éxito y fue un estudioso de las letras. Junto a su hermano Jacinto, destacado abogado e intelectual, dio vida hacia 1860, en Valparaíso, a la Sociedad de Amigos de la Ilustración. Participó en la edición de la Revista del Pacífico y luego formó parte de la comisión editora de la Revista de Sud-América. En esas actividades tuvo contacto con el grupo literario de Rosario Orrego de Uribe y trabó amistad con Ricardo Palma, que vivió exiliado en Chile.

    Chacón publicó en la Revista de Sud-América algunas poesías de corte romántico, en versos bien cuidados, que muestran una sensibilidad no común.

    La obra de Chacón, que aquí publicamos, no es un informe oficial, sino un conjunto de trece artículos incluidos en la Revista de Sud-América (Valparaíso) entre los años 1861 y 1863, relativos al levantamiento de 1859 que, como es bien sabido, fue inducido por políticos opositores del gobierno de Manuel Montt, más los infaltables aventureros.

    Chacón participó en la campaña efectuada en el litoral de Arauco por la pequeña división del coronel Mauricio Barbosa, que restableció la presencia chilena después de varios encuentros menores. El relato de los hechos permite ver las condiciones en que se desarrolló la lucha, no pocas veces con pormenores muy ilustrativos que prueban la astucia y el valor de los bandos. Hacia el final se marca más el afán literario del autor, tomando a veces un carácter novelesco que incluye el diálogo y un sentido de suspenso. Ello es evidente en la incursión en el sector del lago Lanalhue.

    El último artículo deja el tema incompleto y aunque hubo todavía otro número de la revista, Chacón no prosiguió con su tarea. Sud-América hizo su última entrega en abril de 1863, para desaparecer por falta de financiamiento.

    Anónimo. 

    Diario militar de la última campaña y repoblación de Angol, en la Araucanía, por el ejército de Operación de ultra Bío-Bío bajo la dirección del teniente coronel y comandante en jefe, intendente de la provincia de Arauco D. Cornelio Saavedra

    Es casi seguro que el anónimo autor fue uno de los oficiales que integró las fuerzas destinadas a la repoblación de Angol en 1862. La forma de expresarse y su íntima compenetración con las operaciones militares sugieren que era un hombre del oficio. Es probable que perteneciese al 7º de Línea, pues sigue de cerca sus movimientos. Nos informa de la salida de Nacimiento de las lanchas, remontando el río Vergara con los pertrechos del regimiento. El viento norte, bastante fresco, ayudaba a la navegación y aunque el día estaba cubierto de espesas nubes, el calor era muy fuerte. Dos días más tarde cayó un aguacero, que mojó a los embarcados y "nuestros equipajes que

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