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Historia de la República de Chile: La búsqueda de un orden republicano. 1826- 1881. Volumen 2. Segunda parte
Historia de la República de Chile: La búsqueda de un orden republicano. 1826- 1881. Volumen 2. Segunda parte
Historia de la República de Chile: La búsqueda de un orden republicano. 1826- 1881. Volumen 2. Segunda parte
Libro electrónico1829 páginas35 horas

Historia de la República de Chile: La búsqueda de un orden republicano. 1826- 1881. Volumen 2. Segunda parte

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La trama principal de este volumen se teje en torno al hecho de que el Chile liberal, cuya influencia se deja sentir desde la presidencia de José Joaquín Pérez, no desmontó los elementos esenciales del sistema político establecido desde la década de 1830, contra el cual tanto habían luchado los liberales. Y la explicación de la paradójica continuación de un autoritarismo pelucón por otro de signo liberal parece residir en la necesidad del Ejecutivo de controlar los grupos políticos que consideraba que, al oponerse a sus líneas de acción, pisoteaban el bien común de la patria. Esas colectividades, por su parte, enarbolando la bandera del parlamentarismo y la libertad de sufragio, rechazaban que los gobiernos liberales, por medio de la intervención electoral, procuraran valerse de políticos dóciles a su voluntad. El principio de la soberanía popular, bajo ese dominio, decían, no era más que un simple mito. Los antecedentes reunidos en esta obra muestran que la vida económica, en medio de la pugna reseñada, exhibió un razonable incremento, a pesar de que los problemas externos, tales como la guerra con España en la década de 1860 y la Guerra del Pacífico en la siguiente, conspiraron contra su consolidación. La victoria en este último conflicto, sin embargo, dejó atrás ese desencanto, puesto que generalizó la convicción de que Chile estaba llamado a gozar de un venturoso porvenir. Con esa esperanza se pone fin a esta obra, en la que también el lector encontrará un detallado desarrollo de la educación y la cultura, temas que, no obstante las distancias doctrinarias entre radicales, liberales y conservadores, se consideraron insoslayables para construir la nación con la que soñaban.
IdiomaEspañol
EditorialEdiciones UC
Fecha de lanzamiento2 ene 2019
ISBN9789561424562
Historia de la República de Chile: La búsqueda de un orden republicano. 1826- 1881. Volumen 2. Segunda parte

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    Historia de la República de Chile - Juan Eduardo Vargas Cariola

    EDICIONES UNIVERSIDAD CATÓLICA DE CHILE

    Vicerrectoría de Comunicaciones

    Av. Libertador Bernardo O’Higgins 390, Santiago, Chile

    editorialedicionesuc@uc.cl

    www.ediciones.uc.cl

    1826

    HISTORIA DE LA REPÚBLICA DE CHILE

    VOLUMEN 2

    LA BÚSQUEDA DE UN ORDEN REPUBLICANO

    SEGUNDA PARTE

    LA BÚSQUEDA DE UN ORDEN REPUBLICANO

    1881

    Fernando Silva Vargas (Editor)

    Juan Eduardo Vargas Cariola (Editor)

    Horacio Aránguiz Donoso • Carolina Cherniavsky Bozzolo

    Juan Ricardo Couyoumdjian Bergamali • Jacqueline Dussaillant Christie

    Joaquín Fernández Abara • Mateo Martinić Beros

    René Millar Carvacho • Macarena Ponce de León Atria

    Alexandrine de la Taille-Trétinville Urrutia • Rodolfo Urbina Burgos

    Diseño: versión productora gráfica SpA

    Diagramación digital: ebooks Patagonia

    www.ebookspatagonia.com

    info@ebookspatagonia.com

    CIP - Pontificia Universidad Católica de Chile

    Historia de la República de Chile / Fernando Silva Vargas (editor), Juan

    Eduardo Vargas Cariola (editor).

    Incluye notas bibliográficas.

    1. Chile – Historia – Siglo 19.

    2. Chile – Política y gobierno – Siglo 19.

    I. Silva Vargas, Fernando, editor.

    II. Vargas Cariola, Juan Eduardo, editor.

    2019         983    DCC23           RDA

    AUTORES

    HORACIO ARÁNGUIZ DONOSO

    Profesor de Estado de Historia, Geografía y Educación Cívica, Departamento de Historia y Geografía, Facultad de Filosofía y Educación, Pontificia Universidad Católica de Chile; profesor del Instituto de Historia, Pontificia Universidad Católica de Chile; decano de la Facultad de Historia, Geografía y Ciencia Política de la Pontificia Universidad Católica de Chile; especializado en historia agraria; miembro de número de la Academia Chilena de la Historia.

    CAROLINA CHERNIAVSKY BOZZOLO

    Licenciada en Historia por la Pontificia Universidad Católica de Chile; doctora en Historia por la Pontificia Universidad Católica de Chile y la École des Hautes Études en Sciencies Sociales, París; especializada en historia cultural y religiosa de Chile en el siglo XIX.

    JUAN RICARDO COUYOUMDJIAN BERGAMALI

    Licenciado en Historia por la Pontificia Universidad Católica de Chile; doctor en Historia por la Universidad de Londres; profesor del Instituto de Historia de la Pontificia Universidad Católica de Chile; director de este en el periodo 1984-1990; decano de la Facultad de Historia, Geografía y Ciencia Política (1990-1993); especializado en historia económica y empresarial de Chile en los siglos XIX y XX; miembro de número de la Academia Chilena de la Historia y su presidente en el periodo 2013-2018.

    JACQUELINE DUSSAILLANT CHRISTIE

    Licenciada y doctorada en Historia, Pontificia Universidad Católica de Chile; directora e investigadora del Centro de Investigación y Documentación (CIDOC) de la Universidad Finis Terrae; especializada en temas de historia social y cultural, con énfasis en las áreas de consumo, comercio y vida urbana.

    JOAQUÍN FERNÁNDEZ ABARA

    Licenciado y magíster en Historia por la Pontificia Universidad Católica de Chile; certificado académico en Ciencias Sociales por la misma universidad; estudios de doctorado en Historia en la Universidad de Leiden, Países Bajos; profesor investigador del Centro de Investigación y Documentación (CIDOC) de la Universidad Finis Terrae.

    MATEO MARTINIĆ BEROS

    Licenciado en Derecho por la Pontificia Universidad Católica de Chile; fundador del Instituto de la Patagonia; profesor emérito de la Universidad de Magallanes; Premio Nacional de Historia 2000; especializado en historia de la zona austral de Chile; miembro correspondiente de la Academia Chilena de la Historia.

    RENÉ MILLAR CARVACHO

    Profesor de Estado de Historia, Geografía y Educación Cívica, Departamento de Historia y Geografía, Facultad de Filosofía y Educación, Pontificia Universidad Católica de Chile; doctor en Historia por la Universidad de Sevilla; profesor titular adjunto del Instituto de Historia de la Pontificia Universidad Católica de Chile; especializado en historia política y económica de Chile y en religiosidad colonial; miembro de número de la Academia Chilena de la Historia.

    MACARENA PONCE DE LEÓN ATRIA

    Licenciada en Historia por la Pontificia Universidad Católica de Chile (1996); estudios de doctorado en La Sorbonne-Pantheon, París I, recibiendo el Diplome d’Études Approfondies (DEA 1999); doctora en Historia por la Pontificia Universidad Católica de Chile (2007); profesora asistente del Instituto de Historia de la Pontificia Universidad Católica de Chile en la cátedra de Historia de Chile de los siglos XIX y XX; especializada en las relaciones entre la sociedad y el Estado a través de la filantropía, la educación, el sufragio y las elecciones; directora del Museo Histórico Nacional de Chile.

    FERNANDO SILVA VARGAS

    Licenciado en Derecho por la Pontificia Universidad Católica de Chile; estudios de doctorado en la Universidad de Sevilla; exprofesor agregado de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile; exprofesor del Instituto de Historia de la Pontificia Universidad Católica de Chile; miembro de número de la Academia Chilena de la Historia.

    ALEXANDRINE DE LA TAILLE-TRÉTINVILLE URRUTIA

    Licenciada y Doctora en Historia por la Pontificia Universidad Católica de Chile; profesora investigadora del Instituto de Historia de la Universidad de los Andes; especializada en historia de las mujeres, de la educación y de la religiosidad.

    RODOLFO URBINA BURGOS

    Profesor de Historia y Geografía y Licenciado en Filosofía y Educación por la Universidad Católica de Valparaíso; doctor en Historia por la Universidad de Sevilla; profesor emérito del Instituto de Historia de la Universidad Católica de Valparaíso; especializado en historia de Hispanoamérica colonial e historia de Chiloé; miembro de número de la Academia Chilena de la Historia.

    JUAN EDUARDO VARGAS CARIOLA

    Profesor de Historia, Geografía y Educación Cívica, Facultad de Filosofía y Educación, Pontificia Universidad Católica de Chile; doctor en Historia por la Universidad de Sevilla; exprofesor de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile; exprofesor del Instituto de Historia de la Pontificia Universidad Católica de Chile; especializado en historia colonial y republicana de Chile; miembro de número de la Academia Chilena de la Historia.

    ÍNDICE

    SIGLAS

    PRIMERA PARTE:

    EL ORDEN ECONÓMICO

    CAPÍTULO I.

    ARCAÍSMO Y MODERNIDAD EN LA AGRICULTURA

    CAPÍTULO II.

    UNA ACTIVIDAD SIN INNOVACIONES: LA MINERÍA

    CAPÍTULO III.

    LA INCORPORACIÓN DE CHILE AL COMERCIO GLOBAL

    CAPÍTULO IV.

    LOS PRIMEROS PASOS DEL DESARROLLO INDUSTRIAL

    CAPÍTULO V.

    UNIENDO EL TERRITORIO: TRANSPORTES Y COMUNICACIONES

    CAPÍTULO VI.

    LAS IDEAS ECONÓMICAS 1826-1880

    CAPÍTULO VII.

    POLÍTICA MONETARIA

    SEGUNDA PARTE:

    ARTE Y CULTURA

    CAPÍTULO I.

    HACIA UNA INSTITUCIONALIZACIÓN DE LA CULTURA

    CAPÍTULO II.

    ARTES ESCÉNICAS Y MUSICALES

    CAPÍTULO III.

    CULTURA Y ARTE EN EL PAPEL: ESCRITORES, POETAS Y DIBUJANTES

    CAPÍTULO IV.

    PINTURA, ESCULTURA Y FOTOGRAFÍA

    CAPÍTULO V.

    LA LECTURA Y LOS LECTORES EN CHILE REPUBLICANO

    CAPÍTULO VI.

    LA EDUCACIÓN DE LA REPÚBLICA. ESTADO Y SOCIEDAD EN LA FORMACIÓN DE UN SISTEMA NACIONAL DE EDUCACIÓN

    TERCERA PARTE:

    EL TRÁNSITO DEL AUTORITARISMO CONSERVADOR AL AUTORITARISMO LIBERAL

    CAPÍTULO I.

    PRIMER GOBIERNO DE PÉREZ: EL TRIUNFO DE LA FUSIÓN LIBERAL-CONSERVADORA

    CAPÍTULO II.

    LOS PROBLEMAS INTERNACIONALES: SANTO DOMINGO, MÉXICO, BOLIVIA

    CAPÍTULO III.

    BELIGERANCIA POLÍTICA Y ELECCIONES DE 1864

    CAPÍTULO IV.

    ESPAÑA, PERÚ Y CHILE

    CAPÍTULO V.

    LA PRIMERA GUERRA DEL PACÍFICO

    CAPÍTULO VI.

    BOLIVIA: UN ARREGLO PASAJERO

    CAPÍTULO VII.

    HACIA LA REFORMA CONSTITUCIONAL

    CAPÍTULO VIII.

    EL SEGUNDO PERIODO PRESIDENCIAL DE PÉREZ

    CAPÍTULO IX.

    UN ACUERDO CON ESPAÑA Y SUS CONSECUENCIAS

    CAPÍTULO X.

    PREOCUPACIÓN POR MAGALLANES

    CAPÍTULO XI.

    CUESTIONES ELECTORALES Y CONSTITUCIONALES

    CAPÍTULO XII.

    CAMBIOS MINISTERIALES Y DIFERENCIAS ENTRE PODERES

    CAPÍTULO XIII.

    LA ACUSACIÓN A LA CORTE SUPREMA

    CAPÍTULO XIV.

    EL MINISTERIO AMUNÁTEGUI

    CAPÍTULO XV.

    LA PRIMERA REFORMA CONSTITUCIONAL

    CAPÍTULO XVI.

    LA ELECCIÓN PRESIDENCIAL

    CUARTA PARTE:

    EL GOBIERNO DE FEDERICO ERRÄZURIZ ZAŃARTU

    CAPÍTULO I.

    UN POLÍTICO DE LA MODERNIDAD

    CAPÍTULO II.

    REAPARICIÓN DE LOS PROBLEMAS RELIGIOSOS

    CAPÍTULO III.

    LAS REFORMAS CONSTITUCIONALES

    CAPÍTULO IV.

    LA RUPTURA DE LA FUSIÓN LIBERAL-CONSERVADORA

    CAPÍTULO V.

    AVANCES EN LA CODIFICACIÓN

    CAPÍTULO VI.

    PROBLEMAS EN EL NORTE: UN VECINO INCÓMODO

    CAPÍTULO VII.

    DIFERENCIAS CON ARGENTINA

    CAPÍTULO VIII.

    EL FIN DE LA ADMINISTRACIÓN

    QUINTA PARTE:

    EL GOBIERNO DE ANÍBAL PINTO Y LA GUERRA DEL PACÍFICO

    CAPÍTULO I.

    LOS PRIMEROS PASOS DE LA ADMINISTRACIÓN

    CAPÍTULO II.

    LA VACANCIA DEL ARZOBISPADO DE SANTIAGO

    CAPÍTULO III.

    NUEVAS CUESTIONES CON BOLIVIA

    CAPÍTULO IV.

    ARGENTINA: LA URGENCIA DE UN ARREGLO

    CAPÍTULO V.

    CRISIS EN LAS RELACIONES CON BOLIVIA Y OCUPACIÓN DE ANTOFAGASTA

    CAPÍTULO VI.

    COMIENZO DE LA GUERRA CON BOLIVIA Y PERÚ

    CAPÍTULO VII.

    LOS VACILANTES PASOS INICIALES DEL CONFLICTO

    CAPÍTULO VIII.

    UN GIRO DECISIVO

    CAPÍTULO IX.

    UN PLAN PARA LA GUERRA

    CAPÍTULO X.

    EL NUEVO MINISTERIO Y SUS LABORES

    CAPÍTULO XI.

    LA CAMPAÑA DE TARAPACÁ

    CAPÍTULO XII.

    PARALIZACIÓN DE LA GUERRA

    CAPÍTULO XIII.

    CONTINUACIÓN DE LA CAMPAÑA

    CAPÍTULO XIV.

    NUEVOS GOLPES A LA ALIANZA

    CAPÍTULO XV.

    TACNA Y ARICA

    CAPÍTULO XVI.

    ¿CÓMO DAR TÉRMINO A LA GUERRA?

    CAPÍTULO XVII.

    LA CAMPAÑA DE LIMA

    CAPÍTULO XVIII.

    UNA PAZ ESQUIVA

    CAPÍTULO XIX.

    EL TÉRMINO DEL GOBIERNO DE PINTO

    BIBLIOGRAFÍA

    SIGLAS

    ABO Archivo de don Bernardo O’Higgins, Academia Chilena de la Historia.

    AChH, AE Academia Chilena de la Historia, Archivo Errázuriz.

    AChH, AAC Academia Chilena de la Historia, Archivo Álvaro Covarrubias.

    AGE Archivo General del Ejército.

    AHICh Anuario de la Historia de la Iglesia Chilena. Seminario Pontificio Mayor, Santiago, Chile.

    AICh Anales del Instituto de Chile.

    AJAA Archivo Jaime Antúnez Aldunate.

    AJLS Archivo Judicial de La Serena.

    AJZ Archivo Julio Zegers (propiedad particular).

    AMAE Archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores (España).

    ANH Archivo Nacional Histórico.

    ANLS Archivo Notarial de La Serena.

    ASV Archivo Secreto Vaticano.

    AUCh Anales de la Universidad de Chile.

    BAChH Boletín de la Academia Chilena de la Historia.

    BLDG Boletín de Leyes y Decretos del Gobierno

    BSCD Boletín de Sesiones de la Cámara de Diputados.

    BSS Boletín de Sesiones del Senado.

    CH Cuadernos de Historia, Departamento de Ciencias Históricas, Universidad de Chile.

    CSFL ANH, Colección Sergio Fernández Larraín.

    DO Diario Oficial de la República de Chile.

    EDSM Álvaro Góngora Escobedo (ed.), Domingo Santa María González (1824-1889),

    Epistolario, Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos, Santiago, 2015.

    EMM Cristóbal García-Huidobro Becerra (ed.), Epistolario de Manuel Montt (1824-1880), dos vols., Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos, Santiago, 2015.

    FMG ANH, Fondo Ministerio de Guerra y Marina.

    FVM ANH, Fondo Vicuña Mackenna.

    HAHR The Hispanic American Historical Review, The Duke University Press.

    Historia Instituto de Historia, Pontificia Universidad Católica de Chile, Santiago.

    LO Legislatura Ordinaria.

    LE Legislatura Extraordinaria.

    MI ANH, Archivo del Ministerio del Interior.

    MJC ANH, Archivo del Ministerio de Justicia, Culto e Instrucción Pública.

    MRREE Archivo del Ministerio de Relaciones Exteriores.

    PAM Pascual Ahumada Moreno, Guerra del Pacífico. Recopilación Completa de todos los Documentos Oficiales, Correspondencias y demás Publicaciones referente a la Guerra que ha dado a luz la Prensa de Chile, Perú y Bolivia, conteniendo Documentos Inéditos de Importancia (1884-1891).

    RC La Revista Católica (primera etapa, 1843-1874).

    RChHD Revista Chilena de Historia del Derecho.

    RChHG Revista Chilena de Historia y Geografía.

    REH Revista de Estudios Históricos.

    REHJ Revista de Estudios Histórico-Jurídicos.

    RHSM Revista de Historia Social y de las Mentalidades, Departamento de Historia, Universidad de Santiago de Chile.

    RMCh Revista Musical Chilena.

    RMeCh Revista Médica de Chile.

    SCL Sesiones de los Cuerpos Legislativos.

    SSS Juan Ortiz Benítez, Sesiones Secretas del Senado de Chile durante la Guerra del Pacífico, La Casa del Libro Viejo, Lima, 2013.

    PRIMERA PARTE

    EL ORDEN ECONÓMICO

    CAPÍTULO I

    ARCAÍSMO Y MODERNIDAD EN LA AGRICULTURA

    HORACIO ARÁNGUIZ DONOSO

    La agricultura fue la principal actividad de la economía nacional durante gran parte del siglo XIX. En el periodo en estudio ocupó la mayor parte de la mano de obra del país, aproximadamente las cuatro quintas partes de la fuerza laboral. Por ello no es una exageración considerar que Chile fue un país agrario; se trata, en rigor, de una realidad. Más aún, en la búsqueda de un concepto que articule la relación de trabajadores, propiedad, sociedad, vida cotidiana y redes económicas, el agro puede considerarse como el elemento más idóneo.

    La historiografía ha caracterizado generalmente a la agricultura del siglo XIX como tradicional, sin mayores avances, y una fiel continuadora de la etapa colonial. Las causas de esta percepción se deben a múltiples orígenes: la fuerte huella dejada por algunos de los historiadores liberales decimonónicos, para los cuales no hubo prácticamente ruptura entre el Chile monárquico y el de los decenios republicanos; la mirada crítica de los viajeros europeos y norteamericanos plasmada en sus memorias; las observaciones de técnicos extranjeros avecindados en el país; las posiciones ideológicas de algunos sectores políticos, y, por último, la reproducción de esos conceptos en el sistema escolar, a través de la formación docente y de los textos de estudio, lo que contribuyó a formar en el imaginario colectivo un cuadro estático y retrasado de la agricultura.

    Sin embargo, la profundización en la historia de la agricultura nacional permite observar que ella estuvo lejos de ser estática. Al contrario, se caracterizó por exhibir cambios y continuidades en la forma de explotación, en la propiedad y en los productos. En este proceso se conjugaron fuerzas globales con realidades locales, con ideas, trabajos y esfuerzos, todo matizado por la realidad geográfica, las disposiciones humanas y el azar histórico, lo que generó manifiestas variaciones territoriales, con diferencias muy profundas en su desenvolvimiento.

    Diversas variables afectaron a la agricultura en su dinamismo. El proceso de la Independencia, con los daños que ocasionó en los campos y en la economía, fue, sin duda, extremadamente perjudicial para el agro. El auge minero en Arqueros y Chañarcillo, la reapertura del mercado del Perú y más tarde el surgimiento de los de California y Australia hicieron posible un crecimiento agrícola nunca antes visto que, si bien fue breve, dio un notable impulso a la economía chilena. La crisis mundial del decenio de 1870 tampoco pasó inadvertida y se sintió con fuerza en el país. La llegada de la ciencia al servicio de la agricultura, a través de nuevas técnicas de cultivo, modalidades de fertilización e inversiones en canales y embalses, marcó los nuevos derroteros por donde los agricultores enfrentaron los nuevos tiempos.

    LA AGRICULTURA EN LOS VALLES TRANSVERSALES

    CARACTERÍSTICAS DE LA PROPIEDAD

    El dominio del espacio geográfico en los valles transversales durante el siglo XIX fue desigual y tiene su raíz en los siglos XVII y XVIII, caracterizándose independientemente cada una de estas depresiones morfológicas según sus dinámicas históricas y sus coyunturas socioeconómicas de producción. Uno de los factores que distinguió el tamaño de la propiedad y la naturaleza de esta fue, entre otros, la calidad de los terrenos agrícolas, ya que ella condicionaba la superficie y la producción¹.

    Las estancias, haciendas y fundos convivieron en los valles transversales, por su naturaleza y configuración geográfica, con la pequeña propiedad, constituida por fundos pequeños, chacras y quintas². Desde Copiapó hasta Aconcagua, principio y término de la región de los valles transversales de norte a sur, la pequeña propiedad fue la más frecuente en las zonas bajas de los valles, desde la ribera del río hasta el comienzo de la pendiente o faldeo de los cerros, sin perjuicio de que en ellas también existieran propiedades medianas y grandes. En cambio, en las zonas altas, fluctuando de valle en valle, el tamaño de la propiedad generalmente tendía a aumentar, y también a modificarse la configuración propietaria, ya que existían tierras no solo privadas, sino también comunes. Las primeras estaban generalmente destinadas a labores agrícolas, mientras que las segundas, situadas en los sectores más elevados de los valles y ya en plena cordillera, eran utilizadas en forma colectiva por los propietarios, particularmente en el septentrión, de preferencia para la ganadería trashumante caprina y ovina, que después de invernar en los pastos de la costa subía a las veranadas en la época estival³.

    El origen de la propiedad en los valles transversales se remonta al periodo indiano, con la concesión de mercedes de tierras, las que a través de los años se fueron modificando producto de múltiples factores, como herencias, compras, donaciones, permutas y adjudicaciones judiciales. Se ha subrayado que la extensión de la hacienda se mantuvo sin mayor variación en Chile durante el siglo XVIII y hasta mediados del siglo XIX, para comenzar entonces, por diversas razones, a fragmentarse⁴. Esto permitió que en valles como el de Copiapó convivieran en el transcurso del siglo XIX pequeñas y medianas propiedades a ambos lados de la ribera del río homónimo, existiendo en la parte baja algunos fundos de gran extensión. En cambio, en valles como el de Limarí, la pequeña propiedad fue la predominante, como se advierte en el examen de los registros del conservador de bienes raíces durante gran parte del siglo XIX, lo que reafirma la observación de Ignacio Domeyko cuando visitó el fundo Limarí, de mil 500 cuadras⁵. La hacienda Sotaquí, de Mariano Ariztía, ocupaba el lugar 99 en el listado de las mayores propiedades chilenas según el catastro de 1833, con una renta de tres mil 300 pesos⁶.

    En el valle de Huasco, en Atacama, las propiedades se caracterizaron tempranamente por ser pequeñas. En su recorrido por el norte, Domeyko observó que ese valle, junto con ser de un verde profundo, al menos en su parte baja estaba dividido en varias haciendas⁷.

    La estructura de la propiedad variaba de valle en valle. Por ejemplo, en el valle de Panquehue existían hacia 1858 tan solo tres haciendas, que ocupaban la totalidad de la angosta explanada: San Buenaventura, de Máximo Caldera Mascayano; San Roque, de Vicente Mardones Constanzo, y Lo Campo, de Juan José Pérez Cotapos de la Lastra⁸. Poco más tarde este cuadro se modificó con la división de esas tres haciendas en más de 20 propiedades⁹.

    Siguiendo hacia el sur, en pleno corazón del valle de La Ligua, la propiedad muestra los signos de las continuidades y variaciones en su forma de dominio. Según Mellafe y Salinas, allí la gran propiedad predominó durante la primera mitad del siglo XIX, tal vez por obra de prácticas destinadas a mantener la integridad del predio. Así, la hacienda Jaururo pertenecía en 1853 a cinco herederos, cada uno de los cuales tenía el usufructo de su parte, con lo que se mantuvo la unidad del bien raíz. La hacienda El Blanquillo, en cambio, se subdividió en 27 inmuebles entre 1820 y 1853¹⁰.

    En los valles meridionales se observa con mayor claridad la progresiva extensión de la propiedad agraria que, como las anteriores, desde mediados del siglo XIX lentamente se empezó a fragmentar.

    En la región de Aconcagua, cuyas tierras son regadas por el río homónimo y por el río Putaendo, las propiedades eran, en comparación con las del norte, mucho más extensas. Así, por ejemplo, la hacienda Longotoma, de los agustinos, y más tarde de Francisco Javier Ovalle, tenía una cabida de 12 mil 930 cuadras. Según el catastro de 1833, su renta de cinco mil pesos la situaba con el número 51 entre las mayores propiedades del país¹¹. Un poco más al sur, la hacienda Catapilco, de Francisco Ramón Vicuña, contaba en la década de 1830 con 36 mil cuadras. Un tamaño similar exhibía la de Pullally, de José Miguel Irarrázaval¹². Para el catastro, sin embargo, la primera tenía una renta de seis mil pesos, con lo que quedaba en el lugar 19 de las mayores propiedades rurales, en tanto que la segunda, con cinco mil, se situaba en el lugar 35¹³.

    El minifundio estuvo marcado por la tensión producida por dos fuerzas divergentes: la tendencia a la subdivisión, por una parte, que al permitir solo una economía de subsistencia acentuaba la pobreza del propietario y de su familia y era un estímulo poderoso para el abandono de la tierra, y, por otra, la acumulación de tierras, mediante compras y arriendos, por parte de los campesinos dotados de mayor sentido empresarial¹⁴. Estas compras podían ser de tierras contiguas o separadas, lo que en este último caso hacía más compleja su explotación, y tal vez más costosa. La información relativa al departamento de Putaendo para el periodo 1869-1878 es significativa: el 78,3 por ciento de los predios medía menos de media hectárea, y abundaban los discontinuos¹⁵. Pero la compra de tierras en el intento de incrementar la cabida y asegurar al grupo familiar una posible salida del círculo de la pobreza no era una garantía de estabilidad de la propiedad raíz. En efecto, apenas el campesino moría sus tierras eran automáticamente objeto de división. Así, por ejemplo, al hacer José Marín su testamento en 1873, dejó dos predios en Putaendo, uno de media cuadra y 14 varas, y otro de una cuadra y 14 varas para que fueran repartidos entre sus seis hijos¹⁶. Borde y Góngora llamaron la atención sobre los intentos exitosos de propietarios pequeños o medianos del valle del Puangue, en el departamento de Melipilla, de incrementar la cabida de sus predios mediante compras y convertirse en grandes hacendados. Lo interesante de estos mecanismos de concentración predial es la fragilidad exhibida por los inmuebles reconstituidos, los cuales, después de una o dos generaciones también se fragmentaron¹⁷. Cabe observar, por último, que el aumento de la población a partir de 1880 parece haber incidido en alguna forma en la subdivisión de la tierra¹⁸.

    Sabemos que el número de habitantes en las grandes propiedades era elevado. Por 1885 las haciendas de Ibacache y Chorombo tenían entre mil 200 y mil 400 habitantes. El censo de 1854 dio para las tres haciendas de la subdelegación de Panquehue un total de dos mil 97 habitantes, de los cuales mil 129 eran hombres y 968 mujeres de todas las edades. Pero los hombres entre 15 y 50 años sumaban 623 personas, lo que habla de la elevada densidad de la población rural¹⁹. No estamos en condiciones de dar informaciones generales sobre la población rural y su evolución, pues solo a partir del censo de 1907 se contó con criterios seguros para diferenciar las áreas rurales de las urbanas²⁰.

    Casi todos los historiadores coinciden en que el principal motor de la progresiva atomización de la gran propiedad en los valles meridionales se debió a las crecientes exigencias de los mercados internos y externos, las que la gran propiedad no estaba en condiciones de satisfacer²¹. Otras variables, como el cambio de mentalidad de los agricultores, las hipotecas de los predios para garantizar préstamos de la Caja de Créditos Hipotecario, la protección dada por el Código Civil a los derechos de los herederos y la venta de los inmuebles para cambiar el giro del negocio²², se deben sumar para comprender esta modificación en la cartografía de la propiedad agraria.

    EL REGADÍO

    El sistema de regadío en los valles transversales fue, sin duda, muy adelantado en comparación con el resto del país. La naturaleza árida del espacio, sumada a la herencia de las viejas formas de regadío prehispánicas²³, fomentaron una mayor racionalidad en la distribución y en el uso de los escasos recursos hídricos en las angostas franjas cultivables a ambos lados de la ribera de los ríos.

    Como se adelantó, el principal recurso de donde se extraía el agua provenía de los escurrimientos cordilleranos, siendo insignificante el papel desempeñado por pozos o norias. Así, salvo algunas vertientes y manantiales, casi las únicas fuentes de extracción del recurso hídrico en la orientación norte-sur eran los ríos Copiapó, Huasco, Elqui, Limarí, Choapa, Petorca, Putaendo y Aconcagua. Tradición y modernidad convergieron a lo largo del siglo XIX en el sistema de regadío para dar respuesta a los ciclos de crecimiento y desaceleración de la demanda interna y externa de productos agrícolas. Las viejas acequias indígenas convivieron con algunos intentos exitosos en el camino de redistribución y almacenamiento de las aguas que por los valles transversales del Norte Chico se dirigían al océano.

    Durante la primera mitad del siglo XIX se puede observar que en, términos generales, el sistema de regadío fue el mismo que se utilizó durante el último tercio del siglo XVIII. Con la atracción de población desde la zona central originada por los descubrimientos de nuevas vetas de minerales y la creciente necesidad de mano de obra, que respondía a la demanda externa de trigo, se originó un incentivo a la producción agrícola en campos y chacras. Esto llevó a la construcción de canales, embalses y acequias para una eficiente distribución del agua. Con todo, es necesario advertir que la optimización de las tierras regadas era mínima. En La Ligua, por ejemplo, en 1850, de las 148 mil 950 hectáreas de terreno agrícola, tan solo tres mil 901 se irrigaban durante el año²⁴. Las características morfológicas de las restantes hacían prácticamente imposible el riego.

    Estas condiciones generales del regadío, sumadas a la escasez del recurso, originaron no pocas desavenencias entre los vecinos respecto de los turnos y las modalidades para repartir el agua entre las haciendas y el área de pequeña propiedad, principalmente debido a la localización frente a la captación de las aguas y a las políticas de la autoridad sobre el tema²⁵. Tales problemas, que se arrastraban desde mucho antes, hicieron que entre Copiapó y Angol cumpliera un papel destacado el juez de ríos, conocido comúnmente como juez de aguas.

    Dicho cargo, que tiene su origen en la tradición consuetudinaria del regadío local español, se traspasó a las colonias americanas y perduró hasta el siglo XIX a través de las ordenanzas²⁶. Así, por ejemplo, conocemos las normativas para el río Aconcagua de 1872 y para el Huasco de 1880, en que se regulaba la distribución del agua.

    Uno de los más agudos testigos sobre el regadío en el periodo en estudio fue Vicente Pérez Rosales, quien, en visita al valle de Copiapó, celebró a sus vecinos por la administración de los canales, que permitían mantener cual vergel al valle. El sistema era más digno de destacar porque las mismas aguas se ocupaban para servir las necesidades de minas y lavaderos²⁷. Y en Vallenar y Freirina los canales como el Marañón, el Bellavista, el Canto del Agua y otros permitieron verdaderos milagros realizados allí con un hilito de agua²⁸.

    Ignacio Domeyko, en su viaje por el Norte Chico a fines de 1838, tuvo la misma impresión que Pérez Rosales, pero esta vez las observaciones se dirigieron al valle de Limarí, notando que, a pesar de su escaso caudal, este se administraba muy bien en los numerosos canales que de él salían²⁹.

    En términos generales, los canales y las acequias del siglo XIX fueron desarrollados por los mismos dueños de las haciendas y quintas en función del beneficio de sus plantaciones. Un ejemplo de ello es la apertura de los canales Bellavista y Romero, en las proximidades de La Serena, siendo el primero, con una extensión de 80 kilómetros, obra financiada por una sociedad en que participaron Gregorio Cordovez, Custodio de Amenábar, Joaquín Vicuña Larraín, Juan de Dios Varela, Daniel W. Frost y Gregorio Aracena. El canal, terminado después de 12 años de trabajos, conducía las aguas extraídas del río Elqui para regar cerca de tres mil cuadras en las afueras de La Serena y Coquimbo, y fue prolongado en la década de 1850 por Joaquín Amenábar Espinoza hasta los llanos de Pan de Azúcar, al suroriente de ese puerto³⁰. La hacienda Valdivia, en la hoya del río Limarí, de Edmundo Eastman y después de Carlos Lambert, fue regada por el canal de los Resilvos, iniciado por Ramón Lecaros Alcalde y concluido por su sobrino Julio Lecaros Valdés, y permitió poner 600 hectáreas bajo riego³¹. Otros canales en el valle de Limarí fueron el de las Barrancas, el de Cabrería y el de la Vega³². Los fundos próximos a la ciudad de Ovalle eran regados por los canales Romeral, Manzano y Manzanito, los más grandes del departamento³³.

    Estudios del decenio de 1960 muestran que el diseño de los canales era extremadamente simple: carecían de revestimiento, su trazado era muy irregular, pues seguían fielmente las sinuosidades del terreno, sin rellenos o taludes que permitieran un curso recto en largas distancias³⁴.

    Ya en la segunda mitad del siglo XIX, el impulso de la demanda internacional por ciertos productos, particularmente el trigo, hicieron que muchos agricultores quisieran sacar el mejor partido a sus tierras. De esta forma, en el valle de Putaendo no pocos hacendados trabajaron por aumentar el caudal del río Volcán para regar el Valle Hermoso³⁵.

    Esto, sin duda, no fue un hecho aislado; otros factores también alentaron la construcción de obras hidráulicas. Siguiendo hacia el sur, en pleno corazón del valle de Aconcagua, el papel que los canales de regadío tuvieron para el desenvolvimiento de la agricultura fue altamente significativo por la gran concentración demográfica del sector. En 1843 Josué Waddington construyó el canal que lleva su nombre, la célebre acequia Guarintonia, que, nacido del río Aconcagua, regó Pocochay, La Palma, la hacienda San Isidro, en Quillota, de propiedad del empresario inglés, y tras perforar con un túnel el cerro San Pedro, pudo llegar a los campos de Limache³⁶. Corroboran la ampliación del regadío los datos extraídos del censo agrícola de 1854-1855 para San Felipe, según el cual las tierras incorporadas a la agricultura y a la ganadería sumaban 16 mil 332 hectáreas, de las cuales ocho mil 754, es decir, el 53,6 por ciento, estaban regadas³⁷.

    Aunque ya en 1838 se daba noticia de la existencia de un embalse en la hacienda de Tapihue, en Casablanca, de Juan José Pérez, una de las mayores obras de ingeniería que se levantó en los valles transversales fue la que le encomendó Francisco Javier Ovalle al inglés Prat Collier para el regadío de su hacienda Catapilco, de 27 mil hectáreas, y de las chacras próximas. El embalse Catapilco, depósito con una capacidad de almacenaje superior a los cinco millones de metros cúbicos de agua, que ocupó una extensión no despreciable de 157 hectáreas, fue construido entre 1853 y 1859³⁸. Le correspondió al agrimensor alemán Teodoro Schmidt, llegado a Chile en 1858, terminar los canales de riego derivados del embalse. Asimismo, el aludido agrimensor construyó canales para la hacienda Pullally, de Manuel José Irarrázaval. Más adelante, y por encargo del presidente José Joaquín Pérez, debió planear y dirigir el regadío del valle de Catapilco, construyendo para ello un acueducto. Schmidt continuó su notable labor con levantamientos topográficos en la frontera³⁹.

    PRODUCTOS Y MERCADOS

    En los valles transversales, por sus variadas extensiones y por la existencia de microclimas favorables a la agricultura, se apreciaba el cultivo de una amplia gama de frutas, hortalizas y cereales.

    Debido al lento ritmo exhibido por la economía regional durante la primera mitad del siglo XIX, el autoconsumo de la producción fue la práctica más habitual. Frutas como la chirimoya y la papaya, según recuerda Maria Graham⁴⁰, eran muy abundantes en la parte baja de los valles. Otras, como la lúcuma, crecían sin mayores problemas desde Coquimbo hasta Aconcagua⁴¹. En el valle del Huasco destacó la producción de higos y vino⁴². El olivo prosperaba en la región en forma muy llamativa, pero solo se consumían sus frutos. Llamó la atención el geógrafo francés Amado Pissis sobre la conveniencia de cultivarlo en gran escala para extraer aceite, porque será su cultivo uno de los más productivos de Chile⁴³.

    Pero la mayor parte de las tierras agrícolas fue destinada al trigo desde la mitad del siglo XIX. Gracias a la apertura de los mercados externos, como el de California en 1849, la producción aumentó con un dinamismo nunca antes visto. Tal vez el fenómeno solo podría compararse con las exportaciones que a fines de la etapa indiana se hacían al Perú⁴⁴. Si bien el mercado norteamericano fue efímero, pues no duró más de un decenio⁴⁵, originó consecuencias de largo plazo.

    Un poco antes, iniciando la década de 1840, los rendimientos ya permitían vislumbrar un futuro alentador. En 1842 las proporciones eran en La Ligua 9-1 para el trigo y 10-1 para la cebada⁴⁶; la productividad observada por Gay en San Felipe eran 13-1 para el trigo y 18-1 para la cebada, mientras que en Los Andes la relación era de 21-1 para el trigo y 25-1 para la cebada⁴⁷.

    Ocho años más tarde, el crecimiento de la productividad, gracias a la apertura de los mercados de Victoria y Sidney en Australia, hizo que haciendas como la de Catapilco produjeran en 314 hectáreas unas seis mil fanegas de cereal, lo que representaba el 15 por ciento de la producción del valle de La Ligua. Otras propiedades rústicas, como Pullally, aportaba el 10 por ciento de la producción de trigo candeal.

    Entre 1858 y 1887 se observa en los valles transversales un amplio dominio productivo de cereales, particularmente de trigo y cebada. Las demandas desde California y Australia en la década de 1850, y desde el Reino Unido a partir del decenio de 1860, impulsaron una producción de tal amplitud, que historiadores como Carmagnani, Pinto y otros denominaron a este periodo como el del ciclo cerealero en los valles transversales.

    Además de esos cereales, se continuó con la producción tradicional de la zona. Así, por ejemplo, duraznos, perales, naranjos y limoneros fueron muy habituales en los diversos valles, particularmente en los del septentrión. Los nogales y los olivos se veían con mayor frecuencia en los del sur, como Petorca y Aconcagua. Del mismo modo, el cáñamo y la alfalfa fueron muy comunes en casi la totalidad de los valles, desde Elqui al sur. Una innovación de importancia fue la plantación de pinos marítimos (Pinus pinaster), iniciativa de Josué Waddington en su hacienda San Isidro, en Aconcagua, para aprovechar terrenos de mala calidad⁴⁸.

    Común para los valles transversales y para la zona central fue la introducción de nuevas cepas de vid. Junto a la tradicional cepa criolla o país, con la cual se producía vino dulce, chicha y chacolí, la variedad moscatel —moscatel de Alejandría, blanca, y moscatel rosada o violeta, o uva pastilla—, muy aromática, prefiguró la entrada en escena del pisco como un licor característico de los valles del Norte Chico. Si bien dicho destilado se conocía ya en nuestro país y con ese nombre desde la primera mitad del siglo XVIII, esa variedad de uva garantizó la mejor calidad de los alcoholes⁴⁹. Por decreto de 12 de noviembre de 1873 se estableció el Registro Oficial de Marcas, Normas y Emblemas de los Productores de Pisco.

    El desarrollo de la minería en Coquimbo y Atacama consolidó un importante mercado para esos productos, ampliado, al concluir el periodo en estudio, por la incorporación a Chile de las salitreras de Antofagasta y Tarapacá. A pesar de ello, es necesario reconocer que la productividad de la vitivinicultura no fue alta ya que, si bien presentó algún progreso, era una inversión cuya elevada rentabilidad solo se alcanzaba en el mediano plazo. Además, sus costos comparativamente altos no favorecieron su extensión, frenando el desarrollo de ese cultivo en los escasos suelos existentes con esa aptitud, al menos en Aconcagua⁵⁰.

    Siguiendo la práctica de la zona central, también en los valles transversales se experimentó con cepas francesas. Las introdujeron en Elqui Jacinto Arqueros, en el valle del río Turbio, y Juan de Dios Peralta, en el valle del río Claro⁵¹. Asimismo, se sabe de la existencia de cepas francesas en el valle del Limarí, en Ovalle, y específicamente en la hacienda Carén, de Gallardo Hnos⁵².

    Otra actividad derivada de la fruticultura, y que en el periodo exhibe cierto desarrollo en los valles por el aumento de la demanda interna, fue el secado de las frutas, en particular de los duraznos, para la producción de huesillos y orejones; de la uva, para las pasas, superiores a todas las especies conocidas, según el geógrafo Pissis⁵³, y de los higos.

    La principal traba que hubo de enfrentar la actividad agrícola fue la mala calidad de los caminos, que dificultaba y encarecía el transporte de los productos a los mercados. Este problema, huelga decirlo, no fue propio solo de los valles transversales, sino que afectó a todo el país y fue determinante en la mantención de la estructura de la propiedad: un gran predio en el norte o en el sur del país podía generar una renta sorprendentemente inferior a una chacra situada en Ñuñoa, como se verá más adelante. Dependiendo de la naturaleza de la carga y de la región, el transporte continuaba haciéndose con burros y mulas y, en caso de haber algún camino, con carretas tiradas por bueyes. El valle de Aconcagua es muy representativo de esa deficiencia, agravada en los decenios iniciales del siglo XIX por la oposición de muchos hacendados a las obras camineras, a menudo cerradas con tapias o cruzadas con cauces de acequias. Los problemas para trasladarse a Valparaíso y a Santiago produjeron un virtual aislamiento de un importante sector del valle. Todavía hacia 1840, como lo anotó Abdón Cifuentes, las comunicaciones eran tan escasas y difíciles, que recuerdo que en nuestros viajes a Santiago decíamos: vamos a Chile…⁵⁴. Solo en 1864 concluyó la construcción del camino de San Felipe a Llaillay, estación del ferrocarril de Valparaíso a Santiago. La unión con los valles de Putaendo, La Ligua y Petorca se pudo alcanzar en 1889⁵⁵. De las innumerables dificultades para el transporte de productos desde su hacienda Las Mercedes, en el valle del Puangue, a Valparaíso o, durante la guerra con España, a Algarrobo o al puerto viejo de San Antonio, dejó numerosos testimonios el expresidente Manuel Montt en su correspondencia⁵⁶.

    LA MANO DE OBRA

    El género de trabajo que demandaba la producción agrícola en el Norte Chico condicionó las características del trabajador y su relación con el empleador. Al igual que en la zona central, en los valles transversales las figuras del inquilino y del peón fueron las preponderantes, resultado de un proceso largo y complejo que se arrastraba desde el siglo XVIII.

    El inquilino, originalmente un español pobre y carente de tierras que arrendaba un retazo a un propietario pagando con trabajo el importe de la renta, vivía dentro de la gran hacienda o en las quintas y chacras anexas a esta. Generalmente no estaba sujeto a un permanente cumplimiento de labores, sino solo a lo acordado con el dueño de la propiedad. En la parte alta de los valles no es fácil encontrar al inquilino, pero sí al peón estable, lo que puede explicarse por el menor tamaño de los predios y por la temprana especialización de sus cultivos, en especial las viñas. El peón de paso para las temporadas de trabajo, conocido como afuerino, recibía un sueldo diario por las labores que se le encomendaban. Después de cumplir dichas tareas, podía desplazarse hacia haciendas vecinas o salir de la región en busca de oportunidades en otros lugares.

    En una visita al valle del Limarí, en particular al fundo homónimo de propiedad de la familia Guerrero, Domeyko recordó que las faenas diarias las desarrollaban los inquilinos, quienes, asentados indefinidamente en la hacienda, estaban comprometidos al trabajo que giraba en torno a la recolección, al corte de pastos y a arar. Para ello el hacendado les facilitaba la comida del día, caballos, bueyes y carretas⁵⁷. En las fechas estivales, las actividades se volcaban a otras áreas, como el rodeo y el arreo de animales hacia y desde las veranadas cordilleranas.

    A cambio de la labor de los inquilinos, el patrón les entregaba una porción de tierra para que la trabajaran. De los productos que se extrajeran de ella, como maíz, porotos, sandías y melones, en algunos casos la mitad correspondía al hacendado, que de esta forma cobraba el arriendo de su tierra⁵⁸. Se sabe de casos notables de enriquecimiento de inquilinos mediante el arriendo de terrenos a sus patrones, estando bien documentado el caso de Alberto Carvajal, inquilino de Pedro Cortés Monroy, dueño de la hacienda Quilacán, convertido al concluir el siglo en importante productor de papas y dueño de varios predios agrícolas⁵⁹.

    Los peones pasaban generalmente la estación de cosecha y rodeo en la hacienda, siendo su permanencia inestable en comparación con la de los inquilinos. El pago a estos, al igual que a los inquilinos, era diario. Por ejemplo, un día común de labores del peón consistía en trabajar desde las cinco de la mañana hasta aproximadamente las nueve de la noche, descansando una hora para desayunar y, a eso del mediodía una hora para almorzar. En la casa principal de la hacienda había una taberna a disposición de los peones, recuperando así el patrón parte de la inversión⁶⁰.

    En 1825, en la hacienda Ocoa, la realidad de los inquilinos y peones era bastante parecida. El horario de trabajo de los peones en verano era de 14 horas; aproximadamente desde las cinco de la mañana hasta las siete de la tarde y, en invierno, de nueve horas, desde las ocho de la mañana hasta las siete de la tarde. En ambas temporadas recibían dos comidas por jornada: el almuerzo al mediodía con dos horas de descanso y, al atardecer, la cena⁶¹.

    La situación del trabajador de los valles transversales fue bastante particular, a diferencia de sus congéneres del sur, por varias razones. En primer lugar, un porcentaje no despreciable de ellos provenía de otras comarcas, principalmente de la zona central y sur del país; en segundo lugar, solían desempañar una doble actividad: cuando no era conveniente trabajar en la agricultura, particularmente en invierno o cuando bajaban los precios, se dedicaban a la actividad minera. Esto explica que la mano de obra en los valles transversales fuera volátil y, en algunas oportunidades, escasa. Muchas veces, por la necesidad de captar trabajadores para la actividad de la hacienda, era necesario hacerse de peones mediante atractivas y generosas ofertas de trabajo. Pero, en general, el agro estaba lejos de dar remuneraciones parecidas a las otorgadas por la minería. Y lo que un trabajador ganaba en esta era aproximadamente la mitad de lo que podía recibir en las salitreras de Tarapacá o en las labores de construcción de vías férreas en el Perú, razón de la considerable emigración de chilenos en las décadas de 1860 y 1870. Otra peculiaridad de la mano de obra de los valles, en especial en la parte alta de los mismos, en que abundaban las pequeñas propiedades, fue que los dueños de estas y sus familiares ofrecían sus servicios en los fundos medianos y grandes.

    LAS INNOVACIONES TECNOLÓGICAS

    El desarrollo tecnológico en los valles transversales dependió tanto de la recepción de las nuevas tendencias en el agro, particularmente desde la segunda mitad del siglo XIX, como de la respuesta a las demandas de sus productos. Dentro de ellas, el ya citado sistema de regadío fue uno de los mayores avances en el campo agrícola. Con mayor eficiencia, gracias a los aportes de los ingenieros hidráulicos formados en la Universidad de Chile⁶², fue posible el aumento de las zonas de regadío que, en promedio, se incrementaron en un 10 por ciento en valles como Aconcagua y Putaendo.

    El trabajo de la tierra también se hizo más eficiente y rápido. El viejo arado de madera fue reemplazado desde la segunda mitad del siglo XIX con el arado de fierro o gualeta (vertedera), que permitió a los agricultores romper y preparar la tierra para labores más profundas y anchas⁶³.

    El desarrollo del cultivo del trigo obligó a que se consolidara desde la segunda mitad del siglo en adelante la construcción de graneros, principalmente en el valle de Aconcagua, lugar que concentraba la mayor producción de ese cereal en la zona⁶⁴. En ella los primeros molinos se empezaron a alzar en La Ligua desde 1845. El avance tecnológico que debió ser inducido por el largo ciclo cerealero fue, en cambio, muy modesto. Para 1873 el Anuario Estadístico dio cuenta de la existencia en el departamento de San Felipe de 152 máquinas entre trilladoras, segadoras y para aprensar, cantidad reducida si se considera que el cultivo del trigo cubría alrededor del 30 por ciento de la superficie agrícola total del valle de San Felipe. Como el mayor número de máquinas aparece ligado al cultivo de la vid, del cáñamo y de la alfalfa, y a la chacarería, cabe concluir que la demanda laboral estaba sobradamente satisfecha por una mano de obra abundante y barata⁶⁵.

    Por último, en la producción de pisco en los valles de Copiapó, Elqui y Limarí debe recordarse que la introducción de alambiques de destilación data de 1844. Estos, al desplazar a las alquitaras, transformaron la productividad de la vitivinicultura. También constituyó una innovación de importancia la introducción de vasijas de madera, de vendimiadoras, de prensas y de bombas para el trasiego de los caldos.

    LA AGRICULTURA EN CHILE CENTRAL

    CARACTERÍSTICAS DE LA PROPIEDAD

    La propiedad agrícola en la zona central de Chile fue resultado, al igual que en el Norte Chico, de cientos de años de configuración y reconfiguración. En el periodo 1826-1881 se puede observar desde la cuenca de Santiago hasta el espacio de Ñuble-Biobío una evolución bastante singular de la propiedad agrícola en la que factores políticos, económicos, jurídicos y sociales confluyeron en su mantención y transformación. Carmagnani, Góngora y Bengoa han sostenido que la propiedad fue el baluarte a partir del cual el Estado mantuvo su poder, en un primer momento a través de los grupos dirigentes locales, que desde la segunda mitad del siglo fueron desplazados por la elite capitalina, proyectando y sustentando esta última su poder político y económico. Por cierto, no se puede pasar por alto dicha observación, pero tampoco cabe dejar de lado que la estructura de la propiedad indirectamente aseguró un grado de estabilidad tal, que permitió un continuum en el desarrollo político gubernativo.

    La propiedad agraria en Chile central recibió diferentes nombres, dependiendo de su estructura y tamaño: hacienda, fundo, chacra y quinta. A pesar de los diversos tamaños, se produjo tempranamente, y como consecuencia de la evolución colonial, un claro predominio de la gran propiedad en el valle longitudinal. Esto, en líneas generales, se mantuvo sin mayores variaciones hasta mediados del siglo XIX. Posteriormente, al compás de los diferentes impulsos externos e internos, se fue generalizando la subdivisión, la cual, si bien no fue homogénea en todo el territorio, muestra los cambios que se estaban produciendo en la sociedad chilena, en una doble dimensión política y económica.

    Existe un amplio consenso entre los historiadores en que la gran propiedad fue la preponderante durante el siglo XIX en la zona central. Se ha puesto énfasis en que la vigencia de los mayorazgos hasta la década de 1850 favoreció tal fenómeno, pero, dado el limitado número de estos, es innegable que tuvieron especial importancia otros factores que, como la distancia de los predios a los puertos o a los mercados, el sistema de crédito y la falta de reales incentivos económicos, influyeron en la mantención de la gran propiedad. Además de la exvinculación de los mayorazgos, que permitió la división de varios predios en las zonas norte y central del país —proceso que, como lo subrayaron Borde y Góngora, fue marginal⁶⁶—, la fragmentación del agro fue acelerada por la aplicación de las normas sucesorias, primero según el viejo derecho castellano y, después de 1857, con la vigencia del Código Civil, cuyas disposiciones no diferían demasiado de las anteriores, pero que en materia de propiedad raíz estaban apoyadas en un sistema de inscripción que le dieron solidez y publicidad al dominio inmueble. También facilitaron el cambio de la propiedad raíz las regulaciones sobre hipotecas y el desarrollo de sistemas crediticios que se fueron haciendo cada vez más formales, con la participación de bancos. Para Borde y Góngora, una parte de la explicación del proceso de fragmentación puede encontrarse en el aflojamiento de las estructuras familiares y en la pérdida de valor simbólico del patrimonio territorial⁶⁷.

    Es probable que lo más determinante en la división predial fuera la apertura de los mercados de California, primero, y de Australia, a continuación, que le dio un sorprendente impulso al cultivo cerealista y a la industria molinera. Con ser breve ese periodo, la apertura del mercado europeo aseguró un nuevo auge al cultivo del trigo. Se debe tener presente que, en forma contemporánea, el desarrollo minero y el de la industria de la fundición, unidos al crecimiento de Santiago y Valparaíso, aceleraron el aumento de una demanda interna capaz de compensar los vaivenes de la externa. Todo esto significó un cambio manifiesto en la agricultura chilena, dirigido a modernizar las técnicas en los cultivos. El veloz incremento del valor de la tierra aconsejó muy a menudo la venta de partes de un predio, lo que, además de facilitar la administración del retazo restante, permitió la capitalización del agricultor. El aumento del precio de las propiedades agrícolas estimuló en la zona central hacia 1840 el cierre de las mismas con alambradas, cercos de zarzamora y zanjas profundas, sistema este último que se mantuvo en boga hasta el siglo XX en Chiloé⁶⁸.

    Es necesario recalcar que el tamaño de la propiedad en Chile central fue bastante más variado que el sugerido por la historiografía. Esto se explica por la necesidad de considerar las características de la tierra, en particular la naturaleza del suelo, si este es de rulo o es de riego, las posibilidades de regadío y la situación latitudinal y longitudinal de la propiedad. Parece evidente, por ejemplo, que un predio con un sector bajo riego y con otro con reales aptitudes para ser regado debía ser más posible de dividir que otro de secano e impedido, por las limitaciones técnicas de la época, de ser puesto bajo riego. Las notorias diferencias entre las grandes y las pequeñas propiedades del valle central ofrecen, pues, una fisonomía histórica marcada por múltiples variables.

    Desde muy temprano es posible documentar la existencia de la mediana y pequeña propiedad en las zonas costeras. Desde Pichilemu hasta aproximadamente Chanco no fue un fenómeno aislado la presencia de terrenos que fluctuaban entre las 10 y las 100 hectáreas. Lo contrario ocurrió en la precordillera y en la alta cordillera andina, en donde, por obvias razones topográficas y climáticas, la gran propiedad fue preponderante. La familia Urrutia, oriunda de Concepción, pero con vinculaciones en Maule, poseía hacia 1830, por herencia colonial, amplios terrenos frente a Longaví y Parral, que en promedio sobrepasaban las 59 mil 797 cuadras y que solo entrado el decenio de 1840 comenzaron a dividirse⁶⁹. A la gran hacienda Longaví, con todo, se le estimó una renta de seis mil pesos anuales, en tanto que a la chacra Bellavista, de Antonio Hermida, de 700 cuadras en Ñuñoa, inmediata a Santiago, se le calculó una renta de siete mil pesos al año⁷⁰. La chacra de Francisco Fontecilla, de 140 cuadras en Ñuñoa, quedó en el catastro de 1833 con tres mil pesos de renta estimada, al igual que la extensa hacienda Chacabuco —cuadras, se ignora—, de Antonio Aránguiz, en la parroquia de Colina⁷¹.

    Considerando el valle longitudinal como punto central de nuestro análisis, hacia 1830 el tamaño y dominio de la propiedad agrícola, con pequeñas variaciones, fue casi la misma que se presentó a fines del régimen monárquico. La elite decimonónica fue la gran propietaria de la tierra de los valles centrales de Chile en el siglo XIX. El catastro de 1833 y el rol de contribuyentes de 1854 muestran un predominio nominal de las familias de la elite en las propiedades de las provincias de Valparaíso, Aconcagua, Santiago, Colchagua, Curicó, Talca y Maule. Una lectura de ellos demuestra el protagonismo de los apellidos de familias del siglo XVIII y prueba que las propiedades situadas en la provincia de Santiago eran las que presentaban los mayores ingresos. Así, en esta existían, según aquel padrón, 78 haciendas de gran tamaño; en la de Curicó, cinco; en Colchagua, 22, y conjuntamente en las meridionales de Talca y Maule, cuatro⁷². Las cinco más importantes propiedades rurales del país, según el catastro de 1833, con una renta que superaba los 10 mil pesos anuales, estaban próximas a la capital: Compañía, de Juan de Dios Correa, en Codegua, con 16 mil pesos de renta; Bucalemu, de María Ballesteros de Balmaceda, en San Pedro, con 14 mil pesos de renta; Viluco, de José Toribio Larraín, en Maipo, con 14 mil pesos de renta, y la Dehesa, del Estado, en Ñuñoa, también con 14 mil pesos de renta⁷³. En la antigua provincia de Maule, entre los ríos Maule y Ñuble e Itata, abundaron las propiedades rurales de gran extensión, como Cucha-Cucha, de la familia Urrejola, de dos mil 900 cuadras⁷⁴; Ranguelmo, en Coelemu, de mil 300 cuadras, adquirida en 1834 por José Francisco Urrejola; el fundo Rafael, del mismo, también en Coelemu, de más de mil 300 cuadras; las haciendas Zemita y Virgüin, ambas de Juan Francisco Rivas, la primera de las cuales tenía 15 mil cuadras⁷⁵; la hacienda Cañas, de mil 900 cuadras, vendida en 1847 por Manuel María Eguiguren a Nicolás Tirapegui⁷⁶, y Roble Huacho, en el departamento de San Carlos, con 10 mil 500 cuadras en terrenos de montaña, de Juan Bautista Méndez Urrejola⁷⁷.

    Según las estimaciones de Simon Collier, hacia la década de 1850 en Chile central existían mil haciendas, de las cuales 200 eran propiedades selectas, ocupando tres cuartas partes de la tierra agrícola⁷⁸. Las propiedades cercanas a Santiago fueron las más atractivas y, por consiguiente, las menos proclives a la división antes de 1850. Estos inmuebles gozaban de un conjunto de ventajas: estaban inmediatos al principal centro de consumo, la capital; estaban próximos a Valparaíso, puerta de salida a los mercados externos, y estaban cercanos al Norte Chico minero, con su floreciente demanda de productos. Todo esto aseguraba altos ingresos a las familias propietarias.

    Por cierto que esos factores no eran los únicos que explicaban la falta de incentivo para la subdivisión de los bienes raíces. A ellos, según se ha indicado, se deben agregar regulaciones jurídicas como los mayorazgos, que si bien eran solo 28, el conjunto de sus propiedades originó una imagen de estabilidad general de la tierra. A lo anterior se suma el nacimiento de prácticas crediticias institucionalizadas, particularmente desde la fundación de la Caja de Créditos Hipotecarios. Esta empezó desde 1855 a otorgar préstamos con una tasa que fluctuó entre el seis y el 10 por ciento anual, lo que les permitió a los terratenientes extender durante un tiempo la indivisión de sus propiedades. Así, a la muerte del propietario y a la iniciación del proceso de partición de sus bienes, uno de los herederos podía quedarse con el inmueble agrícola obteniendo un préstamo y pagando con él a los restantes herederos el valor de las cuotas que les correspondían en el fundo.

    Mario Góngora y más tarde José Bengoa, transitando por una línea similar, han propuesto que no solo la unidad territorial sirvió en beneficio de las prácticas económicas de los hacendados, sino que también le permitió al Estado fortalecer la unidad del territorio cuando este necesitaba hacer realidad su dominio sobre él⁷⁹.

    Universidad Católica de Chile, Santiago, 2005, p. 38.

    Muchas crónicas de viajeros extranjeros y chilenos acusan tempranamente el carácter de la propiedad en el valle central. Schmidtmeyer, Graham y, más tarde, Verniory y Orrego Luco dan a entender que la gran propiedad se mantuvo en Chile casi como esta existió en Europa durante la etapa medieval, originando una gran inequidad y frenando el avance social⁸⁰. Desde otro punto de vista, los mismos viajeros en sus memorias acusan la baja productividad de las haciendas, exceptuando las chacras, que abastecían a la casa patronal y a los villorrios cercanos⁸¹.

    Desde la segunda mitad del siglo se observan cambios en el dominio de la propiedad. Por ejemplo, se acostumbró a dar en arrendamiento una parte o la totalidad de la propiedad agraria a un familiar o a una persona de confianza. Esto se hacía mediante contratos notariales de arriendo en que se estipulaban entre las partes los montos del alquiler, el plazo del arrendamiento y el uso que se le daría a la tierra. Cuando se ocupaban la casa patronal y los almacenes, el costo aumentaba ostensiblemente. Bauer determinó que generalmente las propietarias mujeres arrendaban sus bienes cuando enviudaban o bien lo hacían algunos varones que, sin mayor vocación por el agro, decidían establecerse en Santiago o pasar largas temporadas en Europa junto a su familia. Los casos más notables en esta línea son Concepción Gandarillas, Dolores Olivares y Carmen Núñez, todas con propiedades en la provincia de Santiago.

    Pero, sin duda, el cambio más notable se vinculó a la subdivisión de la propiedad, proceso cuyo lento desenvolvimiento tuvo su punto culminante solo en el siglo XX. Para la etapa decimonónica, la subdivisión de la propiedad se generó en el propio sector de los terratenientes, producto de las necesidades de reinversión de capital y de mayor liquidez. Las consecuencias no se hicieron esperar. Por ejemplo, la vieja hacienda Longaví, otrora la mayor propiedad de la Compañía de Jesús, estaba en el siglo XIX, como se ha indicado, íntegramente en manos de la familia Urrutia Mendiburu. Tras largos pleitos se logró dividir sus 60 mil cuadras en siete hijuelas, cada una de las cuales quedó de aproximadamente seis mil 500 cuadras en promedio⁸². Esta última situación se produjo antes de 1851, con ocasión del juicio de partición de bienes de la comunidad Urrutia Manzano⁸³. Entre los ríos Maule e Itata había alrededor de mil 540 propiedades en 1820; en el transcurso de la década de 1850, y si confiamos en la información dada por Vicente Pérez Rosales, el número aumentó a cuatro mil 397 predios de menor tamaño⁸⁴.

    Las demandas en favor de la división de la propiedad continuaron en el transcurso de la segunda mitad del siglo. En el afán de enfrentar este y otros problemas, los principales agricultores se reunieron el año 1875 en el primer Congreso Libre de Agricultores, poniendo en debate, entre otras cuestiones, la relativa a la propiedad rústica indivisa⁸⁵.

    EL REGADÍO

    La fertilidad y riqueza de las tierras en Chile central se deben no solo al equilibrio climático y a la composición mineralógica y biológica que la constituyen, sino al prolijo trabajo que desde tiempos prehispánicos se destinó a la construcción del sistema de regadío. En términos generales, factores como la morfología del terreno, el clima y la naturaleza de los productos actuaron en Chile central como condicionantes para el establecimiento de embalses y de una densa red de canales de regadío en el valle y en la costa.

    No se puede pasar por alto en el análisis del regadío el complejo sistema de distribución de las aguas. En ausencia en la época de estudio de norias, pozos y vertientes naturales capaces de regar grandes extensiones, la extracción de agua se debió casi de modo exclusivo a los escurrimientos cordilleranos. El papel de los ríos desde Copiapó hasta aproximadamente Angol, incluso más al sur, fue en extremo gravitante para el desarrollo agrícola. Tempranamente, ya en los siglos coloniales, se buscó una respuesta para la mejor forma de distribuir el agua. Por las características de los lugares, las medidas variaron de una localidad a otra, pero en general se buscó establecer una regulación legal única al sistema.

    En el siglo XIX, el regador, la reguera o teja de agua tuvo un papel destacado. Básicamente era la unidad de medida de la cantidad de agua que desde el río o canal fluía a una propiedad para su irrigación. Por desgracia, las determinaciones del valor del regador hechas en Chile por los ingenieros hidráulicos variaban de manera sorprendente: desde 46,23 litros por segundo, valor dado por Augusto Charme en 1855, pasando por 26,075 litros propuestos en 1856 por Santiago Tagle para el canal del Maipo, hasta 19,18 litros, según el ingeniero Salles, en 1861. En el ya aludido primer Congreso Libre de Agricultores de 1875 se sugirió que la unidad legal de las mercedes de agua fuera el metro cúbico y que las subdiviones de este se hicieran en una unidad de tiempo⁸⁶.

    El volumen de agua variaba de acuerdo a las estaciones y a la demanda, pero siempre se intentaba que la distribución del elemento fuera equitativa⁸⁷. Desde la segunda mitad del siglo XIX, a lo largo de todo el valle central se comenzaron a aplicar las ordenanzas de repartición de aguas. Entre ellas, las más notables son las de los ríos Chimbarongo, Teno y Guaiquillo, de 1872, y la del río Chillán, de 1886⁸⁸. A partir de 1887 se produjo una normalización del sistema de repartición de aguas, otorgándoseles a los municipios la facultad de fiscalizar la distribución⁸⁹.

    La diversidad del ecosistema, como adelantamos, desempeñó un papel decisivo en el proceso de construcción de sistemas de regadío. Así, por ejemplo, en regiones como Biobío, donde existe una pluviosidad proporcionalmente mayor, la construcción de canales y embalses en el siglo XIX fue mucho menor que en zonas como Colchagua y Santiago, en que la pluviosidad es más reducida, lo que obligó a que en estas

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