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Misión Santiago: El mundo académico jesuita y los inicios de la cooperación internacional católica
Misión Santiago: El mundo académico jesuita y los inicios de la cooperación internacional católica
Misión Santiago: El mundo académico jesuita y los inicios de la cooperación internacional católica
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Misión Santiago: El mundo académico jesuita y los inicios de la cooperación internacional católica

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Desde hace algunos años y desde formaciones culturales muy diversas se está perfilando un campo de estudios específico alrededor de la genealogía y la arqueología de los procesos de producción y de circulación de los saberes sociales, así como de sus agentes y los llamados “pasadores culturales”. Esta perspectiva histórica inspira la presente investigación sobre los inicios de la cooperación católica para el desarrollo en América Latina entre 1957 y 1973. Su objeto es el entramado de las redes vinculadas a la orden de los jesuitas y la trayectoria personal y académica de los intelectuales europeos comprometidos con las realidades latinoamericanas, que iniciaron sus labores de enseñanza y de investigación incorporándose en esas organizaciones de estudios y de acción para la “promoción popular”. Demás esta decir que este objeto especifico ha sido poco tratado por las ciencias sociales. En esta expansión reticular, Chile constituyó una cabeza de puente. Las fechas que circunscriben el periodo analizado son, por ende, emblemáticas: la primera señala los inicios de redes y proyectos científicos que se revelarán más tarde indisociables de la formulación del proyecto demócrata cristiano de “revolución en libertad”; la segunda marca el aplastamiento de la tentativa socialista. Entre ambos hitos, al compás de la agudización de los enfrentamientos entre proyectos de sociedad, maduró la conciencia política de una intelectualidad expatriada, la cual vivió intensos procesos de “latinoamericanización”, trocando la visión eurocéntrica por una mirada desde la periferia al centro. Por todo ello, este libro resulta develador y apasionante.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento1 mar 2018
Misión Santiago: El mundo académico jesuita y los inicios de la cooperación internacional católica

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    Misión Santiago - Fernanda Beigel

    Fernanda Beigel

    Misión Santiago

    El mundo académico jesuita

    y los inicios de la cooperación internacional católica

    LOM PALABRA DE LA LENGUA YÁMANA QUE SIGNIFICA SOL

    © LOM Ediciones

    Primera edición, 2011

    ISBN: 978-956-00-0285-3

    Diseño, Composición y Diagramación

    LOM Ediciones. Concha y Toro 23, Santiago

    Fono: (56-2) 688 52 73 • Fax: (56-2) 696 63 88

    www.lom.cl

    lom@lom.cl

    Para los amigos de la parroquia: Adriana, Víctor, Gustavo y Sigrid.

    Guías afectivas de mis exploraciones por el lejano mundo católico.

    Agradecimientos

    Confieso que ha sido muy difícil dejar de corregir este libro. A diferencia de otros, examina un mundo francamente ajeno a mi historia personal: el mundo católico. Nací en una familia judía y nunca tuve mucha curiosidad por mi propia herencia religiosa ni por otras religiones. Crecí en un ambiente alejado de la comunidad judía argentina y mi primer –y quizás único– vínculo con el mundo católico fue a través de mis amigos más íntimos, que participaron en los movimientos juveniles de acción pastoral de la Iglesia.

    Empecé esta investigación en enero de 2005, cuando este proceso de profesionalización del clero católico apareció tangencialmente en una entrevista de investigación. Necesité varios años de estudio, cinco viajes de trabajo de campo a Santiago y una visita al Centre Sèvres en París para convertir mi condición de externalidad en una herramienta de conocimiento. No sé si logré objetivar la complejidad de los inicios de la cooperación internacional católica, pero sí creo que dejé de navegar a ciegas en las aguas del mundo académico jesuita.

    En este camino encontré mucha colaboración y apoyo. Por ello quiero agradecer a los entrevistados, que cedieron generosamente partes de su memoria para colaborar con esta investigación, brindándome además contactos con nuevos entrevistados, bibliografía inaccesible y documentación realmente vital para este trabajo. Especialmente agradezco la colaboración y generosidad de Armand Mattelart (que acompañó con entusiasmo todo el desarrollo de esta investigación), Franz Hinkelammert, Manuel Antonio Garretón, François Houtart, Jacques Chonchol, Tomás Moulian, Raúl Urzúa F., Sergio Ossa, Isabel Robalino, Gonzalo Arroyo S.J., Fernando Castillo Velasco, Fernando Durán, Osvaldo Sunkel, Ricardo Krebs, Guillermo Wormald, Dagmar Raczynski. En estos años, lamentablemente algunos de los entrevistados fallecieron: Renato Poblete S.J., Roger Vekemans S.J. y Jean-Yves Calvez S.J.

    A Verónica González Cabezas, que me permitió acceder al material bibliográfico y documental del archivo de DESAL. A Ricardo Krebs, especialmente por la valiosa documentación relacionada con el sistema universitario chileno y su hospitalidad en mis visitas a Santiago. A Eduardo Valenzuela Carvallo, que me facilitó el acceso al archivo administrativo de la Escuela de Sociología de la PUC.

    A Martín Coria, por su generosa ayuda para conseguir libros inaccesibles desde esta parte del mundo y por facilitar el contacto con estudiosos de la historia de la Iglesia en América Latina. A Carlos Molina por su colaboración en el rastreo de las publicaciones del Padre M. Foyaca en Cuba. Al jefe de la Dirección de Archivos de la Universidad Católica de Chile, don Luis Guerra Araya, y sus colaboradores, que resguardan la memoria histórica de esa institución con profesionalismo y dedicación. Al profesor Enrique Zuleta Álvarez, por su valiosa contribución en la búsqueda bibliográfica. A Afrânio García y Jean-Pierre Faguer, que discutieron conmigo las hipótesis iniciales de este trabajo y me facilitaron bibliografía indispensable sobre las corrientes renovadoras del catolicismo en Francia y en Brasil.

    El trabajo de campo necesario para concretar este libro fue posible gracias al apoyo del Estado argentino, en particular el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), y los subsidios de la Agencia Nacional de Promoción Científica y Tecnológica (PICT-B Nº1460; PICT Nº2008-02). También gracias a la Beca Hermès, de la Fondation de la Maison des Sciences de l’Homme (París).

    Los viajes, las misiones y las transferencias

    entre Europa y América Latina

    Hacia finales del siglo XV América Latina fue objeto de una conquista militar, económica, política y cultural que marcó el carácter de su proceso de desarrollo y su posición internacional. Varios estudios han demostrado ya que esa conquista inició la indigenización del continente, la racialización de las comunidades originarias y de la diáspora africana (Quijano, 2009; Wallerstein, 2003). La aparición en escena de América fue un hito que marcó a fuego la constitución de un moderno sistema-mundo mediante intercambios materiales y simbólicos. Registros de esos intercambios pueden hallarse en las cédulas reales emitidas por el Rey de España para ordenar los movimientos de sus posesiones de ultramar; en los diarios de viajeros y en las campañas de evangelización de los indígenas.

    La Compañía de Jesús –fundada por Ignacio de Loyola en 1534– corporizó uno de los intercambios más importantes entre Europa y América durante los primeros siglos de la Conquista: los primeros sacerdotes llegaron a Brasil a mediados del siglo XVI. Su extendida presencia en nuestro continente atravesó las más diversas etapas, desde la misión evangelizadora hasta la expulsión y la supresión, desde la restauración hasta el apostolado social. Constituye así un antiguo conducto de trasvasamientos simbólicos entre Europa y América, y el antecedente más sistemático del fenómeno de la misión extranjera.

    Paradigmático respecto de misiones más recientes es el caso de las llamadas visitas ilustres, eventos relevantes para las ciudades latinoamericanas durante las primeras décadas del siglo XX. Personajes como Ramón Gómez de la Serna, Guillermo de Torre, José Ortega y Gasset, Eugenio D’Ors, Waldo Frank, se presentaban en el periodismo de la época como grandes figuras, venerados como héroes por un campo intelectual en formación. Ya ha sido analizado el impacto que tuvieron estos visitantes en las luchas de los artistas argentinos, peruanos o mexicanos por la apropiación del capital literario internacional y se ha desmitificado hasta qué punto eran escritores de relieve en sus campos de origen. También se han estudiado algunos intentos de conquista cultural provenientes de las élites intelectuales peninsulares que indican que los viajes entre América Latina y Europa han tenido un signo predominantemente heterónomo. Es el caso de algunos literatos que encabezaron campañas de recuperación del pensamiento latinoamericano para las huestes del Hispanoamericanismo. Se trataba de un proyecto que venía desarrollándose por diversos medios, entre otros, revistas de gran circulación latinoamericana, como el caso de España (1915-1924), fundada por Ortega y Gasset y luego dirigida por Luis Araquistain. El impacto de estas campañas tuvo su cima durante la Primera Guerra Mundial y fue disminuyendo con la aparición del vanguardismo estético-político, que hizo punta de lanza en las discusiones acerca de la identidad nacional y el cosmopolitismo. En 1927, el famoso artículo sobre el Meridiano intelectual de Hispanoamérica de otro visitante ilustre, Guillermo de Torre, avivó el fuego de las discusiones sobre la identidad cultural de América Latina, y esta vez, los intelectuales latinoamericanos dieron contundentes respuestas.¹

    Para complejizar aquella hipótesis respecto de los viajes Europa-América, es necesario recordar que, paralelamente, desde la segunda mitad del siglo XIX venían llegando viajeros europeos de nuevo tipo. Eran olas masivas de inmigrantes, de origen italiano, español, francés, ruso, polaco, rumano, que fueron estimuladas por gobiernos modernizantes que confiaban en éstas como forma de blanqueamiento o poblamiento superior (respecto del indígena o la diáspora africana). Lejos de aquello, los recién llegados escapaban de las guerras y el hambre, y venían a estas tierras con la esperanza de radicarse definitivamente. Varios estudios han sistematizado ya los conflictos que surgieron con la inmigración europea y hace tiempo que se ha desmontado el mito de la integración festiva y del crisol de razas (Scarzanella, 1997; Cibotti, 2001). Muchos de ellos fueron expulsados por su participación político-sindical y solo una parte tuvo éxito económico, político o cultural.

    Los viajes han sido estudiados recientemente porque jugaron un papel determinante en las operaciones de traducción y edición de obras extranjeras, con lo cual muchos de estos viajeros se convirtieron en pasadores culturales, que incidieron directamente en la circulación de las tradiciones teóricas o tendencias científicas (Espagne, 1999; Cooper-Richet, 2005). En esta perspectiva, que intenta abrir la complejidad de los procesos de internacionalización en el ámbito de la cultura, resultan provechosas las investigaciones recientes sobre transferencias culturales que focalizan en los procesos de mediación (y los mediadores) que actúan en la circulación internacional de las ideas: la edición (y los editores), la traducción (y los traductores), las bibliotecas, las redes intelectuales, las misiones científicas, etc. Se trata, por lo general, de estudios que pretenden superar las debilidades del comparatismo, tendiente tradicionalmente a observar las culturas nacionales como entidades cerradas, antes que explorar los intercambios. Michel Espagne sostiene que estos estudios se quedaban excesivamente apegados a la integridad de los polos observados [se refiere a culturas nacionales europeas], mientras, lo que posibilita el concepto de transferencia es pensar un suelo común, hablar simultáneamente de varios espacios nacionales que se yuxtaponen. Dado que constituye un pasaje hacia algo nuevo, una transferencia puede ser entendida como una traducción, porque implica el paso de un código a otro (Espagne, 1999:8). La noción de transferencia indica, así, la particularidad histórica de los viajes de la segunda mitad del siglo XX y señala la existencia de una intervención activa en los procesos de recepción intelectual, alejándonos de las interpretaciones basadas en la idea simplista de influencia o imitación de los modelos extranjeros.

    Ahora bien, como ha señalado Cooper-Richet, existen diferentes situaciones de transferencia cultural y la naturaleza de los mediadores es extremadamente variada (2005:22). Por ello, estas transferencias dependen mucho de la historicidad y del poder simbólico de los espacios en juego. En el marco analítico propuesto por el concepto de transferencia, es el contexto de recepción el que define en gran medida aquello que puede ser transportado y de qué manera se convierte durante la mediación. El enfoque desde la circulación internacional de las ideas (Bourdieu, 1990) nos permite analizar estructuralmente estos intercambios, por cuanto supone la existencia de múltiples mecanismos de recepción que están sujetos a las condiciones de producción del campo receptor. Entre los procesos de mediación que han tenido importancia en el desarrollo del campo científico en nuestra región, la diplomacia ha resultado un objeto altamente productivo para nuestra labor investigativa, por cuanto nos ha permitido hallar relaciones causales que explican el proceso de conformación de los centros académicos periféricos. En particular, hemos trabajado sobre las comisiones nacionales de la UNESCO y las disputas por el liderazgo dentro de esta Organización para mostrar el papel de los gobiernos latinoamericanos en el proceso de institucionalización de las ciencias sociales, y contribuir en la comprensión del peso de las políticas estatales en las distintas modalidades de inter-nacionalización que se adoptaron en la segunda mitad del siglo XX. Podemos, así,

    complejizar la vieja noción de imperialismo cultural para pasar al terreno de la dependencia académica, distinguiéndola de procesos de interdependencia que también se visualizan en el nivel empírico (Beigel, 2010a; 2010d).

    Resulta interesante revisar también los viajes en sentido inverso, por ejemplo, los que realizaron los intelectuales latinoamericanos a España o Francia, y que tuvieron un significativo peso no solo en la trayectoria de esos sujetos, sino en la dinámica cultural de esos países del viejo continente. Este tipo de viajes tienen una larga historia, cuyo punto de partida podría comenzar en los albores del proceso independentista, con las experiencias de los ilustrados en el viejo continente. Nuevas modalidades surgieron hacia finales del siglo XIX, con las estadías europeas de los modernistas hispanoamericanos. Avanzando hacia los años de 1920, podríamos señalar los periplos de los vanguardistas argentinos en España y los indigenistas peruanos en Francia. Ciertas cosmópolis fueron los destinos predilectos de nuestros poetas y escritores: París, Madrid, Nueva York, Londres, Roma. Especialmente destacable fue el caso de las vanguardias españolas, que incorporaron como hijos adoptivos a César Vallejo, Xavier Abril, Martín Adán, Jorge Luis Borges, César Falcón. Algunos de nuestros intelectuales se insertaron definitivamente en aquellos espacios, y otros consiguieron credenciales que serían valiosas en su patria, para posicionarse en nuestros campos nacionales fuertemente estamentarios y tradicionales. En fin, la búsqueda de capital simbólico en otras tierras se fue extendiendo entre quienes vivían fuera de lo que Pascale Casanova denomina el meridiano de Greenwich, es decir, las capitales culturales que ostentan el carácter de universales (Casanova, 2001:20).

    No menos importante entre estos viajes ha sido la experiencia del exilio, que asumió una dimensión intercontinental, precisamente desde la expulsión de los jesuitas, entre 1767 y 1773. Durante el siglo XIX, el destierro movilizó a cientos de personas de un extremo al otro y tuvo particular incidencia en la trayectoria de algunos intelectuales –puede recordarse la estadía en Chile de Domingo F. Sarmiento (1840-1844), el estímulo que produjo en su escritura y en la aparición del diarismo–. Varias décadas más tarde se destacan los escritos de José Martí desde su ostracismo en Estados Unidos y las cartas de Italia enviadas por José Carlos Mariátegui durante su exilio europeo. Durante el siglo XX, la emigración forzosa no hizo más que afirmarse, a medida que se repetían los golpes de Estado en los países de la región. El exilio político fue un móvil poderoso también de inmigración europea hacia nuestro continente, en el período de entreguerras.² Paradigmático entre estos fue el nutrido grupo de intelectuales que llegó a México durante la Guerra Civil Española. Estos intelectuales se insertaron definitivamente en nuestra región y contribuyeron a consolidar el sistema literario, el campo cultural y el mundo científico en el país azteca. Correspondió a José Gaos, uno de los transterrados, el papel de foco rector e irradiante del curso que tomarían los estudios sobre la Filosofía Latinoamericana, especialmente hacia una filosofía de lo mexicano (Jaliff de Bertranou, 2001). Entre ellos estaba José Medina Echavarría, que se instalaría luego en Santiago de Chile, para contribuir decisivamente al desarrollo de las ciencias sociales. Varios estudios han analizado las corrientes de migración del exilio reciente, impuesto por las dictaduras militares en el Cono Sur (Franco, M. 2008; Bayle, 2010).

    Conforme avanzó el siglo XX, nuevas formas de migración intelectual comenzaron a extenderse: nos referimos a los viajes de perfeccionamiento académico hacia Francia y Estados Unidos, que vivieron un particular impulso con el financiamiento de las fundaciones privadas. Según Afranio García (2005), hasta ese entonces los estudios superiores en el exterior eran virtualmente monopolio de las familias acomodadas –grandes propietarios, grandes comerciantes dedicados a la importación y exportación, políticos o altos funcionarios–, porque los costos económicos de la operación eran incompatibles con los ingresos de más del 95% de la población. A esta limitación básica se agregaba otra condición, que era la prolongada inversión en el aprendizaje de idiomas extranjeros que era requerida para el traslado, así como las ventajas que otorgaba la familiaridad con los estilos de vida de los centros cosmopolitas. Los miembros del clero católico constituían un caso especial, pues los postulantes a los cargos eclesiásticos debían realizar sus estudios en Roma, donde la Iglesia se ocupaba de mantenerlos.

    Durante la segunda posguerra, el panorama entero se modificó, al compás de una serie de cambios estructurales que estimularon el acceso de nuevos sectores sociales al sistema de educación superior. La expansión de la matrícula universitaria se acompañó de un proceso de especialización que abrió nuevas áreas de conocimiento, que se vieron favorecidas por las nuevas oportunidades que brindaba el incipiente sistema de cooperación internacional. La Organización de Estados Americanos, la UNESCO y la Iglesia Católica crearon programas de becas para estudios en el extranjero. Las fundaciones privadas, principalmente Ford, Rockefeller y Carneghie, contribuyeron decisivamente en la ampliación de las oportunidades para los latinoamericanos que querían formarse en Estados Unidos, Francia y Bélgica. Al mismo tiempo, las grandes universidades europeas y norteamericanas crearon sus programas de reclutamiento de estudiantes extranjeros, lo que produjo rápidamente procesos de competencia entre Oxford, Harvard, Chicago.

    Como resultado de estos viajes de perfeccionamiento se produjo también el fenómeno del "brain drain", o sea el éxodo definitivo de la región por parte de profesionales y técnicos, un asunto que fue objeto de preocupación para los estudios de la ciencia realizados en América Latina, entre finales de la década de 1960 y principios de 1970. Ya en aquel entonces se avanzó en investigaciones cuantitativas que procuraban explicar esta modalidad de migración internacional selectiva de personas de alta calificación (Reca, 1970). Enrique Oteiza señalaba que estos países habían ido incorporando estos migrantes a su proceso de producción de bienes y servicios –y en especial para la creación de conocimientos científicos y tecnológicos–, por lo cual estos científicos eran un factor dinámico para su expansión económica en general e industrial en particular (Oteiza, 1970/1971). No se trataba de migraciones temporales, cuya finalidad principal consistía en dotarse de títulos y aptitudes para competir profesionalmente en el país de origen. En su mayoría eran profesionales formados en las universidades públicas latinoamericanas que se insertaban en forma permanente en países desarrollados sin compensación alguna.

    La morfología social de los viajes de perfeccionamiento en el extranjero sufrió un cambio considerable luego de la creación de las agencias científicas estatales en América Latina. Con el establecimiento del Instituto Nacional de Investigación Científica (INIC) en México, en 1950; la CNPq (Conselho Nacional de Pesquisa), en Brasil, en 1951; y el CONICET (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas), en Argentina, en 1958, se promovieron políticas que asegurasen un flujo constante de estudiantes de doctorado hacia el extranjero, con prescindencia de las restricciones iniciales del patrimonio económico de sus familias de origen. Estudios recientes muestran que, en el caso de Brasil, tuvo particular incidencia la creación de la Coordenação de Aperfeiçoamento de Pessoal de Nível Superior (CAPES) en 1951, así como la Fundação de Amparo à Pesquisa do Estado de São Paulo (FAPESP). Efectivamente, las migraciones temporales ligadas a una formación de posgrado crecieron de manera considerable en Brasil desde principios de la década de 1950, pues a los deseos de las familias movilizadas por las inversiones escolares de su descendencia se agregaron políticas nacionales, e incluso de algunos estados federados, como San Pablo, de creación de agencias públicas destinadas a sostener la estancia de becarios en el extranjero.³ Los estudiantes se dirigían fundamentalmente a Europa, en particular Francia, y a Estados Unidos, aunque el segundo se convirtió, con el tiempo, en el destino principal. Francia receptó a los estudiantes de formación filosófica humanista y profesionales exiliados, mientras que Estados Unidos recibió más bien becarios con intereses técnicos y objetivistas (Chirio, 2004). Al retornar de estas experiencias, contribuyeron a consolidar el campo académico en América Latina, aunque su eficacia se materializó, en general, mediante la legitimación individual y local dentro de los espacios dotados de menores recursos.

    Para comienzos de la década de 1960 la diferenciación de saberes sociales y la expansión institucional de las universidades latinoamericanas comenzó a manifestar un cambio de orden morfológico, con la aparición de agentes académicos full-time: profesores con dedicación exclusiva contratados por centros independientes, universidades públicas y privadas; expertos en ciencias sociales sostenidos por los organismos internacionales; y estudiantes latinoamericanos que circulaban dentro y fuera de la región en actividades de posgrado o perfeccionamiento. El número de docentes de enseñanza superior se elevaba a 68.000 en 1960 y llegó para 1976 a la cifra de 371.000, con una tasa de crecimiento anual acumulativo de 8,9% entre 1960 y 1970; y de 15,0% entre 1970 y 1976 (UNESCO-PNUD, 1981: VIII-92). El proceso de institucionalización que venimos describiendo alcanzó cierta madurez y puede hablarse de la existencia de un circuito académico regional de las ciencias sociales, con varias instituciones de investigación y enseñanza comunicadas entre sí, redes informales, asociaciones profesionales regionales, congresos, conferencias y otros espacios de encuentro, publicaciones periódicas y editoriales con una cierta circulación en las mayores capitales del continente. Los más activos académicos participaban en asociaciones profesionales regionales o mundiales, que se materializaron en la década siguiente, como la Asociación Latinoamericana de Sociología (ALAS), la International Sociological Association (ISA) o el Instituto Internacional de Sociología (IIS).

    Surgieron carreras técnicas, nuevas disciplinas, aumentó la cantidad de establecimientos privados y comenzó un proceso de regionalización de las universidades en el interior de los países. En la nueva distribución de la matrícula se veían favorecidas las ciencias sociales y el derecho perdía paulatinamente la posición dominante que había tenido en la universidad tradicional. Las ciencias económicas desplazaban al derecho en un doble sentido: tanto en el volumen de la matrícula como en la función social que se preveía para los egresados. Entre las carreras que mayor crecimiento experimentaron se encontraba Educación, que fue favorecida por la feminización de la matrícula. En varios países de la región se fundadaron escuelas de sociología, ciencia política, psicología social, antropología, trabajo social y periodismo. La aparición de nuevas carreras de ciencias sociales también se extendió a las Universidades Católicas, que hicieron una fuerte apuesta por las áreas de educación, psicología y sociología. Las primeras diplomaturas para graduados en ciencias sociales abrieron un incipiente flujo regional alternativo. Al comienzo, estas escuelas para graduados suplían las deficiencias de formación de aquellos países en los que había ausencia de escuelas de grado, y luego se consolidaron como carreras de un nivel diferenciado de Maestría. Como resultado de esta vertiginosa expansión, al final de la década de 1960 existía una enorme variedad de marcos reglamentarios y con el rótulo de educación superior se incluía estudios universitarios y no universitarios, estudios de pre-grado y de post-grado (UNESCO-PNUD, 1981: VIII-3). El crecimiento y la diversificación del sistema acompañaba, desordenadamente, el aumento geométrico de la tasa bruta de escolarización universitaria. Argentina inició el período con una TBEU más bien alta (5.2 en 1950) y llegó a una tasa de 21.2, en 1979. Brasil y Venezuela se encuentran entre los países con mayor ascenso absoluto de la TBEU: el primero aumentó en este período de 1.0 a 16.8 y el segundo de 1.7 a 23.4 Si bien en todos los países se produjo un importante crecimiento, México y Chile registran un rango medio de ascenso de la TBEU: entre 1950 y 1980, aumentó desde 1.5/1.7 a 11.8/11.4. (UNESCO-PNUD, 1981: VIII-12).

    Un capítulo significativo para comprender este proceso de profesionalización académica lo constituye la creación de centros regionales de investigación económico-social y enseñanza de las ciencias sociales que surgieron con el patrocinio de diferentes agencias de ayuda externa, entre 1945 y 1970, y alcanzaron distintos niveles de desarrollo y prestigio académico. Algunos nacieron bajo el patrocinio de organismos dependientes de las Naciones Unidas, otros con el auspicio de la Organización de Estados Americanos o con el respaldo de agencias gubernamentales de cooperación (principalmente de Estados Unidos) y finalmente otro conjunto de centros sostenidos por la Iglesia Católica. Buena parte de ellos se instalaron en Chile, en gran medida, como resultado de la existencia allí de la CEPAL (Comisión Económica para América Latina, 1948). Además de las oficinas regionales de UNESCO y FAO, otros centros se instalaron en esta ciudad: el Centro Interamericano de Enseñanza de Estadística Económica y Financiera, CIEEF (1952); la Escuela de Estudios Económicos Latinoamericanos ESCOLATINA (1956); la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, FLACSO (1957); el Centro Latinoamericano de Demografía, CELADE (1957); el Centro para el Desarrollo Económico-Social de América Latina, DESAL (1960); el Instituto Coordinador de Investigaciones sobre la Reforma Agraria, ICIRA (1962); El Instituto Latinoamericano de Planificación Económica y Social, ILPES (1962), y el Instituto Latinoamericano de Doctrina y Estudios Económicos Sociales, ILADES (1965). La creación de la FLACSO y su instalación en Chile fue el resultado, por una parte, de la proactividad diplomática chilena para atraer los fondos de ayuda existentes en la UNESCO, y por otra, de las nuevas élites universitarias que se articularon para conducir el proceso. El Estado chileno no solo aportó la infraestructura y algunos docentes, sino que financió en gran parte el funcionamiento de este centro, alcanzando niveles superiores al aporte de la UNESCO durante buena parte del período de patrocinio (Beigel, 2009: 327).

    La investigación colectiva que venimos realizando acerca del devenir de la autonomía académica en América Latina, basada en una explicación histórico-estructrural del desarrollo del campo científico y la educación superior durante la segunda mitad del siglo XX, nos ha obligado a diferenciar tres usos de la noción de autonomía, que conviene explicitar para comprender cabalmente los procesos de profesionalización que analizaremos en este libro. El primer uso se identifica con la efectiva especialización que tiene lugar en la construcción de lo académico como espacio social, materializado principalmente en la institucionalización del sistema universitario y la creación de agencias públicas de investigación científica (Beigel, 2010a). Aunque en América Latina existieron precoces gérmenes de pensamiento social desde la segunda mitad del siglo XIX (materializados en el ensayismo, las cátedras universitarias y los estudios estadísticos de las oficinas públicas), la aparición de escuelas de enseñanza o institutos de investigación es un fenómeno propio de la segunda mitad del siglo XX (Garretón et alia, 2005). El proceso se desarrolló con particular fuerza desde la década de 1950, en el marco de fenómenos transversales como la masificación, feminización y modernización de la matrícula universitaria, momento en el cual se extendieron las universidades católicas y las universidades provinciales. Durante este período comenzaron a llegar abundantes recursos externos destinados al desarrollo universitario, de origen tanto público como privado y de diferentes países que canalizaban de este modo la asistencia técnica estimulada desde la segunda posguerra. Progresivamente se crearon centros académicos regionales, escuelas de posgrado e institutos de investigación, que fueron dotándose de cargos full-time y canalizaron la creciente ayuda externa para financiar estudios empíricos. La consolidación de estos nuevos espacios y prácticas académicas durante la década de 1960 dependió en gran medida del gasto público en educación superior y de la estabilidad institucional, dos factores que han variado según el país.

    La diferenciación disciplinar ocurrió, en nuestra región, simultáneamente con la institucionalización del campo académico y en profunda imbricación con la internacionalización, circunstancias que tuvieron un peso significativo en la constitución de tradiciones científicas. Esta modernización institucionalizante repercutió directamente en la adquisición de disposiciones por parte de los agentes y en la construcción de un capital simbólico específico, lo que nos conduce directamente al segundo uso de la noción de autonomía, que tiene que ver con la existencia de una "illusio" que diferencia al mundo académico de otros espacios del mundo cultural. En sus Meditaciones Pascalianas, Bourdieu dedica unas pocas páginas al concepto de "illusio", una libido específica que comparten los agentes que participan de un campo y que se constituye en la búsqueda del reconocimiento de los pares.

    El capital simbólico proporciona formas de dominación que implican la dependencia respecto de aquellos que permite dominar: en efecto, solo existe en y por medio de la estima, el reconocimiento, la fe, el crédito y la confianza en los demás, y solo puede perpetuarse mientras logra obtener la fe en su existencia (Bourdieu, 1999: 217-219).

    Esa "illusio se corporiza en este caso en el prestigio y se materializa en fuentes de consagración que son objeto de disputa: la participación en comités y jurados, la publicación en determinadas editoriales o revistas, los premios y las distinciones, las cátedras y los títulos. Las apuestas están sostenidas, así, por la creencia en el valor de lo que está en juego. Ahora bien, si –como decíamos– en el caso de América Latina esa illusio académica" se construyó al mismo tiempo que la institucionalización del campo, era lógico que el prestigio institucionalmente reconocido se convirtiese en uno de los capitales simbólicos más importantes en juego. Inclusive en los períodos

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