Final de Acto
Por Elia Parra
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Su protagonista, Irene, mujer de estos tiempos, dramaturga y actriz, certera o equivocadamente, adapta aquella obra del siglo XIX y la interpreta con su grupo de actores. Tal vez convencida de que Casa de Muñecas sigue reflejando los avatares de las mujeres de hoy en un mundo aún machista, sin darse cuenta se ve envuelta en su propia historia, no menos inquietante que lo que ella intentó hacer con la obra de Ibsen.
En pocas páginas de gran intensidad, el lector irá descubriendo el abanico de miedos, contradicciones, inseguridades, ambiciones y falta de amor que llevan a cuesta millones de seres humanos en este siglo XXI, así como también su capacidad de entrega y otros valores positivos que hacen de Final de Acto, de la escritora chilena Elia Parra Domínguez, una novela a la vez amena y profunda.
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Final de Acto - Elia Parra
Autora
PRESENTACIÓN
El feminismo, de ida y de regreso, caminos plagados de contradicciones. El purismo a rajatabla, no solamente ligado al primer fenómeno. Los mitos respecto a la mujer –como esposa, madre, profesional, hija…-, lastres pesados de cargar. Las difíciles relaciones que comúnmente entrampan a madres e hijas. El machismo, que corroe explícita o sutilmente la esencia femenina, muchas veces a pesar de ciertos hombres.
Apoyándose en la clásica obra de teatro Casa de Muñecas, de Ibsen, ésos y otros avatares envuelven a esta breve e intensa novela, que interesará no solamente a las mujeres, aunque infinidad de ellas se vean reflejadas en sus páginas; también hay muchos varones que conocen a una variedad de Irenes, todavía ciegas o a punto de descubrir la verdad, o su mejor verdad.
UNO
Lo único que sabe Irene mientras corre por los pasillos, desaforada, es que no puede continuar en la gira. Algo se le rompió muy adentro, definitivamente. Empuja con violencia la puerta del camarín, coge el pequeño bolso que dejó sobre la mesilla frente al espejo y comienza a meter en él sus cosas, de cualquier modo; los vestidos, las cajas de maquillaje, algunos zapatos. Seguirá hacia el sur del país, pero sola. Quizás se refugie en casa de Herminia, aquella amiga del colegio. No, recapacita, porque como siempre sus aposentos estarán fríos y llenos de gatos hambrientos. Tal vez sea mejor regresar a Santiago, comprar un boleto para Buenos Aires y partir al día siguiente, sin que nadie se entere. Allí tomará café de verdad, recorrerá las calles hasta muy tarde... pero también tendrá que hablar, por lo menos con el conserje del hotel o con alguno de esos parlanchines que nunca faltan. Y no desea decir ni una palabra. Ahora, cree que más que nunca en su vida, el silencio es lo que más necesita.
Mientras se debate agitada en el camarín, se convence de tres cosas: que abandonará su grupo de teatro, el que creó con tanto esmero; que expulsará de su mente aquella Casa de Muñecas reinventada también por ella; y que precisa quietud. Lo demás puede irse al carajo. Intuye que nada debe interferir en todo aquello que la conmociona; tiene que dejarlo escapar como a un animal que lucha por abrirse al mundo desde las ancas de su madre, ahogado, con dolor.
Le molesta la algarabía que escucha desde afuera. Sospecha que durante un tiempo, no sabe cuánto, permanecerá entumecida en una especie de letargo y que después, poco a poco, irá recobrando finalmente la paz. O no, porque entiende que después de esta noche ya nada será igual para ella.
Se esfuerza por ordenar más sus pensamientos, pero no logra abstraerse de esa imagen reciente, de ese Leandro-Irene allí en el escenario, con un vestido negro de gran escote en la espalda, un collar de perlas de dos vueltas y esa peluca ridícula que llega hasta sus hombros. Como en una cinta rayada, se repite odiosamente la visión de ese hombre riendo con su gran boca pintada, deslizándose, con los pechos de algodón bajo el vestido... Está a punto de derrumbarse y para evitarlo sigue caminando por el camarín, con la boca abierta y muda. No es posible, termina por exclamar, con su voz ronca, pero sabe que es una frase sin sentido.
Una telaraña la aprisiona, no acaba de descifrar los signos lanzados por el actor desde el escenario. Lo vio allí, interpretando el rol que a ella le correspondía, pero Irene nunca se ha reconocido en esa mujer grotesca que él ha exhibido. Recuerda sus largas conversaciones con el hombre, a quien le ha confiado su vida, las frases de éste, que a veces parecían sentencias, escuchadas casi con devoción...¡Cómo confundió todo durante este tiempo!, piensa, y siente algo parecido a la vergüenza.
No sabe si la tortura más aquel Leandro expuesto sin pudor –y está segura que así se lo propuso-, o sospechar que para él lo