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Las diabólicas
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Libro electrónico357 páginas9 horas

Las diabólicas

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Mujeres adúlteras, mujeres asesinas, duquesas convertidas en vengativas prostitutas, e incluso mujeres tan perversas como para morir fulminadas en los brazos de su amante, son algunos de los personajes cuyos avatares pasionales narra Jules Barbey d’Aurevilly en estas seis historias.
IdiomaEspañol
EditorialSexto Piso
Fecha de lanzamiento4 nov 2019
ISBN9788417517571
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    Las diabólicas - Jules Barbey d’Aurevilly

    Las diabólicas

    JULES BARBEY D’AUREVILLY

    Las diabólicas

    JULES BARBEY D’AUREVILLY

    TRADUCCIÓN DE ANGELA SELKE

    Y ANTONIO SÁNCHEZ BARBUDO

    Todos los derechos reservados.

    Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida,

    transmitida o almacenada de manera alguna sin el permiso previo del editor.

    Título original

    Les Diaboliques

    Primera edición en Sexto Piso España: 2008

    Traducción

    Angela Selke y

    Antonio Sánchez Barbudo

    Copyright ©Editorial Sexto Piso, S.A. de C.V., 2008

    San Miguel # 36

    Colonia Barrio San Lucas

    Coyoacán, 04030

    México D.F., México

    Sexto Piso España, S. L.

    c/ Monte Esquinza 13, 4.º Dcha.

    28010, Madrid, España.

    www.sextopiso.com

    Diseño

    Estudio Joaquín Gallego

    ISBN: 978-84-17517-57-1

    Depósito Legal:

    Impreso en España

    Índice

    PORTADA

    PREFACIO DEL AUTOR A LA PRIMERA EDICIÓN FRANCESA

    LA CORTINA CARMESÍ

    EL MÁS BELLO AMOR DE DON JUAN

    LA FELICIDAD EN EL CRIMEN

    EL REVÉS DE LAS CARTAS DE UNA PARTIDA DE WHIST

    UNA COMIDA DE ATEOS

    LA VENGANZA DE UNA MUJER

    NOTAS

    ¿A quién dedicar esto?

    JULES BARBEY D’AUREVILLY

    PREFACIO DEL AUTOR A LA PRIMERA

    EDICIÓN FRANCESA

    ¡HE AQUÍ LAS SEIS PRIMERAS!

    Si el público muerde en ellas y las encuentra a su gusto, se publicarán próximamente las otras seis; pues son doce —como una docena de melocotones— estas narraciones pecadoras.

    Se comprenderá que, con su título de DIABÓLICAS, no tienen la pretensión de ser un libro de oraciones o de imitación cristiana… Sin embargo, han sido escritas por un moralista cristiano, que, además, presume de observación verdadera, y que es audaz; un moralista que cree —y ésa es su poética personal— que los pintores poderosos pueden pintar todo, y que su pintura siempre es bastante moral cuando es trágica y cuando inspira horror hacia aquello que reproduce. La verdadera inmoralidad sólo se encuentra en los Impasibles y en los Burlones. Ahora bien, el autor de este libro, que cree en elDiabloyensusinfluenciasenelmundo,noseríedeellas y no las cuenta a las almas puras sino para alejarlas de ellas.

    Cuando se hayan leído estas DIABÓLICAS, no creo que haya alguien dispuesto a cometerlas de hecho, y en esto reside toda la moralidad de un libro…

    Dicho lo cual en honor suyo, surge otra cuestión: ¿Por qué dio el autor a estas pequeñas tragedias a pie llano ese nombre bien sonoro —y quizás demasiado— de DIABÓLICAS? ¿A causa de las historias mismas? ¿O bien por las mujeres de estas historias?

    Estas historias son desgraciadamente verdaderas. Nada en ellas ha sido inventado. Sólo se ha omitido el verdadero nombre de los personajes, y esto es todo. Se les ha enmascarado, se han quitado las marcas de su ropa… «El alfabeto me pertenece», dijo Casanova cuando le reprochaban que no usase su nombre. El alfabeto de los novelistas es la vida de todos aquellos que tuvieron pasiones y aventuras; y sólo se trata de combinar, con la discreción de un arte profundo, las letras de ese alfabeto. Por lo demás, pese a lo fuerte de estas historias —aparte las prudencias necesarias—, habrá ciertamente cabezas vivas, excitadas por este título de DIABÓLICAS, que no las encontrarán tan diabólicas como pretenden ser. Estas personas esperan sin duda invenciones, complicaciones, cosas rebuscadas, refinamientos, todo el aparato del melodrama moderno que se infiltra en todas partes, incluso en la novela. ¡Pero se equivocarán esas almas encantadoras! Las DIABÓLICAS no son diabluras: son DIABÓLICAS, historias reales de este tiempo de progreso y civilización tan deliciosas, tan divinas que, cuando uno se propone describirlas, parece siempre que el Diablo las ha dictado. El Diablo es como Dios. El maniqueísmo, que fue la fuente de las grandes herejías de la Edad Media, el maniqueísmo no es tan tonto. Malebranche decía que Dios se reconoce por el empleo de los medios más simples. El Diablo también.

    En cuanto a las mujeres de estas historias, ¿por qué no habrían de ser DIABÓLICAS? ¿No tienen acaso en su persona bastante «diabolismo» para merecer este nombre? ¡Diabólicas! No hay una sola a la que se pudiera decir en serio: «¡Mi ángel!», sin exagerar. Como el Diablo, que fue ángel también, pero que cambió, si ellas son ángeles, lo son a la manera del Diablo: la cabeza abajo y el resto arriba. No hay ni una sola pura, virtuosa; inocentes monstruos en parte, presentan un total de buenos sentimientos y moralidad muy poco considerable. Ellas podrían, pues, llamarse también «las DIABÓLICAS», sin usurpar este título. El autor quiso hacer un pequeño museo con estas damas, en tanto que se haga el museo —aún más pequeño— de las damas que en la sociedad hacen contraste y pendant con aquéllas, pues todas las cosas son dobles. El arte tiene dos lóbulos como el cerebro. La naturaleza se parece a esas mujeres que tienen un ojo azul y el otro negro. He aquí el ojo negro dibujado con tinta, con la tinta de la pequeña virtud.

    Tal vez se dibujará el ojo azul más tarde.

    Después de las DIABÓLICAS, vendrán las CELESTES, si es que se puede encontrar un azul bastante puro…

    Pero, ¿acaso existe?

    JULES BARBEY D’AUREVILLY

    París, 10 de mayo de 1874

    LA CORTINA CARMESÍ

    Hace muchísimos años fui a cazar a las marismas del oeste, y como no había entonces ferrocarril en el país por el que hube de viajar, tomé la diligencia de…, que pasaba por un cruce de caminos cerca del castillo de Rueil, la cual, en el momento en que subí, no llevaba sino un solo pasajero. Esta persona, muy notable en todos los aspectos y a la que conocía por haberla encontrado muchas veces en los salones, era un hombre al que me permitiré llamar el vizconde de Brassard. ¡Precaución probablemente inútil! Esas pocas personas que forman la sociedad de París serán bien capaces de insertar aquí su verdadero nombre… Fue cerca de las cinco de la tarde. El sol alumbraba con sus débiles rayos una ruta polvorienta, bordada por álamos y praderas, por la que nos lanzamos al galope de cuatro caballos vigorosos, cuyas grupas musculares veíamos levantarse a cada golpe de fusta del postillón, de ese postillón, imagen de la vida, que siempre hace vibrar demasiado su fusta en el momento de partir.

    El vizconde de Brassard se hallaba entonces en ese instante de la existencia en que ya no se hace vibrar la fusta… Pero era uno de esos temperamentos dignos de ser ingleses (había sido educado en Inglaterra); temperamentos que, aun heridos a muerte, nunca lo admitirían y morirían afirmando que están vivos. En el mundo, e incluso en los libros, es costumbre burlarse de las pretensiones de juventud de aquellos que ya han sobrepasado esa edad feliz de la inexperiencia y la necedad; y se burlan, con razón, si la forma de estas pretensiones resulta ridícula; pero cuando no lo es, cuando, por el contrario, aparece imponente, como la grandeza que no quiere decaer y la inspira, no digo que no tenga algo de insensato, ya que es inútil, pero es bello, como tantas cosas insensatas… Si el sentimiento del soldado que muere y no se rinde fue heroico en Waterloo, no lo es menos cara a cara a la vejez, la cual no posee siquiera la poesía de las bayonetas, que pudiera impresionarnos. Para algunas cabezas, construidas con un determinado carácter militar, el «nunca rendirse» constituye siempre y en todos los casos, como en la batalla de Waterloo, toda la cuestión.

    El vizconde de Brassard, que no se rindió (aún vive y más adelante diré de qué modo, porque vale la pena saberlo), el vizconde de Brassard, pues, aparecía en el momento de subir yo a la diligencia de… como lo que el mundo, feroz como mujer joven, suele llamar, desgraciadamente, «un viejo guapo». Es cierto que para una persona que no diera importancia a las palabras o cifras en cuanto a esta cuestión de la edad, en que sólo se tiene la que se aparenta tener, el vizconde de Brassard hubiera podido pasar por «guapo», sin más. En aquella época, por lo menos, la marquesa de V…, que sabía a qué atenerse en cuanto a los jóvenes, por haber esquilado a una buena docena de ellos —como Dalila rapó a Sansón—, llevaba fastuosamente, sobre un fondo azul, en una pulsera muy amplia con dibujo de tablero negro y oro, un pedazo del bigote del vizconde, que el Diablo había enrojecido todavía más que el tiempo… Sin embargo, viejo o no, no debéis imaginar en él, por esta expresión de «guapo», lanzada por el mundo, nada frívolo, menudo y exiguo, como se suele imaginar, porque entonces no tendríais una idea justa de mi vizconde de Brassard, en el que tanto el espíritu como las maneras y fisonomía, eran amplios, macizos, opulentos, llenos de lentitud patricia, como convenía al más magnífico dandy que conocí; que conocí yo, que he visto a Brummel volverse loco y a d’Orsay morir.

    Fue, en efecto, un dandy aquel vizconde de Brassard. Si lo hubiese sido menos, hubiera seguramente llegado a ser mariscal de Francia. Desde su juventud había sido uno de los más brillantes oficiales de la época final del Primer Imperio. He oído decir muchas veces a sus camaradas de regimiento, que el vizconde se distinguía por una bravura a la Murat, combinada con la de un Marmont. Con ella —y con una cabeza muy cuadrada y muy fría, cuando no se tocaba el tambor— hubiera podido en muy poco tiempo elevarse hasta las primeras filas de la jerarquía militar, si no hubiese sido por el dandismo… Si combináis el dandismo con las cualidades que hacen al oficial: el sentimiento de la disciplina, la regularidad en el servicio, etc., etc., veréis lo que queda del oficial en esta combinación, y si éste no estalla como un polvorín. Para que no estallase en veinte ocasiones de su vida de oficial, fue necesario que el vizconde de Brassard, como todos los dandys, se sintiese feliz. Mazarino lo hubiera empleado; sus sobrinas también, pero por una razón distinta: porque era soberbio.

    Había poseído esa belleza más necesaria para el soldado que para cualquier otra persona, ya que no hay juventud sin belleza y el ejército es la juventud de Francia. Esa belleza, que no sólo seduce a las mujeres sino también a las circunstancias mismas —esas bribonas—, no fue la única protección de la que gozaba la cabeza del capitán de Brassard. Era, según creo, de raza normanda, la raza de Guillermo el Conquistador, y se dice que había conquistado mucho… Después de la abdicación del emperador, se había pasado, naturalmente, al lado de los Borbones; y durante los Cien Días había permanecido fiel a éstos, lo cual no fue ya tan natural. Por esta razón, después de haber vuelto los Borbones por segunda vez, el vizconde fue armado caballero de San Luis por la propia mano de Carlos X (entonces el Delfín). Durante todo el periodo de la Restauración, el hermoso Brassard no montó ni una sola vez la guardia ante las Tullerías sin que la duquesa de Angulema no le dirigiese, al pasar, algunas palabras graciosas. Ella, en la que la desgracia había matado a la gracia, supo volver a encontrar alguna para él. El ministro, al presenciar este favor, hubiera hecho todo lo posible para que progresase el hombre a quien Madame distinguía de este modo; pero, aun con la mejor voluntad del mundo, ¿qué podía hacer en favor de este dandy rabioso, el cual —un día de revista— había levantado la espada, frente a la bandera de su regimiento, contra el inspector general, a causa de una observación de éste sobre el servicio…? Ya tuvo que hacer bastante para salvarle de un consejo de guerra. Ese desprecio despreocupado hacia la disciplina, el vizconde de Brassard lo había manifestado en todas partes: excepto en campaña, donde se volvía a encontrar por entero al oficial, nunca se sujetaba él a las obligaciones militares. Muchas veces se le había visto, por ejemplo, correr el riesgo de ser castigado con un arresto por tiempo indefinido abandonando furtivamente su guarnición a fin de ir a divertirse a una ciudad vecina, y no volver sino los días de parada o de revista, advertido por algún soldado que le tenía afecto; porque si a los jefes poco les gustó tener a sus órdenes a un hombre a quien repugnaba toda clase de disciplina y de rutina, sus soldados, en cambio, lo adoraban. Se portaba de un modo excelente con ellos; no les exigía nada, sino ser muy valientes, muy puntillosos y presumidos; imaginando, en fin, de este modo el tipo del antiguo soldado francés, del que el Permiso de diez horas y tres o cuatro viejas canciones —verdaderas obras maestras— han legado una imagen tan exacta y encantadora. El vizconde los empujaba quizás demasiado hacia el duelo, pero creía que éste era el mejor medio para desarrollar en ellos el espíritu militar. «No soy un gobierno», solía decir, «y no dispongo de condecoraciones para dárselas cuando se baten valientemente entre sí; pero las condecoraciones de las cuales soy gran maestre (gozaba de una fortuna personal bastante considerable), son guantes, correajes de repuesto y todo lo que pueda engalanarlos sin que se oponga a ello la ordenanza». Así, la compañía que él mandaba eclipsaba, por la belleza de sus uniformes, a todas las demás compañías de granaderos de los regimientos de la Guardia, tan brillantes todas ellas. Fue así como exaltó hasta el límite la personalidad del soldado, que siempre se presta, en Francia, a la fatuidad y a la coquetería; esas dos provocaciones permanentes, la una por el tono que adopta y la otra a causa de la envidia que excita. Se comprenderá por todo ello que las otras compañías de su regimiento estuviesen celosas. Los soldados habrían peleado por poder entrar en ésta y, después, por no salir de ella.

    Tal fue, durante la Restauración, la posición tan excepcional del capitán vizconde de Brassard. Y como entonces no existía, como en la época del Imperio, todas las mañanas el recurso del heroísmo en acción, que hace perdonarlo todo, nadie seguramente hubiera podido prever o adivinar cuánto tiempo duraría aquella insubordinación que asombraba a sus camaradas y de la que se valía contra los jefes con la misma audacia con que hubiera arriesgado su vida si hubiese ido al combate, cuando la Revolución de 1830 les alivió a ellos de la preocupación —si es que la tuvieron— y al imprudente capitán de la humillación de una destitución que cada día le amenazaba de forma más inminente. Herido gravemente durante los Tres Días, había desdeñado entrar al servicio de la nueva dinastía de los Orleans, a la que despreciaba.

    Cuando la Revolución de julio los convirtió en dueños de un país que no supieron conservar, el capitán se encontraba en cama, enfermo de una herida que se había hecho en el pie bailando —lo mismo que si hubiera disparado— en el último baile de la duquesa de Berry. Pero al primer toque del tambor no había por ello dejado de levantarse para reunirse con su compañía, y como no le fue posible ponerse las botas, a causa de la herida, se fue al motín como si se dirigiese a un baile, con calzado de charol y medias de seda, y así se puso a la cabeza de sus granaderos en la plaza de la Bastilla, habiendo recibido el encargo de barrer el bulevar en toda su longitud. París, donde aún no habían sido erigidas las barricadas, presentaba un aspecto siniestro y temible. Estaba desierto. El sol cayó sobre la ciudad con toda su fuerza, como una primera lluvia de fuego, a la que hubo de seguir otra, pues todas sus ventanas, con la máscara de sus persianas cerradas, debían, un momento después, escupir la muerte… El capitán de Brassard ordenó a sus soldados colocarse en dos filas, a lo largo de las casas y lo más cerca de ellas que fuera posible, de forma que cada una de las hileras no estuviese expuesta sino a las balas del fusil que procedieran de enfrente, y él mismo —más dandy que nunca— se puso en medio de la calzada. Ofreciendo un blanco, por ambos lados, a miles de fusiles, pistolas y carabinas, desde la Bastilla hasta la calle de Richelieu, el capitán no había sido alcanzado por ninguna bala, a pesar de la anchura de su pecho, de la que tal vez estaba un tanto orgulloso, pues exhibía su pecho durante el combate, cual una bella mujer que, en un baile, quisiera hacer resaltar sus hermosos senos; no había sido herido, pues, cuando, llegado cerca de Frascati, en el ángulo de la calle de Richelieu, y en el momento de ordenar a sus tropas que se agrupasen tras él para tomar la primera barricada que encontraron en su camino, recibió una bala en su pecho magnífico, dos veces provocador —por sus anchuras y por los largos galones de plata que brillaban sobre sus hombros—, y una piedra le rompió un brazo, todo lo cual no le impidió tomar la barricada y avanzar hasta la Madeleine, a la cabeza de sus hombres entusiasmados. Allí, dos mujeres que en una carroza trataban de huir del París sublevado, viendo a un oficial de la Guardia herido, cubierto de sangre y acostado sobre los bloques de piedra que en aquella época rodeaban la iglesia de la Magdalena, aún en construcción, pusieron su coche a su disposición, y el capitán se hizo llevar por ellas hasta el Gros-Caillou, donde se encontró entonces al mariscal de Raguse y dijo a éste con aire militar: «Mariscal, tal vez tengo todavía dos horas; pero durante este tiempo, le ruego me coloque en donde quiera». Sin embargo, se equivocó… Aún tuvo algo más que dos horas de vida: la bala que lo había atravesado no lo mató. Yo lo conocí más de quince años después y entonces creía que, a despecho de la medicina y de su médico, que le había prohibido expresamente beber durante todo el tiempo que durase la fiebre causada por su herida, sólo podría salvarse de una muerte segura gracias al vino de Burdeos.

    ¡Y había que ver cómo bebía! Porque, dandy en todo, lo era también en cuanto a su manera de beber… bebía como un cosaco. Se mandó hacer una espléndida copa de cristal de Bohemia que podía contener —que Dios me condene si no es verdad— una botella de vino de Burdeos, y él se la bebía de un solo trago. Y solía añadir aún, después de habérsela bebido, que él hacía todo en estas proporciones, y era verdad. En un tiempo, sin embargo, en que la fuerza bajo todas sus formas va disminuyendo, quizás pensase que no tenía mucho de qué estar fatuo. Pero el vizconde lo era a la manera de Bassompierre, y también bebía el vino como éste. Yo lo vi apurar doce de sus copas de Bohemia, y ni siquiera se le notó. Lo he visto, además, otras muchas veces durante esos banquetes que la gente llama orgías, y nunca, aun después de los más ardientes tragos, sobrepasaba el estado de una ligera embriaguez a la que él llamaba, con gracia algo soldadesca, «estar un poco engalanado», haciendo el gesto militar de colocar un galón en su gorra. Y yo, queriendo haceros comprender bien, en interés de la historia que sigue, qué clase de hombre era el vizconde, ¿por qué no habría de decir que le conocí siete queridas a la vez a este buen braguard del siglo XIX, como se le hubiera llamado con el lenguaje pintoresco del siglo XVI? A estas queridas las llamó él, poéticamente, «las siete cuerdas de su lira», aunque ciertamente yo no apruebe esa manera musical y liviana de hablar de su propia inmoralidad. Pero ¿qué queréis? Si el capitán vizconde de Brassard no hubiese sido todo lo que tuve el honor de deciros, mi historia sería menos picante, y, probablemente, ni siquiera hubiera pensado contárosla.

    Cierto es que no esperé en absoluto encontrarle cuando subí a la diligencia de… en el cruce de caminos cerca del castillo de Rueil. Hacía mucho que no nos veíamos y me alegró volver a encontrarlo, con la perspectiva de pasar algunas horas juntos, a un hombre que aún era de nuestro tiempo y que ya se distinguía, sin embargo, tanto de los hombres de nuestro tiempo. El vizconde de Brassard, que hubiera podido entrar en la armadura de Francisco I y moverse en ella con tanta holgura como en su esbelta chaqueta azul de oficial de la Guardia Real, no se parecía, ni por su perfil ni por sus proporciones, a los jóvenes más celebrados del presente. Este sol que declinaba, de elegancia grandiosa y radiante durante tanto tiempo, hubiera hecho parecer bien mezquinas y paliduchas a todas las medias lunas a la moda, que entonces subían al horizonte. Bello con la belleza del emperador Nicolás, a quien se parecía por su torso, aunque con un rostro menos ideal y un perfil menos griego, llevaba una breve barba, aún negra, lo mismo que su cabellera, por un misterio de organización o de toillette impenetrable; y esa barba invadía hasta lo alto de sus mejillas, de tez animada y viril. Bajo una frente de gran nobleza —una frente abombada, sin ninguna arruga, blanca como el brazo de una mujer— que la gorra de piel de los granaderos (que, como el casco, hace caer el pelo), despoblándola en la parte superior, había hecho aún más amplia y más altiva, el vizconde de Brassard escondía casi —tan hundidos aparecían bajo las cejas arqueadas— un par de ojos chispeantes, de un azul muy sombrío, pero muy brillantes en su hondura, y ardientes como dos zafiros tallados en punta. Esos ojos, sin hacer el esfuerzo de escudriñar, eran, sin embargo, penetrantes. Nos dimos la mano y charlamos. El capitán de Brassard hablaba despacio, con voz vibrante que se diría era capaz de llenar el Campo de Marte con sus órdenes. Educado desde su infancia, como ya dijimos, en Inglaterra, tal vez pensaba en inglés; pero esta lentitud, que no tenía nada de azoramiento, daba un tono muy peculiar a todo lo que decía, incluso a sus bromas, pues el capitán gustaba de la broma, y aun de las bromas un tanto arriesgadas. El capitán de Brassard iba siempre demasiado lejos, dijo de él la condesa de F… esa bonita viuda que desde la muerte de su marido no lleva sino tres colores: negro, malva y blanco. Era necesario que pasara por ser una muy buena relación para que no pareciese a veces, la suya, mala compañía. Pero ya sabéis que en el barrio de Saint-Germain se perdona todo a los que realmente forman parte de él.

    Una de las ventajas que ofrece la charla en un coche es que puede cesar en el momento en que ya no hay nada que decirse, y esto sin causar azoramiento a nadie. En un salón no se goza de esta libertad. La cortesía impone el deber de hablar a toda costa, y esta hipocresía inocente es castigada a menudo con el vacío y el aburrimiento de esas conversaciones en que los necios, aun los nacidos silenciosos (y existen algunos de éstos), se esfuerzan y deshacen queriendo decir algo y ser amables. En un coche público todo el mundo se siente como en su casa, tanto como en casa de otros, y se puede sin inconveniente, si se quiere, volver al silencio y hacer seguir los ensueños a la conversación… Desgraciadamente los azares de la vida son horriblemente banales, y antaño (pues ya aquella época es antaño) se podía subir veinte veces a un coche público —como hoy día veinte veces a un vagón— sin encontrar ni a una persona de charla animada e interesante… El vizconde de Brassard cambió conmigo primero algunas ideas nacidas de los accidentes del camino, las particularidades del paisaje y algunos recuerdos del mundo en el que nos habíamos encontrado en otro tiempo; después, el día que declinaba vertió sobre nosotros su silencio envuelto en crepúsculo. La noche, que en otoño parece caer bruscamente del cielo, de tan rápidamente como se presenta, nos hizo sentir su frescor, y nos envolvimos en nuestros abrigos, buscando con nuestras sienes la dura esquina que es la almohada de los que viajan. No sé si mi compañero se durmió en su ángulo del coche; pero yo permanecí despierto en el mío. Estaba tan hastiado de la ruta que atravesamos, y por la que había pasado tantas veces, que apenas miré los objetos exteriores, que desaparecían con el movimiento del coche y parecían correr en las sombras en dirección opuesta a aquella en que íbamos. Atravesamos por muchos pueblos pequeños, sembrados aquí y allá, sobre esa larga ruta que los postillones llamaron entonces todavía «cinta de cola», en recuerdo de la que ellos llevaron, y la cual ha sido cortada, sin embargo, desde hace tanto tiempo. La noche se tornó negra como un horno apagado y, en esta oscuridad, las ciudades desconocidas por las que atravesamos cobraban extrañas fisonomías y nos proporcionaban la ilusión de encontrarnos en el fin del mundo… Esa especie de sensaciones que estoy señalando aquí, lo mismo que el recuerdo de las últimas impresiones de un estado de cosas desaparecido, ya no existe y no volverá para nadie. Hoy día, los ferrocarriles, con sus estaciones a la entrada de las ciudades, ya no permiten al viajero abrazar con una rápida mirada el panorama fugitivo de sus calles, al galope de caballos de una diligencia que, al poco rato, cambiaría de caballos para volver a partir. En la mayoría de las pequeñas ciudades por las que pasábamos, los faroles, ese lujo tardío, eran raros; y dentro de ellas se veía seguramente menos bien que en los caminos que acabábamos de abandonar. Allí, por lo menos, el cielo tenía amplitud, y la grandeza del espacio ofrecía una luz vaga; mientras que aquí, la cercanía de las casas —cuyas sombras parecían abrazarse, proyectadas sobre las estrechas calles—, el pequeño trozo del cielo y las estrellas que se percibían por entre las dos filas de tejados, hacía aún mayor el misterio de estos pueblos dormidos, en los que el único ser que encontrábamos era, a la puerta de alguna fonda, un mozo de establo con su linterna, que llevaba a los caballos frescos de posta, atando las correas de su atalaje, mientras silbaba o blasfemaba contra sus caballos recalcitrantes o demasiado vivos… Aparte de esto y de la eterna interpelación, siempre la misma, de algún viajero, aturdido por el sueño, que bajaba un vidrio y gritaba en la noche —más sonora en el silencio—: «¿Dónde estamos ahora, postillón…?» no se oyó ni se vio nada vivo alrededor de aquel coche o dentro de él; en aquel coche lleno de gente que dormía, en aquella ciudad dormida, en el que tal vez algún soñador como yo intentara, a través de la ventana de su compartimiento, discernir la fachada de las casas esfumadas por la noche, o quizás suspendiera su mirada y su pensamiento en alguna ventana alumbrada todavía a hora avanzada de la noche; ventana de una de esas pequeñas ciudades de costumbres reguladas y simples, en las que la noche parecía hecha para dormir únicamente. La vigilia de un ser humano, aunque no sea sino la de un centinela, mientras todos los demás están hundidos ya en el sopor, en el sopor de los animales cansados, siempre tiene algo de impresionante. Mas ignorar qué es lo que mantiene a un ser despierto tras una ventana con la cortina bajada, allí donde la luz indica vida y pensamiento, añade la poesía del sueño a la poesía de la realidad. Por lo menos, en cuanto a mí, nunca pude ver una ventana alumbrada en la noche en una ciudad dormida por la que pasé, sin añadir a ese marco de luz un mundo de pensamientos; sin imaginar, tras las cortinas, intimidades y dramas… Y ahora, al cabo de tantos años, aún guardo en mi memoria la imagen de aquellas ventanas que permanecen eterna y melancólicamente iluminadas, y me hacen decir, a menudo, cuando pensando en ellas surgen en mis ensueños:«¿Qué es, pues, lo que hay detrás de esas cortinas?».

    Ahora bien, una de las que permanecieron durante más tiempo en mi memoria (dentro de poco comprenderéis la razón de ello), fue una ventana de una de las calles de la ciudad de… por la que pasamos aquella noche.

    Era una ventana situada tres casas más allá del hotel donde paramos para mudar los caballos; mi recuerdo es preciso, como veis; pero es que esta ventana la pude contemplar durante más tiempo que el que se emplea para la mudanza de los caballos. Ocurrió un accidente en una de las ruedas de nuestro coche, fueron en busca del carrero y fue preciso despertarlo. Ahora bien, despertar a un constructor de carros, en una ciudad de provincia dormida, y hacerlo levantarse para afirmar un tornillo de una diligencia, cuando él no tenía competencia en aquella línea, no fue asunto de unos minutos… Si el mecánico estaba tan profundamente sumido en sus sueños como la gente en nuestro coche, no debió de ser fácil despertarlo… Desde mi compartimiento oí, a través del tabique, los ronquidos de los viajeros y ni un solo pasajero de los de la parte de arriba, que como se sabe, siempre tienen la manía de descender en el momento de detenerse la diligencia, probablemente (porque la vanidad entra en Francia por todas partes, incluso por la parte superior de las diligencias) para mostrar su habilidad en volver a subir, había bajado esta vez. Cierto es que el hotel ante el cual nos detuvimos estaba completamente cerrado. No cenamos allí porque habíamos cenado durante la parada precedente. El hotel estaba adormilado como nosotros; nada hubo que revelase que tuviera vida; ningún ruido perturbaba el profundo silencio… a no ser el del barrer, monótono y fatigado, de alguna persona (hombre o mujer… no se pudo saber, porque la oscuridad era demasiado profunda para poder darse cuenta de ello) en el gran patio de este hotel mudo, cuyo zaguán solía permanecer abierto. Aquel arrastrarse de la escoba sobre el pavimento también tenía algo de dormido, o, por lo menos, parecía tener un gran

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