Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Antes del miedo
Antes del miedo
Antes del miedo
Libro electrónico230 páginas3 horas

Antes del miedo

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Antes del miedo de Maite Sasia es una novela que revisa los hitos telúricos más importantes de la memoria chilena; el terremoto de Valdivia, Chillán, Valparaíso, entre otros, hasta el pasado 27F. A través de la experiencia de varias generaciones de un mismo linaje, la autora recorre distintos momentos de la historia de Chile en que el país fue estremecido por sismos de gran intensidad. Sasia nos contará de la machi Leflay cuya ira desencadenó un gran terremoto en tiempos inmemoriales y de cómo su espíritu ha sobrevivido de generación en generación hasta nuestros días, reviviendo cada cierto tiempo todo su dolor y rabia.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 jun 2014
ISBN9789568992552
Antes del miedo

Relacionado con Antes del miedo

Libros electrónicos relacionados

Ficción literaria para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Antes del miedo

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Antes del miedo - Maite Sasia

    Antes del miedo

    © Maite Sasia

    © ebooks Patagonia, mayo 2012

    www.ebookspatagonia.com

    info@ebookspatagonia.com

    Rafael Cañas 16, Of. D, Providencia

    Santiago de Chile

    ISBN: 978-956-8992-25-5

    Arte de portada: Héctor Calvo

    Imagen portada: Wednesday, óleo sobre tela de Melania Lynch

    Diagramación: Alexei Alikin

    www.ebookspatagonia.com

    info@ebookspatagonia.com

    Queda prohibida toda reproducción total o parcial de esta obra a excepción de citas y notas para trabajos y estudios de divulgación científica y cultural, mencionando la procedencia de las mismas.

    Índice

    Millaray y Railef

    La Quintrala

    Los Vascos

    El Alemán

    La historia de mi amor

    El aspirante a asesino

    Epílogo

    Millaray y Railef

    Talca, 1484

    7,9

    Aquel día tendrían que cazar un animal más crecido que lo común para la ceremonia. Varias tribus se reunirían a celebrar un gran banquete, y elegirían mujeres de otros clanes para que fueran sus esposas. Todos los cazadores, quienes intentarían obtener el mejor animal para la fiesta, recordaban y extrañaban a su pariente y amigo que hacía de estas incursiones una divertida aventura. Y miraban con tristeza a su viuda que a los veinticinco años parecía ya una anciana.

    Anillang había quedado sin marido tres años antes cuando Huenchucheo, su amado esposo, se había trenzado en una reyerta con un jefe Inca, quien harto ya de estos indomables hombres del Sur, se había precipitado más allá del río Maule. Akapana —que era el nombre de este inca, tan valiente como estúpido— había desoído los consejos de su padre, su pueblo, e incluso, de su gobernante. Lanzándose en un ataque con sus cuarenta mejores hombres se topó a boca de jarro con Huenchucheo, quien se encontraba en ese momento fabricando sus botas de cuero.

    Cuando Akapana apareció por entre los árboles, quedando a escasos pasos del hombre de la tierra, ambos se midieron durante unos segundos. Huenchucheo no era un individuo de combate. A decir verdad, por aquella época eran muy pocos los guerreros entre su pueblo, pues en su mayoría eran una raza pacífica que cultivaba la tierra y recolectaba frutos. Aunque sin lugar a dudas, ya entonces, deben haber tenido la bravura en el cuerpo.

    Akapana malinterpretó la mirada del hombre del otro lado del río y sin preguntar de dónde ni por qué, le atravesó el pecho con su lanza y lo mató en el acto. Por supuesto, los familiares y amigos de Huenchucheo, quienes se encontraban cerca recolectando frutos, se lanzaron al ataque contra los incas gritando como endemoniados; el mismo Akapana tuvo que correr por su vida.

    Pero nada de eso le importaba ya a Anillang, quien se había casado a los doce años con su hombre y, desde que este había muerto, apartando el vacío que sentía en su pecho cada vez que respiraba, era incapaz de sentir nada más. Ni siquiera le preocupaban sus dos hijas, que estaban cada día más escuálidas y disminuidas.

    Sabía que la costumbre de su gente establecía que debía volver a casarse, tener más hijos para así hacer más grande su familia y conservar su Tótem, haciendo que sus hijos lo ostentaran con honor. Eso era lo humano, lo correcto, lo que correspondía. Pero hacía tres años que ella no era correcta ni se sentía humana. Y por Ngnechen¹, que ya no le importaba lo que correspondía.

    Miraba a su hija mayor sin amor ni desvelo. Y esperaba que en esta ceremonia algún joven medio vivaracho de otra familia, en lo posible de un lugar muy lejano, se fijase en la muchacha que, con su frente amplia y prominentes pómulos, debía ser una belleza para los hombres. Pero para ella era una carga con la que tenía que vivir todos los días. La más pequeña, Ipi, le daba menos problemas, pues tenía casi tres años y siempre andaba tras su hermana mayor. Recordó ese embarazo y lo feliz que estaba creyendo que iba a tener un hijo hombre, que sería la viva imagen de su esposo. Un hijo a quien hacer fuerte e inteligente para que venciera en las pruebas que se efectuaban en su pueblo. Pero nada de eso podía pasar ya, Huenchucheo estaba muerto y ella… bueno, ella apenas respiraba.

    Sus cercanos recordaban cuando la presencia de su esposo le iluminaba los ojos, y el amor con que se entregaba a su trabajo; por esos días Anillang pasaba las horas tejiendo mantas, fabricando canastos, utensilios de barro y preparando comida y chicha.

    Ahora se sentaba mirando al río todo el día, y las demás mujeres debían hacer un esfuerzo sobrehumano para que tragara una papa, en el mejor de los casos. Anillang vivía en un lugar propio e inventado dentro de su mente, siempre recordando a su esposo. En esta ocasión, rememoraba la primera vez que vio a Huenchucheo y lo grande y desproporcionado que le pareció; tenía una espalda muy ancha, brazos como troncos y sus piernas eran más bien cortas y delgadas. Venía de muy al sur con sus padres buscando otras comunidades para hacer trueque de alimentos y artefactos, además de llevarse una esposa.

    El lugar de origen de Huenchucheo quedaba donde la tierra se empieza a desmembrar, donde el frío y el agua son tan persistentes que debes hacerte su amigo o escapar. Construían sus embarcaciones con tres tablones moldeados con agua y fuego, unidos con fibras vegetales. Sus preciadas dalcas² eran lo más importante para su sobrevivencia, tal como sus perros que los ayudaban a cazar y los protegían del inclemente clima. Hablaban un idioma diferente al del pueblo de Anillang, pero se entendían. Estos pueblos se habían comunicado toda la vida para intercambiar mercancías y hoy, por primera vez, lo harían para elegir una esposa.

    Cuando Huenchucheo la vio, supo que esa era la mujer que quería y a la que raptaría después de llegar a un acuerdo con sus padres; pequeña, tronco corto y bien desarrollado; su pelo era del color de la noche más oscura; sus ojos, negros y rasgados; sus caderas, anchas, donde él y sus hijos podrían perderse en las frías noches cuando regresaran juntos a su tierra, viviendo la mayor parte del año dentro de su embarcación. Todo eso fue lo que pensó Huenchucheo al ver a Anillang por primera vez. Claro está que nada de esto sucedió, ya que, si bien logró llegar a un acuerdo económico con el padre de su amada, ella no quiso siquiera oír hablar de ir a vivir dentro de una embarcación durante muchos meses.

    —O te quedas aquí conmigo donde el clima es templado y tengo montañas enteras donde correr o no me caso —dijo Anillang.

    Y él, enamorado como estaba, dejó partir a su familia y se quedó entre valles y montañas, muy lejos de su tierra querida.

    —Mamá… mamá, tienes que zurcirnos los vestidos —apareció gritando Millaray, su hija mayor, interrumpiendo así el hilo de sus recuerdos—; no podemos usar estos que están rotos en la ceremonia.

    —Hazlo tú, hija… estoy muy cansada.

    Y Millaray se fue con los ojos tristes y desesperados, sin saber cómo sacar a su madre del ensimismamiento en que había caído luego de la muerte de su padre. Fue entre las demás mujeres de su levo³ que encontró ayuda para ponerle un vestido bien remendado a su pequeña hermana. Faltaban solo dos días y debía preparar muchas cosas.

    ■■■

    El día llegó y la pequeña tuvo todo dispuesto. Ella también esperaba encontrar un buen marido para su madre, a ver si con eso volvería a sonreír de vez en cuando, como cuando su amado padre Huenchucheo aún vivía con ellas. La ceremonia comenzaba al atardecer y de todas partes de su tierra llegaban personas trayendo animales para sacrificar, cuencos para intercambiar y frutos de recolección para acompañar. Se hicieron los bailes rituales y se comenzaron a conocer.

    Lo que Millaray y Anillang no sabían era que su vida, tal y como la conocían, estaba a punto de cambiar brutalmente.

    Había un hombre entre los recién llegados que las observaba desde hacía mucho tiempo; fuerte, con una voz ronca como el sonido del río cuando se enfada, y ojos casi amarillos de pura maldad. Su nombre era Railef, y era el más fiero de los guerreros del otro lado del río. Pero no siempre fue así. Hubo un tiempo que este hombre era un tranquilo agricultor que trabajaba en su pedazo de tierra más que cualquier otro, hasta que una mañana en que había salido a recolectar semillas, hubo un terrible ataque a su familia en el cual mataron a sus tres hijos y su mujer. Luego prendieron fuego al trabajo de toda su vida.

    Se cuenta que sus gritos de horror los escuchó hasta la deidad más lejana.

    Y ahora, este otrora tranquilo y pacífico hombre, se había convertido en un luchador violento y cruel. Vivía solo para combatir y enseñar a los demás a hacerlo; había reclutado hombres fuertes durante meses, hasta conseguir un nutrido grupo de jóvenes dispuestos a morir antes que dejar a otros ocupar sus territorios. Los organizó y procuró hacerlos fuertes y temibles. Y lo consiguió. Nadie en la historia, jamás, pudo vencer a estos improvisados guerreros.

    Railef venía a la ceremonia decidido a llevarse una mujer, pero no para amarla como había amado a su primera esposa: nunca más iba a querer de esa manera. Él no era un hombre que necesitara recibir lecciones dos veces. Amó con toda su alma y las deidades se la arrebataron. Ahora iba a tener una mujer que trabajara mucho y le procurara los cuidados femeninos que desde hacía tanto tiempo no recibía; que le cocinara y acariciara cuando él lo requiriera; que le hiciera la comida y le tejiera mantas, y a quien golpearía cuando recordara que ninguna mujer era su adorada Manque.

    Porque lo único que le importaba a Railef era una cosa: vengarse.

    Vengarse de todo y de todos.

    Por eso su regocijo en derramar sangre.

    Por eso su manera de degollar.

    Por eso su necesidad de provocar dolor.

    Por eso sus ojos casi amarillos de pura maldad.

    Y por eso también era tan bueno en lo que hacía… y ahora había puesto los ojos en esta pequeña niña de doce años llamada Millaray. La llevaba observando un tiempo. No iba a ser fácil para él conseguir una mujer para casarse, todos le tenían miedo, y si bien lo atendían en los pueblos que visitaba, y lo trataban con el mayor respeto, él no se engañaba. Sabía que era el miedo la razón; no el cariño, no la admiración, sino el simple miedo.

    Cuando se interesó en Millaray, preguntó por su familia. Le contaron que ahora estaban las dos chiquillas sin padre y con una madre que estaba más en el otro mundo que en este. Fue una decepción. Si hubiese estado el padre podría haberlo convencido, haberle ofrecido muchos animales o lo que él pidiera, pues entre hombres sabrían cómo llegar a un acuerdo. Pero con la madre sola le iba a costar más, las madres siempre quieren que sus hijas se queden más tiempo, e intuyen los sentimientos de un hombre para con sus preciados retoños. También estaba la diferencia de edad: Railef era un hombre viejo que iba a cumplir 40 años.

    Sin embargo, Anillang, contra de todos sus pronósticos, no puso ni una traba.

    —Es tuya, llévatela cuanto antes —le dijo observando el río, sin mirarlo ni una sola vez— y si quieres llévate también a mi otra hija. Es pequeña, pero cuando crezca te servirá y será un par de manos más para trabajar.

    Al hombre le brillaron los ojos (de pura maldad), y sin pensarlo dos veces, aceptó. La madre no le pidió retribución y él se retiró satisfecho y sonriente, mientras la mujer rumió algo sobre que viniera a buscar a las niñas al amanecer.

    ■■■

    Millaray lo presintió en los huesos. Toda la noche estuvo inquieta, afligida, con un gusto amargo en la boca, no entendía por qué esta noche, de entre todas las noches, sentía esta angustia. Debería ser la joven más feliz hasta el afquintue, pues había visto a Curamil en la ceremonia. Su Curamil, el hombre con quien soñaba desde que tenía seis años, y a quien por primera vez esta noche se había acercado lo suficiente para oír su risa cuando jugaba un partido de chueka con los demás hombres de su lof⁵; y podría jurar que él también la miró, a la manera que los jóvenes de su pueblo miraban: tímidamente, de soslayo, pero la miró. Quizás mañana, cuando todos hicieran su primera comida, podría pasar cerca de él nuevamente, y quizás, si la miraba brevemente de nuevo, significaba que podía tener la esperanza que en algunos años más, Curamil viniera con su familia, hablara con su madre y la pidiera como esposa, y al día siguiente la raptara… como era la costumbre de su gente. No podía pensar en nada mejor que eso.

    Sin embargo, aún sentía ese gusto agrio en la boca y una tormenta en el estómago.

    ■■■

    Railef tampoco podía dormir. Estaba ansioso por poseer a la niña, y no solamente para disfrutar su estrecho cuerpo; no, hace mucho tiempo que Railef gozaba más humillando y golpeando a sus compañeras que yaciendo con ellas. Quería verle los ojos suplicantes y aterrorizados, quería ver correr un hilo de sangre por su gruesa boca, quería sentir el crujir de alguno de sus pequeños huesos al quebrarse. Sus ojos brillaban más de lo común aquella noche, imaginando nuevas maneras de horror que crearía especialmente para su nueva y joven esposa.

    ■■■

    Anillang hace mucho tiempo que dormía de la misma manera: a la intemperie, esperando, escudriñando la oscuridad entre la maraña de su tierra, buscando la imagen de su esposo que, cansado ya de estar en la oscuridad lejos de ella, ¡al fin! regresaría. Pensaba que era el momento del día en que su amado Huenchucheo retornaría a buscarla, pero habían pasado tantas lunas desde que no lo sentía, tantos soles desde que no lo besaba, que creía que la fuerza vital se le acabaría antes de que él llegara. Y para eso trató esa noche de cerrar los ojos, de no buscarlo en cada arbusto ni detrás de cada sonido. Por supuesto fue inútil, solo consiguió hacer el vacío de su pecho más hondo que nunca.

    Ni por un momento pensó en qué clase de persona era el hombre que le había pedido a Millaray, ni qué sería de sus dos hijas en manos de ese guerrero. Solo quería que se fueran pronto y que los pillanes⁶ la dejaran en paz con de su dolor.

    ■■■

    Railef llegó un poco antes del amanecer a buscar lo que ya consideraba suyo. Gritó el nombre de su futura mujer a unos cincuenta pasos de la ruka, donde una aún inocente y adormilada Millaray, estaba calzándose las botas para ir a preparar el desayuno.

    El grito despertó a la pequeña Ipi, quien sobresaltada gimoteó por atención. Millaray la tomó en brazos y corrió hacia su madre instintivamente. Esta, con los ojos perdidos y la cara sucia, le mandó:

    —Busca tu túnica y la de Ipi, este buen hombre vino a pedirte ayer y accedí, se van con él las dos.

    —Pero ma…

    Y la palabra se le atragantó en la garganta del miedo y la sorpresa. Sabía que no valdría la pena discutir con su madre, hacía tiempo que la niña temía por ella y su hermana, pero no imaginó, ni en el peor de los casos, que la entregarían a un anciano como ese. No estaba preparada para irse, no conocía a este hombre y, por sobre todo, no quería dejar sola a su madre, pues aún recordaba lo cálida, preocupada y cariñosa que había sido con ellas antes de la muerte de Huenchucheo.

    —Millaraaaaay —insistió el desconocido. Esta vez su voz se escuchó aún más cerca y fiera.

    —Las niñas ya van —respondió Anillang desde la entrada de la ruka.

    Millaray sintió desfallecer, pero de igual manera guardó una o dos cosas y tomó en brazos a su hermana Ipi. Con las lágrimas deslizándose silenciosamente por sus mejillas, salió a la fría mañana y miró a los ojos a aquel hombre que siempre le había provocado un escalofrío en la nuca.

    —Mamá… por favor, deja que se quede mi hermana —le dijo a su madre al pasar por su lado. Pero Anillang ya estaba dando media vuelta para entrar en su morada y no les dedicó ni un sonido, ni una mirada. Millaray se plantó frente a este hombre, que, sonriente, la esperaba para partir.

    Pensando lo más rápido que pudo, a Millaray solo se le ocurrió una idea, que a la vista de la mirada bestial del hombre e indiferencia de su madre, no estaba segura que funcionaria, pero era su única opción.

    —¿Me vas a tomar por esposa? —le espetó.

    —Sí, tú y tu hermana vienen conmigo.

    —El nombre de mi familia quedaría para siempre deshonrado si no hacemos la ceremonia como corresponde a nuestras costumbres.

    —Tu madre no me pidió nada.

    —Puede ser, pero tú como un hombre de honor y en memoria de mi padre Huenchucheo no puedes dejar que por estas tierras se te conozca como la persona que se aprovechó de una pobre viuda y sus hijas. Yo quiero que mi marido sea un hombre digno.

    Railef sabía que la pequeña tenía razón. Todos los hombres que había entrenado y que lo admiraban no iban a mirar con buenos ojos que se llevara a Millaray sin cumplir con la tradición de su pueblo y eso podía jugar en su contra. Necesitaba que sus hombres lo respetaran y obedecieran ciegamente, pero no iba a lograrlo si se llevaba a las niñas de esta manera, por mucho que la loca de la madre prácticamente se las regalara.

    —¿Y cuál crees tú que es el precio que tendría que pagar por ti?

    —Mi padre pagó con treinta animales y un trozo de tierra cerca de la costa, para que los padres de mi madre tuvieran donde cultivar y sacar frutos de la tierra y el mar. Me parece justo que pagues el doble de eso, más 15 vasijas de

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1