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El caballero del Grifo
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Libro electrónico294 páginas3 horas

El caballero del Grifo

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Siena, año del Señor 1298. La bella Elena Bonsignori es el sueño prohibido de cualquier hombre. Cabello largo y negro, ojos insondables y el cuerpo sinuoso de una diosa. Será ella quien premiará al ganador del torneo que su hermano Filippo organizó en la Piazza del Campo. Pero los planes de Filippo no se detienen ahí. Para recuperar la gloria que su familia perdió, está listo para esclavizar a todo un pueblo. Entre amores, batallas, traiciones y sorpresas, existe un obstáculo ante los sueños de poder de Filippo. Se llama Bino de los Abate de Malia. Una novela histórica que da voz a los héroes sin rostro, narrando una batalla tan antigua como el mundo: la lucha contra la opresión, la lucha por la libertad.

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento14 sept 2019
ISBN9781071508626
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    El caballero del Grifo - Alessandro Spalletta

    Alessandro Spalletta

    El caballero del grifo

    Traducción Laura Faccio

    ISBN

    Esta obra contiene material protegido por copyright.  Se prohíbe cualquier tipo de divulgación, copia, reproducción, alquiler, transmisión en público, canje, préstamo, reventa o usado de otra manera sin el consentimiento por escrito de la autora. Cualquier distribución o uso no autorizado de este texto o cualquier alteración de la información electrónica sobre los derechos, constituye una violación de los derechos de la autora y será sancionada civil y penalmente de acuerdo con las disposiciones de la Ley 633/1941.

    CAPÍTULO 1

    Siena, Año del Señor, 1298 sábado 28 de junio.

    ––––––––

    La ciudad estaba de fiesta, se podía comprender incluso a esa distancia.  La gente se congregaba cerca de los muros, delante del gran portón de madera maciza abierta para la ocasión.  Los gritos ruidosos y alegres aumentaban a medida que se acercaban.

    —¡Al fin hemos llegado, viejo amigo! —dijo Bino de los Abades de Malia.  Se inclinó fuera de la silla para dar una palmada sobre el hombro de su acompañante.  Estaba eufórico.

    —Ya os he dicho, que vuestro padre no estará contento —respondió el otro.  De hecho eso era verdad, se lo había ya dicho.  Al menos un centenar de veces durante los días que marcharon.  Era el sirviente de Bino, un hombre alrededor de los cincuenta, tenía el cabello canoso pero de hombros anchos y que se mantenía erguido.

    Bino frunció el ceño ante el reproche, pero duró solamente un momento.  Sobre su cara, volvió rápidamente la sonrisa, feliz como la de un niño que espera recibir un regalo esperado.

    —Lo sé, lo sé —respondió—, pero ya verá que lo aceptará.  Además no estoy haciendo nada malo.

    —Bueno —dijo el otro—, yo solo soy un sirviente y no me inmiscuyo en los asuntos de vuestro padre.  Me mantengo en mi lugar —agregó sin abandonar el tono de reproche—, de todas formas, he visto lo suficiente para saber que vuestro padre no quiere inmiscuirse demasiado con la gente de Siena.  Menos sin son banqueros.  Peor aún si son Aduaneros —concluyó, recalcando la última palabra.

    Bino sabía muy bien que el sirviente tenía razón, pero no había logrado resistir a la tentación.  La familia Bonsignori, una entre las más importantes e influyentes de Siena, había organizado un magnífico torneo de armas en la plaza más importante de la ciudad.  Habían invitado a participar a los mejores guerreros, caballeros y nobles más importantes.  Inesperadamente, entre estos, los Abates de Malia, vizcondes de Batignano, una pequeña fortaleza en el condado de los Aldobrandeschi.

    Los festejos en Siena habían empezado esa mañana y proseguirían ininterrumpidamente con espectáculos y diversiones de todo tipo hasta pasado mañana, cuando se realizara el torneo real.

    Los participantes para la competencia se desafiarían en un carrusel a caballo según la moda francesa y, especialmente, en un combate cuerpo a cuerpo.  En práctica una especie de batalla, todos contra todos.  Ese era el verdadero platillo principal.  Los sieneses[1] amaban la trifulca, ya fueran ellos mismos combatiendo como en el juego de Elmora[2], o batirse contra algún otro.  Los Nueve, los gobernadores de Siena, se vieron obligados a prohibir las batallas como juego entre los ciudadanos porque generalmente morían más de veinte personas.  Por lo tanto, en esta ocasión, los sieneses se limitarían a mirar y a disfrutar cada estocada y cada golpe.  Sólo los nobles y los hombres de armas se desafiarían entre sí. La gloria sería únicamente para ellos.

    Bino tenía un poco más de veinte años, la mayor parte de los cuales había pasado adiestrándose para combatir.  Gianni, el nombre del sirviente que lo había acompañado, le había enseñado a usar el arco y la flecha y de hecho Bino era un excelente arquero.  Sin embargo, su fuerte era la espada.  Durante años, se había adiestrado con varios maestros espadachines que el padre había hecho venir de la mitad de Europa.

    En pocas ocasiones Bino había abandonado las colinas en donde había nacido, que se asomaban sobre el valle del rio Ombrone, y nunca por largos periodos.  El viaje más importante que hasta entonces había hecho fue un peregrinaje a Roma.  Una hermosa experiencia, por caridad, pero solamente cuatro días de marcha para ir y sólo tres para regresar.  Con toda la curiosidad de la juventud, Bino soñaba con lugares exóticos y fantásticos.  Quería ver Santiago de Compostela y Jerusalén, tal vez luchar para volverla nuevamente cristiana, y quizá, tal vez también la misma Avalon, con el rey Arturo, Lancelot y todos los personajes de las leyendas que le habían contado desde que era un niño.

    En fin, quería aventura y en los últimos dos años había decidido ir a buscarla.  Había empezado a participar en los torneos que se desarrollaban en los alrededores y había luchado a caballo muchas veces, ya sea en grupo como en combate individual.  Todavía no había ganado nada, pero aun así había luchado bien y estaba satisfecho.  Por supuesto, no había ningún dragón que matar ni, por desgracia, doncellas que salvar, pero siempre era una forma de escapar de la campiña que lo había visto crecer. Bino amaba sus colinas y sus bosques, densos y perfumados, pero, en ese momento, no eran suficientes.

    Junto con Gianni, finalmente llegaron a la multitud que trataba de entrar en la ciudad.  Los guardias que estaban en la puerta, notaron el emblema noble bordado sobre el jubón de Bino y empezaron a empujar a la derecha y a la izquierda para que pudiera pasar él y otro caballero que estaba llegando en ese momento junto a varios sirvientes.

    Bino le dirigió un gesto de saludo, bastante caluroso, como si fuera un viejo conocido.  Este le respondió bastante fríamente, por simple cortesía, después de haber mirado el emblema de los Abates de Malia sin reconocerlo.  Bino estaba tan excitado que no le hizo siquiera caso.

    —¡Los caballeros que participan en el torneo proseguid por este lado! —un pregonero[3] gritaba, haciendo lo mejor por vencer el ruido de la muchedumbre—, todos vosotros, ¡buscad un lugar para pasar la noche! ¡Y quitaos de en medio! Dejad pasar.  ¡Señores, por aquí, venid! ¡Por esta calle encontrareis la mejor posada de la ciudad!

    —Probablemente será el burdel de su madre —murmuró Gianni, incómodo en la multitud.  El viejo servidor era un cazador y amaba el bosque, no la ciudad.  Bino rio ante la broma y le dio una palmada sobre el hombro nuevamente.

    Los dos se adentraron por las calles de Siena.  La ciudad parecía estar vestida para una fiesta.  Estandartes y guirlandas de flores decoraban las ventanas, las banderas que representaban los distintos distritos se movían perezosamente por el viento que lograba abrirse camino entre los callejones.  Bino miraba alrededor, tan curioso por esa atmosfera de fiesta que apenas podía abrirse camino entre la corriente de gente que inundaba las calles.

    Poco después, llegaron al lugar que había sido dedicado al torneo.  La Piazza del Campo[4].

    De pronto, se la encontraron de frente, emergiendo por una de las estrechas calles que se asomaban. Era magnífica de ver. Un enorme claro, ligeramente inclinada y con forma de concha, dividida en nueve segmentos en honor a los Nueve gobernadores de Siena. En la plaza estaba el Palazzo Pubblico (Palacio Comunal de Siena), todavía sin terminar, con los andamios subiendo por sus lados cuadrados y macizos como una monstruosa hiedra. A lo lejos, se podía ver la esbelta torre del campanario de la majestuosa catedral de reciente construcción.

    Alrededor de la plaza, se habían montado una gran cantidad de tiendas y pabellones de colores brillantes, con las diferentes banderas que ondeaban con el viento.  En cambio, en el centro, una amplia porción de terreno había sido cuidadosamente nivelada y cercada.  Allá se realizaría el torneo, primero la justa a caballo y después la refriega.  Se habían montado soportes de madera enfrente del Palacio Comunal y habian sido adornados con lujosos drapeados de tela color escarlata, finamente decorada con bordados dorados, y suaves almohadas.  Allí, los nobles y los más adinerados podrían disfrutar del espectáculo.

    Una variada multitud de personas recorrían toda la plaza: caballeros y guerreros, sirvientes y escuderos, mozos de cuadra tratando de mantener limpios a los animales, comerciantes que vendían comida, vino y cerveza; saltimbanqui, acróbatas y malabaristas.  Un caos festivo que inducia al buen humor y despertaba miedo al mismo tiempo.  Los caballeros vestían como dictaba la moda del momento, con excepción de algunos que llevaban trajes oscuros.  Los más ricos exhibían deliberadamente telas muy solicitadas y sin ninguna duda muy costosa.

    A pesar de hacer calor, Bino había viajado con la cota de malla, como era su costumbre.  Sobre la malla metálica llevaba una simple túnica amarilla que había tenido mejores días, sobre esta estaba bordado el emblema de la familia, un escudo azul escalonado de blanco y coronado por un lirio.

    Llegaron hasta un funcionario de la Republica que estaba sentado sobre un banco y desmontaron del caballo.  El hombrecito identificó a Bino gracias al emblema que llevaba y a una serie de pergaminos con las miniaturas de todos los blasones participantes.  No pudo esconder una mirada de asombro cuando vio la ropa de Bino y en su mente lo clasificó inmediatamente como un campesino completamente ajeno a la vida civil.  Sacudió la cabeza y llamó a uno de los muchachos que estaban a su alrededor.

    —Acompañad a messer[5] Abate del Malia a su pabellón —dijo jalando al muchacho por un brazo, sin muchas ceremonias.

    —Buena suerte messere —agregó rápidamente mirando a Bino para saludarlo.

    Llevando a los caballos por las riendas, Bino y su sirviente se encaminaron a prisa detrás del muchacho, que se había marchado apresuradamente, insinuándose ágilmente entre los caballeros y toda las demás personas que llenaban la plaza.

    —¡Venid, messere, no os quedéis atrás! —Les gritó el muchacho alegremente sin detenerse— ¿Esperáis ganar mañana? ¿En qué competiréis? —preguntó, con una buena dosis de descaro.  Bino se puso a reír.

    —En el cuerpo a cuerpo, muchacho, Pero ganar... vamos, no me toméis el pelo, ¡sería pedir demasiado!

    El muchacho se detuvo de golpe para mirar mejor al caballero que estaba acompañando.  No lo conocía y sin embargo parecía un campesino, con la cota de malla encima y ese traje descolorido.  A primera vista le había parecido un joven robusto y vigoroso, ¿por qué no esperaba ganar? Todos querían ganar y estaban seguros de lograrlo.

    Bino notó la mirada pensativa del muchacho y lo invitó para que siguiera caminando con una palmadita en la cabeza y otra risotada.

    —¿Gianni, explicadle porque no es tan fácil ganar? De lo contrario este mocoso no podrá dormir en toda la noche.

    Gianni explicó pacientemente.

    —Mi amo sabe muy bien que es difícil ganar en un cuerpo a cuerpo, especialmente si no tiene amigos de su parte.  Aquí él no conoce a nadie prácticamente y por supuesto no tiene amigos en esta ciudad —concluyó, mirando más a Bino que al muchacho.

    —No podríais haberlo dicho mejor —confirmó Bino.

    El muchacho tuvo que haber comprendido ya que no parecía estúpido, pero todavía seguía perplejo.

    —Pero si no habéis venido para ganar, ¿qué vinisteis a hacer?

    —¡A divertirme, que pregunta! Nunca he participado en un torneo como este y quiero intentarlo.  Además, quien sabe, tal vez encuentre alguna hermosa muchacha... —concluyó guiñando un ojo y dándole otra palmada en la cabeza.

    Siguieron abriéndose camino entre la gente, pero el muchacho no tenía intenciones de dejar de hablar.

    —¿Ve a ese caballero de allá? Él será quien gane el cuerpo a cuerpo, messere —dijo con la intención de provocar a Bino.

    Bino siguió la dirección del índice del muchacho y vio a un hombre alto y delgado.  Estaba vestido con un jubón oscuro, de corte audaz que exaltaba los amplios hombros.  El cabello era rizado y de un negro muy vivo.  La cara recién afeitada.  De vez en cuando, mientras hablaba, sonreía cordial mostrando el blanco brillante de sus dientes.

    Bino lo observó mejor.  La ropa a la moda y el comportamiento refinado no era suficiente para culpar al muchacho.  Ese hombre con su físico escultural y atlético transmitía una gran seguridad en sí mismo.   Aunque a primera vista podía parecer simplemente un dandi[6], sus movimientos mostraban una elegancia casi felina. Seguramente era un excelente espadachín.

    Bino notó el emblema bordado en el jubón, un escudo de armas dorado con una banda negra contrastada que lo cortaba por la mitad. A juzgar por lo mucho que brillaba bajo los rayos del sol, probablemente fue hecho con hilos de oro real.

    —¿Muchacho, podéis decirme como se llama ese hombre?

    Bino conocía el emblema, como cualquier persona podría conocerlo.  Era el emblema de la familia Bonsignori.  Su banco, la «Gran Mesa», era el más importante del mundo.  Su volumen de negocios era tal, que desde Flandes hasta Apulia, desde Inglaterra hasta España, todos los habian escuchado nombrar al menos una vez, incluso los siervos más humildes.  Bino había escuchado hablar mucho de Niccolò Bonsignori, acérrimo gibelino[7], que había sido exiliado de Siena justamente por su lealtad al Emperador.  Ese hombre que Bino estaba mirando, por lo tanto, no podía ser él.  Primero que todo porque era demasiado joven.  Bino evaluó que tendría más o menos su edad, unos años cuando mucho.

    —Ese es Filippo Bonsignori, hijo de Niccolò —le respondió Gianni, adelantándose al muchacho.

    —¡Sí! ¡El más fuerte espadachín del mundo!

    —Vamos mocoso, no exageréis —Bino por tercera vez dio una palmada en la cabeza del muchacho—, a lo mucho será el más fuerte de Siena.

    Filippo Bonsignori estaba conversando con otro hombre, mucho más bajo pero igual de ancho.  Mientras escuchaba lo que su interlocutor le estaba diciendo, Filippo miraba alrededor.  Su mirada no permanecía nunca por más de un momento sobre alguien o algo en particular, pero Bino tuvo la impresión que el sienes notó que él se había quedado a observarlo.  Se sintió vagamente incómodo.  Decidió alentar a su compañero parlanchín para darse prisa, entonces del pabellón que estaba detrás de Filippo Bonsignori llegó una mujer.

    Bino había empezado a caminar, pero se detuvo de inmediato para mirarla. Su corazón empezó a latir más rápido.

    Se quedó mirándola, embrujado.  Sus ojos nunca se habían posada sobre nada tan bello.

    Gianni trató de sacudirlo, no era digno quedarse ahí parado como un tonto.  Además, aunque la dama no parecía darse cuenta que Bino la estaba mirando, Filippo Bonsignori ahora miraba al pequeño grupo con aire interrogativo.

    Bino se despertó.  En vez de seguir al paje, se dirigió directamente hacia la encantadora joven.

    Intuyó que Filippo tenía que conocerla, ya que se había detenido a su lado.

    —Salve, messere —comenzó Bino, dirigiéndose a Filippo Bonsignori.

    El noble sienés le sonrió, cordial

    —Buenos días tenga usted —le contestó al saludo.  Observó el emblema de Bino.

    —Si no me equivoco, debéis ser Bino de los Abates de Malia.  Tuve el honor de conocer a vuestro hermano —agregó Filippo.

    El hombre robusto que estaba hablando con Bonsignori miró a Bino de pies a cabeza. Tuvo que levantar un poco la barbilla para mirar a Bino a la cara. Parecía decididamente molesto por haber sido interrumpido en la conversación.

    Bino lo ignoró. De hecho, ni siquiera prestó atención a las palabras de Filippo. No tenía ojos más que para la bella dama. De cerca era aún más fascinante.

    Filippo lo notó.

    Messer Bino, permitidme honrarlo presentando a mi hermana, madonna[8] Elena Bonsignori.

    Esta vez Bino se dignó a mirar bien a Filippo. ¡Su hermana! ¡Una Bonsignori!

    Elena se presentó, haciendo una elegante reverencia.

    Bino tomó su mano y con una inclinación la rozó con sus labios. El olor de su piel era intoxicante.

    Se miraron a los ojos y Elena le sonrió.

    —¿Messer Bino, participareis mañana en el torneo? —intervino el amigo de Filippo Bonsignori, en un intento por atraer su atención.

    —Sí.  Lucharé en la refriega —le respondió, vagamente fastidiado por la interrupción.

    —¡Oh, es una lástima! Tendríais más posibilidades en la justa.  En la refriega participan los mejores luchadores de Siena, incluyendo a messer Bonsignori y su servidor.

    El noble de Siena, subrayó su presencia en el torneo dándose un par de golpes con la mano en su imponente pecho.  Parecía casi un toro pateando el terreno para asustar al que estaba en frente.

    Por supuesto, Bino no se dejó intimidar y estuvo por responder al insolente insulto, pero Filippo se le anticipó, como si hubiese intuido sus intenciones y quisiera bajar los ánimos rápidamente.

    —Ciertamente participarán los mejores.  El honor de ser premiados por mi maravillosa hermana es muy ambicionado.

    Un vago rubor tiñó el rostro claro de Elena.  Bino se giró hacia ella.

    —Si vos sois quien premie al vencedor, madonna, siento que ya tengo la victoria en la mano, aunque tenga que enfrentar a una bandada de dragones.  Vuestra sonrisa multiplicará mis fuerzas.

    El amigo de Filippo pareció hervir ante esas palabras.

    Sin embargo, Elena rio complacida ante tanta audacia.  Su risa era una melodía más refrescante del canto de los pájaros en primavera, delicados y sensuales como seguramente sería el toque con sus dedos.  Miró a Bino, con sus ojos oscuros y penetrantes, haciendo todo lo posible por no verse descarada.  Luego le sonrió nuevamente.

    —Entonces podéis contar con mi sonrisa, messer Bino de los Abates de Malia y que esta, os otorgue los poderes que posee.

    El amigo de Filippo estaba por decir algo pero, nuevamente, Filippo se entrometió para evitar problemas.

    Messer Bino, ahora perdonadme, pero tengo que dejaros.  Mi hermana y yo tenemos que hacer los honores de la casa, vos comprenderéis.  Será un placer encontraros en la arena —agregó mirando a Bino a los ojos. Filippo tenía los ojos azules, como el cielo despejado de un día de invierno. Bino tuvo la impresión de que el verdadero oponente en la pelea era él, Filippo Bonsignori, y no ese energúmeno de su amigo.

    Bino saludó a Filippo con la misma cordialidad que el noble sienes le había reservado, se inclinó galantemente ante la hermosa Elena y apenas se dignó en hacer un gesto hacia el otro.

    Miró a Elena, que se alejaba entre los dos. Su caminar fue sinuoso y el vestido rojo oscuro que se adhería a su espalda exaltaba sus pasos.

    Demonios, pensó Bino.

    ¡Ganaría ese torneo!

    ***

    Bino se acomodó en el pabellón que la ciudad de Siena le había generosamente puesto a disposición.  Para ser precisos, la gran carpa no era completamente para él.  Tendría que compartirla con otros participantes del torneo, casi una docena de guerreros de los cuales algunos no tenían ni siquiera orígenes nobles.  Bino no le importó en absoluto.

    Desde el momento que la vio, un solo pensamiento había dominado su mente.

    Elena Bonsignori.

    Sin lugar a dudas la cosa más bonita que había jamás visto.  La más agraciada, la más curvilínea y la mujer más atractiva que jamás había visto.  El cabello negro y ondulado, libres de cualquier peinado, le caían sobre sus hombros descubiertos y le acariciaban la espalda.  Llevaba un traje tejido con un brocado muy refinado, rojo con tonos más oscuros a medida que bajaba.  Estaba decorado con un dibujo de lirios en relieve, firma inconfundible de la maestría de los mejores tejedores florentinos.  Si bien los hombros eran la única parte del cuerpo visible, además de las manos y del rostro, sus formas perfectas se adivinaban bajo el vestido ajustado.  El seno redondo sobresalía con gracia y las caderas dibujaban curvas que habrían puesto a dura prueba al más casto de los hombres.  ¡Y

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