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La última matanza: El turno nocturno, #2
La última matanza: El turno nocturno, #2
La última matanza: El turno nocturno, #2
Libro electrónico149 páginas2 horas

La última matanza: El turno nocturno, #2

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Información de este libro electrónico

El trabajo de Sam da asco. Y está a punto de empeorar.

Después de ser testigo de un sangriento ataque, la empleada de aparcamiento Sam se ve arrastrada a un mundo que jamás había sabido que existía: un mundo de secretos y oscuridad. Un mundo de vampiros.

Una amenaza acecha en el horizonte para aquellos empeñados en mantener la paz entre los vivos y los muertos vivientes.

Justo cuando Sam pensaba que había terminado de vérselas con monstruos, aparece algo nuevo e incluso peor. John, el mago cobarde, ha vuelto a la ciudad.

¿Podrá Sam dar con la fuente de esta nueva violencia? ¿Salvarán ella y sus amigos la vida nocturna de la ciudad o pasarán a formar parte de ella?

Descúbrelo en.... La última matanza, la emocionante secuela de El aparcamiento de Cthulhu.

IdiomaEspañol
EditorialD.S. Ritter
Fecha de lanzamiento3 jul 2019
ISBN9781393602392
La última matanza: El turno nocturno, #2
Autor

D.S. Ritter

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    La última matanza - D.S. Ritter

    Capítulo Uno

    —Oficina Central a Siete-Uno. ¿Me oyes, Siete-Uno?

    Sam estaba de pie en la entrada del aparcamiento, mirando fijamente hacia el reloj de la torre del banco que había al final de la calle, deseando que fuera más rápido. Eran las once en punto de un martes, el centro estaba tranquilo y no tenía nada que hacer durante la siguiente media hora.

    El aire nocturno era inusualmente cálido y dulce, perfumado por las flores recién plantadas alrededor del edificio. Pero, a pesar de lo bueno que hacía, Sam se dio cuenta de que su mente vagaba, como solía hacer, hacia momentos más oscuros. Había pasado un año desde que la ciudad había explotado regando las calles con aguas residuales. Ann Arbor había sido un completo desastre con las calles cortadas por reparaciones durante meses, llenas de conos naranjas por todas partes.

    —Oficina Central a Siete-Uno. ¿Sam?

    Saliendo de su ensimismamiento, cogió la radio:

    —Aquí Siete-Uno, perdón. Oficina Central.

    —Por fin. ¿Puedes hacer un recuento de coches, por favor?

    —Diez-Cuatro.

    Sam bajó las escaleras hasta el nivel más profundo del aparcamiento. Esperó un momento cuando llegó abajo del todo, hasta que la detectaron los sensores y se encendieron las luces. Hacía tiempo que se había enfrentado a sus miedos. No había dejado de ponerse nerviosa en la oscuridad, el sótano no había dejado de ponerle los pelos de punta, pero podía convencerse a sí misma de que, probablemente, no había nada merodeando por allí. Era capaz de hacer un recuento de coches sin llevar un arma, aunque seguía pegando un salto cuando oía algún ruido inesperado.

    La cisterna había sido reparada unas semanas después de que todo reventara y todavía la comprobaba de vez en cuando, aunque solo fuera para convencerse de que aquel vacío sin fondo había desaparecido. Esa noche pasó de largo, contenta con tan solo hacer el recuento.

    Sam fue subiendo por el edificio, planta por planta, contando los coches. Las cosas habían tardado casi un año en calmarse. Ya no había más monstruos transdimensionales. Joe Huckabee jamás fue encontrado. Todavía tenía pesadillas con él; con sus ojos vidriosos desapareciendo en la oscuridad del vacío.

    El aire bajó de temperatura cuando llegó a la última planta. Una brisa refrescante le recordó que el otoño estaba en camino, a pesar de que el verano se negaba a terminar. Miró hacia arriba, a las apagadas estrellas visibles a través de la contaminación lumínica de la ciudad. No había manera alguna de que se volvieran a alinear en contra suya, ¿no? ¿Cuántos años tardaría todo en volver a parecer normal de verdad? Si es que eso era posible.

    Había siete coches aparcados en el nivel superior y estaba a punto de terminar el recuento cuando se dio cuenta de que uno de ellos estaba ocupado. Observó durante un segundo y se dio cuenta de que había dos personas dentro en diferentes estados de desnudez. Las ventanas estaban empezando a empañarse.

    —Ah, venga ya —murmuró. No es que no lo entendiera. A veces la gente no podía esperar hasta llegar a casa. A veces a la gente le gustaba la emoción de que a lo mejor los pillasen. Pero, tratar con estas situaciones era, probablemente, la parte que menos le gustaba de su trabajo. Nadie apreciaba que lo interrumpieran, incluso si la que les pedía que se fueran era ella y no, por ejemplo, la policía. Bueno, a lo mejor aún podía irse de allí.

    —Siete-Uno a Oficina Central —llamó alzando la voz para que, tal vez, así la oyeran.

    —Adelante, Siete-Uno. ¿Tienes el recuento?

    —Acabo de encontrar a una pareja..., eh..., dándole al tema. ¿Cómo quieres que maneje la situación?

    —¿Dándole al tema?

    —Practicando sexo en el coche.

    Hubo un silencio incómodo en la radio. Dio por hecho que Marcus, el encargado de noche, no agradecía su franqueza, pero no tenía toda la noche para andarse por las ramas.

    —Bueno, pues..., vas a tener que pedirles que se vayan...

    Sam refunfuñó.

    —Diez-Cuatro. Eh, chicos —dijo en alto, dando un golpe en el maletero del coche—. No podéis hacer eso aquí, ¿vale?

    Profundamente interesados el uno en el otro, no parecieron darse cuenta de ella. Suspirando, se acercó a la puerta del conductor, intentando no ver lo que pasaba dentro.

    —Venga, no quiero ser borde —dijo dando golpecitos en la ventana—, pero mi encargado dice que tenéis que iros de aquí.

    Después de un momento, se tragó la vergüenza y miró dentro del coche, interesada en ver si la estaban escuchando. La mujer estaba de espaldas a Sam, pero podía ver, más o menos, al hombre. El trozo de cara que no tenía enterrado en el pelo castaño de la mujer era atractivo. Era pálido con rasgos oscuros, y Sam no pudo evitar notar que tenía una piel perfecta, como la de un modelo retocado. O sea, había leído sobre piel suave como el alabastro, pero nunca antes la había visto. Era casi hipnótica.

    Sin aviso previo, la mirada de él se encontró con la suya. A Sam se le heló la sangre. Tenía los ojos negros, como los de un tiburón, y la manera en que la miraba hacía que todo su cuerpo le gritara: «¡Corre!». Solo hicieron falta un par de segundos para confirmar sus sospechas, levantó la cabeza del cuello de la mujer al que había estado prestando toda su atención con sangre escurriéndole de la boca.

    Sam simplemente se quedó mirando, demasiado impactada para pensar con claridad.

    La cara de él se contorsionó en una horrible mueca y se echó hacia la puerta del lado del pasajero. No ofreció nada de resistencia. El marco de metal interior chirrió mientras se doblaba hacia fuera rompiendo la ventanilla en mil pedazos. Con un pequeño esfuerzo final, la puerta se soltó de las bisagras y salió despedida a un metro y medio. Sam pegó un salto cuando dio contra el hormigón.

    —¿Tú qué cojones eres? —preguntó ella, dándose cuenta de que, lo mismo, podría morir unos segundos después.

    Él tan solo siseó como un animal salvaje enfadado, mostrando sus afilados dientes manchados de sangre. Luego, se dio la vuelta y se fue hacia el borde del tejado, más rápido de lo que había visto nunca moverse a nadie. Cuando llegó al muro bajo, saltó sobre él como si estuviera haciendo atletismo.

    —Mierda —dijo Sam entre dientes, mientras le veía desaparecer de su vista.

    Se quedó de pie un momento, totalmente impresionada. Luego, se acordó de la mujer del coche.

    —Señora —dijo mientras miraba dentro. La mujer estaba tirada sobre el asiento del pasajero, con el pelo tapándole la cara—. Señora, ¿está viva? —Era difícil distinguir si aún respiraba.

    Sam le tocó el hombro con una mano temblorosa y pareció volver a la vida, sentándose de golpe como si la hubieran pillado echando una cabezada en misa.

    —¿Dónde está? —preguntó la mujer mirando atontada alrededor—. Y..., ¿qué le ha pasado a mi coche? —Le goteaba sangre de dos incisiones en la garganta, pero no pareció notarlo.

    —Un momento, señora —dijo Sam, andando hacia el borde el tejado—. Intente no moverse. Voy a tener que llamar a una ambulancia.

    —Vale, supongo... —dijo confusa.

    —Siete-Uno a Oficina Central. Siete-Uno a Oficina Central.

    —¿Qué pasa, Siete-Uno?

    —Llama a un ambulancia. Hay una mujer herida y creo que tenemos un suicida.

    —Voy a necesitar que llames a la oficina.

    Sam apartó la radio y cogió el teléfono móvil.

    Nunca había visto un cadáver antes. El corazón le iba a mil mientras se asomaba lentamente sobre el muro mirando hacia el callejón de abajo, temiendo lo que se iba a encontrar. Pero no había ningún cuerpo. Ni tripas, ni sangre, ni señales de que alguien se había ido cojeando con un par de piernas rotas. Lo cual era todavía peor. Notó que toda la piel se le ponía de gallina.

    —¿Y ahora qué coño pasa aquí? —dijo entre dientes.

    —¿Tienes un suicida, Sam? Tengo a la operadora al teléfono.

    —No, pensé que había visto... No sé qué es lo que he visto. Tengo a una mujer sangrando en el coche, eso sí. Está en el tejado y está despierta...

    —Entonces, ¿no hay suicida?

    —No, creo que no. No veo a nadie.

    —¿Estás segura? ¡Necesito una respuesta, Sam!

    —Yo... De verdad que no lo sé.

    Mirando fijamente por encima del muro sintió sudor frío cubriéndole la frente. Algo le hizo cosquillas en la nuca, pero cuando se dio la vuelta, allí no había nada.

    Capítulo Dos

    —Eh, Sam, espera.

    Medio dormida, Sam detuvo sus penosos andares hacia la Oficina Central en Siete-Seis y se dio la vuelta. Pete Stevenson estaba asomándose por la ventanilla de la garita haciéndole señas. Cuando ella empezó a trabajar allí, él hacía el tercer turno, pero se había cambiado a días, prefiriendo dejarse las noches libres. Por lo que ella sabía, se movía con gente más joven.

    —¿Qué pasa, Pete?

    —He oído que anoche tuviste un suicida.

    Sam se encogió de hombros.

    —No. Pensé que lo tenía, pero parece ser que fue una agresión o algo así.

    —¿La señora va a presentar cargos?

    —Parece que no. —De hecho, la mujer había mostrado más interés en volver a engancharse al tipo que en identificarle en una rueda de reconocimiento. Los de urgencias habían achacado su actitud al hecho de tener medio litro o un litro menos de sangre y a haberse pegado unos cuantos lingotazos de Jägermeister.

    —Suena como la que encontraron en la universidad. Pero esa estaba totalmente inconsciente.

    —Joder, ¿en serio?

    —Sí, tía, ten cuidado por ahí.

    Sam asintió y le dijo adiós con la mano.

    —Tú también, tío.

    Por la ventana de la oficina vio a alguien nuevo que estaba de pie con Tina Gerardi junto a la mesa del encargado. Era un chico joven, delgado, de unos veinticinco años, con el uniforme de Empire puesto. El chico inclinó la cabeza cuando entró y ella le saludó de vuelta.

    Tina, a la que habían ascendido solo unos meses antes, estaba realizando las tareas de emisión y manejando la radio al mismo tiempo que el chico nuevo intentaba mantener una conversación con ella.

    —Me he mudado hace solo dos días —continuó él—. Ann Arbor parece un pueblo agradable. Un poco como Ashville. Es donde fui a la

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