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A orillas de la noche
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A orillas de la noche
Libro electrónico286 páginas5 horas

A orillas de la noche

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En el idioma abjasio la palabra "guerra" significa "asesinato mutuo", una definición cruel pero honesta, sin matices paliativos. Por lo visto, se remonta a la época muy remota cuando el ser humano llamaba las cosas por su nombre, porque aún no existían las normas "políticamente correctas". Los pueblos del Sur del Cáucaso llevan ya dos décadas matándose unos a otros. Se han quedado atrás los momentos más devastadores, aunque en un lugar u otro brotan fuentes de discrepancias, cobrando más y más vidas...
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento24 jul 2017
ISBN9789585636019
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    A orillas de la noche - Daúr Nachkebia

    A ORILLAS DE LA NOCHE

    1ª Edición: Marzo 2017

    ‘Берег ночи’ permission by DAUR NACHKEBIA.

    Copyright © D.Nachkebia, 2012.

    © 2017, Poklonka Editores S.A.S., Bogotá, Colombia

    © 2017, Marcia Gasca, por la traducción del ruso al español

    Diseño y diagramación: Santiago Pinzón

    ISBN: 978-958-56360-1-9

    Depósito legal

    Poklonka Editores (PLE) S.A.S.

    Calle 62 # 4-25 of. 404

    Bogotá, Colombia

    www.poklonka.co

    Todos los derechos reservados. Queda rigurosamente prohibida la reproducción total o parcial de esta edición por cualquier medio o procedimiento, cualquiera que sea su finalidad.

    A ORILLAS DE LA NOCHE

    Daúr Nachkebia

    I

    Yo no soy yo

    NN

    Desde finales de agosto del año 92 y hasta su caída en combate en las inmediaciones de Sujumi, en el verano del 93, Adgur A. estuvo llevando unos apuntes.

    Un cuaderno escolar de color azul oscuro, noventa y seis hojas; las primeras páginas habían sido arrancadas («...me apresuré a arrancarlas y ahora lo lamento. Como quiera que sea, era un texto, aunque sin habilidades y chapucero, pero logrado con empeño, como lo hace un escolar, que sudaba pescando las palabras de su escaso pero aún fresco y fuerte vocabulario. Este alumno no escribía muy bien, desvirtuaba el sentido, de las palabras que apenas se reconocían en el papel. No obstante, con una precisión absoluta y nada casual, caracterizaban al autor. Sin él saberlo o adivinándolo de forma vaga, presa de un terrible pánico, se desnudaba, se despojaba de la soledad en total desamparo. Por cierto, era un cuaderno cuadriculado... Pero los números, engañosamente mudos y empecinadamente unívocos también son texto...»). Está escrito con bolígrafo y las palabras se quedan a medias; la tinta de las letras poco a poco se desvanece con cada nuevo trazo. El esfuerzo no había fructificado: la huella impaciente y molesta del bolígrafo al vaciarse casi agujerea la hoja.

    El escrito no estaba dirigido a mí ni tampoco había sido legado a nadie: Adgur A. no se rebajó a un coqueteo enternecedor con el destino («...escribo a ninguna parte: entre las actitudes humanas, pocas resultan más desinteresadas y verídicas que esta. Esperar repercusión significa debilidad, si no cobardía y lástima de sí mismo»). Sin embargo, alguien que estuvo junto a él el día de su muerte, lo escuchó hablar de mí un par de veces, lo recordó, y cuando nos vimos por casualidad en Sujumi y nos conocimos, me entregó el cuaderno. Entablamos conversación y me contó las circunstancias en que cayó Adgur A., si se le puede llamar caída en combate a una renuncia a la vida. Pero todo a su tiempo.

    El día transcurría en relativa calma: no había tiroteos ni escaramuzas. En realidad, los obuses disparaban, aunque más abajo del sitio donde se hallaban, hacia el vado y el puente colgante, cerca de allí. Solo les molestaba un francotirador, ubicado en el bosque encima de ellos, más allá del claro, cerca de Shrom, que no les dejaba levantar la cabeza. Le prestaban poca atención y si acaso por aburrimiento, después de cada disparo, realizaban una maniobra de engaño: asomar un palo con un trapo de color vivo. Pero a veces, de pronto, sin motivo alguno, silba una bala: al parecer, al fusilero de Shrom, tras errar la primera vez, lo traicionan los nervios y comienza a tirar a cuanta sombra se mueve; así que en cuanto pasa volando la bala, le responden con una sarta de selectos improperios en tres idiomas: abjasio, ruso y georgiano; en ocasiones, el callado y moreno Zaven pone su discreto granito de arena en armenio. En los dos primeros, abjasio y ruso, los improperios suenan particularmente sabrosos y variados, aunque, en lo que se refiere a blasfemias, al abjasio, una lengua más joven, le resulta difícil igualarse al experimentado ruso; en georgiano, dado el escaso dominio de este idioma, suenan flojas, pobres, llenas de aburridas repeticiones.

    Adivinan quién pueda ser, espiándolo con ojo depredador: de seguro un Gogui¹ graduado universitario, pues un simple Gogui —en especial un kajetio o un rachinio— difícilmente entienda algo de óptica, ¿o pudiera ser una yegua tonta de pelo rubio y piel blanca, del grupo «Pantys Blancos», enviadas desde el Báltico? La mayoría se inclina, o en verdad desean que les estuviese apuntando no alguien tosco y peludo, sino una chica suave, tierna y tersa; y en alta voz sueñan con que tarde o temprano llegarán hasta la francotiradora acostada en el suelo, y por muchas coces que tire esa piernas largas, le arrancarán los pantys y... Por supuesto, aquí varía el matiz de las malas palabras.

    Adgur A. tuvo no poca participación en esto, incluso soltó una palabrota en letón o en estonio, que le había escuchado a un compañero de estudios literarios. Sin embargo, a los otros las palabrotas norteñas les parecieron desabridas al oído.

    De pronto, durante un alto al fuego, Adgur A. se puso de pie, subió a un montículo no muy elevado que les servía de parapeto natural, se arrancó el casco que no se había quitado durante toda la guerra (por lo que muchos se burlaban de él, pero Adgur A. comprendía la broma sin molestarse), y lo arrojó haciendo un amplio gesto con el brazo. Sería más correcto decir que lo lanzó. El casco describió un arco ascendente, no abrupto, aunque sí preciso, alcanzó la cima y —brillando con malicia en los rayos del sol que hacía poco había cruzado perezoso la línea del mediodía—, siguiendo aquella misma curva invisible, ahora descendente, cayó a tierra, golpeó ruidosamente contra ella y arremolinó el polvo.

    El que me lo contó no lo describió así, eso lo inventé yo después. Él simplemente dijo: Adgur A. se quitó el casco y lo tiró. Nadie vio cómo brillaba, qué forma o fórmula de la curva describió en el aire, cómo arremolinó el polvo al caer, si es que lo arremolinó y no fue que simplemente cayó sobre la hierba marchita, y si es que provocó algún ruido... Claro que lo provocó, no podía dejar de hacerlo, esa es una propiedad indiscutible de la envoltura gaseosa denominada atmósfera en la que habitamos.

    Pero, ¿los arcos y el brillo que nadie advirtió, el sonido, que sin duda se produjo y que nadie escuchó, que no llegó a ningún oído a través de la modorra que colgaba en el aire, con qué derecho y a santo de qué deben ser incluidos en el texto? Y el sol que se menciona, como si desde la mañana —ya que era verano, un verano insoportablemente caluroso— no estuviera abrasándolo todo, y solo ahora se hubiera asomado, para descender hasta el casco y darle la posibilidad de brillar malicioso en sus rayos, ¿por qué el sol debe ser incluido? No lo sé. El fragmento completo me parece traído por los pelos. Me imagino la mueca que habría hecho Adgur A.

    Adgur A. tiró, arrojó, lanzó, soltó o de cualquier otro modo —como más le convenga a cada quien— se deshizo del casco, y al cabo de algunos segundos (estoy tentado a decir angustiosos) se desplomó; casi al unísono resonó el chasquido de un disparo atenuado por la distancia. La bala le dio en la cabeza y lo mató al instante. Mientras caía, el casco aún iba describiendo en el aire una curva sencilla.

    Nadie podía comprender por qué había hecho eso. Conjeturaban, decían esto, aquello, pero al final no pudieron llegar a un consenso. A posteriori aparecía una explicación, recordaban una palabra al parecer dicha por él días atrás, y esa palabra descubría su intención, aunque entonces no le prestaron la debida atención, la dejaron pasar. Y en general, su conducta de los últimos tiempos —sus repentinas abstracciones, cuando de pronto parecía petrificado, como atrapado en el hielo, y sus ojos miraban a un punto fijo sin pestañear, lo taciturno que se había vuelto, tanto que apenas le brotaban las palabras—, aquellas actitudes extrañas que por lo visto antes pasaban desapercibidas, indicaban resquemores internos.

    Sin embargo, para algunos, Adgur A. seguía siendo el mismo que habían conocido desde el principio; no habían visto aquellas desviaciones que advertían perspicaces los partidarios de la versión anterior. Seguramente Adgur A. solo estaba cansado, necesitaba un respiro, siquiera de una semana, quizás entonces las cosas habrían salido bien. No resistió, no era de hierro.

    Otros culpaban de todo a la «hierba»: Adgur A. no tenía freno con ella y a menudo fumaba hasta perder el pulso.

    No obstante, todos reconocían que se había encaramado en el terraplén y expuesto a la bala por su propia voluntad.

    «Cerca de nosotros, cañada abajo, sobre el río, estaban las ruinas de una fortaleza milenaria. Ella, mejor dicho, lo que quedaba, estaba situada sobre una colina, cubierta de vigorosos, fornidos, antiquísimos robles. ¡Unas miserables ruinas! Solo con la poderosa imaginación —la mente me pide que diga «enfermiza»— de un amante de las antigüedades, de un admirador de las tradiciones, se puede convertir esas ruinas en algo patriótico y majestuoso.

    Todo lo que es derrotado por el tiempo resulta lastimoso. Hasta da risa, ya que a menudo se construía para enfrentarse al tiempo, alimentando la eterna esperanza de permanecer como una pequeña isla, inquebrantable en medio de un torrente arrasador. Andaba por las ruinas y no experimentaba nada, excepto desilusión: ni estremecimiento ni entusiasmo espiritual, el corazón permanecía impasible, seguía latiendo acompasado. El follaje se cerraba encima de las ruinas, esas piedras que el hombre alguna vez cortó y más tarde colocó para ocultarse a sí mismo y sus miedos detrás de ellas. De vez en cuando un delgado rayo de sol penetraba hasta el suelo y entonces se volvía más evidente lo que ellas me recordaban: un cadáver. Yo andaba por un cadáver de piedra. Y la hierba tan tierna, paliducha, sin vida...

    No me venía el sueño. La fortaleza se me colaba en la mente con todos sus atributos: el nexo de las épocas, el pasado heroico, el legado de los padres... La fortaleza intentaba resurgir de las cenizas. Pero yo no se lo permitía; en cuanto trataba de alzarse y comenzaba a fingir aquella sospechosa grandeza de antaño yo la hacía retroceder a las cenizas.

    Más me interesaba lo que no estuviera hecho por el hombre. Sentía con más agudeza su cercanía: la noche, las estrellas, el bosque... La noche resultaba común, mostrando su oscuridad impenetrable y sus sonidos, misteriosos y terribles que helaban la sangre en las venas. El bosque vivía su propia vida, sin invitarme a ser su cómplice. El bosque me negaba; y si no me negaba, al menos me rechazaba como algo ajeno, peligroso. Lo sentía con todo mi interior, con toda mi piel: yo era un intruso.

    Si el bosque donde me hallaba e incluso donde intentaba dormirme confiando en él me negaba, qué decir de las estrellas que brillaban a una altura inalcanzable y gélida. No me necesitaban. Les daba igual si yo existía o no, si era un hombre o una babosa. Mi presencia o ausencia en el mundo bajo las estrellas nada le quitaba ni le ponía a su frío brillo.

    De ninguna manera ofrezco esta verdad de Perogrullo como un descubridor, pero tampoco repito de manera irreflexiva lo que han dicho otros, no hablo por boca de ganso. Sentí el frío y la indiferencia de las estrellas y del cielo en general como nunca antes, y quizás como nadie antes que yo. Y lo que descubrí fue magnífico: no le hacía falta a las estrellas, no le hacía falta al cielo, era libre y estaba solo.

    Ella dijo entonces: «¡qué noche!», y sin duda lo dijo sinceramente. Pero para mí sonó como aprendido, como un lugar común, y no porque lo sintiera en aquel instante. Me parecía que no cumplía mis expectativas. No obstante, yo no esperaba nada, al contrario, temía que ella soltara algo parecido y no lo quería. ¿Quizás la propia noche exigía que nos maravilláramos de ella? ¿Acaso esta sensación se podía expresar con una palabra agotada y marchita?

    Pero ese «¡qué noche!» ahora me sonaba de otro modo, no como un lugar común y un residuo de mal gusto. En algún momento, mientras agonice, yo también diré algo parecido, sin remitirme a la literatura como un pusilánime, y desapareceré en el que quizás sea el último año de la guerra.

    La noche fluía y me recordaba otra. Entonces habíamos salido al río que, en su fluir, hacía un ruido diferente al que provocaba de día. Brillaba porque había salido la luna. Se había dado cita el conjunto completo que necesitaba un romántico trivial: el río, la noche, la luna... Quizás de esta forma: el río, la luna, la noche; como quiera que sea, la noche envolvía el río y la luna. ¿O no? Porque la noche estaba aquí, y la luna, mira dónde está, fuera de la noche.

    El río. Yo escuchaba, tratando de sintonizarme con su sonido arrullador, que penetraba en mi alma con pasos disimulados, colmándola de su húmeda languidez. Sin embargo, no me venía el sueño. Entonces me imaginaba que yo corría unido al río, en su frío lecho de piedras. Un sollozo humano entre sueños, lo que llamamos vida, tan breve cual si fuera a desaparecer, comparado con su largo curso por entre las colinas, entre cantos rodados, que sobresalían como animales prehistóricos. Es probable que durante un verano bien caluroso bajara su nivel, quizás bastara un perro para lamerse lo que quedara de él, y hasta desapareciera en la arena junto a sus ruidos, se ocultara silencioso entre las rocas, y el cauce seco de piedras blancas reptara desde las montañas hasta el mar, escrutando mudo y ávido el cielo sin lluvias.

    Desde aquí solo escuchaba el ruido del agua al correr; en cambio, cuando me imaginaba que corría en medio de él, el ruido desaparecía, salían a relucir el frío de las aguas y la dureza de las piedras que cubrían el fondo. Soy enorme, del largo del río, reposo en su cauce, y a través de mí fluye el agua, primero tan helada que provoca escalofríos; luego, más cerca de los pies, ya cálida, fluye y fluye, sin interrumpirse, sin detenerse; y a mis costados se alzan las colinas.

    ¡Si pudiera fluir así eternamente!

    El sueño no me venía. En mi cabeza se agolpaban fragmentos confusos de algo leído en otros tiempos, acerca de las estrellas, las galaxias, el Big Bang, por lo general escuchado de labios de B.N. mientras bebíamos una taza de café en el Amra². Un ave se desgañitaba (¿quizá un ave toro?). O acaso era el sonido natural de un ser desconocido para mí y lo producía así simplemente, sin ningún esfuerzo. De forma natural, como un pedo. También soltaban pedos de manera original, sin las pretensiones proféticas de Dalí, los que se hallaban a mi lado acostados, presa del cansancio, entregados a la inconsciencia sin límites del sueño. Dormimos casi al aire libre, en una concavidad bastante amplia que remedaba una cueva, en la pendiente que ascendía en una subida abrupta. Aquí sopla el viento frío de las viejas piedras; en la remota antigüedad aquí encontró refugió el hombre primitivo, cuya vista, al igual que la nuestra, se dirigía impotente hacia el cielo estrellado. Y las estrellas titilaban, era el escape radiante de los gases del universo. Ahora ellas, según un orden establecido, hacían guiños para alegrar a imbéciles como yo.

    Me volví sobre el lado izquierdo, dirigiendo mi trasero al espacio, una cosa cálida y viva expuesta al frío y a la carroña de lo infinito: y me di el gustazo de tirarme un pedo de carne enlatada-leche condensada-adzhika³. ¡El rey de todos los pedos!

    Es una exageración. Dada mi flaquencia, solo una especial explosividad de la mezcolanza de carne enlatada, leche condensada y adzhika —nuestra comida habitual, además del pan— podía expresar tan sonoramente mi actitud ante el mundo. Era evidente que aquella explosividad no era suficiente, ya que la mezcla estaba diluida en agua: tras comerse aquello, la sed se hacía insoportable. No obstante, en el silencio de la noche, mi pedo de disertación resonó bien alto, y yo quedé satisfecho.

    Sin embargo, a lo lejos, más allá de Sujumi, cerca de Kelasur, un cañón georgiano se tiró un pedo y retumbó —mejor «pedoretumbó», esta palabra transmite con más fidelidad la magnitud del acontecimiento—, pero por su falta absoluta de ambiciones e imaginación, no lo soltó hacia el espacio cósmico sino hacia nuestras posiciones. Mucho más fuerte retumbó otro proyectil, antes de explotar en algún lugar de Nizhnaya Eshera.

    Tras haber soltado un pedo hacia el mundo del valle sumido en profundo sueño y hacia el de las montañas, que titilaba incansable, y habiendo expresado a través del escape de los gases que oprimían mi vientre toda mi obstinada inconformidad con el orden mundial, con el embrujador engaño de las alturas siderales y la insoportable belleza del bosque nocturno, yo, aliviado, sumido en una callada tristeza, me dispuse a conciliar el sueño. No había nada que deseara más que entregarme al olvido siquiera por algún tiempo. Olvidarme de todo, olvidarme de mí, como se olvidan los muertos de una vez y por todas de ese «yo» ahora innecesario, cuyo peso soportaron sobre sus hombros durante tanto tiempo, toda su vida terrenal. Oculto en las entrañas de la noche hasta el amanecer, quizás en la mañana me desperece y me alce del sueño, quizás el mundo, en su vuelo febril, agote su funesto ardor y yo lo encuentre, al mundo, pastando apacible en un claro cercano.

    Me dormí al son de pedos de distinto calibre y dirigidos a distintos objetivos...

    Escribo bajo un árbol. Acaba de amanecer, el sol se asoma, todos andan atareados, esperamos el relevo. Cumplimos con nuestras diez horas de campana a campana; ahora, que otros doblen el lomo. Y yo, en cuanto regresemos a la escuela donde acampamos, pediré un permiso de uno o dos días y me iré al campo a casa de mi tío. Lejos de todo esto, donde no se escuchen ni tiroteos ni explosiones. Espero que el miedo que oprime mi corazón entre sus heladas manazas, se calme, ceda, afloje los dedos y mi alma lo vea todo con más ligereza.

    Me ausenté para hacer mis necesidades —grandes y pequeñas— y luego me senté bolígrafo y papel en mano. Con un bolígrafo de tinta negra embadurno la superficie: el color negro es más visible, profana con más crudeza la blancura virginal de la hoja; ¿hará falta aclarar que el cuaderno es cuadriculado, y que ya él...? No sé. El precipicio se oculta tras esta hoja, que es como una de parra, bajo la hoja está el abismo. ¿Y si lo perforara y me asomara?

    Varias hojas se gastaron en las necesidades, está claro en cuáles: otro de los avatares del papel, al parecer, de los menos sublimes.

    Escribo acomodado sobre un enorme canto. Encima, el follaje emite un afanoso susurro mañanero; a veces, por entre las hojas se abre paso un tempranero rayo de sol, danza sobre la hoja del cuaderno, desaparece, después resurge a saltos.

    El árbol no me distrae, aunque en los días que llevamos aquí, más de una vez he estado parado debajo de él, con la cabeza echada hacia atrás. En esa postura miraba con qué decisión se empinaba hacia el cielo. Así podía estar durante horas, empinándome junto con el árbol hacia el azul del cielo y el frescor de la bóveda celeste. En el bosque, al menos en la parte que tuve tiempo de examinar, este árbol es el más poderoso, y exhibe una postura de rectitud indoblegable. Los demás árboles, de una forma u otra, hacen concesiones al cielo, se confabulan con él. La mayoría mantiene la cabeza inclinada en señal de inseguridad, de autohumillación, sus troncos son abultados, de marcada deformidad y, en general, no ocultan para nada sus torceduras, defectos, los azotes del destino, sino que al contrario, los exhiben impúdicamente, con incomprensible, rabiosa terquedad, como si eso los ayudara a prevenir la desgracia. ¡Somos horriblemente feos, apiádense de nosotros!

    En cambio este apunta al cielo. Los demás hacen susurrar su follaje, murmuran, refunfuñan, parlotean, pero él calla. Si hablara, solo sería bajo la fuerza de un huracán u otro elemento de la naturaleza, tan poderoso como él. Y estoy convencido de que hablaría con una voz distinta a cualquier otra, y no pronunciaría palabras atropelladas.

    Escribo de prisa, porque anoche me quedé dormido, hago las descripciones de forma típica, aproximada. Pero incluso si tuviese más tiempo, ¿qué podría agregar a esto? Y es que resulta imposible atrapar el instante en que te hundes en el sueño y te vas al fondo, y la luz que aún ves sobre la superficie del sueño —porque tú aún no estás completamente dormido— esa luz de pronto se apaga, la puerta de la jaula se cierra. No puedo hallar la palabra precisa para denominar ese punto de transición, puedo escribir mucho acerca del momento en que te hundes en la inconsciencia a todo lo largo, mejor dicho a todo lo hondo. Por lo visto, el asunto no está en la palabra, sino en que el hombre es incapaz de recordar ese instante infinitamente pequeño: o duerme o no duerme —casi como se decía antaño «estás vivo o estás muerto...»—, sin embargo en el paso de un estado a otro es como si no existiera, en el intervalo entre ellos el hombre desaparece. Eso me atormentaba desde que era niño, intentaba recordar la estrecha línea divisoria —más estrecha no puede ser— que traspasaba cada noche entre el sueño y la vigilia. No lo lograba: cada noche me perdía, y por la mañana, milagrosamente, de nuevo me encontraba. Llegué hasta el punto en que quedarme dormido representaba un verdadero suplicio, algo casi imposible, y no comprendía la despreocupación y frivolidad con que lo hacían los adultos. Y si el instante en que te quedas dormido resulta imposible de atrapar, pues con el mismo éxito logra escabullirse el instante de la muerte, y yo no estaba de acuerdo con eso.

    Pero alguien me llama... Durante mucho tiempo aún recordaré el árbol, no se me va de la cabeza».

    Beslán metió el cuaderno en el saco y allí lo dejó olvidado. Mejor dicho, se olvidaba hasta que necesitaba buscar algo dentro; entonces advertía aquel objeto azul oscuro que esperaba atentamente, casi como Adgur A. en vida, agazapado en el fondo. Nunca lo reconocía de inmediato y al reconocerlo se turbaba como lo había hecho la primera vez. Entonces no pudo negarse, aunque sentía una incomodidad interior por su inesperado papel de heredero de secretos ajenos. Aquello no le causaba un entusiasmo particular, puesto que durante el último año o año y medio antes de la guerra había tenido poco contacto con AdgurA.; se veían de vez en cuando por la ley del movimiento de Brown, y su amistad poco a poco se fue deshaciendo. Digamos que era una amistad circunstancial, por no tener otra cosa que hacer, más bien eran buenos conocidos y no amigos.

    A Beslán le había quedado un regusto de aquella relación, a pesar de que entre ellos no hubo ningún equívoco, reticencia, celos ocultos o agravios secretos. Sin embargo, algo los había distanciado fuertemente; tras un año de estrecha comunicación casi a diario eso se le hizo evidente a ambos, de pronto se sintieron apenados y se separaron sin más. Y cuando Beslán supo de la muerte de Adgur A., la amargura por su amistad no concretada solo se agudizó, como si hubiera alimentado la esperanza secreta de que la oportunidad aún no se había perdido, y el hombre a quien él en algún momento había revelado muchos de sus más caros pensamientos, se convertiría en su amigo cercano. Y ahora, pensaba con cierto recelo: ¿y si de pronto leía algo que le hacía ver el verdadero trasfondo de sus relaciones, y ese trasfondo le resultaba frío, indiferente o, al contrario, se aclaraba que se habían separado por un malentendido, por pretensiones mezquinas? Por eso Beslán recelaba de la decisión de leer el cuaderno.

    No estaba obligado a leerlo, nadie se lo imponía, y el propio Adgur A. no le legó sus escritos. Nada más debía tomar el cuaderno y entregarlo a alguno de sus familiares. Beslán conocía a varios de ellos; todos tenían en común su escasa sociabilidad y un inexplicable carácter reservado, pero se habían ganado la fama de personas buenas y serviciales.

    Decidió que si los escritos eran sobre la guerra era poco probable que tuvieran que ver con su amistad, por eso no había que temer la revelación de algo vergonzoso o mezquino. Adgur A. no tenía a nadie más cercano que Beslán, y este lo sabía.

    Si se sopesaba de modo sensato, sin vanas sutilezas, sin revolver el pasado y sin valorarlo a posteriori, todo conducía a que él debía leer los apuntes de Adgur A. Si para alguien habían sido escritos, en primer lugar, era para él.

    Antes de la guerra Beslán alquilaba el apartamento de una pareja mixta: el esposo era mingreliano, emigrado de Georgia Occidental a mediados de los años 40; Babtsa, la esposa, era abjasia. Paule —así, de una manera casi cuántica y casi alemana se llamaba el anciano— en su momento ocupó si no el cargo más alto, sí uno que reportaba ganancias

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