Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Cristo de nuevo crucificado
Cristo de nuevo crucificado
Cristo de nuevo crucificado
Libro electrónico614 páginas14 horas

Cristo de nuevo crucificado

Calificación: 4 de 5 estrellas

4/5

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Es 1922 y los habitantes de Likóvrisi, en Anatolia, se disponen a celebrar la Semana Santa con una representación dramatizada de la Pasión. El reparto de papeles recae en el Consejo de Ancianos, que elige al joven Manoliós para encarnar a Cristo. Entretanto, los habitantes de una población cercana, arrasada por el ejército otomano, se refugian en Likóvrisi, lo que crea divisiones entre los vecinos: mientras que el pope y los Ancianos se niegan a acogerlos, los aldeanos más modestos, escogidos para representar a Cristo y sus apóstoles, acuden en su ayuda, y este acto de caridad trastocará la apacible vida del pueblo. En esta magnífica tragicomedia Nikos Kazantzakis muestra, con su característica lucidez y fuerza, cuán perturbador resulta atenerse fielmente a los valores del cristianismo, y con ello desenmascara la hipocresía de las instituciones religiosas y civiles. Todo indica que, si Cristo volviera a visitarnos, habría más de uno dispuesto a lavarse las manos y muchos a crucificarlo de nuevo.
"Cristo de nuevo crucificado está escrito en claroscuros. Va del lenguaje cruel, despiadado, duro y cruento a otro de una finura y delicadeza que refleja luminosidad y esperanza. Te lleva de un extremo a otro constantemente. Es muy vivo y espontáneo".
Selma Ancira
"Una obra llena de vida, una novela perturbadora y creíble. Kazantzakis empuja al lector a una aventura tan reflexiva como emocionante. Nos muestra lo peor y lo mejor del ser humano".
Fulgencio Argüelles, "El Comercio -Cultura"

"Dado que hoy Grecia sigue siendo uno de los principales puntos de llegada de refugiados, la obra de Kazantzakis vuelve a ser desgraciadamente muy vigente. Es un referente del cristianismo revolucionario".
Magí Camps, "La Vanguardia"
"Kazantzakis, considerado sacrílego por la Iglesia ortodoxa, intentará resucitar a Dios convirtiéndolo en hermano y no señor del hombre; en un buscador de justicia y piedad de proporciones bíblicas, ante la hipocresía y frivolidad de la sociedad contemporánea".
Marc Fernández, "Diario La Central"

"Kazantzakis recrea a la perfección aquello que ocurre cuando a la gente normal se le da el más mínimo poder".
Álvaro Muñoz, "Llegir en cas d'incendi"

"La tensión narrativa se fundamenta en los cambios interiores de los personajes y en sus relaciones. Como otras obras de su época, "Cristo de nuevo crucificado" es una obra en la que el diálogo cobra una gran importancia, porque solo hablando pueden comunicarse, entenderse y ayudarse las personas, y porque solo con el discurso se pueden observar los procesos que hacen tan redondos y tan complejos a los personajes diseñados por Kazantzakis".
Darío Luque, "Anika entre libros"

"Humor, denuncia y compasión genuina se alían en una tragicomedia que mantiene su poder subversivo y podría ser adaptada a otros lugares de la cuenca mediterránea".
Ignacio F. Garmendia, "Mercurio"

"En sus páginas se juntan poesía, visión, comprensión filosófica de los problemas humanos básicos, moldeando una tragicomedia de amor y odio, celos y maldad, coraje y perdón. "Cristo de nuevo crucificado" es quizás la mejor novela de Nikos Kazantzakis".
Luis M. Alonso, "Faro de Vigo"

"Una burlona tragicomedia política y religiosa. Un irónico salmo".
Javier González-Cotta, "Diario de Sevilla"
IdiomaEspañol
EditorialAcantilado
Fecha de lanzamiento16 abr 2019
ISBN9788417346478
Cristo de nuevo crucificado

Relacionado con Cristo de nuevo crucificado

Títulos en esta serie (100)

Ver más

Libros electrónicos relacionados

Ficción literaria para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Cristo de nuevo crucificado

Calificación: 4 de 5 estrellas
4/5

1 clasificación0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Cristo de nuevo crucificado - Nikos Kazantzakis

    NIKOS KAZANTZAKIS

    CRISTO DE NUEVO

    CRUCIFICADO

    TRADUCCIÓN DEL GRIEGO MODERNO

    DE SELMA ANCIRA

    ACANTILADO

    BARCELONA 2018

    CONTENIDO

    I—II—III—IV—V—VI—VII—VIII—IX—X—XI—XII—XIII—XIV—XV—XVI—XVII—XVIII—XIX—XX—XXI

    Nota de la traductora

    I

    El agá de Likóvrisi, sentado en su balcón sobre la plaza del pueblo, está fumando su pipa y bebiendo rakí. Cae una llovizna plácida, delicada, y de sus espesos mostachos retorcidos, recién teñidos de negro, cuelgan varias gotas relucientes. Y el agá, acalorado por el rakí, las lame para refrescarse. A su derecha, de pie, está su criado, un fiero anatolio primitivo, bizco y feo, con su corneta. A su izquierda, un hermoso y rollizo mozalbete turco que, sentado con las piernas cruzadas sobre un cojín de terciopelo, le enciende la pipa de cuando en cuando y le llena constantemente la taza de rakí.

    Entrecierra el agá los adormilados ojos y se alegra de este mundo. «Bien ha hecho Dios las cosas—piensa—. Le ha salido bien este mundo, no falta nada: si tienes hambre, hay pan y carne guisada y arroz con canela; si tienes sed, hay el agua de la inmortalidad, el rakí; si tienes ganas de dormir, Dios ha hecho el sueño, justo lo que hace falta para la modorra; si te enojas, ha hecho el látigo y el trasero de tu súbdito; si te invade el desconsuelo, ha hecho el amané.¹ Y si quieres olvidar el mal de amores y las penas del mundo, ha hecho a Yusufaki».

    —¡Buen artesano es Alá—murmuró conmovido—, buen artesano, un maestro! Se devana los sesos: ¡¿cómo se le habrá ocurrido inventar el rakí y crear a Yusufaki?!

    Se empañan los ojos del agá por fervor religioso y por el mucho rakí que ha bebido. Se asoma por el balcón y se regodea con los súbditos que pasean en la plaza, recién afeitados, vestidos de fiesta, con sus anchas fajas rojas, sus recién lavados zaragüelles y sus polainas de color azul celeste. Algunos llevan fez, otros turbante, otros un gorro de piel de cordero. Los más gallos llevan en la oreja una ramita de albahaca o un cigarrillo.

    Es martes de Pascua, acaba de terminar la liturgia. El día es agradable, apacible, hay sol, está lloviznando, las flores de los limoneros aroman, los árboles están retoñando, la hierba resucita, Cristo resurge en cada terrón de tierra. Pasean los cristianos por la plaza, los amigos se encuentran, se abrazan, se dicen el uno al otro «Cristo ha resucitado» y luego se sientan en el café de Kostantís o debajo del gran sicomoro en medio de la plaza, piden narguilés y cafés y, como una lluvia rala, comienza la dulce cháchara.

    —Así ha de ser también el paraíso—dice Jarálambos, el sacristán—. Sol tenue, llovizna plácida, limoneros florecidos, narguilés y palique por los siglos de los siglos.

    En el otro extremo de la plaza, detrás del sicomoro, se alza recién encalada, con su gracioso campanario, la iglesia del pueblo, la de la Crucifixión de Cristo. Su puerta está hoy adornada con palmas y laureles. En derredor están las tiendecitas y los talleres del pueblo: la albardería del huraño Panayótaros, al que también llaman Zampayeso, porque una vez trajeron al pueblo una estatuita de yeso de Napoleón y se la comió. Y tiempo después trajeron otra, de Kemal Pachá, y también se la engulló; y luego trajeron la de Venizelos, y ésa también acabó zampándosela. Al lado está El Erotócritos, la barbería de Antonis, que tiene un rótulo con grandes letras rojo sangre colgado encima de la puerta: «¡También se sacan muelas!». Más allá, la carnicería de don Dimitrós, el cojo: «Cabecitas frescas, Herodías».² Todos los sábados mata un ternero, pero antes de degollarlo le dora los cuernos, le pinta la frente, le pone cintas rojas al cuello y, renqueando, lo pasea por el pueblo pregonando sus virtudes. Y finalmente está el celebérrimo café de Kostantís, angosto y largo, fresco, que desprende olor a café y a picadura para narguilé y a salvia en invierno. Y en su pared derecha hay colgadas, orgullo de la aldea, tres relucientes grandes litografías: por un lado Genoveva medio desnuda en un bosque tropical; por el otro, la reina Victoria, gorda, de ojos azules, con un enorme pecho de nodriza; y en medio, fiero, de ojos grisáceos y airados, con un gorro alto de astracán, Kemal Pachá.

    Todos son buenas personas, laboriosos, jefes de familia responsables. La aldea es rica, y su agá un buen hombre él también, apasionado amante del rakí, de los olores fuertes—el almizcle y el pachulí—y del rollizo mozalbete turco que está a su izquierda sentado en el cojín de terciopelo. Ahora contempla a los griegos, como el pastor mira complacido a las ovejas y a los corderos bien alimentados.

    «Son buenas personas—piensa—. Este año también colmaron mi despensa de regalos el día de Pascua: quesos, roscas espolvoreadas con sésamo, tsourekis,³ huevos pintados de rojo… Uno, que Dios lo bendiga, me trajo un cantarito con almáciga de Quíos para mi Yusufaki, para que la mastique y le huela perfumada su boquita…», y lanzó una mirada tierna al muchachito, rollizo y amodorrado, que estaba mascando almáciga.

    Y mientras piensa en su despensa llena de bienes, y la llovizna continúa, y las piedras brillan, y los gallos comienzan a cantar, y a su lado, acurrucado a sus pies, Yusufaki masca almáciga y chasquea complacido la lengua, el agá siente de pronto que su corazón se desborda, alza el cuello y hace ademán de entonar un amané, pero le gana la pereza. Se vuelve entonces hacia su criado y le hace un guiño para que haga sonar su corneta y acalle al pueblo. Luego se vuelve a la izquierda:

    —¡Cántame, Yusufaki, sé bueno, cántame el «Dünya da bir, rüya da bir, aman, aman!», cántamelo, porque si no voy a estallar.

    El rollizo muchachito se saca sin prisa la almáciga de la boca, se la pega en la rodilla desnuda, pone la mano derecha sobre su mejilla y entona el amané preferido de su agá: «¡Mundo y sueño forman uno, amán, amán!».

    La voz apasionada y zalamera subía, bajaba, zureaba como la de una paloma. Y el agá entornaba los ojos y durante todo el tiempo que duró el amané estuvo en tal estado de embeleso que se olvidó de beber.

    —El agá está de buen humor—murmuró Kostantís, mientras servía los cafés—, bendito sea el rakí.

    —Bendito sea Yusufaki—dijo sonriendo con amargura Yannakós, el vendedor ambulante y cartero del pueblo, con su rizada barba blanca, corta y redondeada, y sus ojos de ave rapaz.

    —Bendito sea también el destino ciego que lo hizo a él agá y a nosotros súbditos—murmuró Hadzi Nikolís, el hermano del pope, que hacía de maestro en el pueblo; esmirriado, con gafitas y con una gruesa nuez que subía y bajaba en su garganta cuando hablaba.

    Se acaloró, se acordó de sus antepasados y suspiró:

    —En el pasado—siguió—estas tierras pertenecían a los nuestros, los griegos. Luego giró la rueda y llegaron los bizantinos, también ellos griegos y cristianos. Volvió a girar la rueda y llegaron los turcos… ¡Pero Cristo resucitó y nuestra patria también resucitará! Kostantís, ¡una ronda para los muchachos!

    Cuando el amané terminó, el mozalbete se volvió a meter en la boca la almáciga y comenzó de nuevo a rumiar amodorrado. Volvió a sonar la corneta. Ahora los súbditos podían reír y gritar libremente.

    El capitán Borrasca, uno de los cinco demogerontes⁴ de la aldea, asomó por la puerta del café. Alto, corpulento, antiguo naviero, había surcado durante años el mar Negro transportando trigo ruso y haciendo contrabando. Su cara no tenía ni un pelo; era lampiño, moreno cobrizo, curtido, con profundas arrugas y ojos pequeños y muy negros que lanzaban chispas. Se había hecho viejo, igual que su barco se había hecho viejo y había naufragado una noche enfrente de Trebisonda, y el capitán Borrasca, malogrado, hastiado, volvió a su pueblo para beberse todo el rakí que pudiera y, cuando llegara el momento, volver la cara a la pared y morir. Demasiado habían visto ya sus ojos, estaba harto; no, no estaba harto, estaba cansado, pero le daba vergüenza confesarlo.

    Hoy llevaba puestas sus altas botas de capitán, su impermeable amarillo y su gorro señorial, de astracán auténtico. Llevaba además su bastón alto, el de demogeronte. Dos o tres aldeanos se levantaron para invitarlo a tomar un rakí.

    —No tengo tiempo, muchachos, ni para un rakí—dijo—. ¡Cristo ha resucitado! Voy a la mansión del pope, donde tenemos una reunión de notables. Que dentro de una hora lleguen aquellos de vosotros que han sido invitados; que se persignen y vayan para allá. Ya lo sabéis, hoy tenemos trabajo. Y que alguien se ocupe de llamar a Panayótaros, el albardero de la barba de diablo, ése nos hace mucha falta.

    Guardó silencio un momento, sus ojos se entornaron maliciosos:

    —Si no está en su casa, estará en casa de la viuda—dijo, y todos soltaron la carcajada.

    Pero el viejo Jristofís, el arriero, que de joven había aprendido, aunque lo hubiese pagado caro, qué es un flechazo, saltó:

    —¿De qué os reís, zoquetes?—gritó—. Hace bien, ¡fuego a los cañones, Panayótaros! Y no les hagas caso. La vida es poca y la muerte mucha, ¡levad anclas!

    El gordo Dimitrós, el carnicero, movió su recién rasurada cabeza:

    —¡Larga vida le dé Dios a nuestra viuda Katerina!—dijo—. ¡Sólo el diablo sabe de cuántos cuernos nos libra!

    El capitán Borrasca rio.

    —Pero, muchachos—dijo—, no os peleéis. Toda aldea necesita una pelandusca para que las decentes no se metan en líos. Es, digamos, como una fuente de la calle: los sedientos pasan y beben; si no, el día entero estarían llamando a nuestras puertas. Y las mujeres, cuando se les pide agua…

    Se volvió y vio al maestro.

    —Hadzi Nikolís querido, ¿sigues aquí? Pero si tú también eres un notable, y tenemos reunión. Hasta el café lo has convertido en escuela, termina ya la clase y vámonos.

    —¿Voy yo también?—dijo el viejo Jristofís, guiñándole un ojo al grupo—. Sirvo para Judas.

    Pero el capitán Borrasca ya había emprendido la subida, apoyando pesadamente su bastón sobre los adoquines. No se sentía bien ese día, las reumas lo martirizaban de nuevo y no había pegado ojo en toda la noche. Tempranito por la mañana se había bebido dos o tres vasos de rakí, a guisa de remedio; pero en vano, los dolores no cedían. Ni el rakí los ahuyentaba.

    —¡Ah!, si no me diera vergüenza—murmuró—, si me pusiera a gritar tal vez amainarían; pero ¡ay!, mi maldito amor propio me lo impide. Y he de andar erguido y fingirme sonriente. Y si se me cae el bastón, no dejar que ningún cabrón me ayude a recogerlo, agacharme yo y levantarlo. ¡Aprieta los dientes, capitán Borrasca, muérdete los labios, abre las velas y orza, haz frente a las olas, no vayas a cubrirte de vergüenza! La vida también es una tormenta, ¡ya pasará!

    Bramaba y maldecía entre dientes, tambaleándose. Se quedó quieto un momento, echó una mirada alrededor, nadie lo estaba viendo; suspiró y sintió un poco de alivio. Miró hacia arriba y vio, encaramada en lo alto de la aldea, blanca y resplandeciendo entre los árboles, la casa del pope con sus porticones de color añil.

    —¡Ese demontre de pope fue y construyó en lo más alto de la aldea!—dijo mascullando—. ¡Maldita sea!

    Y reemprendió la subida.

    A la casa del pope ya habían llegado dos de los notables y estaban sentados con las piernas cruzadas en el diván, en silencio, esperando a que sirvieran el tradicional agasajo. El pope había entrado en la cocina a dar órdenes, y Mariorí, su única hija, estaba preparando la bandeja con el café, el agua fresca y la fruta en almíbar.

    Cerca de la ventana, ocupando el lugar de honor, estaba el primer demogeronte de Likóvrisi, de rancio linaje, gran señor, bien alimentado, con bombachos de fieltro, chaleco recamado en oro y un grueso anillo de oro en el dedo índice—su sello con las dos iniciales de su nombre en mayúsculas muy bien entrelazadas: G. P., Georgios Patriarjeas. Sus manos eran gordas y suaves, manos de obispo. Jamás había trabajado, tenía un montón de sirvientes y aparceros que trabajaban para alimentarlo. Y su tripa estaba cada vez más oronda, su trasero cada vez más gordo y más parecido al de una yegua, la panza le colgaba y la papada se desdoblaba en tres capas que se posaban, una detrás de la otra, sobre su pecho velludo y fofo. Le faltaban dos o tres dientes delanteros, otra tara no tenía, y cuando hablaba, ceceaba y tartaleaba. Pero hasta esta tara incrementaba su alcurnia, porque uno se veía obligado, cada vez que hablaba, a inclinarse para entender lo que decía.

    A su derecha, en el rincón, desmirriado, con la ropa pringosa, de cráneo angosto, ojos legañosos y dos manazas gordas, cubiertas de callosidades, estaba sentado, recogido y apocado, el segundo notable, el hombre más taimado de la aldea, el viejo Ladás. Setenta años agachándose sobre la tierra, cavándola, sembrándola, cosechándola, plantando en ella olivos y viñas, estrujándola y bebiéndose su sangre. Nunca, desde que era un chiquillo, se había separado de la tierra. Voraz, ávido, se abalanzaba sobre ella, le daba uno y le pedía mil, y jamás decía: «¡Bendito sea Dios!», no, más bien mascullaba, desagradecido. Y cuando se hizo viejo, ya no le bastaba la tierra; cuanto más se acercaba a la muerte y sentía que ya eran pocas las hogazas que le quedaban por comer, más ambicioso se volvía. Empezó, pues, a prestar dinero a sus paisanos con intereses usurarios. Estos pobres le daban en prenda sus viñedos y sus casas, y cuando llegaba el momento de pagar, no tenían con qué, de modo que los sacaban a subasta y el viejo Ladás se los embuchaba.

    Y éste no hacía sino quejarse y pasar privaciones, y su mujer andaba descalza, y cuando la única hija que había conseguido engendrar cayó en cama, enferma, la dejó morir con tal de no llamar al médico.

    «Demasiado gasto—había dicho—, las grandes ciudades quedan lejos, ¡cómo vamos a traer a un médico! Y encima, ¿qué saben los médicos? ¡Mal rayo los parta! Aquí tenemos al pope, él entiende de antiguos mejunjes, le pagaré para que haga un santo óleo, ella se curará y todo saldrá más barato».

    Pero las pócimas del pope no funcionaron, el óleo no surtió efecto, y la muchacha murió, a los diecisiete años, y se libró de su padre, y él también se ahorró los muchos gastos de la boda. Un día, pocos meses después de su muerte, se sentó a hacer las cuentas: la dote, tanto más o menos; los vestidos, las mesas, las sillas, tanto. Habría tenido que invitar a los parientes a la boda, y son de los que comen hasta atiborrarse. Súmale a eso la carne, el pan, el vino, tanto… Hizo la cuenta, un gasto tremendo, su hija lo habría desplumado. No importa, pues, de todas formas nos vamos a morir… Se libró de las congojas de este mundo: hombres, hijos, enfermedades, coladas… ¡Qué suerte tuvo, Dios la tenga en la gloria!

    Entró Mariorí con la bandeja, saludó a los notables sin levantar la vista, se detuvo delante del dignatario. Pálida, de ojos grandes, cejas juntas y bellas, con dos gruesas trenzas de color castaño enredadas alrededor de la cabeza. El viejo dignatario llenó a rebosar su cucharita de compota de cerezas, miró a la muchacha y levantó su vaso:

    —¡Por tu boda, Mariorí querida!—brindó—. Mi hijo tiene prisa.

    La hija del pope estaba prometida con su único hijo, Mijelís, y el pope presumía de la parentela que contraería y de que pronto tendría nietos.

    —No puedo entender por qué tiene tanta prisa el bendito; no aguanta más, dice…—añadió riendo el dignatario y le guiñó un ojo a la muchacha.

    Y ésta se puso roja hasta las orejas, estaba a punto de estallar, no conseguía articular palabra.

    —¡Buenas nupcias!—dijo el pope Grigoris, entrando con una botella de vino moscatel—. ¡Con la bendición de Cristo y de la Virgen!

    Fiero, robusto, con una blanca barba ahorquillada, bien alimentado, olía a incienso y a mantequilla. Vio a la muchacha ruborizarse y para cambiar de conversación preguntó:

    —¿Cuándo casarás a tu Lenió?

    Lenió era una de las hijas bastardas que el dignatario había tenido con alguna de sus criadas. La había prometido con Manoliós, su dócil y fiel pastor, y, a la manera de los grandes señores, le había dado como dote todo un rebaño de ovejas que Manoliós llevaba a pastar a la montaña de la Virgen, enfrente.

    —Si Dios quiere—respondió—, uno de estos días. Lenió tiene prisa. Tiene prisa la bienaventurada; sus senos se han hinchado y quieren amamantar a un hijo. «Ya no tarda mayo—me dijo anteayer—, ya no tarda mayo, patrón, y tenemos que darnos prisa».

    Soltó de nuevo una risa franca y sus papadas temblaron.

    —Lenió tiene razón. En mayo—continuó—, sólo se aparean los burros. Tenemos que darnos prisa. Son sirvientes, pero no por eso dejan de ser personas.

    —Manoliós es bueno—dijo el pope—, vivirán bien.

    —También a él lo quiero como a un hijo—comentó el dignatario—. En una ocasión en que pasé por el monasterio de San Panteleimón, lo vi. Debía tener unos quince años. Entró con la bandeja al aposento del higúmeno para darme la bienvenida. Era un verdadero ángel, sólo le faltaban las alas. Mi alma se apiadó de él. «¡Qué pena—dije—que un joven tan gallardo se marchite en el monasterio cual eunuco!». Fui a la celda de su guía espiritual, el padre Manasís. Hacía años que éste yacía paralítico. «Anciano—le dije—, quiero pedirte un favor; y si me lo concedes, regalaré un candil de plata al monasterio». «Con tal de que no me pidas a Manoliós», repuso Manasís. «A él es justamente a quien quiero pedirte, padre mío, para tomarlo a mi servicio». El anciano suspiró. «Es como un hijo para mí—dijo—, no tengo nada que reprocharle. Me encuentro desvalido y desamparado, es mi única compañía; todas las noches le hablo de la vida de los ascetas y de los santos, él aprende y yo me entretengo». «Déjalo, anciano, que salga al mundo, que tenga hijos, que viva; y cuando se canse de la vida, que se haga monje». Finalmente conseguí que me lo diera y ahora yo le doy a Lenió. ¡Que llegue sin percances el momento de la boda!

    —Hasta nietos te dará…—dijo el viejo Ladás riendo con malicia, y tomó con la punta de su cuchara una guinda, la masticó, bebió un sorbo de moscatel y deseó:

    —Que nuestros trabajos se vean recompensados, que Dios nos proteja y no nos deje morir de hambre. Las viñas y las sementeras este año no están yendo bien, lo perderemos todo.

    —Dios es grande—respondió con su vozarrón el pope—Dios es grande, viejo Ladás, ánimo. Apriétate el cinturón, no cometas abusos, la mucha comida es perniciosa. Y deja ya de ser tan desprendido, no despilfarres tus bienes entre los pobres.

    El dignatario estalló en una carcajada, la casa se estremeció.

    —¡Una limosna, cristianos, el viejo Ladás está muriendo de hambre!—lloriqueó extendiendo su gorda manota como un mendigo.

    Se oyó un andar pesado, la escalera crujió.

    —Acaba de llegar el capitán Borrasca, el viejo lobo—constató el pope, y se levantó para abrirle la puerta—. Espera, Mariorí, no te vayas, ofrezcámosle alguna cosa. Voy a buscar un vaso de agua y el rakí. ¡Al vino él no se rebaja!

    El capitán se detuvo un momento fuera de la puerta para tomar aliento; entró riendo, pero el sudor le bañaba la frente. Detrás de él apareció jadeando el maestro, que había corrido para alcanzarlo; llevaba el gorro en la mano y se abanicaba. En ese momento apareció también el pope con el rakí.

    —¡Cristo ha resucitado, muchachos!—le dijo el capitán a los tres viejos.

    Apretó los labios y se sentó, lo más ágilmente que pudo, en el diván. Se volvió hacia la joven:

    —No quiero ni dulces ni cafés, Mariorí, eso es para las doñas y los vejestorios; con este vasito que vosotros llamáis vaso de agua me basta y me sobra. ¡Por tu boda!—dijo, y se lo bebió de un trago.

    —Hoy es un gran día—dijo el maestro, sorbiendo el café—; no tarda en llegar el pueblo, tenemos que apurarnos a tomar la decisión.

    Mariorí salió con la bandeja y el pope echó la tranca a la puerta. Su cara amplia y quemada de sol adquirió de pronto una majestad profética; bajo sus pobladas cejas, sus ojos relampagueaban. Comía bien este pope, bebía, soltaba leperadas cuando estaba de buenas y manotazos cuando se enojaba. Aun ahora que ya estaba viejo, miraba a las mujeres y la sangre se le alborotaba. Su cabeza, su pecho, sus riñones estaban a reventar de pasiones humanas. Pero cuando entraba en los oficios o cuando extendía la mano para dar una bendición o echar una maldición, un fiero viento del desierto soplaba por encima de él, y el pope Grigoris, el comilón, el borrachín, el pícaro se convertía en profeta.

    —Hermanos notables—dijo con voz ronca—, hoy es un día solemne, Dios nos mira y nos escucha, y Él tomará nota de todo lo que digamos en este aposento, ¡atención! Cristo resucitó, sí, pero dentro de nosotros sigue crucificado en la carne; ¡hagámoslo resucitar en nosotros, hermanos demogerontes! Olvida, querido dignatario, por un momento las cosas terrenales, bien te has avenido tú, y también tu familia, con estas tierras; has comido, has bebido y has besado en demasía. Eleva por un momento tu espíritu por encima de todos estos bienes y ayúdanos a tomar una decisión. Y tú, viejo Ladás, olvida en un día solemne como hoy tus aceites y tus vinos y las liras de oro que guardas amontonadas en tus baúles. A ti, maestro y hermano mío, no tengo nada que pedirte; tu mente está siempre por encima de las comilonas y las liras de oro y las mujeres, unida con Dios y con Grecia. Pero tú, viejo capitán pecador, que has colmado el mar Negro de fechorías, piensa hoy, por fin, en Dios y ayúdanos a tomar la decisión correcta.

    El capitán se enfureció.

    —¡Deja en paz el pasado, padre—gritó—, Dios nos juzgará! Si nosotros también tuviéramos libertad para hablar, creo que podríamos decir mucho de tu santidad.

    —Habla, padre, pero cuida lo que dices, ¡estás hablando con notables!—dijo el dignatario frunciendo el ceño.

    —¡Estoy hablando con gusanos!—gritó el pope enfadado—. Yo también soy un gusano. ¡No me interrumpáis! El pueblo no tarda en llegar y la decisión tiene que estar tomada para entonces. Escuchadme, pues. Es costumbre antigua, heredada de nuestros abuelos y bisabuelos, que cada siete años, cuando llega la Semana Santa, se elija en nuestra aldea, de entre todos nosotros, a cinco o seis que den vida con sus cuerpos a la Pasión de Cristo. Seis años han pasado ya, el séptimo está por comenzar; es necesario que hoy nosotros, los gobernantes de la aldea, elijamos de entre nuestros paisanos a aquellos que son dignos de encarnar a Pedro, Jacobo y Juan, los tres grandes apóstoles; a quien pueda encarnar a Judas Iscariote y a Magdalena, la prostituta. Y, sobre todo, a quien, ¡ay de mí, pecador!, manteniendo durante todo el año el corazón puro, sea capaz de representar a Cristo crucificado.

    El pope guardó silencio un instante para tomar aliento. El maestro aprovechó el momento y la nuez de su garganta comenzó a subir y a bajar.

    —Auto sacramental lo llamaban los antiguos—dijo—. Comenzaba el Domingo de Ramos bajo el pórtico de la iglesia y terminaba el Sábado Santo, a medianoche, en el huerto, con la resurrección de Cristo. Los idólatras tenían los teatros y los circos, los cristianos los autos sacramentales…

    Pero el pope Grigoris lo paró en seco.

    —Está bien, está bien, maestro—dijo—, eso ya lo sabemos, déjame terminar. Las palabras adquieren cuerpo, y vemos la Pasión de Cristo con los ojos, la palpamos. Los peregrinos acuden de todos los pueblos aledaños y acampan en torno a la iglesia, y lloran y se dan golpes de pecho a lo largo de la Semana Santa, y finalmente, con el «Cristo ha resucitado», empiezan la fiesta y los bailes. Ocurren muchos milagros en esos días, ¿os acordáis, hermanos notables? Muchos pecadores son presa del llanto y se arrepienten, y más de un labrador hace memoria de los pecados que ha cometido para enriquecerse y dona a la iglesia una viña o un campo para salvar su alma. ¿Estás escuchando, viejo Ladás?

    —Habla, habla, padre, y déjate de puyas—respondió el viejo Ladás irritado—; conmigo eso no sirve, que lo sepas.

    —Y bien, nos hemos reunido hoy para elegir, con ayuda de la inspiración divina, a aquellos paisanos a los que confiaremos este auto sacramental. Hablad con libertad; que cada uno dé su parecer. Querido dignatario, tú eres el demogeronte principal, habla tú primero, te escuchamos.

    —¡A Judas lo tenemos!—intervino con vivacidad el capitán—. Uno mejor que Panayótaros, el Zampayeso, no vamos a encontrar. Es huraño, fornido, cacarañado, un verdadero orangután; vi uno como él en Odesa. Y lo más importante: tiene la barba y el pelo que hacen falta: rubicundos como los del diablo.

    —No es tu turno, capitán—dijo el pope con severidad—. No te adelantes, otros tienen prioridad. ¿Y bien, dignatario?

    —Qué te puedo decir yo, padre—respondió el dignatario—, yo sólo quiero una cosa: que pongáis a mi hijo Mijelís a hacer de Cristo.

    —Imposible—cortó de un tajo el pope—, tu hijo es un señorito y está muy gordo, se ve bien alimentado, se le ve la buena vida que ha llevado. Y Cristo era pobre y enjuto. No se ajusta, y tú me perdonarás. Y, además, ¿ves a Mijelís en un papel tan difícil? Lo azotarán, le pondrán una corona de espinas, lo subirán a la cruz… No aguantará, ¿quieres que se enferme?

    —Y lo más importante—intervino de nuevo el capitán—, Cristo era rubio y Mijelís tiene el pelo y el bigote negro azabache.

    —A Magdalena la tenemos—dijo Ladás con una risita sardónica—, ¡la viuda Katerina! Lo tiene todo la condenada: es prostituta, es bella, es rubia, y el cabello le llega a las rodillas. Un día la vi peinándose en su patio… ¡Mal rayo la parta! ¡Hasta el obispo acabaría pecando!

    El capitán abrió la boca para volver a decir alguna grosería, pero el pope le echó una mirada torva y el lampiño se tragó la lengua.

    —Los malos son fáciles de encontrar—comentó el pope—, Judas, Magdalena. Pero ¿y los buenos? ¡Aquí los quiero! Yo creo que debemos hacer alguna concesión. ¿Dónde vamos a encontrar, ¡ay de mí, pecador!, a alguien como Cristo? Busquemos, al menos, que se le parezca un poco en el físico. Hace días y semanas que no paro de darle vueltas; me he quedado muchas noches sin dormir… Pero tengo la impresión de que finalmente Dios se ha apiadado de mí y lo he encontrado.

    —¿Quién?—preguntó el viejo dignatario un poco picado—. Dinos, queremos oírlo.

    —Con tu venia, mi querido dignatario, uno de los tuyos, alguien por quien tú también sientes gran afecto: ¡tu pastor Manoliós! Es tranquilo, apacible, sabe leer y escribir (fue novicio), tiene los ojos azules y una barbita rubia como la miel. Así pintan a Cristo. Y es devoto. Todos los domingos baja de la montaña para oír misa, y cada vez que lo he confesado cuando ha ido a comulgar, no he hallado en él imperfección.

    —Es un poco mentecato—chilló el viejo Ladás—, ve fantasmas.

    —Eso es bueno—aseveró el pope—, no lo olvidéis. ¡El alma ha de ser pura!

    —Y aguantará bastonazos, y que se le claven las espinas, y cargar a hombros la cruz. Además es pastor, que también es bueno, porque Cristo es el pastor de los rebaños humanos—dijo el maestro.

    —Con mi venia—dijo el dignatario después de reflexionar un buen rato—. Pero ¿y mi hijo?

    —Hará bien de Juan—dijo el pope con entusiasmo—. Tiene lo que hace falta: es macizo, suave, de pelo negro, ojos almendrados, de buena cuna, como el discípulo predilecto.

    —Para Jacobo—dijo el maestro, mirando indeciso a su hermano el pope—me parece bien…, digamos que no se me ha ocurrido nadie mejor… que Kostantís, el dueño del café: es de carnes enjutas, chupado, tosco al hablar y obstinado. Así representan al apóstol Jacobo.

    —Y tiene una mujer que le hace pasar las de Caín—intervino de nuevo el capitán—. El apóstol también estaba casado, ¿qué opinas, don erudito?

    —¡Con lo sagrado no se juega, irreverente!—gritó el pope muy irritado—. No estás en tu barco para soltar tacos entre tus grumetes. Esto es un auto sacramental.

    El maestro se envalentonó.

    —Un buen Pedro, creo—dijo—, podría ser Yannakós, el vendedor ambulante: frente estrecha, pelo gris y ensortijado, mentón reducido, se enoja y se desenoja, se enciende y se apaga con facilidad, como la yesca; pero tiene buen corazón. No creo que haya un mejor Pedro en nuestro pueblo.

    —Un poco raterillo—dijo el dignatario moviendo su pesada cabeza—. Pero es comerciante, ¿qué se puede esperar? No importa.

    —Dicen—se inmiscuyó de nuevo el viejo Ladás—que mató a su mujer. Hizo que reventara.

    —¡Mentira! ¡Mentira!—gritó el pope—. ¡Preguntadme a mí! Un día la difunta se comió, por pura gula, una escudilla de garbanzos crudos y luego le dio sed y bebió; bebió un cántaro entero de agua de tanta sed que tenía la pobre, y se infló y reventó. ¡No peques, viejo Ladás!

    —¡Bien merecido!—dijo el capitán—. Eso le pasó por beber agua, si hubiera bebido rakí…

    —Todavía nos hacen falta un Pilatos y un Caifás—dijo el maestro—. Ruda tarea será encontrarlos.

    —Un Pilatos mejor que su merced, mi buen dignatario, no vamos a encontrar—dijo dulcificando la voz el pope—. No frunzas el ceño, también Pilatos era un gran dignatario y tenía tu porte: de gran señor, bien nutrido, muy limpio, de papada grande. Y era un buen hombre; hizo lo que pudo para salvar a Cristo y al final dijo: «Me lavo las manos y me las enjuago», y así se salvó del pecado. Acepta pues, dignatario, y añadiremos esplendor a nuestro auto sacramental. ¡Imagina qué gloria para nuestra aldea, y la cantidad de gente que acudirá cuando se entere de que el gran dignatario Patriarjeas hará de Pilatos!

    El dignatario sonrió complacido, cogió su chibuquí y no habló.

    —¡El viejo Ladás sería un Caifás espléndido!—saltó de nuevo el capitán—. ¿Dónde vamos a encontrar a un mejor Caifás? Tú, padre, que también sabes pintar, dinos, ¿cómo retratan a Caifás en los iconos?

    —Pues…—respondió el pope tragando saliva—, más o manos como el viejo Ladás. En los puros huesos, harapiento y mugroso, con los pómulos hundidos, la nariz amarillenta…

    —¿Y también tenía el bigote ralo?—preguntó de nuevo el bromista del capitán—. ¿Y no le daba agua ni a su propio ángel de la guarda? ¿Y llevaba los zapatos bajo las axilas para que no se les gastaran las suelas?

    —¡Me voy!—gritó Ladás, y de un salto se levantó del diván—. ¡Participa tú también, capitán desbarbado! ¿No nos hace falta ningún barbilampiño?

    —Yo quedo de reserva—dijo el capitán riendo, e hizo como si se retorciera el bigote—. Nunca se sabe. Puede que a lo largo del año, somos mortales y estamos viejos, alguno de vosotros, tú, bigotón Ladás, o su merced Pilatos, la palme; entonces seré yo quien ocupe vuestro lugar para no arruinar el auto sacramental.

    —¡Buscad a otro Caifás, os digo!—gritó desgañitándose el viejo roñoso—. Yo tengo que ir a regar, me voy.

    Y se dirigió a la puerta. Pero de una zancada el pope se puso delante de la puerta y extendió los brazos.

    —¿Adónde vas?—dijo—. El pueblo está por llegar, de aquí no sales. ¡No vamos a hacer el ridículo!—Y luego, menos brusco—: Tienes que hacer un sacrificio tú también, don prohombre. Piensa en el infierno. Muchos pecados te serán perdonados si nos ayudas en esta obra pía. No vamos a encontrar a un mejor Caifás, no te opongas. Dios lo anotará en sus registros.

    —¡No haré de Caifás!—gritó el viejo Ladás asustadísimo—. ¡Buscad a otro! Y los registros de los que hablas…

    Pero no tuvo tiempo de terminar la frase. Los aldeanos ya estaban subiendo por la escalera, y el pope desatrancó la puerta.

    —¡Cristo ha resucitado!—dijeron una decena de aldeanos, saludando y llevándose la palma de la mano al pecho, y de ahí a los labios, y luego a la frente, y quedándose de pie alineados junto a la pared.

    —¡En verdad ha resucitado!—respondieron los notables, y se acomodaron encima del diván, con las piernas cruzadas.

    El dignatario sacó su tabaquera y se la pasó a los aldeanos para que se liaran un cigarrillo.

    —Hemos tomado la decisión, hijos míos—anunció el pope—. Habéis llegado en buen momento, ¡bienvenidos!

    Dio unas palmadas, apareció Mariorí.

    —Mariorí—dijo—, ofrece alguna cosa a los muchachos, y trae un huevo de Pascua a cada uno, para el «¡Cristo ha resucitado!».

    Bebieron, cada uno cogió un huevo rojo, esperaron.

    —Hijos míos—comenzó el pope acariciando su barba bifurcada—, os expliqué ayer, después de la liturgia, para qué os queríamos ver. Un importante auto sacramental tendrá lugar la próxima Semana Santa en nuestra aldea, y todos, grandes y pequeños, hemos de echar una mano. ¿Os acordáis, hace seis años, qué Semana Santa fue aquélla? Qué llantos se desataron bajo el pórtico de la iglesia, qué plañidos desgarradores, y después, el Domingo de Resurrección, qué alegrías, qué cirios encendidos, qué abrazos sinceros. Todos nos pusimos a bailar, entonamos «Cristo ha resucitado de entre los muertos» y fraternizamos. Así, y aún mejor, debe transcurrir el año que viene, y también la Pasión y la Resurrección de Cristo. ¿Estáis de acuerdo, hermanos?

    —¡De acuerdo, padre!—respondieron todos de consenso—. ¡Con tu bendición!

    —¡Con la bendición de Dios!—dijo el anciano, y se levantó—. Nosotros, los notables del pueblo, hemos elegido a los aldeanos que este año encarnarán la Pasión de Cristo: quiénes serán los apóstoles, quiénes Pilatos y Caifás, y quién Jesucristo. En el nombre sea de Dios, Kostantís, acércate.

    El tabernero cogió el extremo de su mandil, lo remetió en su ancha faja roja y se acercó.

    —A ti, Kostantís, te hemos elegido los notables para que encarnes a Santiago, el austero hermano de Jesús. Es una carga pesada, divina, y has de llevarla con decoro para no abochornar al apóstol. Debes convertirte, de hoy en adelante, Kostantís, en un hombre nuevo: eres bueno, pero has de volverte mejor. Más honesto, más apacible, más asiduo a la iglesia. Has de echarle menos cebada al café, no has de verter, en el vino que vendes, lo que ha quedado en los vasos, no has de cortar los lukumis⁵ por la mitad y dar cada mitad al precio del entero. Y cuidado, no vuelvas a pegarle a tu mujer, porque de hoy en adelante no sólo eres Kostantís, eres también Santiago, ¿has entendido? Responde: he entendido.

    —He entendido—respondió Kostantís avergonzadísimo, y regresó a la pared.

    Quiso decir: «Yo no le pego a mi mujer, es ella quien me pega», pero le dio vergüenza.

    —¿Dónde está Mijelís?—preguntó el pope—. Lo necesitamos.

    —Se ha quedado un momento en la cocina, está conversando con tu hija—respondió Yannakós.

    —Que alguien vaya a llamarlo. Acércate ahora tú, don Yannakós.

    El vendedor ambulante dio un paso, besó la mano del pope.

    —En ti ha recaído, Yannakós, la grave suerte de representar al apóstol Pedro. ¡Ojo avizor! Olvida al hombre que eras, esto es un bautismo místico. El siervo de Dios Yannakós es bautizado y se convierte en el apóstol Pedro. Toma el Evangelio, sabes leer un poquito, ahí verás quién era Pedro, qué dijo, qué hizo, y yo además te lo iré explicando. Tú también tienes lo tuyo, Yannakós, pero eres de buen corazón. Olvida lo pasado, persígnate, abre un camino nuevo, adéntrate en el camino del Señor: no robes más en el peso, no des gato por liebre, deja de abrir las cartas y de leer los secretos de la gente. ¿Me oyes? Oigo y obedezco, responde.

    —Oigo y obedezco, padre—respondió Yannakós, y regresó raudo a la pared.

    Tuvo miedo de que el demontre de pope aquel fuera a sacarle sus trapitos al sol. Pero el pope se compadeció de él y guardó silencio. Entonces Yannakós hizo acopio de valor.

    —Padre—dijo—, te voy a pedir un favor. Creo que en el Evangelio hay un burrito. Cuando Cristo entró en Jerusalén, el domingo de Ramos, creo que iba montado en él. Nos hará falta, pues, también un burrito; que ese burrito sea el mío.

    —Hágase tu voluntad, Pedro, que también tu burrito participe—respondió el pope, y todos soltaron la carcajada.

    En ese momento llegó Mijelís: robusto, mullido, lozano, con un clavel en la oreja y una alianza de oro en el dedo. Estaba envuelto en fieltro y satén, y sus mejillas ardían. Acababa de rozar la mano de Mariorí y todavía duraba la llama.

    —¡Bienvenido hijo, bienvenido Mijelís—dijo el pope, mirando complacido a su futuro yerno—. A ti te hemos elegido, por unanimidad, para que encarnes a Juan, el discípulo predilecto de Cristo. Un gran honor, una gran alegría, querido Mijelís. Serás tú quien abrace a Cristo para consolarlo. Serás tú quien hasta el último segundo lo siga hasta la cruz, mientras el resto de los discípulos ya se haya dispersado. Y será a ti a quien Cristo confíe a su Madre.

    —Con tu bendición, padre—dijo Mijelís, ruborizándose contento—. Desde pequeño me complacía ver a este apóstol en los iconos; era joven, hermoso, lleno de dulzura, y me gustaba. Te doy las gracias, padre. ¿Tienes alguna recomendación que hacerme?

    —Ninguna, mi buen Mijelís. Tu alma es una paloma pura, tu corazón está lleno de amor. No deshonrarás al apóstol, ¡te doy mi bendición!

    —Ahora debemos encontrar a Judas Iscariote—dijo, escrutando uno a uno, con su mirada rapaz, a los aldeanos.

    Y éstos se estremecían al sentir encima aquella mirada feroz.

    «¡Ayúdame, Dios mío—murmuraba cada uno para su sayo—, no quiero, yo no quiero ser Judas!».

    La mirada se detuvo en la barba rubicunda de Zampayeso.

    —Panayótaros—se oyó la voz del pope—, acércate que te quiero pedir un favor.

    Panayótaros sacudió los hombros y la gruesa nuca, como un buey que intenta desuncirse. Hubo un momento en el que quiso gritar: «¡No voy!», pero no se atrevió delante de los notables.

    —A tus órdenes, padre—dijo, y se acercó con el andar pesado de un oso.

    —El favor que vamos a pedirte es espinoso, pero no nos vas a decir que no, porque aunque parezcas arisco y enrevesado, tu corazón es tierno. Eres como la almendra: cáscara dura como la piedra, pero adentro, bien oculta, está la dulce almendra. ¿Oyes lo que te estoy diciendo, Panayótaros?

    —Lo oigo, no soy sordo—respondió, y su cacarañado rostro se encendió.

    Se dio cuenta de para qué lo querían y le asqueaban las cobas y los engatusamientos.

    —Sin Judas, no puede haber crucifixión—explicó el pope—, y sin crucifixión no puede haber resurrección. Es, pues, absolutamente necesario que uno de los aldeanos se sacrifique y haga el papel de Judas. Lo echamos a suertes, y la suerte recayó en ti, Panayótaros.

    —¡No voy a hacer de Judas!—dijo Zampayeso tajante.

    Apretó la mano y el huevo se rompió, era pasado por agua y un líquido amarillo se derramó a lo largo de su puño.

    El dignatario dio un respingo; blandió su pipa amenazadoramente.

    —¡Esto es el acabose!—gritó—. Estamos en un Consejo de Demogerontes, no en un mercado. ¡Aquí no puede mandar cualquiera! Los demogerontes han tomado una decisión, y san se acabó. El pueblo tiene que obedecer. ¿Te enteras, Zampayeso?

    —Respeto al Consejo de Demogerontes—replicó Panayótaros—, pero no me pidáis que sea yo quien traicione a Cristo. ¡No lo voy a hacer!

    El dignatario soplaba y resoplaba, quería hablar, pero se ahogaba. El capitán encontró la forma, en medio de todo aquel galimatías, de llenarle nuevamente el vaso de rakí.

    —Eres enrevesado, y tomas las cosas al revés, Panayótaros—dijo el pope luchando por dulcificar la voz—. No vas a traicionar a Cristo, zoquete, sólo vas a fingir que eres Judas y que traicionas a Cristo para que nosotros podamos crucificarlo y luego resucitarlo. Eres un poco duro de entendederas, pero pon atención y verás como lo entiendes. Para que el mundo pueda salvarse, Cristo debe ser crucificado; para que Cristo pueda ser crucificado, alguien debe traicionarlo… ¿Ves ahora que para que se salve el mundo Judas es indispensable? Más que cualquiera de los otros apóstoles. Si falta uno de los apóstoles, no importa, pero si falta Judas, no se puede hacer nada… Después de Cristo, el más indispensable es él… ¿Entiendes?

    —¡No voy a ser Judas!—volvió a decir Panayótaros, manoseando dentro del puño el huevo roto—. Vosotros queréis volverme Judas, pero yo no quiero y punto.

    —Panayótaros, querido, venga, haznos el favor—dijo el maestro—. Haz de Judas y tu nombre perdurará por los siglos de los siglos.

    —Te lo pide también el viejo Ladás—dijo el capitán, apretando los labios—, y con respecto al dinero que le debes, no te presionará, es más, dice que te regalará los intereses…

    —¡No te metas en asuntos que no te incumben, capitán! —chilló el viejo usurero furibundo—. Yo no he dicho ni media palabra. Panayótaros, tú haz lo que Dios te inspire, ¡yo, los intereses, no los regalo!

    Guardaron silencio. Se oyó entonces la pesada respiración de Panayótaros, que jadeaba, como si estuviera escalando una montaña.

    —No perdamos el tiempo—dijo de nuevo el capitán—, dejemos que le dé vueltas, que lo rumie, estas cosas no pueden hacerse así, de sopetón. No es moco de pavo hacer de Judas, la cosa requiere cabeza y rakí, como se dice. Y para terminar, ¿dónde está Manoliós?

    —Lo hemos visto hablando totalmente acaramelado con su novia Lenió, ¡no se le despega!—dijo de nuevo Yannakós.

    —Aquí estoy—dijo ruborizadísimo Manoliós, que acababa de entrar sin ser visto y estaba en un rincón—. A vuestras órdenes, dignatarios y notables.

    —A ver, querido Manoliós—dijo el pope y su voz destilaba miel—, ven a que te dé mi bendición.

    Manoliós se acercó, besó la mano del anciano. Era un joven rubio, tímido, pobremente vestido. Olía a tomillo y a leche; y sus ojos azules tenían una virginidad indescriptible.

    —La suerte más espinosa ha recaído sobre ti, Manoliós —dijo el anciano con voz solemne—. Dios te ha elegido a ti para que con tu cuerpo, con tu voz y con tus lágrimas revivas las palabras sagradas… Tú serás quien lleve la corona de espinas, quien sea azotado, quien levante la Santa Cruz; y tú serás crucificado. A partir de hoy y hasta el próximo año, hasta la próxima Semana Santa, sólo has de tener en la cabeza una cosa, querido Manoliós, sólo una: cómo ser digno de levantar el terrible peso de la cruz.

    —No soy digno—murmuró Manoliós tembloroso.

    —Nadie es digno, pero Dios te ha elegido a ti.

    —No soy digno—murmuró de nuevo Manoliós—. Estoy comprometido, me he acercado a una mujer, tengo el pecado en la mente, dentro de unos días voy a casarme… ¿Cómo puedo levantar yo el peso terrible de Cristo?

    —No te opongas a la voluntad de Dios—replicó el pope con severidad—. No, no eres digno, pero la gracia divina perdona, sonríe y elige. Y te ha elegido a ti, ¡calla!

    Manoliós calló, pero su corazón latía con tanto ímpetu que estaba a punto de estallar, de alegría y de miedo. Miró a través de la ventana. El campo, lejano, se extendía sereno, empapado, muy verde. La llovizna había cesado, y Manoliós, alzando la vista, suspiró contento: un inmenso arcoíris estaba suspendido en el aire, todo esmeralda, rubí y oro, uniendo el cielo con la tierra.

    —Hágase tu voluntad—dijo Manoliós posando su mano abierta sobre su pecho.

    —Que se acerquen ahora los tres apóstoles—ordenó el anciano—. Ven tú también, Panayótaros, no estés enojado, no te vamos a comer. Acercaos y recibid mi bendición.

    Se acercaron los cuatro, colocándose a derecha e izquierda de Manoliós. El anciano posó su mano sobre sus cabezas.

    —Con la bendición de Dios—dijo—. Que el espíritu del Señor sople sobre vosotros. Y que así como en primavera los árboles se hinchan y retoñan, retoñen, aun si son troncos talados, vuestros corazones. Y que se opere el milagro. Que en Semana Santa, cuando los fieles os vean, digan: «¿Acaso éstos son Yannakós, Kostantís y Mijelís? ¡No, no! Son Pedro, Santiago y Juan». Y que vean a Manoliós subir al Gólgota con la corona de espinas y sean presa del terror. Y que la tierra se estremezca, el sol se oscurezca, el velo del templo se rasgue en sus corazones. ¡Que de sus ojos afloren las lágrimas y los limpien y vean de pronto que todos somos hermanos! Y que Cristo resucite no ya en el patio de la iglesia, sino en nuestro corazón. Amén.

    Los tres apóstoles y Manoliós sintieron que sus cuerpos se cubrían de un sudor frío; las rodillas les flaquearon. Era como si un halcón hubiese planeado por encima de sus almas y se asustaron; sus manos se movieron involuntariamente uniéndose y formaron una cadena. Todos juntos, unidos en el peligro. Sólo Panayótaros apretó el puño y no quiso juntarse. Miraba hacia la puerta, tenía prisa.

    —Idos ahora—les dijo el anciano—con la bendición de Cristo. Un nuevo y muy arduo camino se abre ante vosotros. ¡Ceñíos el cinturón, santiguaos y que Dios esté con vosotros!

    Uno a uno fueron postrándose de hinojos frente al anciano, saludando a los notables y deslizándose por la puerta. Se levantaron los notables y estiraron brazos y piernas para desentumecerse.

    —Gracias a Dios—dijo el dignatario—, todo ha terminado bien. Gracias a ti hemos salido airosos. ¡Danos tu bendición!

    Pero en el momento en que los notables atravesaban el umbral, el capitán Borrasca se golpeó los muslos y estalló en carcajadas:

    —¡Vaya por Dios! Nos hemos olvidado de elegir a Magdalena.

    —No te hagas mala sangre, capitán—dijo el anciano dignatario tragándose la saliva—. La invitaré a mi casa y hablaré con ella. Yo creo que conseguiré que acceda…—añadió sonriendo.

    —Si no tienes temor de Dios y quieres hacer cochinadas con ella, mi querido dignatario—dijo el pope—, hazlas antes de comentárselo. Porque, como comprenderás, cuando ya sea Magdalena será un pecado y muy grande.

    —Qué bueno que me lo digas, anciano—respondió el dignatario, y suspiró como si se hubiera salvado de un tremendo peligro.

    —Malditos seamos, todos—murmuró el capitán Borrasca cuando se quedó solo y, apoyándose pesadamente en su bastón, comenzó a bajar en dirección a la casa del agá, que lo había invitado al mediodía para que comieran y bebieran juntos—. Estas cosas piden un corazón puro, y nosotros aquí somos Sodoma y Gomorra.

    »¿El pope? Un insaciable que ha abierto una botica, la llama iglesia y despacha a Cristo por adarmes; sana, dice el muy embustero, todos los males. ¿Qué mal te aqueja?. He mentido. Un adarme de Cristo, tantas piastras. He robado. Un adarme y medio de Cristo, tanto. ¿Y tú?. He matado. ¡Ah, un mal mayor, desdichado de ti. Por la noche, antes de dormir, vas a tomar cinco adarmes de Cristo, cuesta caro, tanto. ¿No puede hacerme un precio mejor, padre?. Es la tarifa; paga, de otro modo te irás al fondo del infierno. Y le enseña las estampas que tiene en la tienda en las que se representa el infierno, con llamas y arpones y diablos, y el cliente tiembla y abre el saquito donde guarda el dinero…

    »¿El viejo Patriarjeas? Un cerdo de pie, una pura panza de los tobillos a la coronilla. Hasta la cabeza la tiene llena de

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1