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El Príncipe
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Libro electrónico133 páginas1 hora

El Príncipe

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El príncipe: los viejos mandamientos políticos para el nuevo milenio. Hace 500 años (1513), Maquiavelo escribió su obra mpas conocida y por la cual, en tiempo más recientes se acuñaría el término “maquiavélico”. ¿Pero qué es necesario para ser, justamente, maquivélico? El autor reflexiona sobre las formas en que un príncipe se hace del poder, pero
IdiomaEspañol
EditorialEditorial Ink
Fecha de lanzamiento14 feb 2019
Autor

Nicolás Maquiavelo

Nicolás Maquiavelo (1469-1523) perteneció a una familia noble y culta pero con pocos recursos financieros. Fue un diplomático y funcionario florentino que reflexionó ampliamente sobre la política de su tiempo. El príncipe, escrito en el exilio en 1513, es considerada una obra capital del pensamiento político contemporáneo.

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    El Príncipe - Nicolás Maquiavelo

    Dedicatoria

    Los que buscan los favores de un príncipe tienen la costumbre de presentarle obsequios valiosos, o aquellas cosas que se conoce que son de su agrado. Le ofrecen, en consecuencia, los unos, caballos; los otros, armas; algunos, telas bordadas en oro; varios, piedras preciosas u otros objetos igualmente dignos de su grandeza.

    Queriendo presentar yo mismo a Vuestra Magnificencia alguna ofrenda que pudiera probarle mi devoción, no he hallado, entre las cosas que poseo, ninguna que me sea más querida y más provechosa que mi conocimiento de la conducta de los hombres más grandes que han existido. No he podido adquirir este conocimiento más que con una larga experiencia de las horrendas vicisitudes políticas de nuestra época, y por medio del estudio continuo de la historia. Después de haber examinado por mucho tiempo las acciones de aquellos hombres, y meditándolas con la más seria atención, he condensado el resultado de esta penosa y profunda tarea en un reducido volumen, el cual remito a Vuestra Magnificencia.

    Aunque esta obra me parece indigna de Vuestra Grandeza, tengo, sin embargo, la confianza de que vuestra bondad le proporcionará una favorable acogida, si consideráis que me era imposible haceros un mejor regalo que el ofrecer la posibilidad de comprender en pocas horas lo que yo descubrí tras muchos años, con suma fatiga y grandísimos peligros. No he embellecido esta obra de aquellas prolijas glosas con las que se suele hacer ostentación de erudición, ni la he adornado con frases pomposas, hinchadas expresiones y todos los demás atractivos ajenos a la materia, que muchos autores utilizan para engalanar lo que tienen que decir. He querido que mi libro no tenga otro adorno ni gracia más que la verdad de las cosas y la importancia de la materia.

    Desearía yo, sin embargo, que no se mirara como una reprensible presunción en un hombre de condición inferior, y aun baja si se quiere, el atrevimiento que él tiene de discurrir sobre los gobiernos de los príncipes, y de aspirar a darles reglas. Los pintores encargados de dibujar un paisaje, deben subir a las montañas cuando desean retratar los valles y situarse al fondo de los valles para poder contemplar la extensión de las montañas. Sucede lo mismo en la política: si para conocer la naturaleza de los pueblos es preciso ser príncipe, para conocer al príncipe, conviene estar entre el pueblo. Reciba Vuestra Magnificencia este escaso presente con la misma intención que yo tengo al ofrecérselo. Cuando os dignéis leer esta obra y meditarla con cuidado, reconoceréis en ella el extremo deseo que tengo de veros llegar a aquella elevación que vuestra suerte y eminentes prendas os permiten. Y si os dignáis después, desde lo alto de vuestra majestad, bajar a veces vuestras miradas hacia la humillación en que me hallo, comprenderéis toda la injusticia de los extremados rigores que la malignidad de la fortuna me hace experimentar sin interrupción.

    Capítulo I

    Cuántas clases de principados hay, y de qué modo se adquieren

    Cuántos Estados o poderes ejercieron o ejercen su autoridad sobre los hombres, fueron y son repúblicas o principados. Estos últimos son, o hereditarios, cuando la familia del que los sostiene los poseyó por mucho tiempo, o son nuevos.

    Los nuevos son, o completamente nuevos, como lo fue el de Milán para Francesco Sforza; o como miembros añadidos al Estado ya hereditario del príncipe que los adquiere, como en el caso del reino de Nápoles respecto al Rey de España.

    Los Estados nuevos, adquiridos de estos dos modos, están acostumbrados a vivir bajo el dominio de un príncipe, o están habituados a ser libres; el príncipe que los adquirió, lo consiguió con armas ajenas, o los adquirió con las propias; la fortuna se los proporcionó o bien su habilidad.

    Capítulo II

    De los príncipes hereditarios

    No hablaré aquí de las repúblicas, ya que he discurrido bastante sobre ellas en otra obra; y solo dirigiré mi análisis hacia el principado. Volviendo en mis discursos a las distinciones que acabo de establecer, examinaré el modo con que se consigue gobernar y conservar los principados.

    Sostengo que en los Estados hereditarios que están acostumbrados a ver reinar a la familia de su príncipe, hay menos dificultad para conservarlos, que cuando son nuevos. En el primer caso, el príncipe solo debe cuidarse de no transgredir el orden seguido por sus predecesores, y de contemporizar con los acontecimientos, tras lo cual le basta una ordinaria industria para conservarse siempre, a no ser que una fuerza extraordinaria se lo impida o, llevada a su límite, le prive de su Estado. Pero si esto ocurre, lo recuperará, si lo quiere, por más poderoso y hábil que sea el usurpador. Por ejemplo, en Italia, el Duque de Ferrara, no fue arruinado por los ataques de los venecianos, en 1484; ni por los del papa Julio, en 1510, por el único motivo de que su familia se hallaba establecida de padres en hijos, mucho tiempo hacía, en aquella soberanía. Teniendo el príncipe natural menos motivos y necesidad de ofender a sus gobernados, es más amado por esto mismo; y si no tiene vicios muy irritantes que le hagan aborrecible, sus gobernados le amarán naturalmente y con razón. La antigüedad y el periodo de su reinado, harán olvidar los vestigios y causas de las mudanzas que le instalaron: lo cual es tanto más útil cuanto una mudanza deja siempre una piedra angular para otra.

    Capítulo III

    De los principados mixtos

    Se hallan las dificultades en un nuevo principado. Por principio, si no es enteramente nuevo, sino un miembro añadido a un principado antiguo que ya se posee, y que por su reunión puede llamarse un principado mixto, sus incertidumbres provienen de una dificultad que es general a todos los principados nuevos. Consiste ella en que los hombres que mudan gustosos de señor con la esperanza de mejorar su suerte (en lo que van errados), y que, con esta loca esperanza, se han armado contra el que los gobernaba, para tomar otro, no tardan en darse cuenta de que su condición ha empeorado. Esto proviene de la necesidad general que impulsa al nuevo príncipe a ofender a sus nuevos súbditos, ya sea con tropas o con una infinidad de otros procedimientos molestos que el acto de su nueva adquisición llevaba consigo.

    Así, encuentras enemigos en todos aquellos a quienes has ofendido al ocupar este principado, y no puedes conservar como amigos a los que te colocaron en él, debido a que te es imposible satisfacer su ambición hasta el grado que habían esperado; ni hacer uso de medios rigurosos para reprimirlos, en atención a las obligaciones que te hicieron contraer con ellos.

    Por más vigorosas que fueran las tropas de un príncipe, tuvo siempre necesidad del favor de una parte al menos de los habitantes de la provincia, para entrar en ella. Por esta razón, Luis XII, perdió Milán tan pronto como la ocupó; y solo fueron necesarias, esta primera vez, las fuerzas de Ludovico; porque los milaneses, que habían abierto sus puertas al rey, se vieron desengañados de su confianza en los favores de su gobierno, y de la esperanza que habían concebido para lo venidero y no podían ya soportar el disgusto de tener un nuevo príncipe. Es muy cierto que al recuperar Luis XII por segunda vez las provincias que se habían rebelado, se negó a perderlos tan fácilmente, porque sirviéndose de la sublevación anterior, fue menos tímido en los medios para consolidarse: castigó a los culpables, desenmascaró a los sospechosos y fortaleció las partes más débiles de su anterior gobierno. Si la primera vez solo fue necesario que el Duque Ludovico¹ alentara las rebeliones en las fronteras para recuperar Milán de las manos del Rey de Francia, la segunda vez fue necesario que se armasen todos contra él, y que sus ejércitos fuesen arrojados de Italia. Sin embargo, tanto la segunda como la primera vez, se le quitó el Estado de Milán. Se han visto los motivos de la primera pérdida, por lo que nos resta conocer los de la segunda, y decir los medios que él tenía, y que podía tener cualquiera que se hallara en el mismo caso, para retener su conquista mejor que lo que él hizo.

    Comenzaré estableciendo una distinción: entre Estados que, nuevamente adquiridos, se reúnen con un Estado ocupado mucho tiempo antes por el que los ha conseguido y en los que se habla la misma lengua, y aquellos Estados donde esto no ocurre. Cuando son de la primera especie, resulta sumamente fácil conservarlos, especialmente cuando no están habituados a vivir libres bajo la forma de la república. Para retenerlos basta con haber exterminado la descendencia del príncipe que reinaba en ellos; porque en lo restante, conservándoles sus antiguos estatutos, y no siendo allí las costumbres diferentes de las del pueblo al que se suman, permanecen sosegados, como lo estuvieron la Borgoña, Bretaña, Gascuña y Normandía, que fueron anexadas a Francia, hace mucho tiempo. Aunque existe entre ellas alguna diferencia de lenguaje, las costumbres se asemejan, y estas diferentes provincias pueden vivir, no obstante, en buena armonía. En cuanto al que hace semejantes adquisiciones, si quiere conservarlas, le son necesarias dos cosas: la una, que se extinga el linaje del príncipe que poseía estos Estados; la otra, que el nuevo príncipe no altere sus leyes, ni

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