El Hormiguero
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El protagonista piensa, camina e inventa los tiempos de problemas terribles y ventanas formidables para escapar.
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El Hormiguero - Cruz Correa Taborda
PERRO COME PERRO
(PREMIO DEPARTAMENTAL DE LITERATURA - CUENTO 1998, MINISTERIO DE CULTURA)
Hoy es un día común y corriente. Es temprano en la mañana y la radio no ha dicho nada sobre alguna bomba u otro atentado hecho por el narcotráfico en su presión al Estado para que no extradite a sus hombres encarcelados. Parece que ya todo está volviendo a la tranquilidad.
He llegado a la salida de un supermercado burgués, a una plazoleta en donde venden desde lotería hasta aparatos para hacer abdominales y me he sentado a esperar a que abran el kiosco de los cigarrillos. Mientras espero, me acuerdo de la vez —hace como dos años— que estuve buscando unos Camel sin filtro durante algunos meses, no recuerdo cuántos con exactitud. En esa época yo estaba obsesionado con Corlea y Bonaser, mi mejor amigo y una de sus parceras.
Corlea era una mujer de esas que no parecía muy bonita, pero sí lo era. No importaban su cabello largo teñido de mono solamente en las puntas o su mirada sin pupila, que le hacía pensar a uno que ella era el diablo o por lo menos un angelito del infierno. Era muy linda. Corlea era la novia de una tal Arzina, una traqueta de mucho billete, con la cual procuré nunca relacionarme, porque a mí los mafiosos no me gustan y porque además era, decían las malas lenguas, dueña de las bombas que estallaban en las calles. Sin embargo, pese a ese comentario, la moral de mis amigos no les impedía relacionarse con ella, rumbeaban en su finca, comían en su plato, consumían su licor, tiraban su cocaína y reían con sus chistes. Fue la misma Corlea quien la trajo al parche y trató de que fuera tan amiga nuestra como ella misma. Corlea hablaba rápido y usaba varias jergas a la vez, se tragaba letras e invertía las sílabas; lo hacía con la paranoia de quienes creen que todo el tiempo son espiados y por eso utilizan palabras incomprensibles para la mayoría de la gente. Tremendo personaje. Corlea era demasiado generosa, aunque era obvio que el dinero no le costaba; era realmente amplia ya que compartía sus cosas con todos sin esperar nada a cambio, hasta se acostaba con quien quería sin siquiera exigir placer para sí. A ella le gustaba la rumba, aunque, extrañamente, fue la única mujer que he conocido que no sabía bailar. Era todo un personaje. A Corlea, por la forma en que bailaba, le decían La Tiesa. Tan linda que era. Pero, sin duda alguna, lo que más linda la hacía verse era el hecho de estar enamorada. Tan linda que era. Desde que la conocí estuvo enamorada de mi mejor amigo. Corlea murió enamorada de Bonaser. Tan linda que era.
En cambio Bonaser era muy distinto a Corlea. Él andaba sin encontrar un chicle que lo cimentara a tierra, su diálogo era mucho más normal y su mirada menos autoritaria que la de ella, no le recibía nada a nadie —no como Corlea— y podía andar sin escoltas, carros blindados y armas. No como les pasaba a Corlea, a su novia y a todos los que trabajan en eso. Sin embargo, lo más fundamental a la hora de examinar a Bonaser es, y lo será hasta su muerte, que él es de esos a los que no se les puede dar tiro, por lo menos eso dicen las viejas. En una novela autobiográfica que está escribiendo desde el exilio, cuenta que ya son noventa y seis cuerpos en su sexo; no sé si sea verdad, porque solo tenemos veintitrés años y en este país, en el que pichar es todavía un evento, eso es un récord… Además, porque no tiene ni carros, ni fincas, ni lujos, ni estatus, ni caballerosidad, ni fama, ni nada de nada, solo labia… Aunque no sé si se habrá comido a todas esas peladas, sí era el primero del combo que se las pichaba: a Tata, a la Labios, a Gloria, a Elisae, a las dos Catalinas y a todas. A todas, todas las que llegaban al combo. Incluso tuvo un pequeño encontronazo con Arzina. Algunas me han dicho que es por sus ojos verdosos y necios, porque se ve todo loquito con la melena al estilo Claudio Paul Cagnilla que le llega a los codos y por su cuerpo alto y desgarbado, pero con culito.
La diferencia entre ellos dos y yo es el mayor grado de compulsión que desarrollo por todo. Por ejemplo, hace unos años estuve buscando unos cigarrillos Camel sin filtro por toda la ciudad. Igual que ahora.
Esa vez completé varios meses hasta que me cansé. Pero hace un rato me volvieron las ganas. Lo que realmente me llevó a estar todo ese tiempo atisbando una cajetilla de Camel sin filtro fue que unas semanas antes había comprado el último paquete que quedaba en Medellín, al menos eso fue lo que me dijo el del kiosco y también me habló de que los tasara; pero como yo siempre intento no ser materialista, no negué ni uno solo, ese mismo día se terminaron mucho antes de que llegara la noche, que es cuando más ganas me dan de tumbarme la presión del cuerpo y romper el círculo vicioso de lance, chorro, bareto y vuelve el lance por el de lance, chorro, garro, garro, garro, chorro, bareto y garro, garro, garro, garro, garro, chorro, garro y otra vez el lance. Para eso me sirve el cigarrillo, no sé si estoy dándole mal uso. En esta vida todo es personal.
Y los busqué por todas partes hasta que me desmotivaron la falta de suerte y la paranoia colectiva, pues cada tombo veía en mí un peatombomba —hasta me arrestaron más de una vez—. Durante esa época, aquí los enemigos de la extradición le pusieron dinamita a casi todo. También me desilusionaron el calor, la falta de fuerza por culpa del trasnocho y algún que otro parche que se me presentaba inesperadamente. Como la vez que Corlea y yo dormimos, algo que solo hice por venganza contra Arzina, como un homenaje a Bonaser.
Durante esa época sí que trasnochábamos; ahora, por falta de personal, menos. Qué cosa es la vida: hoy que podemos hacerlo no estamos, y ayer cuando prohibían la noche insistíamos y nos exponíamos a todo por estar. Bonaser rumbeaba con Corlea y yo con ellos, y los demás con nosotros. Yo era un drogo al que no le importaban las mujeres tanto como consumir. Íbamos a todos los bares de salsa y después de las nueve de la noche, hora en que empezaba el toque de queda declarado por Los Extraditables, nos encerrábamos en El Hormiguero, un bar de vieja guardia en donde siempre rematábamos la fiesta y donde vendían el mejor fua.
En la última parte del segundo mes buscando los Camel, fue cuando decidí aguardar pacientemente a que el único hombre que me había vendido unos cigarrillos de esos, el mismo a quien espero hoy, los trajera. Entonces me sentaba luego del desayuno, por ahí a las dos de la tarde, sin afanes, a esperar que un distribuidor surtiera al señor del kiosco o el último intermediario entre la Camel Corporation y uno de sus clientes más adictos, yo. Muchas semanas después todavía estaba como un mendigo esperando. Aquí mismo donde estoy hoy sentado, como deshaciendo pasos. Siempre que llegaba alguien al kiosco yo lo miraba desde mi garita y examinaba con mi aguda visión para ver qué era lo que intercambiaba con el vendedor de cigarros… Lo más curioso era que siempre las personas que se acercaban eran simples y rupestres fumadores iguales a mí. Sin embargo, yo no confiaba en mis ojos ni en el verlos alejarse sin haber entregado al señor del kiosco un paquete o algo que se pareciera a un cartón de cigarros, y entonces corría a preguntarle al tendero si ya le habían llegado los Camel sin filtro. Él me respondía que no, que Camel sin filtro no se conseguían en ninguna parte; y yo, para matarle el mal genio, le compraba algo, la mayoría de las veces un pechi.
Cuando uno adquiere facilidad por el uso y la costumbre, disfruta hasta con la espera, sobre todo cuando es una rutina esperanzadora: durante los días en que pasaba el tiempo esperando, en la sombrita desde donde podía divisar el kiosco, solo venían a mi cabeza dos personas, en una misma historia que ya está escribiendo su final.
De un