El diamante de Titzé
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El diamante de Titzé - Elías García Chávez
Tiempo
Una palabra a los adultos
Para convencer a un niño de que el sol nunca saldrá de noche, sólo es necesario decirle que tan pronto como el sol sale ya no es noche sino día, pero para que un erudito siquiera acepte escuchar ese argumento, hay que citarle a 100 autores, porque para él la originalidad es sospechosa. Por eso decidí escribir un libro para niños y no para adultos; los niños aceptarán que les cuente de una conversación entre una roca y una estrella sin cuestionarme acerca de la exactitud del hecho, ni de mi originalidad o de mi posible plagio. Por lo mismo los niños necesitan ser protegidos y dirigidos. Lo merecen. Merecen ser amados. Como adultos, padres, maestros, o personas con cualquier otro tipo de liderazgo, debemos vigilar que sus entretenimientos no sean peligrosos. Hay que inducirlos a la lectura, pero aún esta debe ser seleccionada, y no tanto por su erudición y calidad literaria, cuando ésta es sólo de entretenimiento, sino por su contenido moral. No pretendo que los cuentos y poemas que aquí escribo sean perfectos, ni siquiera buenos, ni en su redacción menos en su contenido, pero creo que son «menos malos» que otros entretenimientos que podrían tener. Pero suplico al amable lector adulto, que enseñe al niño a distinguir entre fantasía y realidad, le suplico que si alguna influencia tiene sobre el niño, la use con responsabilidad, con inteligencia y con amor, porque un niño es la flor del fruto que nos tocará saborear mañana.
El diamante de Titzé
En una verde colina coronada de magueyes, vivía una niña de piel morena y cabellos lacios y negros llamada Titzé. Su madre decía que se parecía a ella, aunque otras mujeres decían que se parecía a su padre. Ella decía que se parecía a su chocita que estaba enjarrada de barro amarillo y techada con zacate colorado. Su madre nunca le había dicho que era hermosa, y ella no sabía que todas las niñas lo son. Titzé hablaba con la flor del cempasúchil y con la luna fresca, pero la flor apenas le sonreía con su olor penetrante y la luna era tan callada como su madre. Pasó el tiempo, un maguey se volvió viejo y se secó. El encino al que ella le cortaba las hojas para jugar se volvió más grande que la choza y dio muy buena sombra. Ahora la niña de ojos negros como la obsidiana hacia algo más que correr por el llano y perseguir a los pavos, también ayudaba a su madre a traer agua del arroyo y a su padre en la cementera. Sus piececitos descalzos dejaban las huellas en el barro del camino y los venados venían a besarlas por la noche. Titzé vestía una burda manta de henequén que sólo le cubría una parte del cuerpo, pero ella deseaba un vestido de color blanco con orlas bordadas de caracoles geométricos. Una noche se lo contó a la luna, ésta se quedó callada largo rato y luego, con mucha tristeza, se ocultó tras una nube. Titzé la consoló diciendo: «No te pongas triste. Puedo vivir sin el vestido blanco como he vivido sin el collar de jade que también he deseado.»
Poco después Titzé cumplió 13 años y su padre le compró un hermoso vestido blanco, no era de seda, ni de algodón, porque esas telas ni se conocían, pero era hermosa. Su madre le ayudó a ponérselo y también le hizo un collar con una hebra de pita de donde colgó un caracol blanco.
Esa tarde apenas se ocultó el sol, Titzé, la niña de cabellos que semejaban las cortinas de lluvia en el horizonte, fue a esperar a la luna para mostrarle su vestido blanco. Sentada a medio llano, lejos de la sombra del encino y de la choza, esperaba la salida de la luna. Allá, más abajo, veía encenderse las hogueras en las chocitas de sus amigas. De pronto vio a lo lejos a un hombre extraño que se acercaba. Al principio tuvo miedo, pensó que se trataba de un mal espíritu, pero cuando ya estaba cerca vio que era un ser humano de carne y hueso como ella. Era un muchacho muy joven, apenas, quizás, un poco mayor que ella. Traía puesta una ropa extraña: una túnica doble de seda blanca y un manto azul. Se paró frente a Titzé mirándola fijamente y sonriéndole sin decir nada. Fue la niña quien le habló primero: «¿Quién eres? ¿Por qué vistes esa ropa extraña y que haces aquí?»
–Soy el príncipe errante –contestó lacónico y enigmático.
–Pero, ¿qué haces aquí?
–Recorro el mundo para conocer muchos niños graciosos y niñas hermosas como tú. Iba por el camino, pero al verte aquí, decidí venir a saludarte. Dime, ¿qué haces aquí sola cuando ya está oscureciendo?
–Espero a la luna para mostrarle mi vestido. Ella sabe que siempre había deseado tener uno así.
–¡Oh, es hermoso! –exclamó el príncipe errante, que también tenía piel morena y cabellos lacios– Y ese caracol que llevas al cuello es bonito, pero, como es blanco, no resalta sobre tu vestido… te quedaría mejor un rubí o una esmeralda. –Y mientras decía esto el príncipe hurgaba en la bolsa que colgaba de su cintura.
–Oh, sólo me queda este diamante negro. –Dijo sacando una piedra negra del tamaño de un durazno. Lo presentó sobre el pecho de la niña y exclamó: «Se ve bien». Entonces se lo colgó con una cadenita de oro.
Titzé lo miró extrañada. Levantó la piedra preciosa y exclamó: «¡Es muy hermoso este diamante! Pero… ¿son caros los diamantes? ¿Sirven para algo más que para adornar el cuello de una niña morena que ha estrenado un vestido blanco?»
El príncipe le contestó mientras le sacaba el hilo con el caracol: «Los diamantes son muy valiosos. Los hombres ricos pagan mucho dinero por ellos. También hay quienes matan a otros para robarles un diamante. Pero se utilizan más para adorno que para otra cosa. Por lo menos hasta ahora, quién sabe en el futuro.
–¿Y me lo vas a dejar? Yo no tengo dinero para pagarlo, a menos que aceptes una o dos gallinas de las de mi madre.
–Sí, te lo voy a dejar, y también las gallinas, porque ahorita ya están durmiendo y no quiero despertarlas.
–¿Te gustaría llevarte mi caracol? Mi madre no se molestará pues le diré que lo cambié por el diamante, y el diamante es más grande que el caracol. Es más grande que una bellota de encino.
–Si me lo das me lo llevo, pues ya no tengo nada en mi bolsa. Se lo pondré en el cuello a alguna reina que encuentre en mi camino, o a alguna diosa que me tope en mis andanzas.
El príncipe se fue. La luna ya había subido por sobre las copas de los encinos y oyameles, y ya alumbraba el pasto y los magueyes de la lomita de Titzé. Está habló con la luna y también con una estrellita que la acompañaba. Les mostró su vestido blanco con las orlas bordadas y también el diamante negro que colgaba de su cuello. La luna parecía sonreír, pero siempre callada y pensativa. Cuando Titzé mostró el diamante a sus padres, éstos se mostraron sorprendidos, casi espantados. La madre, que regularmente era callada exclamó: «¡Esto no me gusta nada!»
Titzé contestó: «No lo has visto bien, madre; es bonito».
–No me refiero a la piedra... bueno sí, a que esté aquí, en nuestra casa.
El padre tomó la piedra con ambas manos, como si temiera dañarla, al mismo tiempo miraba hacia la puerta de la casa con el miedo reflejado en el rostro: «Mira, hija, yo sólo siembro maíz y saco aguamiel de los magueyes, pero presiento que esta piedra nos traerá mala suerte. Tal vez una tempestad que inunde todas las partes bajas y ahogue a nuestra gente, o quizá un incendio que consuma nuestros montes y nuestras chozas. O tal vez nos traiga enemistades y crímenes. ¡Sí, eso! Que alguien nos mate para apoderarse de ella y luego otros maten a quienes nos hayan matado, por la misma razón.
–¡Quítate esa piedra y arrójala al arroyo para que se la lleve el agua con toda la inmundicia y la maldad que ella encierra! –ordenó la madre; pero el padre, pensativo, aconsejó: «No lo hagas por ahora, sólo cúbrela con una manta de henequén para que nadie la vea.»
Luego, como hablando para sí mismo, siguió diciendo: «Si vale tanto dinero como dices que te dijeron… si alguien la ve y les comunica a los reyes de Texcoco ellos preguntarán como la obtuvimos. Un príncipe… ¿de dónde? ¿Por qué aquí? ¿Por qué a Titzé? Ella no es princesa… bueno, los niños y las niñas son príncipes y princesas aunque sus padres no sean reyes sino mendigos… No, pero para recibir un diamante hay que ser más que una princesa de mentiritas…
Titzé casi no pudo dormir pensando en estas últimas palabras que su padre había dicho casi en un susurro, como si fuera el eco difuso de un pensamiento: «Para tener un diamante hay que ser algo más que una princesa de mentiritas». Por la mañana se levantó pensando: «Este diamante es muy valioso, y por ser una niña pobre no merezco tenerlo, pero tal vez si lo reparto entre todas las niñas pobres del valle, entonces ya no nos traiga mala suerte. La niñita ingenua, tierna y hermosa, que pronto dejaría la niñez y se convertiría en mujer; la que pronto dejaría de hablar con la luna y soñar con las estrellas para entregarse a la cruda realidad de la vida, tomó su diamante; su hermoso diamante que era más grande que una bellota de encino, como si hubiera sido tallado para adornar el cuello de un gigante; lo tomó, y fue a sentarse entre los magueyes. Allí, sobre una gran piedra y con ayuda de una linda mariposa, lo rompió, dividiéndolo en decenas de pedacitos. Luego bajó al valle y lo repartió entre todas sus amiguitas recomendándoles que lo ocultasen en la tierra para que nadie se los robara. Ella se quedó sólo con un granito que luego sembró en medio de la pradera. La nubecita considerada y acomedida regó