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Petróleo y sangre en Oriente
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Libro electrónico247 páginas3 horas

Petróleo y sangre en Oriente

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A pesar de las apasionantes 600 páginas que dedica Tom Reiss en El orientalista a M. Essad Bey (Kiev, 1905-Positano, 1942), y haber sido un espléndido escritor de enorme éxito entre 1929 y la Segunda Guerra Mundial, éste es el primero de sus libros que, firmado con ese nombre, se reedita en España en los últimos 70 años. Este judío ruso que escribía en alemán, cuyo verdadero nombre era Lev Nussimbaum, se convirtió a la religión musulmana y en monárquico partidario de los Hohenzollern en plena república de Weimar. Con el pseudónimo de Kurban Said, publicó Alí y Nino, su obra más conocida.
Petroleo y sangre en Oriente (Öl und Blut im Orient, 1929), novela de trasfondo autobiográfico, nos ofrece una visión caleidoscópica, vertiginosa y sorprendente del Cáucaso y de Bakú, la capital del petróleo, entre 1900 y 1920. Las peripecias del protagonista durante la revolución rusa les recordarán poderosamente a las de El maestro Juan Martínez que estaba allí de Manuel Chaves Nogales. Essad Bey ha resucitado como escritor en los últimos años y sus obras están empezando a reeditarse de nuevo en toda Europa.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 feb 2017
ISBN9788416034482
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    Petróleo y sangre en Oriente - M. Essad Bey

    M. Essad Bey

    Petróleo y sangre en oriente

    Traducción del alemán de Gustav Adler

    © 2015. Ediciones Espuela de Plata

    www.editorialrenacimiento.com

    polígono nave expo, 17 • 41907 valencina de la concepción (sevilla)

    tel.: (+34) 955998232 • editorial@editorialrenacimiento.com

    librería renacimiento s.l.

    Diseño de cubierta: Equipo Renacimiento

    Texto revisado por Gabriel García Santos

    ISBN ebook: 978-84-16034-48-2

    EN LA TIERRA DEL FUEGO SAGRADO

    MIS ANTECEDENTES

    Hace cuarenta años, Bakú no era más que una pequeña ciudad perdida en el desierto. No existían aún las calles europeas, y hubiera sido inútil querer buscar un refugio contºra los rayos implacables del sol bajo la sombra raquítica de algún árbol agostado por la sequía. La ciudad entera se componía de agrupaciones desiguales de casuchas de adobe y unos cuantos palacios bárbaros, de murallas enormes, que apenas eran suficientes contra el calor abrumador. No había que buscar en Bakú las cantarinas fuentes que adornan todos los patios orientales; el agua, transportada desde muy lejos en pieles de carnero, era exclusivamente para beber.

    Cuando el calor se hacía insoportable, las clases altas de la ciudad abandonaban sus casas, buscando un ambiente más suave a orillas del mar.

    De la brillante cinta de villas, paseos y restaurantes que hoy se extiende al borde del agua, nadie tenía entonces la menor idea. Sólo había una estrecha faja de playa pedregosa, lamida por unas olas sucias y ridículas, impregnadas del petróleo que llenaba toda la comarca. Se respiraba un penetrante olor a putrefacción.

    Un solo edificio se alzaba imponente junto a la playa: el presidio, donde gemían un sinnúmero de penados bajo la directa vigilancia del Estado. Sólo la flor y nata de la ciudad tenía derecho a pasearse junto a las pétreas murallas de la prisión aprovechando su fresca sombra, pues en aquella época los personajes de Bakú no sabían procurarse las comodidades que podían con sus inmensas riquezas; hasta más tarde no aprendieron aquellos cresos bárbaros a hacer surgir con sus millones alegres surtidores y frescos jardines de las arenas rojizas del desierto.

    Un caballero, muy joven aún, tocado con un enorme turbante oriental y un ambarino rosario entre los dedos, sin el que ninguna persona importante de Bakú osaría salir a la calle, paseaba un día su aburrimiento junto a los tristes muros de la cárcel. Su inteligente semblante tenía la expresión cansada y soñadora del oriental, animada por la chispa de fiebre que brillaba en los ojos de todos los magnates del petróleo. Como la tarde fuese calurosa en extremo, el señor se ceñía cada vez más, en su paseo, a las oscuras piedras del triste edificio para no desperdiciar nada de su sombra. Los enrejados ventanucos de las celdas aparecían siempre desiertos a aquellas horas, en las que les estaba terminantemente prohibido a los presos importunar con su presencia a los magníficos señores, que no gustaban de inoportunos testigos de vista.

    Aquella tarde, sin embargo, un rostro curioso osó aparecer entre los hierros de una de las ventanas para contemplar de cerca al apuesto paseante. Pertenecía aquél a una muchacha de ojos profundos y misteriosos que se clavaron enérgicos en el poderoso, que, absorto en la contemplación del mar, no paró mientes en la curiosidad que despertaba, pero no pasó inadvertida a sus guardaespaldas, dos gigantescos mocetones armados hasta los dientes. En Bakú, todos los dueños de pozos de petróleo salían escoltados por varios criados, fieles guardianes de sus importantes existencias. Y ahora, la inusitada osadía de aquella presa preocupaba seriamente a los esbirros del gran señor.

    No siempre resulta fácil ejercer la importante tarea de guardián de un potentado; es necesario cavilar mucho. Al fin, uno de ellos tomó la resolución de acercarse al amo y exponerle sus temores.

    Una reclusa le contemplaba con insistencia. ¿Qué deseaba el señor que se hiciera?

    Volviose éste hacia la ventana y dejó escapar una alegre carcajada. Se encontraba ante una cara casi infantil, alumbrada por dos pupilas negras y penetrantes. ¿Qué mal podría desearle aquella beldad, casi una niña?

    Acercose a los hierros que enmarcaban la cabeza de la muchacha, para preguntarle en el dialecto del país:

    —¿Por qué estás presa?

    La interpelada no respondió.

    —¿Cuánto tiempo llevas encerrada? –volvió a preguntar el señor, en ruso esta vez.

    —Tres meses –respondió, mientras recorría su rostro una dulce sonrisa.

    —¿Y cuánto tiempo tienes que permanecer aún?

    La reclusa no tuvo tiempo de responder; un oficial de la prisión había entrado en la celda y bramaba, esgrimiendo su enorme pistolón:

    —¡Atrás o disparo!

    La linda cabeza desapareció para dejar paso al rostro airado del carcelero, que saludaba solícito al gran señor.

    —Siento muy de veras que os haya importunado la reclusa con sus molestas peticiones. Toda severidad es poca con esta gentuza.

    El magnate asintió distraído y preguntó el número de la celda que ocupaba la reclusa. Se despidió del oficial y, en vez de continuar su paseo, traspuso el enorme portón del presidio. A solas ya con el director del establecimiento, trató de informarse de la identidad de la muchacha.

    —Se trata de una peligrosa delincuente –respondió el director de la cárcel–; la cárcel es un leve castigo para lo que merece.

    —¿Cuál es su culpa?

    —Es miembro del partido bolchevique de Rusia y vino a Bakú a sembrar la agitación entre los obreros bien disciplinados. Afortunadamente, y gracias al inapreciable trabajo de la policía, hemos podido encarcelarla antes de que organizara una huelga.

    El magnate, joven e inexperto, nada sabía del peligroso partido ruso, ni alcanzaba a comprender la culpa de la bella revolucionaria.

    —Desearía que se dejara en libertad a la muchacha –ordenó con la mayor naturalidad.

    El regente de la prisión sonrió con benevolencia. De ser una vulgar ladrona, accedería gustosísimo a su petición; pero tratándose, como se trataba, de un reo político, no podía servirle, como hubiera deseado.

    El semblante del señor se ensombreció durante un segundo tan solo. En seguida, dejando a un lado el ambarino rosario, mostró a su interlocutor una bolsa repleta de oro.

    —Óigame bien –exclamó con enérgica decisión–: si no suelta a la, muchacha, la sacaré yo mismo. Cuento con muchos más hombres que los que hay aquí dentro.

    El empleado meditaba. En realidad, nada significaba el puñado de soldados a sus órdenes comparado con los innumerables guardianes y servidores de aquel magnate del petróleo. Tenía, además, instrucciones de sus superiores de mantener las mejores relaciones con los señores de la región. Y, por otra parte, allí estaba la apretada bolsita esperando su decisión. Al cabo, preguntó, iniciando la avenencia.

    —¿Para qué demonios quiere usted una revolucionaria que ha delinquido contra el Estado?

    El interpelado frunció su despejada frente y, tras breves instantes de reflexión, respondió con entonación profunda y tranquila:

    —Para casarme con ella.

    Leguleyos de luengas barbas y ojos de ardilla escribieron largos protocolos donde quedó asentada la legalidad de todos los caprichos de aquel joven omnipotente. Las hembras y los chicos desaparecieron para continuar vegetando en alguna aldea que el gran señor les regalaba magnánimo, y por fin pudo celebrarse la boda, y la peligrosa bolchevique pasó a ser reina de un palacio oriental.

    Creo que está de más decir que el gran señor era mi padre, y mi madre la bella rusa.

    EL PETRÓLEO

    Las innumerables torres que se yerguen en las cercanías de Bakú componen un cuadro difícil de olvidar. Son de madera ennegrecida por el petróleo que se eleva en ellas desde enormes profundidades. El chorro de oro debe correr incesante noche y día, y los obreros tienen buen cuidado de que no se desperdicie nada de aquella lluvia pegajosa y negruzca. Toda la tierra de aquellos contornos aparece empapada en la riqueza del país, y hasta sobre el mar Caspio flota una pesada capa de grasa. Si se arroja al agua una cerilla, el mar se llena de llamas, que persisten durante quince o veinte minutos. Todos los turistas que pasan por Bakú han de admirar necesariamente aquel extraño fenómeno que no se ve en ningún otro lugar de la tierra.

    A los habitantes de la ciudad de nada les sirven las aguas del mar Caspio contra los rigores estivales; el que se arriesga a tomar un baño, puede estar seguro de que saldrá de entre las olas convertido en un auténtico negro. Sólo después de una segunda inmersión en agua filtrada desaparece del cuerpo la corteza bituminosa de petróleo.

    Las torres del petróleo forman una ciudad aislada que se rige por leyes severas e inamovibles. Este código tradicional, aunque no aparece escrito en protocolo alguno, se observa mucho más escrupulosamente que la legislación del Estado. El jefe supremo de la factoría es el ingeniero, que dispone a su antojo de la vida de sus hombres. Muy pocos mortales están capacitados para desempeñar tan importante cargo, para el que no son indispensables estudios especiales, pero sí una energía indomable y un espíritu fuerte de caudillo de muchedumbres. No sólo ha de saber el jefe supremo prevenir los incendios y dominar a sus hombres, sino que ha de tener la osadía necesaria para castigar a los incendiarios, introduciéndoles en la boca un embudo, por el que verterá petróleo hasta que se pinte el espanto en el rostro de todos los que contemplen la escena.

    Más difícil aún que lo anterior resulta el identificar los cadáveres que aparecen con harta frecuencia en los pozos a gusto del dueño de los mismos. Varias veces durante el día tienen que bajar los obreros a grandes profundidades, donde a menudo mueren asfixiados por los gases, y sus cadáveres vuelven a la superficie al cabo de varias semanas, o se pierden para siempre en el espeso líquido. Los bandidos, tan numerosos en aquellos contornos, incluso arrojan en los pozos a sus víctimas, borrando así todo rastro de su crimen, cuando están en buena armonía con los ingenieros, que, como he dicho antes, son dueños y señores del petróleo.

    Los verdaderos propietarios viven en la ciudad, a una distancia considerable de los yacimientos, y sólo un par de veces al mes se deciden a visitar sus propiedades escoltados por lo más granado de su guardia. Para atravesar el desierto que separa la ciudad del petróleo hay que armarse como para la guerra; el mar de arena está plagado de salteadores que sólo esperan el momento propicio para lanzarse sobre el viajero. Son muy pocos los propietarios que visitan sus yacimientos sin miedo a ser atacados por los bandidos. Sólo los que han crecido entre las negras torres de madera, porque fueron los primeros en iniciar la industria en el país, pueden pasearse por las arenas rojizas del desierto como por su casa. Mi padre pertenecía a los descubridores de la riqueza de Bakú. Cuando sólo contaba diecisiete años, compró por muy poco dinero la tierra que luego habría de valer millones, y sus torres fueron de las primeras que se elevaron sobre la ondulante sábana de arena. Parcelas que había comprado por menos de cien marcos las revendió más tarde por una fortuna. Tenía fama de ser hombre recto, y era uno de los mejores conocedores del petróleo de las orillas del Caspio. Por su carácter bondadoso, sin duda, se sentía entre sus obreros completamente seguro, y para él no guardaba peligros la cabalgada hasta sus pozos desde la ciudad. Tan cierto estaba de salir incólume de lo que a tantos había costado la vida, que la mayoría de las veces me llevaba consigo.

    Sólo contaba seis años de edad cuando recibí el bautismo del petróleo. Esta ceremonia, llevada a cabo por todos los magnates con sus hijos cuando cumplen dieciocho o veinte años, era profundamente trascendental para los aristócratas de Bakú, que la consideraban como el espaldarazo de la caballería andante. El negruzco aceite que cae abundante sobre el neófito durante varios minutos le convierte en magnate del petróleo. En el país aquello se llamaba la «lluvia dorada», y los plebeyos juzgaban de buena suerte recibir algunas gotas de la grasienta llovizna, cuyas manchas conservaban orgullosos en sus ropas, sin osar limpiarlas jamás.

    El petróleo es la más bella de las industrias. Las innumerables torres de madera forman un armonioso conjunto que trae a la memoria, sin saber por qué, los bosques encantados de los cuentos infantiles. Entre ellas no se percibe el ambiente desagradable que caracteriza a las minas y las fábricas, ya que el petróleo sin refinar no tiene el olor nauseabundo que adquiere luego. En Azerbaiyán aseguran que el aire que se respira junto a los pozos es sumamente sano, y lo recomiendan principalmente para las afecciones pulmonares. Un caritativo magnate amigo de mi padre quiso fundar un sanatorio para tuberculosos entre las torres de madera. Los jornaleros también han llegado a comprender las innumerables ventajas del oro líquido, y han sustituido el jabón, del que la mayoría no tiene ni idea, por el fango que se forma en los canales por donde corre el petróleo.

    Los obreros proceden en su mayoría de las orillas del Caspio, aunque también abundan los persas y los rusos. Estos últimos son los menos buscados, por carecer en absoluto de la tranquila resignación de los indígenas, y porque suelen actuar como elementos perturbadores entre sus compañeros; los orientales, en cambio, con su fatalismo indiferente, son los obreros ideales para ese rudo trabajo. La diferencia entre las dos razas se muestra allí patente; el ruso que ha sido obrero siempre se considera un desterrado, y odia, por lo tanto, al señor que le paga, aprovechando la menor ocasión para combatirle; el oriental, en cambio, está allí entre los suyos, a los que se siente superior por el mero hecho de disfrutar de un jornal. El trabajar en la industria del país supone para ellos el primer contacto con la civilización europea. Cuando el oriental cree haber absorbido la suficiente cultura, abandona su puesto y regresa a la aldea, donde es reverenciado por sus profundos conocimientos de la vida. Los daguestanos, por ejemplo, vienen a Bakú para aprender el dialecto de Azerbaiyán. En Daguestán reina tal anarquía de idiomas, que en cada aldea se habla un dialecto propio, ininteligible para los demás; de ahí que el idioma de Azerbaiyán represente entre ellos un papel primordial, siendo considerado un personaje importante el que llega a dominarlo.

    Para adquirir predicamento entre los suyos, pasan, pues, los aldeanos un par de años en Bakú, y luego retornan a sus montañas erigidos en sabios.

    En cambio, los persas trabajan en los pozos para poder casarse a su gusto. Jamás recogen su salario hasta que consideran haber reunido lo suficiente para comprar una esposa hermosa. Cuando se disponen a partir, pasan por el despacho del jefe a recoger sus haberes, sin olvidarse nunca de preguntar si deben algo por la custodia del dinero. Los únicos que allí se muestran realmente como proletarios son los rusos, que piden doble jornal que los del país y amenazan a cada paso con huelgas gravísimas. Hay que confesar que la situación de los obreros en Bakú no se parece a nada. Hoy, que han cambiado tanto las circunstancias del proletariado, asusta pensar en la vida que llevaban aquellos hombres. Millares de obreros vivían en barracas inmundas, sin luz y chorreando agua, donde dormían de tres en tres sobre lechos de madera durísima; aparte de estas camas primitivas, no había más muebles en las incómodas viviendas. Agua, apenas la suficiente para beber, y el jabón y otros refinamientos allí no se conocían. Los obreros rusos recibían la mayor parte de su jornal en especie (agua y pan), por considerarse peligroso en la región un hombre con dinero abundante. Realmente eran bien pocas las horas de que podían disponer para gastar dinero, pues, a pesar de lo rudo del trabajo en los pozos, la jornada era de dieciséis horas; algunos de los patronos aún la consideraban insuficiente.

    Este régimen, cien veces más duro que el de un presidio, sublevaba a los obreros cristianos, acostumbrados a otro bien distinto, y sólo por ello hacían los patronos custodiar sus pozos por soldados mahometanos. Los orientales, en cambio, se hallaban completamente satisfechos del trabajo. Ninguno conocía el jabón; los lechos de tablas eran siempre preferibles al piso de sus casuchas de adobe, y, de sobra acostumbrados a los rayos implacables del sol, se encontraban a gusto entre las torres negras, que para los rusos constituían una abominable prisión. A todos ellos les estaba prohibido acercarse a la ciudad de los orgullosos palacios; los magnates no gustaban de tropezarse por las calles con aquellos hombres ennegrecidos y silenciosos. Soldados armados hasta los dientes eran los encargados de mantener a raya a los desterrados. Si algún obrero era despedido por el patrón, tenía que desaparecer del país inmediatamente con su mujer y sus hijos; algunos que intentaron guarecerse en las cuevas cercanas a la ciudad acabaron muriendo de hambre. La única diferencia que existía entre el régimen de los obreros del petróleo y los presidiarios era que estos últimos disfrutaban de mejor y más abundante comida.

    Un magnate de Bakú, con el que ahora me tropiezo a menudo en todos los lugares concurridos de Berlín, respondió en una ocasión a sus obreros cuando se le quejaron de la comida:

    —Hasta que no os veáis panza arriba muertos de hambre, no sabréis lo que es trabajar.

    Esta sana máxima iba dirigida a los obreros rusos; para los orientales añadió:

    —Vosotros, como mahometanos, deberíais saber que mi corazón es el de un verdadero padre que sufre por vosotros como sufrió el corazón del profeta por el santo Hussein de Kerbela.

    No tiene, pues, nada de extraño que los obreros rusos, que no se hallaban, como los mahometanos, plenamente satisfechos de la escasa y deslavazada pitanza, abrigaran los más negros sentimientos de odio hacia aquel padre que tan mal trataba a los hijos de su corazón.

    El enorme arenal que separaba la ciudad de los campos de petróleo estaba plagado de ladrones, vagabundos, leprosos y otra porción de individuos imposibles de identificar. La vida de aquellos parias a nadie interesaba, y nadie supo adivinar tampoco que entre las ruinas que servían de albergue a aquellos descamisados se había instalado una

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