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¡A…Ay… Colombia!
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¡A…Ay… Colombia!
Libro electrónico583 páginas8 horas

¡A…Ay… Colombia!

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En un pas imaginario llamado Colombia, Gobernado por El doctor TurbaLopeGavi SampePastra de BatisPereji SomoDuvali*, se implanta una democracia aparente, creando una compleja red de usufructuarios y testaferros, para ayudarse a mantener en el poder y prevalecer durante muchos aos.

Los lderes opositores, como el Dr. TombGalan de GaitanCamiloGala** de la hermandad LincoGandi GuevaSandi KenneLuther Chico** y quienes dejan de servir a los intereses del sistema, son eliminados por oscuros grupos de matones a sueldo y asesinos de cuello blanco, mientras al pueblo, lo mantienen aterrorizado y sometido a sus intereses.

Entre tanto, en una zona rural desconocida por el resto del pas, Yuromangu, refugio de algunos perseguidos por el rgimen, despus de una matanza perpetrada por el Gobierno, surge un joven campesino llamado Burbuja, quien aglutina la rebelda contra el sistema opresor y se convierte en su lder.

Burbuja propone una plataforma ideal de lucha revolucionaria y de cambios econmicos, que empieza a desarrollar con xito en toda Colombia. Su meta es formar una nueva generacin, capaz de reemplazar a todos los polticos corruptos; a quienes y aspira, en su etapa final cambiarlos, tomndose el poder y dar comienzo, a una democracia verdaderamente representativa de un pueblo ya culto y preparado.

Al mismo tiempo en Yuromanqu, aparece otro personaje, el ferroviario Timbiqu, quien vive un amor tormentoso con una colegiala. Con los deseos de halagarla y ofrecerle una estabilidad econmica, se lanza a crear pequeas industrias que crecen siguiendo las plataformas de Burbuja, llegando a ser tan importantes a nivel nacional, que lo convierten en una persona clave para encubrir las empresas del gobierno y, quien finalmente, lo lleva a desempearse como su testaferro obligado.

Timbiqu es tambin protagonista y testigo de muchos sucesos, que por inverosmiles que parezcan, quedaron en su memoria para ser narrados aqu, como realmente sucedieron.
*ABREVIATURAS DE APELLIDOS COLOMBIANOS Y DICTADORES LATINOAMERICANOS.
** Abreviaturas de lderes polticos asesinados.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento26 sept 2013
ISBN9781463365714
¡A…Ay… Colombia!
Autor

Julio César Vivas Sarria

Nace en 1941, en Piendamó Cauca, Colombia. En la universidad del Cauca, obtiene su primer premio literario en un concurso de Cuento. En la ciudad de Popayán dirige varios periódicos universitarios como “Crónica Universitaria”, “Pregones Universitarios” y además un radio periódico. Allí se gradúa como Ingeniero Civil- 1967 y ejerce con éxito como contratista, en la ciudad de Cali, hasta el año 2000; cuando por motivos socio-políticos, se refugia en Canadá con toda su familia, tomando su ciudadanía. En mayo del 2007 publica su primera novela: “Las Explosiones Mentales de la Colombie”, la cual llega a dos ediciones, en español. Posteriormente, es corregida y se edita como “.Ay COLOMBIA…! En el 2008 sale su segundo libro ``Los cuentos explosivos de la Colombie``. Y en el 2013, edita una segunda novela “Serás el Heredero".

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    ¡A…Ay… Colombia! - Julio César Vivas Sarria

    Copyright © 2013 por Julio César Vivas Sarria.

    Correcciones por cuenta de:

    Ruth Atolines Vargas Y Alvaro Cardona Trujillo

    Número de Control de la Biblioteca del Congreso de EE. UU.:   2013916185

    ISBN:              Tapa Blanda                     978-1-4633-6572-1

                            Libro Electrónico             978-1-4633-6571-4

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    Fecha de revisión: 24/09/2013

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    Fax: 01.812.355.1576

    ventas@palibrio.com

    494045

    Contents

    I.       Un Número De Suerte

    II.       De Los Amores Perrunos A Otros Amores

    III.       El Tren De La Victoria

    IV.       Se Inicia La Guerra

    V.       A Los Revolucionarios Los Fabrican

    VI.       La Gestacion De Una Plataforma Politica

    VII.       Las Trabajadoras Sociales

    VIII.       El Ferroviario

    IX.       El Matrimonio

    X.       Las Explosiones Del Amor

    XI.       Las Explosiones De La Propuesta

    XII.       La Visita A Palacio

    XIII .       ¿Qué Te Faltó, Que No Di?

    XIV.       El Gigante Tambalea

    XV.       Las Explosiones De Unos Cuernos

    XVI .       Los Cinco Quijotes

    XVII.       El Entierro

    XVIII.       La Huida

    XIX.       El Complot

    XX .       Cambio De Planes

    Capitulo XXI.       Al Fin La Suerte Llega

    Agradecimientos Y Dedicatorias

    Comentarios:

    Capítulo I

    UN NÚMERO DE SUERTE

    Cuando la desgracia aparece,

    O el infortunio nos apresa,

    se vive en la certera creencia

    de un milagro,

    por el que se reza;

    o de un misterioso número,

    que en un soplo hechicero,

    transforme el destino mísero,

    en suntuosa existencia.

    Y, acariciando esta quimera,

    de tómbola en plegaria,

    es la muerte la que vence.

    A los seis años, nueves meses y nueve días de haber dejado su sitio de trabajo, Timbiquí volvió por última vez, a recorrer nostálgicamente su oficina.

    Desde la puerta de entrada, observó su escritorio, localizado en el centro del pequeño cuarto; los muros, siempre pintados de blanco con su zócalo en rojo intenso, y el piso, en tabletas cuadradas, que él barría todas las tardes con una escoba de ramas secas, para sacar el polvo hacia la carrilera.

    Detrás del escritorio, aún estaba su silla de madera con el espaldar de barrotes torneados.

    Desde ese lugar privilegiado, que ocupó durante dieciséis años, nueve meses y nueve días de la estación del ferrocarril, siempre se sintió con dominio sobre todo lo que sucedía en el pueblo de Yurumanguí; hasta el día, en que el Gobierno lo obligó a ocupar otro cargo, del cual nunca se imaginó, se adueñara del resto de su existencia con consecuencias tan inesperadas.

    Frente a su mesa de trabajo; aún estaba la banqueta alargada, igual a los escaños de las iglesias, donde atendía diariamente a sus vecinos y clientes, sin perder de vista desde su silla; la carrilera en un trecho mayor a dos kilómetros.

    Nada escaba a su curiosidad.

    Cuando el tren se acercaba, daba la impresión de venirse sobre su oficina, ya que la vía férrea giraba a escasos sesenta metros de su sitio de trabajo, dando una curva que lo enviaba hacia su derecha.

    Sobre la pared, justo detrás de su escritorio, lucían centrados, un crucifijo y el retrato del rostro del presidente de turno; que cada cinco años debía cambiar para conservar su puesto en los

    Ferrocarriles Nacionales de Colombia.

    La única ventana del despacho, enmarcada en madera y con sus naves pintadas de verde; permaneció abierta incluso en las noches frías y lluviosas, porque él disfrutaba del aire puro y fresco de las montañas aledañas.

    Este placer, solo lo dejaba de sentir, en los momentos cuando el humo salía de la caldera de la locomotora y penetraba por su estrecho recinto.

    Sin embargo, este olor, le era tan peculiar a su manera de vivir como ferroviario, que en muchas ocasiones, cuando el tren no cumplía con exactitud su itinerario de llegada, a las seis de la mañana y a las cinco de la tarde, lo embargaba una inexplicable ansiedad, ante el temor de que el tren no pudiera llegar. Su cuerpo empezaba a experimentar un sudor frío, sentía con más intensidad las pulsaciones de su corazón y una rinitis se iba acentuando, con estornudos acompañados de escape de líquidos por sus fosas nasales.

    Este trastorno, sólo cesaba, cuando su sincronizada nariz volvía a captar, el característico humo, que emanaba por la chimenea de la locomotora.

    Su adicción al trabajo de ferroviario, era tal, que se había convertido en un ‘hollinómano’ dependiente.

    Todos estos recuerdos llegaban a su memoria, mientras continuaba inmóvil, observando el pequeño lugar, donde su vida se había enraizado como un viejo cedro a la tierra. Todavía se encontraba sin entender, por qué tuvo que abandonar su trabajo, tan sorpresivamente.

    Timbiquí en su antiguo trabajo, visaba toda la carga que salía y entraba desde, y hacia Yuromanguí. No había persona y empresa comercial que él no conociera; ni suceso, que no hubiera comentado amplia y detalladamente, dentro de un radio de 200 kilometros, durante las tediosas esperas, del arribo o partida de los trenes.

    El Ferrocarril, era el único medio de transporte que unía a Yurumanguí con el resto del país.

    Desplazarse hasta el pueblo más cercano, implicaba cabalgar 15 horas en un caballo de buen paso; alternativa a la que se recurría en circunstancias muy especiales, como el día en que justo al pasar un tren de carga, se presentó un derrumbe en la bancada de la carrilera.

    La locomotora con sus coches fue a parar al fondo del río, aislando a Yuromanguí del resto del país.

    El accidente, en el que murieron el maquinista y el fogonero, al quedar aprisionados en la cabina de mando, ocurrió después de dos días de continuas lloviznas y aguaceros torrenciales, que desencadenaron el desprendimiento de tierra en varios tramos de la carrilera.

    Los trabajos de reparación de la vía, la reconstrucción de los muros de contención y de la bancada se tardaron 19 días.

    Al día siguiente de esta tragedia, para que Timbiquí no muriera por la ansiedad, la rinitis y la asfixia que le generaba, no oler, el humo de la locomotora, sus vecinos decidieron trasladarlo hasta la estación de Piendamó, que era la más cercana, y el punto hasta donde el tren podía entrar durante ese invierno.

    Lo cargaron sobre una camilla, construida con un par de varas, que unieron a los costados de un burro, entrecruzando con firmeza, correas y lazos.

    Para que soportara esta lenta travesía, de más de veinte horas, acolchonaron la improvisada litera con pieles y mantas de algodón.

    EL camino de herradura, era tan estrecho, que difícilmente podía caminar una mula en el espacio dejado por las rocas por un lado, y el desfiladero por la otra margen.

    El sendero, formado por el caminar de las recuas a través de los años; lo limitaban, por un lado; las empinadas montañas cubiertas de bosques, y, por el otro; el cañón del río Dagua, cuyas aguas espumosas, a 40 metros de profundidad, lucían como una serpenteada cinta, que al chocar contra las rocas se pintaban de blanco lechoso. El fuerte murmullo de su corriente, era la única melodía, que acompañaba a los ocasionales viajeros aledaños.

    Durante el penoso recorrido hacia Piendamó, hubo momentos en que los vientos huracanados pegaban sobre los viajeros y sus caballos; con tal fuerza, que muchas veces creyeron con terror, que pronto serían arrastrados hacia el río. En otras ocasiones observaron, temerosos e impotentes, como grandes corrientes de agua descendían de las montañas arrastrando árboles, piedras, lodo y cuanto encontraban en sus inclinados caminos.

    Dejaban una mancha terrosa, en medio del verde de la vegetación, desde las cimas montañosas hasta el fondo del río.

    Todos los vecinos, que lo acompañaron en esa noche invernal, se arrepintieron de haber tomado esa decisión; pero ya no tuvieron más opción, que en silencio y aterrorizados, soportar esa larga noche, hasta que finalmente llegaron a la Estación del Ferrocarril de Piendamó, y lograr que el adicto ferroviario, empezara a respirar el aire viciado, del hollín de la locomotora.

    Para tratar de aliviar, el extraño mal que aquejaba a Timbiquí, los vecinos habían intentado en anteriores ocasiones atenuarlo con quemas de carbón de piedra; lo llevaron, a las forjas donde fabricaban las herraduras del pueblo; al basurero, en las afueras del caserío, donde permanecían humeantes los desechos que allí incineraban.

    Pero todos los ensayos, fueron inútiles; sólo al inhalar el humo que salía directamente de la caldera del tren, le recobraba el ánimo y la tranquilidad, para cumplir con sus quehaceres cotidianos.

    Sólo en este instante, cuando visitaba su oficina, para decir adiós a todos sus recuerdos, se estaba percatando de que la alergia, que lo mantuvo sumiso tantos años, a ese trabajo; y en muchas ocasiones, al borde de la muerte, había desaparecido totalmente, como por milagro, desde que las circunstancias inesperadas, lo obligaron a dejar, lo que él llamaba, su ‘olor a tren’.

    Su mente y su alma, habían recibido tantos golpes emocionales, en los días que precedieron a su retiro definitivo del ferrocarril; que sus neuronas inexplicablemente se reacomodaron, borrando esa rara adicción, para adaptarlas a los nuevos sucesos, que se estaban presentando, y que ya percibía, que su vida corría peligros mayores.

    Sentía, como si sólo los riesgos, le equilibran su cerebro y su cuerpo; adaptándose totalmente en cada peligro, para poder sobrevivir. Sin embargo, tuvo miedo a lo tenía que enfrentarse.

    Yurumanguí, su tierra natal, era una aldea perdida en el mapa de Colombia, construida a la orilla de la vía férrea, que atravesaba el país de sur a norte, en un tramo mayor a 1.200 kilómetros. Tenía alrededor de 90 casas, repartidas en dos caminos paralelos; ambos, a un solo costado de la carrilera.

    El principal, y el más transitado, era el pegado a la misma vía férrea. El segundo, paralelo a unos 60 metros atrás.

    Las fachadas de las viviendas miraban hacia la carrilera y bordeando al cañón vertical del río Dagua, cuyas aguas circulaban 40 metros por debajo del nivel de la vía férrea. Sus solares, separados por cercas de guadua tasajeadas en cintas, en forma de rombos, colindaban y miraban hacia las encumbradas montañas cubiertas de pastos y bosques naturales. En cada patio, se distingian pequeñas eras con sembrados de pan coger.

    La mayoría de los techos del poblado, tenían teja de barro o de zinc y unas pocas, lucían hojas de palma. Las paredes las construían con la misma tierra de los suelos, que era amasada con agua, paja seca y estiércol de vaca. Esta mezcla se vaciaba entre las dos caras de la guadua astillada y abierta, para darle firmeza a la estructura. Cuando se secaba y endurecía, se alisaban los muros, con la misma masa, que luego los pintaban con agua cal, de color blanco.

    En un extremo del caserío, en la única planicie existente, estaba la estación del ferrocarril con sus dos pequeños edificios de ladrillo horneado formando una ele (L) si se miraba acostada.

    El bloque que quedaba paralelo al eje de la carrilera, y que asemejaba la línea más larga de la ele (L), estaba separado de ésta, por un patio pavimentado en piedra que servía de corredor a los pasajeros. Este tramo tenía dos cuartos, separdos por un corredor central, donde quedaban en uno, la oficina del jefe de estación y en el segundo, la venta de tiquetes con los baños públicos.

    En el otro bloque, el más corto de (L), perpendicular al anterior, estaba la bodega de carga, donde quedaba la oficina de Timbiquí, construida en una terraza a un metro sobre el nivel de la carrilera.

    Desde su puesto, Timbiquí observaba el movimiento de pasajeros y visitantes en el patio de espera; contemplaba todo el panorama del caserío a media ladera, con sus encumbradas montañas pintadas en matices verdes y azules; divisaba frente a él, más de 2 kilómetros de carrilera que cortaban el paisaje montañoso y boscoso, con una sinuosa banda de tono rojo amarillento que habían dejado los cortes en la tierra, al construir la vía férrea. También alcanzaba a vislumbrar el cañón del río, pero no así sus aguas, que por lo profundo, solo escuchaba su constante susurro.

    Todos los días aparecía en el horizonte a las mismas horas, esa singular columna de humo, dibujándose una estela que seguía fielmente el camino hasta llegar a la estación, rompiendo la monotonía del cotidiano silencio campestre.

    El ruido de sus ruedas metálicas al golpear los rieles: traca…tracatraca…tracatraca…tracatraca, como el retumbar del pito de vapor u…u.u…Ù ù…úú.úú…Úú que salía de la caldera anunciando su proximidad, se convertía para los habitantes de Yuromanguí, en un canto vivificante que todos los días, parecía entonarse, para invitarles a continuar viviendo en esos parajes.

    Desde que empezaba a escucharse a lo lejos su característico sonido, se veía a los niños y a los adultos correr por entre los atajos de los bosques para escoger la mejor posición y poder contemplar el tren. Saludaban agitando las manos, esperando que algún pasajero les correspondiera. Después de este diario ritual, volvían a sus labores agrícolas con más entusiasmo, haciendo uno que otro comentario sobre lo que acababan de ver o acariciando la lejana esperanza, de poder viajar algún día para alejarse de la monotonía bucólica o ir a descubrir, lugares desconocidos y paradisíacos.

    Casi siempre el tren se detenía en la estación para dejar el correo, el pago de los pocos funcionarios del ferrocarril, o el de los dos profesores que trabajaban en la única escuela que había, o para recoger uno que otro pasajero, y de vez en cuando, para descargar un coche con abonos para alguna finca cercana.

    Había ocasiones en que seguía sin parar, especialmente cuando llevaba carga para otras ciudades. En ese caso, el jefe de estación se acercaba al borde de la carrilera llevando en su mano una orden escrita de poder seguir sin parar, certificando que no venía tren en sentido contrario y enrollándola en un aro, la ponía al alcance del maquinista quien hábilmente la tomaba ensartándola con el brazo izquierdo mientras llevaba el tren en marcha. Al retirar la guía, lanzaba el aro a la orilla de la vía para ser recogido y guardado hasta una próxima ocasión.

    En la época de las cosechas de café, papa, maíz o fríjol, el tren arrastraba un mayor número de coches de carga y de pasajeros. Era cuando el tren se detenía por un mayor tiempo.

    Durante el año escolar, tanto el tren de la mañana como el de regreso en la tarde, paraban para recoger y dejar a los niños y jóvenes que iban a las escuelas de Piendamó. Aunque este servicio legalmente no debía prestarse de manera gratuita, nunca un conductor le cobró a un estudiante uniformado.

    Quienes abordaban el ferrocarril con equipaje, eran por lo general los hijos de los campesinos más ricos que se iban a estudiar a la capital; o los que abandonaban sus parcelas para ir a probar suerte en las grandes ciudades, cargando un costal de ilusiones y luego perderse con sus frustraciones, en aquellas selvas de concreto.

    Eran muchas las vivencias que Timbiquí había experimentado desde su lugar de trabajo y, a la vez, demasiados los recuerdos que se aglomeraban ahora, al despedirse del entorno donde había pasado sus cuarenta años de vida.

    ¡Cómo olvidar el día!, en que se empezó a escuchar desde la lejanía, no el ronroneo del tren que se acercaba:

    - traca, traca, traca, tracatraca, - ni los pitazos del aire que salía de su caldera: u..u.u…U u…úú.úú…Úú sino exactamente el estruendoso ladrido de una manada de perros salvajes, que parecían bajar rápidamente de la montaña hacia el pueblo. !

    Fue tal el pánico que se generó entre los habitantes, que mientras unos corrían a refugiarse en sus casas, otros se armaron con sus escopetas y apuntaron sus cañones hacia las laderas de los bosques que bordeaban la carrilera.

    Timbiquí, que jamás había oído nada igual, salió de la oficina hacia el corredor. Se paró a prudente distancia de la puerta, asegurándose de poder regresar velozmente a su despacho, ya que los infernales latidos intimidaban semejando venir en ocasiones de lo alto de la montaña y, en otras, del mismo tren.

    Lo único que le causó extrañeza al salir, fue ver a Rosario de los Montes -conocida por todos como doña Rosario, la solterona más rica de la región - en el corredor de la estación, acompañada por unos 35 trabajadores, y con la mirada fija en el tren.

    Se le veía algo preocupada, pero no temerosa.

    Al frente de la estación aparecieron un sinnúmero de caballos, burros y mulas que llevaban sobre sus lomos enjalmas de paja, como listos para ser cargados. Todo esto, llevó a Timbiquí a suponer que la rara situación, tenía que ver con su inusual asistencia, a la recepción del tren.

    Rosario lucía como le era habitual, unas botas de cuero hasta el tobillo y tenía un pantalón de hombre, color caqui, no muy ceñido a su cuerpo. Su camisa roja, también de corte varonil, era de manga larga. Sus voluminosos senos los destacaba siempre con coquetería, pues ella se cuidaba de no abotonar nunca los botones superiores.

    Su rostro ovalado y algo moreno, permanecía dorado por el sol; su boca era mediana y tenía unos labios finos; su nariz recta y delgada armonizaba con sus ojos grandes de color negro profundo, con sus cejas y pestañas bastante pobladas e igualmente negras; Su cabello negro brillante y algo ondulado, le llegaba a los hombros, y generalmente usaba un sombrero blanco de palma que amarraba al cuello con un cordel negro. Su caminar era de pasos rápidos y firmes, mucho más varoniles que delicados. Hablaba con voz fuerte y autoritaria, lo que producía un temeroso respeto y por ello pocas personas se le acercaban. Permanecía siempre rodeada de trabajadores y sólo les dirigía la palabra para darles órdenes.

    Tenía quince años cuando murieron sus padres a causa de una epidemia de tifo. Por ser la hija mayor y, sin más familia, tuvo que dejar el colegio de la capital para ponerse al frente de los trabajos de la finca y al mismo tiempo, encargarse de la crianza de sus tres hermanos. Se comentaba en el pueblo que sus tíos, tanto paternos como maternos, habían huido a Europa porque los perseguía para matarlos el Presidente LauLope de BatisPereji SomoDuvali.

    Ellos apoyaban en unas elecciones al Dr. TombéGalan de GaitanCamiloGala de la hermandad LincoGandi GuevaSandi KenneLuther Chico, el único opositor al presidente y quien gozaba de todo el apoyo popular y se le pronosticaba, como el absoluto ganador.

    Pero un mes antes de la votación, fue asesinado a tiros mientras asistía a una manifestación pública con sus simpatizantes.

    Inicialmente, el crimen se lo atribuyeron a los terratenientes, ya que él era partidario de quitar a los latifundistas algunas tierras ociosas para entregarlas a los pequeños agricultores. Prometía, en su campaña, crear industrias de transformación agrícola, convirtiendo en socios a los campesinos que las abastecieran con materias primas y pagando las acciones con un porcentaje de lo que vendieran.

    Hablaba de la creación de un banco agrario, cuyas directivas fueran nombradas por las agremiaciones campesinas, para que prestaran a los agricultores y pudieran comprar o crear nuevas industrias con préstamos a bajos intereses. Decía que bajo su mandato se crearían, a lo largo y ancho del país, escuelas y universidades agrarias e industriales para que la gente se especializara en desarrollar y planificar cada región de acuerdo con sus recursos, su capacidad de producción y sus necesidades.

    Hay quienes sostenían, que el magnicidio lo habían cometido ‘Los Perros Yankis’, como le decían a los propietarios de las empresas multinacionales, porque el candidato contemplaba nacionalizar las compañías petroleras, las bananeras y las de comunicaciones, a las que tildaba de corruptas políticas, por comprar la conciencia de los representantes del pueblo para obtener concesiones que lesionaban los intereses de los trabajadores y, además, se llevaban las riquezas. Una de sus intenciones era formar una empresa nacional, que se dedicara a buscar petróleo y lo procesara en el país, para así abastecer primero las necesidades internas y luego vender los excedentes a los países vecinos, incluidos también a los gringos.

    En sus arengas, en todas las plazas públicas, no cesaba de repetir que durante su régimen no permitiría las injusticias internacionales; que implantaría el verdadero capitalismo, asociando a todas las compañías con sus trabajadores, proveedores, distribuidores y consumidores, para que todos compartieran sus utilidades y su administración. También precisaba que habría cárcel y expropiación de bienes para los gobernantes, los ministros y parlamentarios que, a cambio de unos dólares habían vendido las zonas más ricas de Colombia; al otorgar concesiones, o impulsar legislaciones amañadas a favor de los extranjeros o grupos privados a quienes señalaba como traidores de la Patria.

    Otros atribuían el asesinato, a las veinte familias que tenían el monopolio del sistema financiero del país, ya que el candidato pretendía acabar con los robos legalizados, con sus negocios de especulación y con los intereses de usura que llegaban al 85 por ciento anual. A esas familias las culpaba de paralizar la industria, el comercio y el campo, y de impedir el crecimiento de las clases medias al llevarlas inexorablemente a los embargos y a la quiebra. Decía el opositor, que este monopolio había estimulado la corrupción gubernamental, pues financiaban campañas políticas buscando que luego se legislara a favor de sus intereses.

    Igualmente, les había asegurado a los banqueros que les acabaría el negocio de recibir dólares prestados por el Banco de República a mínimos intereses, dinero que estas entidades privadas le prestaban a los necesitados clientes cobrándoles intereses de usura. Consideraba que estos bancos terminaban adueñándose de los ahorros de miles de colombianos, que al no poder cumplir con las hipotecas o acreencias terminaban perdiendo sus negocios y pertenencias. Proponía democratizar los bancos, convirtiendo en socios a todos los usuarios mediante la compra de acciones obligatorias, mediante un porcentaje de todas las transacciones.

    - Mi gobierno, -decía,- será recibido del pueblo mayoritario, mediante su voto en las urnas y mi deber será trabajar las veinte y cuatro horas del día, buscando y entregando los mejores beneficios para las clases pobres de mi país, - "

    Estaba gesticulando, estas palabras en la plaza pública, cuando una lluvia de balas, apagó los sueños del pueblo que lo apoyaba.

    Nuevamente los deseos de justicia de un pueblo martirizado, fueron arrasados por las fuerzas secretas confabuladas de la clase dominante.

    No había duda que con todas esa ideas, el Dr. TombéGalan de GaitanCamiloGala de la hermandad LincoGandi GuevaSandi KenneLuther Chico, se había ganado enemigos poderosos que seguramente se hubieran podido asociar para eliminarlo, o alguno de ellos, se les adelantó, con la complacencia de todos los que se sentían amenazados por sus ideas.

    Desde el momento mismo del magnicidio, en todos los centros urbanos, el pueblo enardecido ocasionó destrozos, saqueo locales comerciales; incendió buses, quemó edificios gubernamentales y avanzó en su loca carrera, hasta donde las masas iracundas pudieron llegar, en medio de su desordenado desahogo y sed de venganza; pero que lentamente fue aplacándose, como una llama carente de combustible que fue apagándose por la represión armada del gobierno y por el agotamiento de un pueblo frustrado en sus anhelos, con la desaparicion de su lider.

    Finalmente, el sistema vigente, terminó calmando a la oposición.

    Desde el momento del homicidio, el Gobierno emitió frecuentes boletines por la radio y la televisión aclarando que adelantaba investigaciones exhaustivas y que los autores del reprochable crimen caerían de un momento a otro, acabando sus cortes noticiosos con la advertencia que las autoridades ya tenían algunas pistas sobre la injerencia de los comunistas en este complot.

    Los únicos que denunciaron públicamente el asesinato fueron los integrantes de un grupo liderado por un tío de Rosario, José Montes, que vivía en la capital. Era el dueño de algunas propiedades campestres cercanas a la capital, conocía al padre de TombéGalan de GaitanCamiloGala de la hermandad LincoGandi GuevaSandi KenneLuher Chico, porque había trabajado en una de sus fincas, y como también compartía los planteamientos políticos de su hijo, además de brindarle cierto apoyo económico, le había prestado la planta baja de su casa para que desde allí, dirigiera su movimiento.

    Al enterarse del magnicidio, Montes se dirigió con un grupo de seguidores a la emisora más cercana y logró que le dieran el micrófono. Acusó como autores Intelectuales del crimen, al actual presidente LauLope de BatisPereji SomoDuvali y a su hijo El doctor TurbaLopeGavi SampePastra de BatisPereji SomoDuvali, aspirante a sucederle en un futuro.

    Los tildó de aliarse con los grandes poderes económicos para asesinar al candidato representante de las grandes mayorías, e invitó al pueblo a lanzarse a las calles para rechazar al Gobierno tirano.

    Los gritos de asesinos, asesinos, abajo el gobierno y el pueblo a la calle", que lanzaban al aire, fueron retransmitidos por otras cadenas y escuchados en todo el país; amplificados por los parlantes de los radios que las gentes sacaban por las ventanas y balcones, hacia las calles. Media hora después, frente a la emisora se escuchó la estrepitosa llegada de carros militares y las pisadas afanosas de un tropel de soldados.

    Unos disparos se sintieron que pegaron en la puerta que apresuradamente, habían logrado cerrar, los que se encontraban dentro de la emisora.

    Las voces angustiosas de:

    Salgamos, salgamos que nos van a matar — junto con las detonaciones de los disparos, fue lo último que escucharon los radioescuchas en todo el país.

    José Montes logró huir gracias a que uno de los locutores lo llevó rápidamente hasta un baño que tenía una ventana, por donde salieron a un patio trasero, y de aquí, luego saltaron un muro para alcanzar la calle. En la vía pública se encontró con sus hermanos Aquileo y Marino Eustorgio, quienes lo sacaron apresuradamente de allí en una camioneta, donde ya lo esperaban con su esposa e hijos.

    Un amigo suyo, que trabajaba en comunicaciones en el Palacio Presidencial, ya había llamado a su casa para alertar a toda la familia sobre el peligro que corrían, pues varios piquetes de soldados los buscaban con órdenes de detenerlos y de matar a José Montes, si era preciso.

    Don José y su familia no pudieron ver ni los destrozos, ni los muertos que dejó la tropa, tanto en la emisora como en su casa, ni en las de sus hermanos, donde pensaban los emisarios del gobierno que se podían encontrar escondidos. Algunos de sus amigos o colaboradores más cercanos, fueron detenidos, torturados y luego asesinados, porque supuestamente, no revelaban el lugar donde se ocultaban.

    No se volvió a conocer de Don José, de don Aquileo y de Marino Eustorgio y sus familias hasta dos aňos después, cuando un abogado con plenos poderes reclamaba la devoluciónon de todas las propiedades que les habían sido confiscadas por el gobierno, por Evasión de Impuestos al Tesoro Nacional .

    Esta era una de las mejores armas, en apariencia de legítimas, que el gobierno corrupto utilizaba para atemorizar, subyugar y llevar a la ruina a los pequeños o grandes empresarios que no estaban de acuerdo con sus lineamientos.

    El día menos esperado, llegaba una cuadrilla de expertos tributarios, revisaba toda la contabilidad de la persona o de la empresa, y dos o tres días después se le acusaba formalmente de evasión de impuestos al Tesoro Público, conduciendo a la detención de personas y a la confiscación de bienes.

    Las demandas que la familia Montes hacía al Gobierno, a través de abogados, se publicaron en periódicos casi que clandestinos. Así se conoció que José Montes había huido a Francia y sus hermanos estaban en otros países de Europa. Debido al intempestivo exilio, los tres hermanos de Julio Montes quien por fortuna vivía fuera de la capital, no se enteraron de la muerte de él, ni la de su esposa Ruth, los padres de Doña Rosario, ni del estado de orfandad en que habían quedado sus cuatro pequeños sobrinos.

    Los padres de Doña Rosario, por vivir en otra ciudad distinta de la capital, tuvieron la fortuna de ser los últimos perseguidos por el gobierno, lo que les permitió de algunos días para vender sus propiedades a precios de ganga y regalar o abandonar sus utensilios y partir, antes de que llegaran, los sabuesos del gobierno por ellos.

    Sus padres prefirieron refugiarse en ese pueblo perdido en la montaña, llamado Yuromanguí, antes que huir hacia otro país. Allí con el dinero recolectado compraron una finca cercana donde pudieron vivir desapercibidos del gobierno, quien terminó igualmente suponiendo que se habían refugiado en el exterior como el resto de su familia; hasta que la epidemia de tifo les arrebató sorpresivamente la vida, mientras sus hermanos abrigaban la esperanza de que ellos se encontraban escondidos en un alguna de las naciones vecinas.

    De hecho todo lo heredó la infanta Rosario, cuando aún no había cumplido los 15 años. No tuvo más opción que retirarse del colegio y tomar las riendas del manejo de la finca y de la crianza de sus tres hermanos menores.

    La joven Rosario tuvo entonces que construir los derroteros de su vida y la de sus pequeños hermanos con una recia disciplina de trabajo, que no le dieron tiempo para pensar en diversiones y menos en matrimonio. Los hombres que permitio que se le acercaran, solo eran para hablar de negocios o de trabajo.

    Recorría sus propiedades a caballo, acompañada por algunos capataces, y no se conoció de algún hombre que la hubiera cortejado. La mayoría le temía, quizás por su tono autoritario y a veces humillante que utilizaba normalmente. Con el transcurrir de los años y gracias a su tesonera labor, fue comprando más fincas en los alrededores, hasta convertirse en la mayor propietaria de tierras, de toda la región de Yuromanguí.

    Esta era a cortas pinceladas la historia de Rosario, la dura mujer que Timbiquí veía ahora caminar de un lado para otro, en el patio de la estación, mientras el bullicio de los perros retumbaba cada vez más cerca. Seguro de que ella estaba implicada con la anómala situación, prefirió mantenerse a distancia, no como el resto de los pobladores, que intrigados, se apiñaban en el corredor.

    La estruendosa jauría, ya no quedaban dudas, provenían del tren que lentamente paro en la estación.

    Los perros se abalanzaban sobre las rejas de los tres vagones, amedrentando a los curiosos con su fiereza. Rosario era la única que se acercaba con visible alegría para observarlos y, en varias ocasiones, dirigió su miraba hacia el cielo con los brazos extendidos como queriendo dar las gracias. Corría de vagón en vagón, tratando de mirar entre los espacios que dejaban las teleras de madera, lanzando frases dulces para tratar de apaciguarlos:

    — Cálmense mis amores… por fin los tengo aquí. —

    Sus esfuerzos eran inútiles, pues desde los otros coches al sentir que se acercaba, se abalanzaban sobre las paredes enrejadas del coche, latiendo con más fiereza.

    Timbiquí aún no los había visto, pero como jefe de bodega sabía que debía recibirlos y entregarlos a la persona que indicara la remisión. No se movió de su puesto, hasta que el conductor llegó a su despacho con las planillas. Debía, entonces, abrir las perreras, verificar los animales relacionados, y confrontar que al menos se entregaban vivos. Por la documentación, confirmó que Rosario era la propietaria, de la estruendosa manada.

    De los dos últimos coches del tren descendieron nueve personas, que vestían largos blusones blancos. Se trataba de tres veterinarios, procedentes de Inglaterra, Francia y España; y de dos ayudantes por cada profesional, encargados de preparar los alimentos y de mantener limpios y aseados, a los distinguidos animales.

    Los facultativos habían sido contratados por los tíos de Rosario, Despues que el mismo abogado, que trataba de recuperar sus propiedades; después de 27 años de pacientes investigaciónes, de idas y venidas, había logrado dar con el paradero final de julio y su familia y comprobar, la existencia de su adinerada sobrina.

    Para contactarla, llamaron a la estación del ferrocarril más cercana, a Yuromanguí, y solicitaron al jefe avisarle a Rosario que estuviera pendiente de una próxima llamada, determinando el día y la hora.

    También para ella fue una grata sorpresa saber que sus tíos vivían.

    Inicialmente le propusieron que se fuera a vivir a Europa o a cualquiera de los países donde ellos residían, pero siempre se negó, argumentando que era muy feliz en el campo y que le resultaba muy difícil dejar sus negocios agrícolas.

    Les prometió, visitarlos algún día y enviar a sus hermanos, durante unas vacaciones.

    Fue a través de estas conversaciones, que se enteraron sus tíos, de su gran afición por los perros y viendo que era difícil que se les uniera, resolvieron enviarle un regalo que fuera de su total agrado y por eso eligieron los mejores ejemplares de cada país donde ellos habitaban, con la intención de demostrarle el cariño y el apoyo, que no pudieron brindarle oportunamente después de la muerte de su hermano y de su cuñada.

    La niña Rosario, recién murieron sus padres, en muchas ocasiones sintió la necesidad de tener apoyo de alguien de la familia, en su diario batallar por criar a sus hermanos o en la organización de los quehaceres de la casa y de la finca.

    Fueron muchas las noches, en las que al sentirse tan desamparada, en la soledad de su habitación, las lágrimas mojaron su rostro y su almohada, sin que sus hermanos se apercibieran de sus aflicciones.

    Pero ella, siempre supo sobreponerse; recordando las recomendaciones de sus padres, en los últimos momentos, cuando le habían inculcado angustiosamente e insistido, que ella era capaz de continuar con los trabajos de la finca y de terminar de criar a sus hermanitos.

    Le habían aconsejado, que tenía que ser muy fuerte y de no confiar, sino en ella misma; de recelar de las personas que la acompañaran, para evitar que la fueran a engañar, robándole lo que ellos le dejaban y terminara con sus hermanos en la calle. Le advirtieron que nunca fuera a firmar un papel para vender o hipotecar. Que siempre comprara de contado, pues cuando se quedaba debiendo algo, generalmente los bancos o los acreedores terminarían quedándose con todo. Todas estas recomendaciones postreras, se convirtieron en premisas que animaron y guiaron su vida, sobre todo, en los momentos más dificultosos, en los que le parecía volver a escuchar a sus padres, que le repetían estos consejos, muy cerca a sus oídos.

    Cuando su familia se comunico, inicialmente, no sintio más que una curiosidad, por saber si en realidad, tenía la familia que tantas veces había anhelado tenerla cerca y con la que tantas veces había soñado.

    En ocasiones, llegó a pensar que eran sus padres los que le hablaban del más allá…y que no eran en realidad sus familiares.

    Por eso hoy, cuando estaba pronta a recibir el regalo prometido por sus tíos, había momentos en que dudaba que fuera realidad lo que se acercaba y que posiblemente, era su imaginación la que había entablado las anheladas comunicaciones con sus parientes lejanos.

    Nunca se imaginó, que sus tíos le mandaran tal cantidad de perros, que la estridencia de sus aullidos, fue llevada por los vientos del cañón del río Dagua, a muchos kilómetros de Yuromanguí, propagando el testimonio del vacío de un alma, que intentaba llenarse con los truenos de su regalo.

    Y mucho menos llegó a pasar por su mente, todas las cosas que ocurrieron en su laboriosa e intricada vida, con la llegada de sus mascotas:

    Con la remisión en la mano, Timbiquí se aproximó a ella para saludarla.

    Nunca pudo aceptar la manera como se dirigía a él, al escuchar su singular tono de superioridad imperial, que lo hacía sentir como otro de sus siervos.

    Por eso fue cumpliendo con su tarea lo más rápido que pudo, retirando los sellos de cada coche y constatando con los veterinarios y ayudantes las razas, el color, el sexo y hasta la fecha y el lugar de nacimiento de cada ejemplar.

    Además no podía soportar el olor a perro que flotaba en el ambiente y que se iba extendiendo sobre la población como una nube contaminante.

    Al terminar de chequear cada perrera, Rosario daba instrucciones precisas a sus trabajadores para acomodar a los animales sobre los caballos y emprender el viaje de 14 horas o más hasta su finca llamada la Refugio, que era el nombre de la propiedad heredada de sus padres.

    De la manada de perros, que irían a consolar la soledad de la acaudalada huérfana, no se volvió a saber nada, hasta que nuevos sucesos removieron la rutina de Yuromanguí y del Refugio.

    Timbiquí no podía olvidar el cambio que sufrió doña Rosario con la llegada de los perros y que no disminuyeron para nada la antipatía, que ya le tenían desde que se convirtió prematuramente en la capataz y propietaria de la finca.

    Apenas enterraron a sus padres, empezó a dar ordenes a gritos a sus trabajadores, para que hicieran lo que ella juzgaba debía de hacerse, de acuerdo a lo poco que había observado que hacían sus padres, cuando los acompañaba en sus labores diarias, en uso de sus vacaciones.

    A las cinco de la mañana ya estaba en la cocina, ordenando y supervisando los desayunos de los trabajadores, que consistían en yuca cocida, arepa de maíz y chocolate preparado en leche. Al mismo tiempo, aprovechaba para ir impartiéndoles las ordenes de las labores diarias a cada uno de los labriegos o a grupos; a quienes los iba asignando tareas, como ordeñar, lavar el ganado, desgusanar, apartar los terneros, marcar las reses, vacunar, castrar los toros, preparar los comederos, limpiar los potreros, asistir al parto de las vacas, arar con juntas de bueyes o sembrar con pastos o semillas de maíz, fríjol o papa en los terrenos ya preparados.

    Después regresaba a su casa, para terminar de arreglar a sus hermanos y despacharlos para la escuela del pueblo; recorrido que hacían en sus respectivos caballos.

    A las siete de la mañana, llegaban sobre sus corceles Antonio y Rosendo, sus peones de confianza, llevando a su caballo preferido El Faraon para iniciar el recorrido de sus propiedades visitando a todos sus trabajadores en su área de desempeño e ir ajustando las tareas entregadas en la mañana. Rosario controlaba todas las actividades con minucia. Sabía en qué potrero se encontraban cada una de sus de cinco mil reses, las que conocía por su nombre.

    Explotaba con agravios y malos tratos cuando la contradecían o no le daban informes sobre el paradero de algo, que así fuera un simple perrero o un bulto de urea que suponía debía de encontrarse en un lugar determinado. A los jornaleros en estas ocasiones, no les quedaba más opción que bajar la cabeza, callar y aguantar la lluvia de insultos, que de tanto escucharlos ya no les afectaba aparentemente.

    El único recurso que les permitía desahogarse era llamándola, entre dientes, ‘la Huerputa’.

    Era el apodo que le puso la india Tomasa, la niñera que la amamantó cuando a su madre Ruth no le bajaba la leche y Tomasa coincidencialmente amamantaba a uno de sus hijos.

    El remoquete surgió un día, recién muertos sus padres, cuando la india Tomasa se encontraba aplanchándole su ropa y la de sus hermanos con una plancha de carbón y por algún descuido, se abrió su cerrojo; saltando sus tizones sobre la blusa que Rosario quería ponerse y estaba esperando.

    Su ira fue tal, que se abalanzó sobre la mesa, cogió la plancha y se la tiró sobre la cara. La india logró esquivar el rostro, pero le cayó sobre los senos. Los desesperados gritos de dolor no lograron atenuar la cólera de Rosario, quien cogió un perrero y, sin misericordia, le repartía latigazos de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, mientras le gritaba repetidamente:

    India bruta, india desgraciada, cuando vas a aprender a hacer las cosas bien

    Tomasa, arrinconada en una esquina, trataba inútilmente de protegerse con una pequeña repisa de madera que sostenía en sus manos, sin poder encontrar alguna salida. Al escuchar los alaridos, varios trabajadores lograron sacarla de allí y la llevaron a su rancho para tratar de curarla con hierbas, emplastos y rezos. Pero los cuidados y los medicamentos no fueron suficientes para sus quemaduras que seguramente se infectaron y su vida se apagó después de dos meses de padecimientos.

    Murio maldiciendo a la Huerputa que en una mala hora, había amamantado junto con su hijo.

    Lo que ella moribunda quería decir era: huérfana hijueputa

    Desde entonces se le conoció a Rosario, no sólo entre sus trabajadores, sino entre todos los pobladores vecinos de Yuromanguí, con el apodo de la `Huerputa`; aunque de ella, nadie supo si se enteró, pues jamás la llamaron así en su presencia, debido al temor que siempre irradiaba.

    Capítulo II

    DE LOS AMORES PERRUNOS A OTROS AMORES

    Cuando llegaron los perros a Yuromanguí

    continuaba en el gobierno por quinto

    quinquenio, el doctor TurbaLopeGavi

    SampePastra de BatisPereji SomoDuvali,* quien

    como digno hijo del expresidente LauLope

    de BatisPereji SomoDuvali, continuaba

    manejando el país, bajo los mismos métodos

    democráticos de su padre.

    De su progenitor había recibido la enseñanza directa del arte de gobernar a los pueblos:

    " Si quieres tener el apoyo del populacho y de la comunidad internacional, debes gobernar democráticamente; para ello, siempre debes de darle a las masas, varios candidatos para que escojan; pero debes de asegurarte que estos pertenezcan a tu grupo. Lo importante es que salgan a hablar mal de ti, en la plaza pública, para captar a los descontentos, por cualquier medio y fraccionarlo en el mayor número posible de grupos opositores.

    De aquellos que no estés seguro de su lealtad, debes de eliminarlos, pero con delicadeza democrática.

    Le repetía constantemente a su hijo, el doctor LauLope de BatisPereji SomoDuvali* como legado de su experiencia, en el manejo de las masas humanas.

    Cada cinco años surgían tres o cuatro opositores, unas veces con el nombre de Merelistas; otras de Turgavistas; otras de Sampistas, quienes alternativamente salían a la palestra popular a denigrar del gobierno, para atraer a los inconformes quienes embriagados por su retórica y promesas de cambio, cada quinquenio, caían inocentemente en el juego de la Democracia Aparente, para siempre terminar en la contienda, como representantes de la oposición minoritaria.

    Las elecciones, que en todo momento eran supervisadas por veedores y por la prensa internacional, terminaban certificando la legitimidad de la democracia a favor del doctor TurbaLopeGavi SampePastra de BatisPereji SomoDuvali, como vencedor seleccionado, entre las varias opciones que tenía el pueblo Colombiano.

    Tanto el Senado, la Cámara y demás corporaciones gubernamentales habían sido elegidos por voto igualmente popular y reunían tanto a los distintos grupos antigubernamentales, como a sus partidarios políticos, pero quienes a la hora de tomar decisiones, actuaban a favor de la clase económica, que había financiado sus campañas.

    Pero Yuromanguí, ese pueblo perdido en la geografía y en la historia de Colombia, que había servido para ocultar a los inconformes del estado dictatorial; también permitió que surgieron personajes que originaron hechos tan determinantes a nivel nacional, que obligaron al Gobierno y a la opinión a fijar sus miradas hacia la pequeña población, con acontecimientos, en los que Timbiquí fue forzosamente testigo y protagonista.

    El ferroviario no olvidaba el episodio de Rosario, ni lo acontecido después de la llegada de sus perros:

    Los tíos reunieron al grupo de animales, que le iban a regalar, en Lisboa, capital y puerto de Portugal, donde residía Marino Eustorgio. A él se le encargó coordinar el transporte en barco hasta Bonaventure, puerto de la Colombia y posteriormente, por vía férrea hasta Yuromanguí.

    La embarcación parecía un arca de Noé perruna, con los mejores ejemplares de las diferentes razas que habían podido encontrar en Europa. Cada uno portaba su pedigrí, expedido y autenticado por las más reconocidas asociaciones de criaderos de perros. De cada raza, despacharon tres parejas del más excéntrico linaje, para asegurar su procreación.

    Y fue por este medio, como las calles del pueblo de Yuromanguí, con el pasar de los meses y de los años, se fueron poblando de galgos, lobos, pekinés, pastores, labradores, salchichas, dálmatas, doberman, chow chow y pinscher, más todos los cruces que hubo con los perros criollos ya existentes, sin que Rosario lo percibiera, pues sus trabajadores robaban las crías y cuidaban a los cachorros en sus casas. En igual forma, durante la noche, llevaban a la hacienda, a sus chandosas perras, que estaban en celo, para que se aparearan,

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