Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Detrás de tu mirada
Detrás de tu mirada
Detrás de tu mirada
Libro electrónico439 páginas6 horas

Detrás de tu mirada

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Un viaje al genocidio Khmer, al origen de cualquier genocidio y las sombras del hombre.

¿Qué es el ser humano, su esencia, qué compone la «civilización»? ¿Cómo se produce un genocidio? ¿Cómo lo conducen y cómo se pliegan los hombres al asesinato y el exterminio? ¿Dónde empiezan y terminan los sueños de dominio, de trascendencia, la ficción de lo común, dónde se fragua el concepto de enemigo, dónde las sombras?

El genocidio de Camboya -como Ruanda, el Gulag, Auschwitz-Birkenau o tantos en la historia- es un mensaje para la humanidad, porque su tragedia no tiene parangón, alcanzó el summum. Destrucción y maldad absoluta nacidas del espejismo de las ideologías, la burocracia del mal, el arma del miedo y el deseo de sobrevivencia, las luchas por el poder y las tinieblas del hombre, que se despiertan cuando se pierden los límites.

Un relato de historias entretejidas basado en hechos reales, pues no puede darse un genocidio sin que el horror de todos se entrelace, hasta conformar la fusta.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento15 jun 2019
ISBN9788417637170
Detrás de tu mirada
Autor

Rodrigo García-Golmar

Rodrigo García-Golmar es un viajero profundo conocedor de Camboya. Allí se ha pasado dos décadas entrevistando a más de doscientas personas a lo largo de todo el país, con exhaustivo análisis de documentación y bibliografía para la realización de su libro Detrás de tu mirada. Licenciado en Derecho. Diplomado en Lengua y Cultura Francesa por la Universidad de Lieja. Diplomado en Relaciones Internacionales y Política Comparada por la Universidad de Lovaina. Máster en Derechos Humanos por la Universidad de Essex. Máster en Derecho Económico Internacional por la Universidad de Warwick. Habiendo realizado investigación jurídica y varios proyectos para la Comisión Europea en el Instituto de Estudios Legales Avanzados (IALS), Universidad de Londres, y autor de diversos estudios jurídicos en distintos campos del derecho internacional, publicados en editoriales internacionales de referencia. Enviado por la Comisión Europea como asesor jurídico delGobierno de Vietnam para la elaboración de una ley. Variada actividad profesional en varios países europeos, americanos y asiáticos, incluyendo China durante diecisiete años.

Autores relacionados

Relacionado con Detrás de tu mirada

Libros electrónicos relacionados

Ficción general para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Detrás de tu mirada

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Detrás de tu mirada - Rodrigo García-Golmar

    Agradecimientos

    A Chenda, porque sin ella este libro, como tantas cosas, no habría tenido lugar.

    Al doctor Youk Chhang, impulsor y director del Documentation Center of Cambodia (DC-Cam), valioso centro depositario de la memoria. Por su ingente ayuda y generosidad y, sobre todo, por la riqueza de sus enseñanzas y bonhomía.

    Prefacio

    Camboya. Un país en paz que es invadido por fuerzas que lo superan, desatando el horror de los bombardeos más salvajes de la historia. Un territorio, menor que la mitad de España, que recibió más bombas que las lanzadas en todo el mundo durante la Segunda Guerra Mundial. Que luego afrontó el trienio del Khmer Rouge en el poder, exterminador de un 25 % de la población, una nueva invasión vietnamita que duró diez años de ocupación y lucha, y todavía ocho años más de guerra, hasta la capitulación final del khmer rouge; sostenido por China, amparado por Tailandia y por sus antiguos enemigos estadounidenses, asegurando su asiento en Naciones Unidas: en total, más de treinta años de conflicto que arrasaron el país y sus gentes, con una población diezmada y aquejada de profundas heridas psicológicas.

    Sin infraestructuras. Con el talento, la sanidad y la educación cercenados y con los campos y bosques regados de minas antipersonas que impiden el acceso a muchas zonas rurales. Veinte años de labores de desminado que han resultado insuficientes.

    Este libro nació de escuchar testimonios en voz baja durante casi dos décadas, cuatro años de investigación y cientos de entrevistas a personas de todos los bandos y con distintas responsabilidades, incluyendo al chófer de Pol Pot y de varios líderes extranjeros en visitas de Estado, cuya historia personal supera, con mucho, a Veshna, su caracterización en el corto periodo al que se refiere este libro; o aquel que, falto de madera y tiempo a causa de una ofensiva gubernamental, quemó el cuerpo del «Hermano Número Uno» con neumáticos, en una conversación que no nos permitió grabar, como tantos testimonios que se sentían comprometidos por el Tribunal Internacional. Alguno de ellos llegó a luchar en tres ejércitos distintos. Todos con gritos y silencio detrás de su mirada. En ese sentido, estas letras son también voz de los que nunca hablarán, los silenciados, aquellos fuera de la verdad oficial, aún en curso de elaboración.

    Pero, sobre todo, este libro nació del puñetazo de una frase y una mirada del personaje que inspiró al coronel Rum; como el de casi todos en este libro, un nombre ficticio, pues eso fue lo que prometimos cuando nos relataron sus historias. Rum, un hombre que no cesaba de mirarnos desde una mirada penetrante e inteligente, en un pobre café de madera sobre el río Mekong mientras escuchaba nuestra conversación con los lugareños. Preguntándonos, de repente, por qué nos interesaba la guerra, si ningún joven quería saber las historias de los mayores. Invitándonos a continuación a su casa, en una isla remota de la provincia de Kratie, donde concentraron a numerosos exsoldados del khmer rouge, otrora un inmenso osario y hoy reducto de traficantes de maderas nobles.

    Sorprendido de vernos llegar en el destartalado transbordador al día siguiente —pues no esperaba que acudiéramos, como nos confesó luego—, llamó a dos amigos, también antiguos jefes locales del khmer rouge; al principio, renuentes a hablar, pero que dejaron de estarlo tras unas pocas cervezas y una frase del antiguo coronel: «Míralos, estos son buena gente, nada que ver con la historia esa del Tribunal Internacional». Una queja reiterada, pues ese tribunal se ha hecho para juzgar a muy pocos; altos dirigentes del Khmer Rouge, sí, pero excluyendo a otros, entre ellos, algunos poderosos; además de personas y Gobiernos extranjeros que no serán encausados en sus graves responsabilidades en el genocidio o los genocidios y crímenes de guerra que en Camboya se dieron en distintas fases.

    Esa mirada fue al final de seis horas de charla. Su frase, la respuesta a qué haría si volviese la guerra y quisieran llevárselo de nuevo. Palabras pronunciadas tras un largo silencio, alzando la voz ante el estruendo de la piara de cerdos que, en ese momento, comía vorazmente, con la que se gana la vida; matarife a media noche para repartir carne al alba en una flotilla de pequeñas motos en los pueblos de los alrededores. El coronel Rum, que tras veinticuatro años de guerra habría elegido su Beretta, «porque a mí no me engañarían más».

    Rebelde al fin, sin buscar una redención imposible.

    El azar no tiene casa

    En las camisas sucias cruje más el estómago. Esta es la mía y cruje porque he corrido mucho, por las bombas y ahora, y porque llevo dos días sin probar bocado.

    Mala suerte que ayer por la mañana los aviones llegaran sin que nos diera tiempo a desayunar, como siempre hacemos antes de que claree, que el alba los trae. Pero esta vez fue en mitad de la noche y temimos que la luz de las cocinas, en la oscuridad, los guiara al pueblo, por lo que, al tronar de sus turbinas, dejamos todo y corrimos sin hablar.

    Vuelan muy bajo y sabemos que no tenemos mucho tiempo desde que escuchamos el ruido inconfundible de los cazas, aunque nunca sepamos cuándo empezarán a largar las bombas.

    Durante mucho tiempo no supimos quiénes eran. Luego se corrió la voz de que eran norteamericanos, aunque pocos en Camboya sabían por qué nos bombardeaban.

    Tras hablar en la pagoda con los ancianos achá¹ y los monjes, mi madre nos aconsejó que corriésemos en su dirección, agitando los brazos desnudos cuando viéramos que se abrían hacia nosotros, para que no pensasen que estábamos huyendo o éramos guerrilleros. Aunque yo no lo creo, pues muchas veces llegué a ver la cara de los pilotos, y ellos la mía de puro cerca, antes de echarme al suelo.

    Pero ya ensordecían sus reactores y, sin una palabra, volamos a nuestros agujeros. Yo estaba encargado de llevar a Hoa, mi hermana de tres años, en brazos, por lo que la abracé y corrí a oscuras lo más rápido que pude. Mi familia, a menudo, bromeaba diciendo que tenía ojos de gato y olfato de perro, que veía las serpientes en la oscuridad, además de olerlas, lo que en verdad me era muy útil para diferenciar cuándo había cobras en los agujeros y cuándo deliciosos cangrejos para la sopa, pescando en los arrozales al regresar del colegio.

    Somos ocho hermanos y mis padres siempre excavan cinco refugios, a una distancia de cincuenta metros cada uno. Son meros hoyos de tierra, sin estructura o apoyo alguno, y con frecuencia tenemos que horadar en otro lugar cuando caen bombas cerca y las paredes están dañadas. Y, si hay tiempo, conectamos varias salidas.

    Una vez terminados, cubrimos sus bocas con capas de ramas de palma entrelazadas y con arena gruesa apelmazada lo más compacta posible entre ellas. Esto evita que la metralla de las bombas entre por los orificios, aunque no salva si el impacto es directo, pues los tallos no resisten su peso, ni tampoco pueden detener la fuerza de la explosión.

    Son más o menos de un metro y medio por dos y no permiten erguirse. Si podemos, les ponemos unas tablas, como una cama minúscula, donde nos tumbamos. Un poco levantadas sobre unos codos para evitar las serpientes que a veces salen de sus agujeros, aterradas, como nosotros, cuando los zambombazos caen a nuestro lado.

    Cuando estamos dentro, intentamos cerrar los ojos y no pensar, porque parecen tumbas. Y aún es peor de noche, cuando no se filtra luz, salvo el resplandor ocasional del fuego y las explosiones, que estallan sin avisar y convierten la noche en instantes que parecen no terminar.

    Pero la mayor parte del tiempo lo pasamos en completa oscuridad, esperando. Tocando las paredes que chorrean, con gruesas gotas de sudor resbalándonos por el cuerpo. En tensión permanente, hasta que nos duelen las vértebras, sintiendo el calor asfixiante, corpóreo. A menudo, con humo que impregna el aire húmedo, cargado y pegajoso del agujero. Un aire que cuesta respirar, falto de oxígeno. Y mi hermana apretándome fuerte. Así durante horas, dependiendo de cuántas pasadas dan los aviones y si hay combates cerca.

    Mis padres no quisieron hacer uno para todos, ni que estuvieran más próximos, porque así una bomba encima solo mataría a dos, no a la familia, decían; como les ha ocurrido a tantos de los pueblos de los alrededores, que prefirieron quedarse juntos en una cavidad grande o se negaron a abandonar sus casas.

    Ellos se reparten con mis dos hermanas pequeñas. Así, si uno muere, el otro podrá cuidarnos.

    Si no son los grandes aviones que vienen por encima de las nubes, los B-52, que oyes, pero casi nunca ves, los cazas vienen en hilera y solo cuando van a soltar las cargas se abren en cruz; si los ves venir de frente, nunca sabes cuántos son.

    Lo normal es que primero venga uno de día para tomar fotografías, con cámaras en la barriga y la parte delantera del avión. Esos son aviones pequeños, y por el sonido de sus motores pronto supimos que no disparaban. Aunque los otros les seguirían a partir de las seis de la tarde o de noche.

    Fue en esta época cuando empezamos a recoger los restos de los proyectiles para vender el cobre que tienen en su interior, que pagan bien, aunque mucha gente ha muerto manipulándolos.

    Y nunca olvidaré el día en que mis dos hijas pequeñas —en el 89, creo— llegaron tambaleándose con una caja grande, diciendo: «Papá, papá, hemos encontrado un tesoro». Nos topamos con que estaba atiborrada de morteros que podían haber estallado con cualquier golpe; fue verlos y casi me desvanecí, temblándome las piernas.

    Al principio solo bombardeaban los pueblos y nosotros nos refugiábamos en los bosques. Pero ahora ningún lugar es seguro, pues las tiran por todas partes. Por eso nos metemos en los agujeros después de guardar los animales entre los árboles, y entonces todo es azar.

    Pero de tantas que largan no hay ventura para todos, y hombres y bestias mueren a la par, haciendo todavía más penosos los cultivos para los que sobrevivimos, sin bueyes que puedan levantar los campos.

    En estos días, salvo alguna serpiente o pescado, la única carne que comemos es la del ganado despedazado por los bombardeos. Sin electricidad ni hielo, es costumbre que, cuando muere una res, se trocee y se reparta su carne entre todos los vecinos de las aldeas cercanas.

    Cuando vienen, nunca sabemos si serán bombas de fuego —con sus depósitos de algo como asfalto líquido, napalm lo llaman, para que entre por nuestras guaridas y todo se incendie— o cargas que estallarán, haciendo socavones enormes. Si son de fuego, con llamaradas que sobrepasan en altura a los árboles más grandes, desprendiendo un humo negro y un olor penetrante que impregna el aire y tarda en irse de tan denso como es, aun si sopla viento.

    Algunas veces, los aviones no sueltan bombas, sino unos polvos amarillentos o de color rosáceo pálido, que hacen brillar el campo y el agua de los arrozales, con un color verde fosforescente. Y esos polvos, que matan los cultivos y los peces, nunca los esparcen de día, solo de noche. Sería luego cuando algunos tendrían úlceras o malformaciones.

    Pero nada como los aviones de encima de las nubes, que sueltan enormes cargas, como si plantaran manojos inmensos de arroz. Bum, bum, bum, con un ruido que descoyunta los huesos y la cabeza, que te descoyunta los nervios. Un martilleo que se confunde con el de las sienes, con resplandores rojos que por un instante hacen del mundo otro lugar.

    Un estruendo que extrae el jadeo de los pulmones como si fuera el vacío de un corcho al descorchar, pero con humo dentro, y dentro somos nosotros. Haciéndonos sentir el tacto físico del corazón desbocado, que de repente encuentra su forma y nos la muestra, como cuando meditamos. Desbocado durante horas y apretándonos en una compresión donde los sentidos tienen cuerpo. La lengua reseca pegada a la garganta, mientras el cuerpo tiembla y miramos con los ojos entrecerrados las paredes de nuestros nichos de tierra, sus raicillas y gusanos, que salen atolondrados. Con cada zambombazo, apoyando fuerte las paredes con las manos de forma inconsciente, con el deseo de sostenerlas y reforzarlas. Y en la mente, murmuras: «No caigas, no caigas», como si las palabras pudieran.

    Unos y otros, si es tiempo de lluvias, hacen estanques donde no los había, algunos grandes, como el de los lotos, en la pagoda. Sobre todo, las bombas de fragmentación de los B-52, que contienen miles más pequeñas en su interior y causan una devastación extrema. Cráteres que habrá que rellenar algún día si de nuevo plantamos arroz en ellos, aunque no sé por qué pienso esto ahora.

    Pero más difícil lo tendremos —lo tendrán mis hijos, porque nosotros no podremos— con puentes, líneas de tren, carreteras, casas, granjas, cultivos y las pocas fábricas que teníamos. Porque ya no hay nada; nos están destrozando las vidas y nos están destrozando el país.

    Esta vez eran cazas. Dieron una primera pasada y soltaron sus bombas. Viraron muy bajos y a la vuelta largaron las que les quedaban. En nuestros agujeros se confundían con los truenos del monzón. Pero no eran truenos, porque la tierra temblaba cuando caían cerca, desprendiéndose arenas y piedrecillas que, a veces, nos cubrían la cabeza o partes del cuerpo. Entrándonos polvo en la boca al pretender respirar el aire espeso y pesado, con el regusto salado del sudor sucio. Yo no tenía miedo de las serpientes, que no te hacen nada si no las molestas o sienten agresividad, pero tenía pánico de morir enterrado vivo. O quemado, como había visto a mi amigo Atet y su familia, con los huesos negros, abrasados, encogidos sobre el pecho en un último gesto de dolor.

    Cuando cesaron las explosiones, cogí a Hoa más fuerte y, con precaución, que a veces quedan cargas sin estallar, trepé fuera del hoyo hasta la tierra que humeaba, doliéndonos aún los oídos. Entonces, como siempre, vi a nuestros padres y hermanos trepando fuera de los suyos, en el borde de los árboles.

    Habían sido doce aviones y temimos bien que las fogatas los hubiesen guiado. Todo nuestro pueblo ardió, también el pueblo siguiente. «Es que no tenemos suerte —pensé—. Ya van tres casas». De esta última, el trozo chamuscado más grande que quedó era menor que mi brazo y solo sirvió para cocinar.

    Mi madre lloró en silencio, como las otras veces. Mientras, nos puso a los hijos a buscar enseres entre las cenizas, pero casi todos estaban rotos o desportillados. Aunque, por suerte, recuperamos los que teníamos en una caja que habíamos enterrado por precaución; aún podríamos cocer arroz —con hierbas, pescado, gambas o cangrejos de los arrozales, según la fortuna del día—, y respiramos aliviados.

    Entre las cenizas, encontramos también nuestro Buda de madera, tiznado, pero milagrosamente intacto. Todos lo interpretamos como una señal de protección y buen augurio para la familia, confortándonos.

    Padre nos observaba en silencio, mascando sla melú, que le pone los dientes rojos. Al final, pronunció despacio:

    —No tenemos casa, pero otra vez tuvimos suerte. —Y añadió—: Luego buscaré cañas y ramas de palma y nos pondremos a construir otra. Más allá, donde no está quemado. Vosotros, Sombo y Abarang, me ayudaréis.

    Para cuando terminó la frase, estábamos empapados bajo la cortina de agua. Y aunque tenía frío, me vino bien, pues la pequeña se había hecho sus cosas sobre mi camisa, como siempre cuando se asusta.

    Nos pusimos alertas al escuchar el sonido de un motor. No era de aviones, sino de un camión. O varios.

    Temimos que fueran los soldados de Lon Nol o los soldados kampuchea krom, «pañuelos blancos» de la guerrilla Khmer Serei. Los «khmer libres», grupos armados por los survietnamitas y amparados por los norteamericanos, quienes, aunque eran nuestros hermanos, debían seguir las órdenes de estos.

    O los americanos o los vietnamitas del sur, que no saben y muchas veces disparan sin preguntar, que todos, hasta las madres con niños alrededor, debemos parecerles guerrilla en los pueblos.

    Menos miedo nos daba que fueran los guerrilleros raná tsé, que han seguido el llamamiento del rey Sihanouk para levantarse contra el golpe de Lon Nol y los americanos. Pues saben que somos campesinos y no soldados de Lon Nol o vietnamitas, o eso decía mi madre.

    Pero ahora no importaba, ya mi padre nos sacudía para que los tres chicos corriéramos al bosque, aunque no tuvimos tiempo. Cuando reaccionamos, los camiones repletos de soldados enfilaban el pueblo, viéndonos entre el humo. Y es que todo está arrasado y no hay donde meterse, padre.

    Mientras saltaban en tropel de los camiones, vi sus kroma² enrollados a la cabeza y supe que, en efecto, eran soldados raná tsé.

    Raná tsé, pero pertenecientes a la facción prey maquis o «guerrilla de la selva», como los llamábamos los camboyanos. Solo bastante después serían para nosotros khmer krohon, «khmeres rojos», después de que nuestro rey Sihanouk los hubiese llamado khmer rouge, así, en francés.

    Y viéndolos empapados, secos de hambre, de disciplina hecha en ejecuciones sumarias, con ojos inyectados en sangre por noches de miedo y enfrentamientos salvajes con los survietnamitas, los soldados de Lon Nol o los norteamericanos, con su odio acumulado por los bombardeos indiscriminados de los B-52 más el control y fuerza militar de los vietnamitas del norte, sostenidos por chinos y rusos, dudé que el rey Sihanouk, desde el Gobierno Real de Unión Nacional de Kampuchea (GRUNK), fuera a dirigir esta guerra, como he escuchado en la pagoda.

    Eran guerrilleros, sí, pero su armamento y determinación, reforzada por la dureza de sus días y la muerte constante de compañeros, les permitían no rehuir el combate abierto, que por ahora correspondía a sus patronos norvietnamitas. Los khmeres rojos eran los encargados de una guerra de guerrillas como la que ahora mismo realizaban en nuestra zona, vital para cortar las comunicaciones de las fuerzas de Lon Nol, encerrando más y más a sus tropas en torno a las ciudades y carreteras principales, haciéndoles poco a poco abandonar el campo y perder a los campesinos, como ya han conseguido en la franja fronteriza con Vietnam y el campo de Steung Treng, Kratie y Kampong Cham; haciéndoles, poco a poco, abandonar Camboya.

    Unos y otros sabían que esta era una lucha sin heridos, pues ellos mismos disparaban a sus compañeros caídos y, por supuesto, remataban a cualquier enemigo, como estos hacían con ellos. Una guerra sin cuartel, incluso para muchos de los niños y bebés que habían perdido a sus padres en enfrentamientos en los pueblos, que acto seguido perecían a bala o bayoneta. Pues, como decían los soldados que lo hacían, que no eran todos, aunque no hubieran querido matarlos, qué podían hacer, si no había donde meterlos y quienes podían cuidarlos estaban muertos.

    Una adaptación que, junto con su resolución y coraje, empezaba a labrar su reputación terrible, de terror y salvajismo en las emboscadas, que corría como la pólvora entre los campesinos y, sobre todo, entre los soldados de Lon Nol.

    Soldados que permanecían noches enteras mimetizados entre los bambúes o los árboles, enterrados en el barro o sumergidos en los arrozales. A la espera de surgir con ferocidad en el momento adecuado, a escasos metros de la vanguardia o bloqueando la retaguardia del enemigo, tomándolo entre dos fuegos.

    Y lo mismo tendiendo trampas bomba muy cerca de los campamentos de Lon Nol, donde se acercaban reptando para enterrar minas en los senderos —aunque en eso, los maestros eran y serían los vietnamitas, que las plantaban como si fueran arroz—, colocándolas también en los lados para impedir su huida.

    Las ponían junto a unos pocos soldados que portaban bazucas y fallecían en altísimo número al atraer el fuego con sus fogonazos.

    Soldados a los que la desesperación había resecado el miedo. Soldados para vencer o morir. Soldados de muerte.

    Eran ellos los que nos miraban serios, algunos apuntándonos con los Kaláshnikov bien engrasados, pero los más en bandolera.

    En un vistazo, pues no había nada en pie, los primeros —que colgaban de los estribos y saltaron como monos— controlaron que no había nadie emboscado o escondido; también si había vovó, sopa de arroz cociéndose entre la ceniza que humeaba, sin más suerte que la nuestra con el desayuno.

    Me sorprendió ver lo bien armados que iban. Hasta llevaban en un camión adaptado los misiles tierra-aire rusos que había visto en grandes cantidades a los vietnamitas del norte, en nuestro pueblo de origen. También ametralladoras y lanzaderas de cohetes en vehículos más pequeños.

    Muchos eran muy jóvenes, de entre doce y quince años, aunque también había algunos niños de ocho a doce, como mis hermanos, y también estos portaban armas y granadas, todos con cananas de los AK-47 cruzadas en el pecho y la cintura. Conté cuatro adolescentes, entre ellos una niña, que cargaban bazucas casi más grandes que ellos.

    Otros eran mayores y los dirigían, si bien ninguno llevaba distintivo militar, solo sus ropas negras y el kroma, tan tiesos de barro seco como los nuestros. Fueron estos los que nos ordenaron subir al camión, ignorando los ruegos de mi madre, que imploraba con las manos juntas por encima de su cabeza, arrodillada ante el jefe. Ni tiempo tuvimos para despedirlos.


    ¹ Achá son hombres mayores, que viven en las pagodas o pasan mucho tiempo en ellas, realizando colectas en los pueblos para obras civiles —vías rurales o escuelas, por ejemplo— o religiosas; muchos son estudiosos de los textos budistas, pudiendo, a veces, realizar determinadas ceremonias.

    ² ¹ Kroma es el ubicuo pañuelo camboyano que usan los khmer, hombres y mujeres. Normalmente, en tela basta a cuadros de colores, con decenas de usos diferentes, desde servir de cinturón hasta cargar con los niños.

    Más hombres para Angkar

    ³

    Otro camión más hasta los topes. Hacerlos saltar a gritos y formar en fila. Veo sus ojos aterrados, algunos tiemblan. Veo los que se quebrarán. Veo la mirada fija de quienes disfrutarán, como ese de ahí, que no tendrá más de catorce años, al lado del de más edad. Y la de aquellos que serán peligrosos, muy peligrosos, pues no hablarán y buscarán poder. Los que vivan se adaptarán porque querrán vivir. Sé cómo hacerlo. Lo he visto muchas veces desde que me enseñaron los vietnamitas, aunque cada día encuentro caminos que acortan el resultado. Cómo odio la guerra y casi todos llegarán, sin dudas.

    Ya han saltado y ahora forman. Hay muchos niños, los mejores, los más fáciles. Luego los obtusos o los más rudos, que solo recibieron golpes. La inteligencia aquí es una carga que trae demasiadas preguntas, demasiados quiebros; peligrosos porque se volverán dudas, traición. De haberla, mejor taimada; si no, se vuelve enemiga, e incluso esta. Ese es afectuoso: habrá que someterlo a la prueba, a ver si cambia. Pero es difícil porque aún mira a los ojos sin entender nada, como si lo hubieran querido mucho. Blando e incapaz, de esos que necesitan sentirse confortados en afecto y aprobación. No pasará, es perfecto. Mis ayudantes ya les gritan, pegándoles con fustas de bambú en las que dejaron nudos. Cuatro se formaron conmigo, cuando nos llevaron, pero solo saben obedecer, como tantos. Ese lo hará bien, ese otro también. Angkar estará contento. Empiezan a correr sin beber. Después de cinco vueltas, caerá alguno de los más jóvenes, o varios, y los levantarán a palos. Todos terminarán las diez vueltas si no están enfermos o demasiado débiles. Luego harán flexiones y zigzaguearán con los codos en el fango, bajo el espino. Les daremos fusiles descargados y correrán de nuevo. Ahí caerán varios y los levantaremos. Terminarán y pocos serán capaces de pensar. Sus rostros blancos, demudados por el esfuerzo. Sus cuerpos desmadejados y los músculos en tensión, brillando por el sudor. No comerán y dormirán en el suelo, con sus ropas embarradas. De noche, se agitarán y alguno hablará en sueños, con los fantasmas visitándoles. A esos mis ayudantes les darán patadas para que callen, y lo harán.

    Los despertarán los altavoces y hablará Angkar. Correrán de nuevo, esta vez con cinchas, cartucheras y granadas colgando. Y el AK-47 delante. Luego se sentarán en el suelo y el altavoz les dirá que han venido aquí para aprender a eliminar enemigos y servir a Angkar. Siempre lo mismo. «Vuestro pensamiento ha de ser obedecer, solo obedecer. El enemigo de Angkar es vuestro enemigo, y a los enemigos debéis exterminarlos sin dudar». Traemos a un enemigo con las manos atadas. Siempre elegimos al más débil, es tan fácil identificarlos de un vistazo. «Levántate. Es un enemigo, mátalo». Sus ojos desorbitados y su cuerpo que tiembla al contacto con el machete. «Si no lo matas, tú también eres un enemigo». Lo mira de nuevo. Duda y no ve venir el primer golpe de bambú en la espalda, que lo derriba. «Levántate. Si no lo matas, tú también eres un enemigo». Duda de nuevo y sus ojos se salen de las órbitas, la barbilla y los hombros agitándose sin control. Aunque pudiera, tampoco habría podido ver el golpe, ciego, con sus miembros agarrotados. Cae y su espalda abierta sangra a chorros. «Si no lo matas, tú también eres un enemigo. No te lo diremos otra vez». El enemigo está de rodillas y ruega, con las manos juntas y murmurando palabras ininteligibles; está demasiado débil para poder hablar o quizá reza algo porque es enemigo. Alza el machete y lo mira. No piensa, pero no da el golpe. Mi ayudante le levanta la cabeza por el pelo, se la echa para atrás y, de un solo tajo, lo degüella, aún con el bambú en la otra mano. A este ya no lo querrán más. Luego degüella al otro, implorando en el suelo.

    El altavoz: «Quien no obedece a Angkar es un enemigo. Quien no elimina a un enemigo es un enemigo. Quien roba comida o rompe útiles es un enemigo. Quien se queja o no es diligente es un enemigo. Quien no encuentra a los enemigos es un enemigo». Todos miran cómo se desangran entre estertores y el sonido seco saliendo de las gargantas, en silbidos roncos, pero los espasmos se detienen en poco tiempo. Los contemplan en silencio y solo alguno tiembla. Han comprendido. Mi ayudante sonríe, luego se quejará de que degollar uno vale, pero muchos cansan el brazo. Y siempre mejor con el machete, no con las hojas de sierra de las palmeras, que desgarran y tiene que apretar más. El generador y el vino de palma se llevan mal en mi cabeza, pero no hay cerveza. Se llevan los cuerpos para arrojarlos al estanque grande, dejando un reguero que mengua. Siempre es igual, odio la guerra.


    ³ Angkar significa, literalmente, en lengua khmer, «la organización», cualquier organización. En el partido maoísta camboyano, Angkar tenía una acepción amplia, el conjunto del partido, pero otra muy precisa: el núcleo duro del poder, capaz de dictar órdenes y la línea ideológica de la revolución: el Comité Permanente del Partido Comunista. Angkar no tenía rostro y los líderes del Comité Permanente se esforzaron hasta el final para mantener su secretismo.

    El fiscal del Tribunal Penal Internacional del khmer rouge ha insinuado que Angkar era el líder máximo, Pol Pot, basado en diversas cartas firmadas dirigidas a él, mientras que diversos cabecillas del khmer rouge afirmaron que Angkar no era nadie en concreto, para salvaguardar su responsabilidad.

    La guerra comienza un día

    Solo se escuchan las moscas que acuden en bandadas que se agolpan. Qué rápido se desangra. Yo también lo había hecho, pero con pollos. Me tocaba por ser el mayor, aunque siempre lo detesté. Y hay cuadros pintados en las paredes de la pagoda que dicen que sacar una vida es malo para Buda. Pero aquí la sangre brota a borbotones y parece que no acaba más, en burbujas de silbos secos que suenan como si quisieran hablar. Aunque ellos no hablan, ni nosotros tampoco.

    Tengo el cuerpo roto y observo a mis hermanos. Mi hermano pequeño, como siempre, siente y piensa y no hablará; mejor que sea así. Mi hermano Abarang está fascinado y clava sus ojos sin despegarlos de los muertos. Una mirada que no duda y que luego recorre el grupo. Estamos agazapados mientras el altavoz grita que los enemigos son todos los que no sirven a la comunidad, a Angkar, y que los enemigos han de ser nuestros enemigos. Dice que ya no hay familia ni amigos. Que solo hay Angkar, los enemigos y los que desobedecen. A todos esos tenemos que identificarlos y mandarlos a reeducar, cumpliendo órdenes. Los ojos de Abarang asienten ante el eco metálico del altavoz, y aun lo que reverbera. Mi Buda, cuánta sangre tiene un cuerpo y qué rápido se desangran.

    No, no hemos tenido suerte. Nosotros no éramos de Kandal, sino de Snoul, en Kratie; o de allí éramos los hijos, pues nuestros padres se habían trasladado al norte de Svay Rieng antes de que yo naciera. Cuando el caos francés, japonés, vietnamita y tailandés de la Segunda Guerra Mundial, quienes, por turnos, se habían repartido Camboya, según me contaron. Fueron allí porque tenían familia y entonces estaba tranquilo.

    Y ser de Snoul era la misma mala suerte de Camboya: estar cerca de Vietnam. O que los vietnamitas vengan, como ocurrió en Snoul y en la cercana Mimot, donde el Viet Cong, que estaba bajo mando único del ejército regular norvietnamita, estableció su cuartel general.

    Aunque mi madre, que es de Battambang, en el norte, a menudo repetía que allí tampoco era azar, pues tenían a los tailandeses. Y siameses y vietnamitas siempre quieren quedarse con el resto de nuestra tierra. La tierra de nuestros antepasados, que hicieron Angkor Wat y hermosas esculturas que sonríen de melancolía, como un cuadro llamado La Gioconda que vi en un libro de estampas. Aquellos que nos transmitieron un canto a los muertos que sale de las entrañas y el baile de la seda más pura. ¿Es posible que haya en el mundo algo tan hermoso?

    En Snoul, nuestro campo era bonito, al lado del río, y en el mercado todos nos conocíamos y saludábamos. No había escuela, pero a muchos niños nuestros padres nos mandaban a aprender pali y las cuatro reglas con los religiosos en las pagodas, y leer y escribir khmer. Además, para mí hubo un tesoro. Cuando me hice mayor, un monje viejo me enseñó a leer en francés, dándome algunos libros ajados, junto a los textos budistas. Era un cenobita de ojos glaucos, gastados de mirar y vejez, que nunca hablaba, aunque a mí me habló después de observarme con atención desde la ventana o el marco de la puerta cuando recibíamos las clases. Nadie sabía de él, pues era del norte, pero los ancianos achá murmuraban que de joven había trabajado para la administración colonial o había estado en Francia. Hablaban por hablar, pues ninguno conocía su verdadera historia, pero veneraban su devoción y erudición en los antiguos códices, algunos escritos en lenguas distintas al pali que ningún otro entendía.

    Seco más que enjuto, vivía solo en una choza entre los árboles, separada de la pagoda principal. Allí me llevó para darme un cuaderno de gramática y ayudarme con la pronunciación y los primeros ejercicios, que verificaba con rigor de forma regular. Mi sorpresa fue grande cuando, al entrar, me encontré un arcón y dos anaqueles en la pared desnuda, con decenas de volúmenes que rezumaban un intenso olor a humedad sobre el suelo de tierra. El primer libro que me dio —junto con el bescherelle de gramática— fue uno ilustrado con las fábulas de La Fontaine, en las que los animales hablaban como en nuestras historias en Camboya, esas que los viejos contaban de noche junto al fuego, rodeados de nubes de niños y jóvenes que no querían dormir, absortos ante las palabras que se dibujaban en el aroma del jazmín y el humo de las

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1