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El Juego De Los Espejos
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Libro electrónico440 páginas6 horas

El Juego De Los Espejos

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Compilacin de cuentos que parten de situaciones o momentos trascendentales del narrador (no necesariamente del autor), casi todos ellos sustentados en alguna realidad vivida, memoria y fantasa. En su conjunto, esta coleccin es un juego de espejos o escenarios en torno al efecto que producen las circunstancias de la vida en el ser humano, a la vez que aparecen temas como lo divino y lo humano, la ambigedad de la ptica humana, la ilusin, el amor el azar, el tiempo, la dicha y la desventura. Estos cuentos, en cualquier orden que sean ledos, se unen entre s para formar un continuo de tcnicas narrativas, confiando que el lector aprecie mejor la interaccin entre forma y contenido, entre la mezcla de gracia, irona, emocin, detalle y humanidad. Las pginas se van sucediendo entre la historia de la vida, la reflexin y nuestras formas razonadas y sentimentales de ver el mundo.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento4 mar 2014
ISBN9781463377304
El Juego De Los Espejos
Autor

José L. Freire

José L. Freire, español de origen y de nacionalidad estadounidense, inició sus estudios universitarios en Londres y París. Afincado en los EE.UU. desde 1964. Finalizó sus estudios posgraduados en la Universtiy of Michigan, Ann Arbor, donde recibió el doctorado en Filosofía y Letras, con especialidad en lingüística románica. Aunque casi toda su carrera docente transcurrió en la University of Memphis, Tennessee, impartió también algunas clases de verano o de un curso académico en varias universidades americanas, University of Southern California (Los Angeles), Colorado State University (Pueblo), Fairfield University (Fairfield, Connecticut) y University of Northern Iowa (Cedar Falls). En su especialización es autor de artículos en lingüística generativa, lingüística aplicada, sociolingüística y semántica. Ponente en varios congresos internacionales en EE.UU. y Europa. En la actualidad profesor emérito.

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    El Juego De Los Espejos - José L. Freire

    Copyright © 2014 por José L. Freire.

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    Fecha de revisión: 24/02/2014

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    524002

    ÍNDICE

    PRÓLOGO

    UN HÉROE DESCONOCIDO

    A LA BÚSQUEDA DE UN LUGAR EN LA VIDA: DOS PASTORES

    LABERINTOS EN UN MUSEO DE ARTE: SUTILEZAS AMBIGUAS

    LAS BRUMAS DEL TIEMPO: AQUEL ÁRBOL

    NO HAY TIERRA COMO MI TIERRA

    LABERINTO DE ESPEJOS

    LA REALIDAD MÁGICA O LO QUE PUDO HABER SIDO

    MEMORIAS NO AUTORIZADAS: FICCIONES VERDADERAS

    EL TEJEDOR DE SUEÑOS

    Y es que en el mundo traidor

    nada es verdad ni es mentira,

    todo es según el color

    del cristal con que se mira.

    Ramón de Campoamor

    A la memoria de mis padres, Abel y Carmen,

    mis mejores maestros

    PRÓLOGO

    E l cuento o relato por naturaleza es un pequeño instrumento que casi siempre conlleva un incalculable atrevimiento del autor. Por una parte, el cuento intenta darnos una visión de algo grande en un contenido reducido. Además, adultera muchos de los aspectos de la vida real. También hace cosas extrañas con el tiempo y espacio real aunque se trate de insinuar al lector que lo imposible es posible. Se nos muestra que el perfil de los personajes es significativamente completo aún cuando casi siempre está basado en exposiciones breves. Podría argumentarse que la característica más fundamental de un cuento, además de su brevedad, es la audacia porque no es infrecuente cargar de significado lo insignificante.

    Naturalmente el cuento incluye muchas de las características del formato de la novela. Por su volumen más amplio la novela introduce más personajes, más espacios, más situaciones, más acciones. No obstante, el cuento y la novela son semejantes en cuanto a la función y recursos. En ambos casos se pretende que los personajes hablen y se muevan en diferentes situaciones dentro de algún concepto de tiempo y espacio.

    La presente colección contiene una serie de cuentos, situaciones o momentos trascendentales del narrador (no necesariamente del autor), casi todos ellos sustentados en alguna realidad vivida, memoria y fantasía. En su conjunto, esta colección es un juego de espejos o escenarios en torno al efecto que producen las circunstancias de la vida en el ser humano, a la vez que aparecen temas como lo divino y lo humano, la ambigüedad de la óptica humana, la ilusión, el amor, el azar, el tiempo-espacio, la dicha y la desventura. Cada cuento se vale por sí mismo, abre o cierra una historia o simplemente la deja suspendida para que el lector haga su propia reflexión. No obstante, en cualquier orden que sean leídos, se unen entre sí para formar un continuo de técnicas narrativas, confiando que el lector aprecie mejor la interacción entre forma y contenido, entre la mezcla de gracia, ironía, emoción, detalle y humanidad. Las páginas se van sucediendo entre la historia de la vida, la reflexión y nuestras formas razonadas y sentimentales de ver el mundo.

    Realidad y ficción se confunden en la fuga del tiempo pues no es fácil discernir entre lo visto, lo recordado y lo imaginado. Lo único que nos permite la estela del tiempo es el recuerdo o, mejor dicho, la interpretación del recuerdo. El tiempo-espacio, memorias, situaciones y demás contenidos en estos relatos no son poses de documentación real sino modelos basados en ella. Todos los nombres son ficticios, salvo algunos muy conocidos.

    Habrá que advertir que tres relatos del libro, La realidad mágica, El tejedor de sueños y, hasta cierto punto, Memorias no autorizadas, difieren en algunos aspectos del resto. En el primero el tema parte de una leyenda muy antigua y en general conocida. Se respeta en lo esencial el esqueleto básico de su contenido en Tito Livio, pero el principal enfoque aquí es precisamente lo que no se incluye en ninguna versión de la supuesta leyenda, es decir, lo que pudo haber sido en cuanto al desarrollo psicológico y social de los personajes principales, con la amalgama de sus sensibilidades, inquietudes, dolor, orgullo, aspiraciones y humanidad. En cuanto al segundo, el formato de la narrativa es lo que difiere de los demás. Podría uno argumentar, como se señala en el preámbulo de esta obra, que no es novela, ni ensayo, ni memorias, ni lírica, ni cuento epistolar, ni siquiera teatro, sino un poco de todo. Es, tal vez, un divertimento para un número muy reducido de instrumentos que entonan algunas melodías en torno a las diferentes caras de la realidad, ficción, sueño e ilusión en un universo simbólico y paródico. El tercero es un mosaico de varios relatos y fragmentos de anécdotas como si fueran parte de un libro de memorias. No es nostalgia sino una metáfora de episodios que ya no son.

    UN HÉROE DESCONOCIDO

    E ra siempre el mismo salón de la casa consistorial donde se congregaban los vecinos de la aldea y de otros pueblos colindantes. Corrían los años cincuenta del siglo pasado, época de mi visita a una de esas aldeas rurales en la provincia del Alto Amazonas, en el Departamento de Loreto, Perú. Sus casas son provincianas aunque una de ellas sugiere riqueza y señorío en otros tiempos. La casa consistorial es un edificio señorial, de dos plantas y de tiempos coloniales. El edificio es de impresionante arquitectura pero desfigurado por el tiempo, nada atractivo en la actualidad y muy necesitado de reformas especialmente en el interior. La planta de arriba es la más afectada y desde hace ya tiempo sus ventanas están valladas con tablones. En la primera planta las puertas originales fueron reemplazadas por otras de metal. El entresuelo de la fachada principal no se ajusta al nivel de la calle. La entrada y salida por la puerta principal hubiera sido difícil si no fuera que se corrigió el desnivel con una piedra rectangular no trabajada pero que tiene un cierto aire de peldaño. En la entrada, atravesando el vestíbulo, hay dos cuartos que hacen de oficina y un amplio salón donde se llevaban a cabo las sesiones de reuniones ordinarias del ayuntamiento que de vez en cuando convocaba el alcalde. Es un salón espacioso con techo alto y decorado, iluminado por tres ventanas y una lámpara de época reciente que cuelga en el centro con doce bombillas de las que nadie recuerda haber visto más de tres o cuatro encendidas a la vez. Había en este salón una mesa grande de caoba para comedor, aunque aquí hacía de escritorio. Por sus patas curvas y torneadas y otros adornos con incrustaciones fue, sin duda, un trabajo hecho con amor. Bien pudo haber sido obra de algún ebanista de la misma época del edificio, siglo XVIII. Una máquina de escribir Underwood, unos papeles en blanco y un periódico era todo lo que había sobre la mesa.

    Llegó el alcalde en su automóvil seguido de dos viejas furgonetas con dos concejales y algún otro individuo de su círculo. Entraron todos por la parte de atrás del edificio. Un hombre cerró la puerta meticulosamente y permaneció allí durante toda la sesión. El último en dirigirse al salón fue el alcalde, cuyo paso lento pero con fuerza y decisión producía en la madera crujidos rítmicos, crij-crej, cruj-croj, crij-crej…, como si se tratara de un caballero medieval haciendo sonar sus espuelas. En el salón había una veintena de personas, casi todos campesinos locales, quienes lo recibieron con servil cortesía. Siempre acompañaban al alcalde dos hombres corpulentos, vestidos de negro, con gafas negras y con revólveres 357 Magnum que colgaban sin disimulo de sus respectivos cinturones. Los semblantes de estos dos robots de hierro no revelaban ni pena ni alegría. Su función consistía, según fuentes oficiales, en mantener el buen comportamiento civil de los ciudadanos en la casa consistorial. No tenían nombre o, al menos, así parecía. Según rumores de calle, el alcalde tenía también asesinos a sueldo que nunca se dejaban ver, aunque esto nunca pudo comprobarse. En público, la gente se dirigía al alcalde con el grado de doctor, título que tenía su total aprobación. Sin embargo, para los de allí el alcalde era El Sapo, apodo que indudablemente sólo podía oírse en círculos muy privados. Alexis Tomás Sepa Narváez, su verdadero nombre, de cuarenta y pico años, era hijo de familia muy hacendada y nieto de emigrantes españoles. Nació en Iquitos. Entre sus familiares y gente de su círculo él siempre fue Tomy. Era bajo, gordo y de figura desgarbada, de rostro mofletudo y frente de gigante, de cabello teñido de negro y de ojos saltones. Aquella asimetría de cuerpo casi de enano y frente hercúlea le daba un aspecto algo grotesco.

    Fue aquella mi primera visita a estas reuniones. Aquel día llegó el alcalde al salón algo más temprano de la hora prevista. Recogió el diario sobre la mesa que uno de su séquito había colocado allí. Echó una ojeada a los titulares de la primera página al mismo tiempo que se instalaba en su sillón de respaldo alto y tapizado. Siguió pasando páginas en busca de otros titulares. Volvió a la primera página. Dobló el diario con minucioso cuidado, como si se tratara de un documento milenario, y lo puso de nuevo en la mesa. Observó durante breves instantes la audiencia en absoluto silencio y con gesto sombrío como quien a punto está de revelar algo inverosímil. Su modo de hablar era apresurado y atropellado, con tonos extremadamente altos que combinaba con tonos bajos y apenas audibles, más peculiares de un charlatán ambulante que de un alcalde. Con su verborrea incontenible raramente se ceñía a las preguntas, cuando las había. La principal estrategia al finalizar sus arengas era hacer él mismo alguna pregunta irrelevante a lo allí tratado. Acostumbraba a finalizar sus charlas con —¿hay alguna pregunta?, —que casualmente coincidía con una mirada a su reloj de bolsillo. Cuando se le antojaba, le gustaba ser recibido a bombo y platillo por la media docena de músicos del pueblo en un lucidísimo y brioso corcel negro, Flufu. En público el alcalde siempre lucía ropa muy clara, blanquecina, de arriba abajo. Sus trajes, aunque limpios, daban la sensación de pertenecer a una época antigua, de cuando no había peligro de reventar las costuras por tener carnes menos rellenas. Sujetaban los pantalones un cinto y, para mayor seguridad, también tirantes rojos. En el ojo izquierdo lucía un monóculo y bajo el mentón una vistosa pajarita. El monóculo, reliquia de su abuelo, era de ese tipo en el que un simple anillo de alambre fino enmarca la lente. Pero en este caso, el monóculo no llevaba lente. Nunca se supo a ciencia cierta cuál era la verdadera función del monóculo sin cristal.

    Después de su infancia en Iquitos, la adolescencia de Alexis transcurrió en un colegio privado de Lima entre juergas bacanales y estudio. Se distinguió en lo primero y llegó a alcanzar la categoría de un verdadero depravado. Se dice que buscó consuelo a sus fracasos académicos en la bebida y en el juego de azar. Siguió con estos juegos durante algunos años hasta hacer de ellos una verdadera profesión. Se demostró en un juicio que era un jugador de ventaja, un estafador, un fanfarrón y un provocador en extremo, lo que creó decepción y vergüenza en casa. Como consecuencia de ello, tuvo que buscarse la vida fuera del hogar de sus padres dos veces. Hasta llegó a ingresar en prisión aunque, gracias a los buenos contactos de su padre, pasó menos tiempo arrestado de lo concertado. Al conseguir la libertad siguió derrochando dinero y vida por donde pisaba, visitando burdeles y tabernas, amando a mujeres y hombres sin discriminar. Parecía un hombre consagrado a seducir, derrochar y bienvivir. De sus romances con mujeres tenía cierta preferencia por las de otros, las casadas, con lo cual se ganó la envidia de unos y la ira de otros. Pero entre los enemigos, habría que destacar, sin duda, a su hermano Santiago. En una ocasión, Alexis, desbordado de amor por su cuñada Isabel, le compró una pulsera de plata con el afán atormentado de seducción. Isabel vio de inmediato la pretensión y rechazó el regalo. Este hecho desató una tormenta interna de furia en la familia, lo que casi llevó a los dos hermanos a ser enemigos mortales.

    Pero la fortuna de Alexis mudó cuando su madre falleció. Él acababa de cumplir treinta y dos años. Su padre había fallecido dos años antes. Los hijos heredaron lucrativos bienes y riquezas, lo que benefició a Alexis en el triunfo en las urnas algunos años después. Accedió a la jefatura de un ayuntamiento sin otra preparación que su propia incompetencia.

    Quiso el destino que Leticia, de dieciocho años, joven hermosa y divertida pero irreverente, se cruzara en el camino de Alexis. Los padres de esta mujer nunca habían conocido la riqueza pero tampoco la pobreza extrema. Leticia y Alexis se conocieron en una fiesta en la que los dos coincidieron como invitados. Aquella tarde, entre el alboroto de la fiesta dentro de la casa y la calma y fragancia de la flores del jardín, eligieron esto último. Se turnaban en galanterías y hablaron de esto y de aquello entre flores y lirios durante horas. A medida que pasaba el tiempo, más prendado quedaba Alexis de Leticia. A pesar de que ella carecía de interés y no sabía por qué continuaba viéndose con Alexis, los dos mantuvieron la amistad y hasta se veían con bastante regularidad. Cuanto más la conocía, más enamorado de ella quedaba, hasta el punto de que por las noches no conciliaba el sueño pensando en Leticia. Tan perdidamente enamorado estaba Alexis de Leticia que hasta llegó a ver en sus cabellos rayos robados al sol, en sus ojos luceros radiantes y en sus labios clavelitos con los colores del arco iris. Ella, en cambio, no veía nada de estos atributos en él. Todo lo contrario. El flequillo le hacía reír, sus ojitos saltones le parecían de palomo y sus labios tampoco le hacían gracia. Lo veía desproporcionado y torpe aunque poderoso. Leticia era consciente de su inferioridad ante el mundo adinerado de Alexis, aunque no se sentía inadecuada. Ciertamente no era amor pero tampoco era antagonismo lo que sentía por él.

    Como durante el día Alexis no podía ya pensar en otra cosa que en su amor, decidió declarar sus sentimientos abiertamente y le propuso matrimonio. Leticia se negó. Carecía de interés en depender emocionalmente de alguien. Alexis no cesaba de insistir y en vano trataba ella de apartar a aquel hombre de sus deseos amorosos. Aquella pasión de él se iba convirtiendo en trastorno mental. Desesperado y preso por el agobio del amor no correspondido le juró que se arrojaría desde una montaña o ingresaría en algún convento de clausura si no se casaba con él. Tan trágica promesa le pareció a Leticia la primera opción que ello hizo que al fin accediera a corresponder al amor de su pretendiente. No era una elección consciente basada en amor por parte de ella. Simplemente ocurrió. De allí a un año se casaron y en aquella mañana primaveral todo parecía gozo, danza e ilusión entre rosas, lirios, palmas y azucenas. Los juegos florales perfumaban el aire en la iglesia donde se celebraron las nupcias. Las rosas parecían haber brotado de los pies de Venus.

    Pronto llegaron las desavenencias. La felicidad de ellos poco más de un año duró. Ella le recriminaba adulterio a él y él a ella. Llegó el día en que ni ella mostraba interés por él, ni él por ella. Más bien se aborrecían mutuamente. En el cotilleo de la calle se decía que la verdadera intención de Alexis no fue buscar esposa, sino un trofeo de belleza y juventud. Se decía también que el trofeo de ella fue la riqueza y el poder. Pero la fuerza del destino o, quizá, la tiranía de la tradición los condenó a seguir juntos.

    Alexis convocaba a los ciudadanos de su municipio cada dos meses con el propósito de mantener contacto con ellos, una función que cumplía principalmente para legitimar su posición de alcalde. A veces se valía de algún caprichoso proyecto que nunca saldría del papel en el que había sido redactado por su secretario. Otras veces, ni en papel existía el proyecto. En ocasiones anunciaba la adquisición de nuevos terrenos, el trazo de alguna carretera o irrigación que supuestamente beneficiaría a los vecinos del municipio. En la práctica su intención era convertir o controlar gran parte del municipio que él regentaba en una finca familiar. Nadie se atrevía a expresar desacuerdo en voz alta. Los desacuerdos misteriosamente traían consecuencias inquietantes. También favorecía antojos para los de su círculo más íntimo, los guiados por un servilismo rastrero, a quienes a toda costa El Sapo procuraba mantener satisfechos. Un sentimiento de precaución e incluso miedo se había impuesto en su ayuntamiento.

    En esta otra ocasión había en el salón unos treinta hombres, casi todos de tez rojiza y envejecida por el sol del campo. La asistencia a estas sesiones se hacía por compromiso o miedo de verse con alguna propiedad afectada o expropiada. Entre los presentes había una sola mujer, Sonia. Siempre aparecía espléndida en cada evento por donde se dejaba ver. Era bella y provocativa. No tenía oficio o profesión conocida pero vivía en una de las casas más elegantes del pueblo. En los chismorreos de las tabernas y calle eran frecuentes los comentarios sobre sus haberes físicos, especialmente sobre sus voluminosos pechos y sobre algunas de sus virtudes más ardientes. Siempre vestía ropa excesivamente escotada. De su atractivo cuello se desprendía un suntuoso crucifijo de oro como si su función fuera marcar la línea divisoria entre uno y otro seno. Daba la sensación de ver a dos ladrones dispuestos a robar cualquier mirada indiscreta que se acercara a ese calvario. Por su aspecto físico andaría cerca de los treinta. Su piel suave, bien conservada, era la de una mujer que debía de dedicarse a diario a mantener su físico. Sonia con frecuencia se sentaba en uno de los bancos en la primera fila, cerca de Tomy, la única en aquel entorno que se dirigía al alcalde con este apelativo, acompañado siempre con cariñosa sonrisa.

    Destacaba también allí un hombre de aspecto humilde y voz apenas audible, lo que contrastaba con su personalidad combativa. Por su modo de vestir e interés en estas reuniones parecía ser un residente más de aquellas tierras. Sin embargo, su tez más fina y su acento en el habla delataban en él un origen foráneo. Andaría por los cuarenta de edad, de estatura media, delgado, de melena de rizos grises y barba de dos o tres días con destellos plateados. En aquella ocasión su vestimenta era simple, pantalón claro, sandalias y una camisa blanca un poco raída en el cuello que bien necesitaba un planchado. Linera, así era identificado por unos y otros, conocía ya la prosaica realidad de aquel entorno, sus leyes, causas y efectos. En sus intervenciones sus preguntas eran las de un cuidadoso interrogatorio, lo que irritaba enormemente al alcalde, hombre siempre a la defensiva y en alerta constante.

    Pasaron unos dos meses y se convocó otra reunión a la que asistieron unos treinta vecinos. También Linera era parte de aquel auditorio, quien al final del monólogo levantó la mano izquierda. El brazo derecho lo tenía en cabestrillo debido a un misterioso accidente que nunca llegó a aclararse.

    —¿Qué le pasó, señor Linera? –se adelantó a preguntar el alcalde simulando pena en el tono para disimular su inseguridad.

    —Un accidente. Un accidente…, nada serio.

    —Lo siento, lo sentimos de verdá… —dijo el alcalde. —Me preocupo porque… bueno, la verdá es que… es que había escuchao eso de acidente… según me dicen y basta que diga menos mal que no acabó en algo mucho peor porque pudo haber sido peor pero mucho peor porque la vida es así donde menos se espera y hay tantos rastreros en cualquier parte hoy… bueno, con razón se dice que tenemos… que debemos dormir con los ojos abiertos como las liebres. Aprovecho para comunicar a ustedes que desaconsejo… que no aconsejo a nadie caminar por esos caminos porque por ahí caminan sólo las ratas y menos al oscurecer cuando no podemos ver las ratas… Veámosla, veo que tiene una pregunta. Escuchémosla, sí, por favor, adelante.

    El anillo del monóculo del alcalde giraba ahora paulatinamente alrededor del índice de su mano izquierda al mismo tiempo que humedecía con la lengua sus labios resecos, un impulso involuntario en él que ocurría con bastante regularidad bajo tensión. Lo ejecutaba con la misma destreza de un reptil. Linera pidió aclaraciones sobre algunos temas que el regente no había tocado, especialmente sobre un proyecto de irrigación que incluía una carretera de cuatro kilómetros para dar entrada y salida a vehículos de carga. Dicho proyecto requería algunas expropiaciones. Uno de los terrenos en la zona, el más extenso, pertenecía precisamente a El Sapo pero no entraba en la lista del trazado de la carretera propuesta.

    Los tonos altos y bajos del alcalde en sus largas y desarticuladas respuestas transmitían una aguda tensión en la sala. Nadie se movía, salvo la cabeza de Sonia con sus continuos movimientos de consentimiento.

    —Señor Linera, tiene usté, claro que tiene usté razón de que no hablé de algunas cosas que pueden ser importantes, muy importantes. Yo diría que tenemos que tener en cuenta tres cosas que voy a esplicar. Primero, algunos de los asuntos… algunas de estas cosas están en manos de los espertos porque son los que saben y conocen bien el asunto. Segundo, también debemos comprender que… pues digamos que estamos obligados a seguir un orden en las cosas que se discuten en una reunión. Sabemos que sin el debido orden en la vida nunca llegamos a nada… Y en tercer lugar…

    Tenía el alcalde tres dedos ya desplegados para concluir las tres cosas necesarias. Movía el tercer dedo en busca del tercer asunto, que ya no recordaba.

    —Vamos a ver –prosiguió empezando de nuevo –espertos, orden, y tercero… tercero… ¿cuál es el tercero?… ¡Vaya! Me distraje y perdí el hilo… en este momento el tercero… bueno, se me fue de la memoria. De todos modos éste no tiene tanta importancia. Miren ustedes, lo que debemos recordar todos es que… porque diría yo que hay que trabajar con mucho orden, mucho cuidado y también con precaución. ¿Qué es lo más importante acá? El orden. Verá, señor Linera, no debemos llamar a eso que usté llama espropriación sino compra pues habrá indenización. Me esplico y para que esto quede más claro escuchemos bien esto porque aquí no hay, es que no hay, repito, no hay abuso ni robo. Lo del agua es bueno para todos los que por ahí tienen propiedá y es algo que vamos a discutir otro día más adelante pues no es bueno hablar de todas las cosas y proyetos a la vez y menos todavía hablar por hablar… ¿comprende? Bueno, no hay prisa, no hay que tener prisa si queremos hacer lo que debemos hacer y por supuesto en el orden que nos pide el buen juicio en estas reuniones. Todos ustedes en esta sala y los que no han podido asistir hoy saben que mi intención siempre fue sincera, seguirá siendo así y vivo con esta intención de hacer cosas buenas para todos porque… bueno… ya saben que quiero ayudar a todos y cuando digo a todos digo a pobres y ricos… sin discriminar. A los pobres porque lo necesitan y merecen más. A los ricos… pues… basta que diga que no tienen culpa de serlo. Espero que lo dicho esté claro porque quiero ser justo con todos.

    Después de estas reuniones eran pocos los hombres que permanecían en los bancos. Algunos lo hacían mirando inexpresivamente hacia el infinito, como si no hubiera paredes en aquel salón. Otros abandonaban la sala silenciosos en fila. No había de qué hablar. Los rostros manifestaban cansancio y desesperación.

    Pasaron dos semanas cuando corrió la noticia de que Linera había sido víctima de otro inoportuno accidente. Desde no hacía mucho, varios accidentes trágicos se sucedieron como eventos inexplicables y no se hacía ningún esfuerzo serio para aclarar las circunstancias o motivos. El resultado más inmediato de este accidente fue la pérdida de su mano derecha.

    Allí tumbado en la cama en su pensión, dolorido, rodeado de cuatro paredes, Linera reposaba su mirada en el techo del que sabía de memoria el dibujo caprichoso que formaban sus grietas. Había en su cuarto una cómoda, una pequeña mesa y una silla, además de la cama. En la pared, por arriba de la cómoda, una copia enmarcada en blanco y negro de la Virgen de la Silla, de Rafael. Es esa Virgen joven abrazando con ternura maternal al Niño Jesús y con los ojos clavados en nosotros. Es una mirada que parece establecer con el observador una relación casi hipnótica. El cuadro torcido y la cómoda fuera del centro de la pared daban la sensación de un desequilibrio irritante en aquel entorno.

    El fulminante encuentro de Linera con las circunstancias del momento lo llevaría a vivir sensaciones nuevas, pero siguió como tal cosa, con la seguridad y confianza de un ser supremo. Cualquier otro humano después de estos insolentes quebrantamientos no se habría levantado más. Linera siempre fue uno de esos hombres con más fe en dioses que en un solo dios. Idealista, ajeno al miedo y peligro, en busca siempre de respuestas sobre el significado de la vida. Su modo de vivir consistía fundamentalmente en ir cada día a la clínica para atender los males físicos de cualquier persona necesitada. Su pasión era su verdadero motor. Más bien reservado y solitario pero su habilidad de ser compasivo y cordial era su verdadero secreto. Disponía de dos ayudantes enfermeras. Eran monjas haciendo trabajo de misiones. Los domingos por la tarde solía recibir la visita de Fritz Jung, un investigador alemán de la cultura moche, con quien mantenía una estrecha amistad. Por entonces Jung se alojaba en un pueblo cercano del que partía en bicicleta para pasar con el médico una tarde amena en una de las cantinas del pueblo. Estos encuentros con Fritz generaron en Linera un gran interés por las culturas precolombinas de América.

    Después de varios meses el alcalde convocó otra reunión para hablar de nuevos proyectos. Linera fue el último en llegar al salón. Con paso lento y ahora con la mano derecha amputada y con el brazo izquierdo dolorido se sentó en el último banco. Allí esperó atento, casi inmóvil, el final de la charla.

    —Supongo que me he esplicao bien y con claridá pero si alguien tiene una pregunta que alce la mano ya. Este es el momento de aclarar cosas –dijo el regidor al mismo tiempo que consultaba la hora en su reloj.

    Nadie parecía tener interés o atrevimiento para hacer preguntas, salvo Linera, que se puso de pie y se disculpó por no poder alzar la mano. El voltaje con que se transmitía la tensión entre los ocupantes de la sala era sobradamente intenso. Nadie miraba hacia Linera ni hacia El Sapo. Todos inclinaron la cabeza, mirando fijamente el suelo como si las preguntas y respuestas tuvieran que salir de aquel piso de madera apolillada. El alcalde, como de costumbre, se adelantó con una pregunta ajena a lo allí tratado.

    —Perdone nuestra curiosidá, pero ¿cómo se arregla usté pa comer algo que hay que cortar en el plato?

    —Con la boca, señor alcalde – sonrió Linera tristemente la ocurrencia.

    Después de un breve e incómodo silencio, el más denso que se había sentido en aquella sala, el alcalde, sin dar tiempo a que se hiciera la pregunta, se dirigió a Linera con un tono de voz solemne, fingiendo pena.

    —Ya sabemos que no es usté de por acá. Y eso no es fácil. No, no es fácil –inspiró hondo el alcalde con la mirada fija en Linera durante el tiempo que le llevó en decir esto.

    A continuación bajó la mirada hacia la máquina de escribir, como si le irritara lo que iba a decir. Levantó la vista, miró hacia el fondo pero como quien no ve nada y prosiguió con su discurso.

    —Nuestro amigo el dotor Linera no tiene a nadie en estos lugares. Sus familiares viven lejos de estas tierras. Sabemos que hace cosas buenas acá, muy buenas pues hoy ya tenemos un centro de sanidá y otro escolar gracias a su esfuerzo y sacrificio. Algunos forasteros tienen una visión que nosotros no tenemos. Le ayudé mucho en todo lo que pude y conseguimos lo que necesitábamos para este proyeto que es un proyeto para beneficio de todos pero quiero que sepan que aunque yo cumplí una parte muy importante él es el que merece el agradecimiento mío y de todos. Y en esta situación tan mala para él y tan mala también para todos pido con toda mi alma que le echemos una mano… ayuda. Hay que recordar que la mala suerte no tiene amigos porque… bueno, sabemos que la mala suerte puede llegar a cualquiera, hombre o mujer, anciano o joven ¿saben? pues por supuesto todos necesitamos ánimo y toda clase de ayuda en momentos difíciles. Sin buena voluntad la vida no…, sin la ayuda al prójimo la vida no tiene sentido.

    Esperaba alguna reacción favorable a su arenga pero el salón se mantenía en riguroso silencio, lo que desconcertó a El Sapo. Sólo Sonia daba su consentimiento con sus acostumbrados movimientos de cabeza.

    —Dígame, amigo Linera, ¿qué le motivó para dejar su país y estar tan lejos de su familia? —Preguntó de nuevo el alcalde.

    —No tengo familia y mi país es donde vivo y trabajo.

    La respuesta trastornó todavía más el orden y concierto de la situación. Como este diálogo no conducía a nada, Linera interrumpió esta línea de diálogo delatando al alcalde de estafa, apropiación indebida y falsificación de documentos. Pero el momento más delicado y culminante fue cuando Linera pidió aclaración sobre un individuo recientemente desaparecido y dos muertes misteriosas que para las autoridades fueron producidas por causas naturales. Según Linera, el alcalde estaba involucrado en estos sucesos. En los últimos doce meses se habían registrado varios asaltos de gravedad por aquellas cercanías, todos ellos clasificados como fortuitos. Sin embargo, estos incidentes tenían curiosamente algo en común. Se daba la circunstancia de que las víctimas eran precisamente individuos que se atrevieron en alguna ocasión a levantar la voz contra la corrupción del alcalde y/o de las autoridades policiales. La justicia, contaminada por la corrupción de los más poderosos, daba escasa esperanza de exigir encontrar al culpable y llevarlo a la cárcel. Mientras Linera exponía sus quejas y demandaba aclaraciones de los hechos, el alcalde se mantenía en absoluto silencio pero sus gestos, su manera de mirar hacia la máquina de escribir sobre la mesa y su modo de moverse a la vez que giraba el anillo del monóculo en un dedo eran síntomas claros que delataban un estado nervioso y perturbador.

    Algunas semanas después un desventurado suceso se da a conocer en la prensa local. El parte médico pronto se propagó por las calles y cantinas de aquellos pueblos. Unos niños habían topado con el cuerpo ensangrentado de Linera en un camino de un lugar solitario por el que acostumbraba a disfrutar un paseo al caer la tarde. Fue hospitalizado en Yurimaguas con pronóstico muy grave. De aquí fue trasladado a Iquitos con urgencia y sometido durante casi cuatro horas a una compleja intervención quirúrgica para extraerle un proyectil que le quedó alojado en la médula espinal. El diario añadía que las autoridades seguían intentando recabar más datos para esclarecer este caso y poner a los responsables del crimen en el banquillo de los acusados. En un diario se decía que, de momento, todas las pistas parecían conducir a un callejón sin salida. En una noticia posterior se reveló que un residente, no identificado, se encontraba esa misma tarde en la zona del suceso y recordaba ver

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