El Norte Es Una Quimera
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José Miguel Plata Ramírez
José Miguel Plata-Ramírez nació en Mérida-Venezuela. Licenciado en Letras y Magister en Lingüística en la Universidad de Los Andes, Venezuela. Doctor en Educación en the University of Iowa, USA. Profesor de Lengua Inglesa en la Universidad de Los Andes desde 1997. Tiene diversas publicaciones académicas en las áreas de la enseñanza de la lectura y escritura del inglés como lengua extranjera. Algunos de sus cuentos han sido publicados en distintas Antologías de Narrativa de la Asociación de Escritores de Mérida-Venezuela. Obtuvo el primer lugar en el concurso internacional de cuento breve “Latin Heritage Foundation 2011” con su cuento titulado: Punto Final. Ilustradora: Fernanda Valentina Plata Mora es dibujante por vocación. Estudia octavo grado en el North West Junior High de Iowa City, USA y dedica la mayor parte de su tiempo dibujando, leyendo y tocando el violín. Vive con sus padres y sus dos hermanos Vanessa y Sebastián.
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El Norte Es Una Quimera - José Miguel Plata Ramírez
Copyright © 2012 por José Miguel Plata Ramírez.
Número de Control de la Biblioteca del Congreso
de EE. UU.: 2012907029
ISBN: Tapa Blanda 978-1-4633-2754-5
ISBN: Libro Electrónico 978-1-4633-2753-8
Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.
Las opiniones expresadas en este trabajo son exclusivas del autor y no reflejan necesariamente las opiniones del editor. La editorial se exime de cualquier responsabilidad derivadas de los mismos.
Ilustraciones: Fernanda Valentina Plata Mora
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405376
Contents
Memorias
Monte y culebras
Mis amigos
El primer día de escuela
Mis vecinos huelen a ajo
Retratos
Sueños de papel
Niña madura
Los muebles de mi casa
El Norte es una quimera
Pestañeos
Dientes en la lente
Los relojes de papá
Mocos congelados
No huele a navidad
Mi cumpleaños
Promocionando un disco
Estereotipos
Mi mesada
El cambus
Kathleen
Los sábados en mi casa
Kashia Schwarz-Grier
Días de lluvia
Pesadillas de noche y de día
Sexo
Pergamino
El adiós de Eagleeye Court
Olores de hinojo y hierbabuena
Mis amigas
Sueños rotos
Decisiones
De nuevo hacia la quimera
Biografías
A aquellos que sin prejuicio alguno
puedan disfrutar de estas historias.
A mis hijas Vanessa y Fernanda y a
mi esposa Marie Claire quienes me permitieron
mirar el mundo a través de sus ojos.
Al pequeño Sebastián Tomás.
To Bonnie Sunstein, Carol Severino and Kathy Whitmore who
always encouraged me to write and appreciate
the value of cultural differences.
A los amigos y amigas con los que compartí
en distintos meridianos y paralelos.
Un especial agradecimiento a todos aquellos
quienes colaboraron con la lectura de los
distintos borradores de estas historias:
Vanessa Márquez, César González,
Enrique Plata-Ramírez, Marie Claire Mora,
Doris de Moya, José Parada,
Vanessa y Fernanda Plata-Mora,
Carol Severino, Jean Darwin Ruiz y Ana Merino.
Sus diversas críticas y puntos
de vista me alentaron a continuar con la
escritura de este manuscrito.
"We live not only in the presence of different
cultural visions but with different
individual modes of perceptions…"
Mary Catherine Bateson: Peripheral Visions
Los personajes y nombres de estas historias
son producto de la imaginación del autor.
Cualquier parecido con la realidad es pura
coincidencia.
El Norte es una Quimera
Autor: Luis Fragachán
Me fui para Nueva York
en busca de unos centavos
y he regresado a Caracas
como fuete de arrear pavos.
El norte es una quimera,
qué atrocidad,
y dicen que allá se vive
como un pachá.
Ay, Nueva York,
no me halagas con el oro,
tu ley seca la rechazo,
no me agrada y la deploro.
A Nueva York
yo más no voy:
allá no hay berro,
no hay vino y no hay amor.
Todo el que va a Nueva York
se vuelve tan embustero
que si allá lavaba platos
dice aquí que era platero.
No vuelvo pa’ Nueva York,
lo juro por San Andrés,
no me gusta hablar inglés
ni montar en ascensor.
Memorias
Allí me encontraba, intensamente sola, sentada en un rincón de aquella sala vacía, dejando escapar mi tristeza, arrastrada por mis recuerdos, evocando el ajetreo de los últimos días, las despedidas de mi gente, las palabras de aliento de mis papás y, sobre todo, recordando aquellas primeras experiencias en este país. Aquellos recuerdos que se alojaron en mi memoria para nunca más irse y que ahora saltaban en mi mente repentina y fugazmente, como cotufas en su candente metamorfosis o como estrellas fugaces en su apresurado viaje a quien sabe dónde.
Han pasado quince años desde entonces pero mi memoria está inmune. Recuerdo la calurosa tarde en que llegamos a los Estados Unidos por primera vez. Ese día tuve una extraña sensación en las tripas como ocurría cada vez que me encontraba ante lo desconocido. La emoción de las últimas semanas se conjugaba entonces en una extraña sensación de nostalgia, de temor y de incertidumbre. Mi corazón latía afanosamente cuando el enorme avión se estremeció al pisar tierra firme. Tierra de grandes poetas como Dickinson y Poe, y de briosos guerreros como el apache Gerónimo y el Dr. Luther King. Tierra de inmigrantes, tierra del sueño americano. Aquella misma tierra que vio emerger el majestuoso Golden Gate, que parió al excelso Lincoln y que dio vida a la leyenda del gigante Paul Bunyan y su buey azul. Impregnado en mi memoria, el retrato de un lugar atiborrado de casas blancas y colosales edificios, tal como me imaginaba aquella tierra nueva de quimeras e ilusiones.
Recuerdo que descendimos del avión y comenzamos a caminar rápidamente siguiendo a mi papá que se escurría entre aquel tumulto de hombres, mujeres y niños. El flujo de personas que había descendido con nosotros de aquel avión pronto se dispersó entre el bululú que iba y venía sin cesar. Gente de todos los tipos, tamaños y colores. A excepción de los de la televisión, era la primera vez que veía hombres de vestidos largos y turbantes y mujeres con prendas exóticas y velos que cubrían gran parte de sus rostros. Muchas aeromozas y pilotos de sobrios uniformes caminaban elegantemente por el centro del pasillo tirando de sus finos equipajes, con su cabeza erguida y una sonrisa tímida que se dibujaba en sus rostros. Seguramente creyéndose los amos del lugar, y yo soñando con esa vida de ricos, de viajes y aeropuertos, de autos lujosos y restaurantes de exquisitos postres en copas delgadas con sus respectivas cerezas en su tope, hasta que los gritos de papá me traían de vuelta, a caminar de prisa entre aquel tumulto y a tirar de un simple equipaje de los económicos. Algunos viajeros hacían fila en los teléfonos públicos esperando su turno para comunicarse con sus seres queridos. Otros, absortos, leían el periódico o bebían café plácidamente dejando pasar la tarde antes sus ojos. Alcance a ver un niño llorando al compás de los gritos de la señora que le apretujaba su pequeña mano y lo arrastraba como si fuera un muñeco de trapo. Mi mamá apuraba su paso remolcando el gran bolso de mano que le había prestado mi abuela Mona, y mi papá, con un brillo de sudor en la frente, trataba de orientarse para llegar hasta donde estaba el agente de inmigración y hacer los chequeos correspondientes.
Mi hermana Clara, que siempre ha sido muy coqueta, también apuraba su paso al tiempo que pretendía ser una artista famosa caminando por los pasillos de aquel aeropuerto con su pose altiva, sintiendo la admiración de todos ante su paso. Muchos avisos de luces brillantes escritos en inglés que no entendía, tiendas lujosas, escaleras mecánicas, unos baños que quisiera haber usado por esa extraña sensación que llevaba en mi estómago y que me producía escalofríos. Todo aquello parecía alucinante, y en el ambiente, un extraño olor a algo nuevo se dejaba sentir, olor a aeropuerto, olor a tiendas Duty Free, o sencillamente olor a país extranjero. No podía esperar para ver los grandes edificios y dormir en la cama que nos esperaba donde la amiga de mi papá.
En la fila donde nos correspondía chequear nuestros pasaportes había cerca de 15 personas delante de nosotros. Recuerdo que me encontraba un poco nerviosa y avergonzada porque la fotografía que me habían tomado para ese pasaporte era horrible. Aún recuerdo el día de la foto. Fue un día en que tenía práctica de gimnasia y mamá me había recogido todo el cabello en una especie de moñito en la parte de atrás. La imagen macilenta que quedó impregnada en esa fotografía se asemejaba a un niño de cabellos cortos. La foto era espantosa. Me aterraba la idea de que el policía ése mirara mi foto y preguntara dónde estaba el niño del pasaporte. Mi papá me guiñaba el ojo en tono de complicidad y burla, pero mi corazón palpitaba impulsivamente mientras llegaba nuestro turno.
Le pregunté a mi papá por lo que había dicho el agente de inmigración cuando recibió nuestros documentos y sólo se colocó el dedo índice verticalmente sobre sus labios en señal de que permaneciera en silencio. El agente tomó nuestros pasaportes y luego le pidió otros documentos que mi papá cortésmente le entregaba. Mamá estaba un poco preocupada y Clara se entretenía observando a las personas que esperaban en la cola paralela a nosotros, siempre con su pose altiva y mirando por encima del hombro, con el rabillo del ojo. Después de un largo periodo, y a petición del agente de migración, un policía nos condujo a un salón donde había muchísimas personas sentadas esperando ser atendidas por las mismas razones que nosotros. Aparentemente, todos tenían problemas con sus documentos.
Le pregunté a papá que adónde íbamos y susurrando me dijo que teníamos que esperar en la oficina de inmigración porque la visa de su pasaporte estaba presuntamente defectuosa. No entendía como podía haber sucedido aquello si esa visa la había otorgado la Embajada de los Estados Unidos en Venezuela, y según entiendo, los americanos difícilmente cometen errores. Mi mamá estaba preocupada y a cada instante le recordaba a papá que perderíamos el vuelo que nos conectaría a nuestra siguiente ciudad. Mi papá, de mal humor y con mucha impotencia, sólo se resignaba a ser atendido. Después de una larga espera, uno de tantos agentes de inmigración le dijo a mi papá que ya estábamos listos para seguir nuestro viaje. Así no más, sin muchas explicaciones y sin un gesto de cortesía le autorizaron a mi papá a continuar con nuestro camino. Al parecer su visa estaba en orden. Yo no entendía cómo podían haber tardado tanto para darse cuenta de eso en el país líder de la tecnología mundial. Alcancé a escuchar a mi papá cuando entre rezongos y gestos de indignación murmuró: bienvenidos al sueño americano
. En ese entonces no entendí aquello.
Corrimos nuevamente pero, esta vez, hacia el desembarcadero de las maletas. Las tres horas que teníamos para las conexiones se habían consumido en los asientos de aquella sala de espera, entre angustias nuestras y sarcasmos de los agentes de inmigración. Todos arrastrábamos algún bolso de mano siguiendo a papá que de cuando en cuando preguntaba a algunas personas para orientarse y llegar a nuestro equipaje. Nuestras maletas estaban allí, al pie de la correa mecánica, apiladas una encima de la otra con magulladuras aquí y allá y con algunas ruedas rotas que entorpecían aún más nuestra apresurada marcha. Pensé en los