Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Divino Tesoro
Divino Tesoro
Divino Tesoro
Libro electrónico413 páginas6 horas

Divino Tesoro

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Isidoro Rainieri estaba perdido. No se sabía porqué este italiano, amante de su negocio y de su familia, había partido sin dejar rastro. Un día de 1912, residiendo entonces en Puerto Plata, se embarcó y no volvió jamás. Abandonó a su joven esposa e hijos pequeños separados entre Bologna y Puerto Plata. Dejó un negocio hotelero que era su pasión. ¿Por qué se fue? ¿Cuál era su destino? ¿Qué le pasó en su camino que le impidió retornar? Es una historia fascinante llena de sorpresas donde los antepasados parecen enseñar el camino. Con trazos a momentos humorísticos y otros extrañamente esotéricos, la historia traspasa el velo del tiempo y el espacio. Una figura enigmática se descubre a cada paso. Cada descendiente sabe un poco de la verdad aunque muchos lo culpan de un abandono imperdonable. La autora se siente elegida por sus ancestros. Sabe que, para bien de la familia, debe devolverle su sitio en la historia familiar y en el árbol genealógico. Se lanza a la búsqueda por Bolonia, Nueva York, Puerto Plata, Bogotá, y todos los lugares significativos de esta pareja de ancestros. Sabe que la familia debe unirse, reunir historias para lograr encontrarlo. Pero es una familia de muchas personalidades, mujeres tenaces dueñas de sus propias ideas. Todos deben estar de acuerdo para poder descubrir la verdad

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 abr 2022
ISBN9781950775019
Divino Tesoro
Autor

Graciela Thomen Ginebra

Graciela Thomen Ginebra nació en Santo Domingo, República Dominicana. Lleva un linaje italiano por parte materna. Escribe mayormente historias de mujeres fuertes y decididas a encontrar la verdad.Dice la autora: "Escribir un libro sobre mis ancestros con un tema tan delicado como un abandono fue una aventura de casi dos décadas. Al principio era una investigación de genealogía para resolver el misterio de un abandono. Pero el corazón no me soltaba y el amor tenía sus propios designios. Este libro es un libro guiado por ese amor que trascendió generaciones. Agradezco a todos los descendientes de Isidoro y Bianca que me alentaron, me sostuvieron, me regalaron sus historias, sus sueños, sus sospechas y sus anécdotas."La autora reside en el estado de Virginia, Estados Unidos, cerca de un bosque encantado por un venado blanco.

Relacionado con Divino Tesoro

Libros electrónicos relacionados

Genealogía y heráldica para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Divino Tesoro

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Divino Tesoro - Graciela Thomen Ginebra

    Puerto Plata. 2008

    —Y… ¿cuántos familiares viajan con usted? —preguntó el oficial desde detrás de la ventanilla del aeropuerto internacional de Puerto Plata. A la distancia se escuchaba el eco de voces de los altoparlantes confundidas con la música de los tambores y de la gente.

    Era alto y delgado, de pelo negro casi rapado, y lucía el uniforme planchado hasta en la solapa. Bajo la luz de su cubículo, miraba con detenimiento nuestros pasaportes. En ese momento, Mappy y yo estábamos de pie, inclinadas sobre la meseta de su ventanilla. Vestíamos casi igual: unos jeans y una camisa color blanco. Nos diferenciaban nuestras chaquetas; la de ella era azul royal con botones dorados y la mía, marrón claro con hilos dorados. La llevábamos doblada sobre el brazo para no acalorarnos. El pequeño equipaje de ruedas estaba a nuestro costado. Ella llevaba el pelo negro con un corte moderno y yo me lo había dejado largo y arrubiado. Si no fuera por la sonrisa, la risita y la complicidad, nadie se enteraría de que somos primas. Descendemos de Isidoro y Bianca; ella, por su abuela Mafalda, nacida y criada en Bolonia, y yo, por mi abuela Chela, nacida y criada en Puerto Plata. 

    Nos habíamos encontrado en Atlanta antes de tomar el avión. Mappy venía de Arizona y yo desde Virginia. ¡Y después de quince años nos volvíamos a ver! Ella reía y yo lloraba de la emoción. Pedimos sentarnos juntas en la cabina para poder hablar de las historias de la familia. Ella traía fotos heredadas de su abuela y yo, los documentos de la investigación de genealogía. Así que, en nuestros asientos abrochados, soltamos nuestras palabras y las anécdotas salieron atropelladas entre risas y a borbotones. El avión volaba sobre el océano mientras las dos disfrutábamos de lo que nos unía: nuestras historias de familias, cada una desde su perspectiva. Dos horas más tarde, aterrizamos. Se nos hizo demasiado rápido para todo lo que queríamos contarnos. 

    El agente de aduanas, como todo un profesional, le indicó con la mano a Mappy que se acercara y presentara sus documentos, pero yo no quería separarme de ella, así que la seguí y enlacé mi brazo con el suyo. Nos identificamos juntas como si fuéramos familia… ¡porque lo somos!

    La voz del oficial me devolvió a la realidad. A mi parecer, la lista de preguntas de la planilla se volvía esotérica: 

    —¿Cuánto es el tiempo de su estadía? 

    El agente tocaba con la punta de su bolígrafo nuestras respuestas en la hoja. Levantó la cabeza esperando la respuesta. Como cómplices, Mappy y yo nos miramos. Ambas habíamos pasado la tercera década, pero no podíamos dejar de reírnos como adolescentes. Yo me puse a calcular mentalmente: «Acabamos de llegar e iremos directo al hotel, donde habrá una fiesta de recibimiento. Si todo va según lo planeado, mañana tendríamos un paseo por Puerto Plata donde inauguraríamos el callejón de Doña Blanca (que así le decían a Bianca en el pueblo). Después regresaríamos juntas en el mismo vuelo el domingo; nos separaríamos en Atlanta para volver a nuestras vidas cotidianas con nuestros esposos e hijos. ¿Cuántas horas sumarían?».

    —Cuarenta y dos horas. —Mappy contestó antes que yo terminara mi cálculo. Me divirtió la precisión de su matemática.

    —¿Cuál es el motivo de su visita?

    Era lógico; había muchos pasajeros y el oficial cumplía con su trabajo. Estas eran las preguntas preformuladas que se le hacen a los viajeros a la llegada en cualquier aeropuerto del mundo. La respuesta normal es «recreo o negocio». Pero en ese momento, yo estaba más que dispuesta a explicarle el cuento completo comenzando con: «Nuestros antepasados en común, Isidoro y Bianca, llegaron a Puerto Plata en 1898. Un día, él se fue…», y luego agregaría cómo mi bisabuela se quedó sola hasta el momento en el que recibimos la convocatoria catalizadora por parte de tío Frank para esta reunión familiar. Quería explicarle todo… que él supiera que cuando los primos y los tíos nos juntamos, se desenvuelve un aire mágico; que a veces me pregunto si nuestros abuelos, ya todos pasados, viven en nosotros y disfrutan, y pienso en si de una manera misteriosa están a cierta distancia o muy cerca, deleitándose con nuestras carcajadas y conversaciones, si se ríen desde otra dimensión y nos bendicen. En términos simples, su pregunta era un: «¿A qué vinieron?». Pero yo pensé para mis adentros: «¿Cómo que a qué venimos? ¡A recibir esa bendición y a sentir ese amor de familia que nos tenemos en la distancia y que se manifiesta en cada encuentro!». 

    Pero antes de abrir la boca, Mappy me ganó otra vez. Con simpleza, contestó: 

    —A una reunión familiar.

    El oficial siguió: 

    —¿Son de Puerto Plata?

    En esto diferimos al responder al mismo tiempo.

    —No —dijo Mappy.

    —¡Sí! —exclamé. 

    Esa es mi costumbre al inquirir sobre mi proveniencia. Aunque nací y crecí en Santo Domingo, al igual que mis cuatro hermanas, digo que soy de Puerto Plata porque así lo siento. Durante la semana, cuando era una niña, el aburrimiento de la rutina de ir al colegio y estar en casa era pura espera: ¡me tocaba aguardar a que llegaran los viernes para tomar la carretera y comenzar a vivir! Íbamos cantando a toda voz las canciones de la radio. Llegábamos con la ilusión de jugar con mis primos, compartir con mis abuelos y, al fin, respirar ese aire de libertad que inflaba mi ser. ¡En Puerto Plata comenzaba la vida misma! 

    Los recuerdos más dulces y significativos de mi infancia son de allí. Hay uno en específico que me sosiega cada vez que lo revivo: estoy subida a un árbol con los pies descalzos y colgados. Es un «sombrero de obispo», llamado así porque sus ramas se esparcen por todos lados como una sombrilla. Estas son fuertes y me acomodan como los brazos gordos y suaves de mis abuelos. Nuestra casa queda al tope de una cumbre rodeada por el mar en tres de sus esquinas. A partir de aquí, y a un lado, son ciento ochenta grados de horizonte de degradado azul detrás de la hilera infinita de cocoteros. Del otro, la casa donde la música en la terraza levanta a los adultos a bailar y cherchar. Pero es el viento lo que más recuerdo: aquella memoria que toma fuerza, viene a mí y pasa acariciando las hojas del árbol y mi mente. El viento sigue hacia los cientos de cocoteros de la extensa sabana y los hace inclinar, despeina sus largas hojas, que, al enrollarse y desenrollarse, producen el sonido de un aplauso. Son aplausos a la naturaleza perfecta en este momento sublime. Me dan ganas de volar y enredarme en ellas, así que aprovecho un zumbido del aire cuando sopla con más fuerza, doy un salto y caigo de pie haciendo levantar la arena fina con mis talones. Con los pies engurruñados para evitar las espinas de los morivivíes, corro hasta tocar la grama lisa. Deseo que el viento me eleve, me enrede y desenrede entre las hojas largas y agudas. Mis brazos extendidos lo esperan como alas preparadas para volar. Y en mis recuerdos de ensueño, el aire me levanta y me vuelvo liviana como la brisa y me mezclo entre las hojas. Esta reminiscencia se convierte en un sustento infinito para mí. Está impreso en mi interior como lo está cada roca de este lugar, cada grano de sal de playa, cada luz de entre las hojas, cada brisa que me eleva. Hay un Puerto Plata en mí.

    Otra vez el oficial interrumpió mis pensamientos con su cuestionario.

    —Y… ¿cuántos familiares viajan con usted? 

    Esa es la pregunta precisa con la que empezamos esta historia, la que disparó el viaje imaginario. Lo miré con compasión; él era ingenuo al conocimiento de todas las vidas que hay en mí. Habló sin siquiera ser consciente de que, de todas las preguntas que nos hizo, esa fue la más profunda de todas, la que guarda los secretos ocultos del linaje ancestral de nuestras propias almas. Y es que todo el tiempo, mi familia viaja conmigo en mi mente, en mis pensamientos. No solo mis hijos, sino mis cuatro hermanas y mis padres. Pero más allá, mucho más allá de los inmediatos, también están mis antepasados: mis abuelos siguen junto a mí, tan vivos en mi mente como si estuvieran a mi lado, tan presentes como ahora lo está Mappy. Yo no lo sabía hasta que empezó esta aventura disfrazada de investigación genealógica. Pero ahora sí estoy segura de esto. 

    Mappy me guiñó un ojo, dispuesta a contestar. Habíamos conversado en el avión sobre nuestros abuelos y, sobre todo, de nuestros bisabuelos, Isidoro y Bianca. Ella ya sabía lo que pensaba y estaba de acuerdo. Pero vivía en este mundo más que en el mío, y para hacerme reír y hacer el chiste, contestó:

    —Como noventa. 

    Muy serio, el agente levantó la vista y titubeó mirando detrás de nosotras, y luego a nosotras, y otra vez… Creo que buscaba a los noventa. Al fin, ensanchó la boca en una agradable sonrisa y, sin más que preguntar, escuché el estampado ruidoso del sello encima de la hoja de nuestros pasaportes.

    —¡Bienvenidas a Puerto Plata! —nos dijo avivando su voz. Aludió a que todo nuestro ser acababa de llegar, sin sospechar que por una eternidad, parte de nosotras siempre había estado allí.

    Hay algo místico en Puerto Plata, como una preservación innata de las memorias de la tierra de otros tiempos. El lugar mismo es un cántico de narraciones misteriosas. Su historia tiene un matiz poético: Puerto Plata había sido un asentamiento taíno donde sus primeros habitantes se sentían protegidos de los huracanes anuales entre montañas y mar. Pero el lugar no los resguardó del verdadero peligro que acechaba. No les advirtió del destino en manos de un genovés, Cristóbal Colón, quien se abrigó en su bahía para pasar una tormenta. Desde su barco, observó que la montaña era plateada, y por esta razón lo llamó Puerto Plata. ¿Se habría decepcionado cuando se acercó y descubrió que eran las hojas del árbol de yagrumo? Son árboles que anuncian con alegría la llegada de la lluvia al voltear sus hojas del lado plateado. ¡Parece que estuvieran encantados! Para mí son árboles fantásticos. 

    Hay cosas que no vemos con nuestros propios ojos, sino con los del alma. Y cuando era pequeña, me imaginaba que los yagrumos tenían ojos invisibles que sabían leer las nubes y sentir la llegada del agua del cielo. Alegres, levantaban sus ramas para recibir la bendición. A pesar de la belleza y la originalidad de esta especie, me imagino que, en su avaricia, al almirante no le cayó nada en gracia cuando al bajar de su barco comprobó que aquello que pensaba que era plata solo eran hojas de un árbol en devoción por la lluvia.

    Admirábamos desde la carretera aquella montaña que una vez fue plateada, cuando Mappy y yo llegamos a la reunión familiar. Entre ancestros encantados e imaginarios, y noventa familiares en vida y vivarachos, nos presentamos en la plaza principal ubicada entre la glorieta y la catedral. Era el lugar donde mi abuela y sus hermanos disfrutaban de la música de la luna en los tiempos de antaño. Ahora, sus descendientes compartían un espacio consagrado y, de antemano, bendecido.

    Ochenta años atrás, los hijos de Isidoro y Bianca estuvieron allí escuchando canciones de acordeón, violines y tamboras ejecutadas por músicos vestidos con gran elegancia  que estaban ubicados en la glorieta. Hoy nos encontrábamos los descendientes abrazándonos, conversando, riéndonos, relajándonos. Y mi memoria cambiaba la escena entre dos tiempos, pues me imaginaba a mi querida abuela Chela, con apenas diecisiete años, parada a mi lado, observando —como yo— la escena familiar del presente. Ella, con los rizos oscuros y suaves que le caían como una cascada sobre los hombros y esos ojos de cielo mezclado con mar, me susurró al oído: «Cuando desde el hotel escuchábamos el vaivén de las notas de los violines, Yolanda, Mayú, Ana y yo veníamos aquí. Luego, una vez que Queco y Mafalda llegaron de Italia, también caminamos hasta aquí para disfrutar de las melodías. Salíamos juntos, tomados de la mano, apurándonos para no perdernos ni un minuto de música y alegría». 

    Una nota musical antigua me interrumpió. Busqué en el presente, pero mis ojos solo detectaban la algarabía de mis primos, que se abrazaban y se tomaban fotos, y suspiré… Parecía una ensoñación: la voz de mi abuela seguía a mi lado y se mezclaba con el murmullo de la brisa. Sus palabras seguían en mi oído y yo, feliz, disfrutaba de un recuerdo prestado: «Cruzábamos hacia la plaza para refrescarnos y pasear alrededor de la glorieta. A veces, alguien se atrevía a invitarnos a un baile».

    Entre los apretones y las conversaciones animadas de los descendientes, divisé una luminosidad de figuras de otros tiempos. El pasado y el presente se fusionaron en este momento como siluetas translúcidas de galanes con sombreros que invitaban a bailar; las damas, con sus pomposos vestidos, hacían una reverencia en señal de aceptación y todos, emparejados, daban inicio al baile. Eran imágenes transpuestas. Yo observaba como testigo silente de dos tiempos diferentes. «¿Los lugares guardarán memorias? ¿Acarrearán recuerdos las piedras del suelo que han sido testigos de tantas historias?».

    Mis ojos parpadearon haciendo desaparecer el pasado frente a mí y dejó un presente hermoso con mis primos. Me embargó un sentimiento de alegría y de pertenencia. Me maravillé al reflexionar que todas estas personas que veía en la plaza, los descendientes, pertenecíamos a células de esperanzas de una pareja, una pareja que se miró a los ojos aquí mismo, en este espacio, una pareja que caminaba unida para rezar en esta iglesia. Nosotros, entonces, fuimos conscientes de la mujer que un día se encontró un lecho vacío y que, sola con sus hijos, tuvo que levantar a la familia. Por ella, nuestro querido tío Frank se sintió inspirado a reunirnos. Esta noche sería una noche mágica. 

    Así, tal como sus descendientes íbamos juntos tomados de las manos hacia la puerta del que era el hotel Europa, mi abuela y sus hermanos caminaron por esta misma vía. Sentía que marchaban con nosotros.

    Al llegar frente a la placa con la foto de nuestra bisabuela, todos rodeamos a tío Frank, quien tomó la palabra: 

    —Mi abuela, a la que llamaban doña Blanca, era una mujer llena de temple y de tesón. Ella sola, encaminó a sus hijos a ser hombres y mujeres de bien. Les inculcó honestidad, entereza y amor al trabajo. La gente me pregunta: «¿Cuál es la clave del éxito?», la unión familiar es la clave del éxito y el secreto de la felicidad es la unión familiar. Soy afortunado de tener ambos. Soy afortunado de tenerlos a todos ustedes, de tener a esta familia hermanada, como mi abuela siempre lo deseó. Todos nos apoyamos, nos deseamos el bien, nos queremos. Debemos seguir su legado, traspasarlo a nuestros hijos, darles el ejemplo. Es el amor lo que lo infunde. Es el amor lo que nos une. Su amor fuerte sigue en nosotros, de generación en generación. 

    Aplaudimos entusiasmados de ser descendientes de esta gran mujer. Apiñados en aquel espacio, bien juntitos, formamos una fila para que cada uno pudiera ver de cerca la foto y la placa en la pared que bautizaban el espacio. Yo tomé lugar para esperar mi turno. Pero cuando me acerqué a la imagen, comencé a sentirme diferente… como si una tristeza y un sentimiento se parasen a mi lado. 

    Examiné la inscripción grabada en metal cobrizo palpando con mis dedos los números: uno, nueve, uno, cuatro… ¡1914! El ruido de la alegría empezó a aminorar detrás de mí, como si estuviera en una película y hubieran bajado el volumen. 

    Desde que comencé la genealogía familiar en el 2001, se me hacía muy común que las fechas dispararan imágenes en mi mente, y esta no fue la excepción. Supe que se trataba del recuerdo heredado del abandono y de la muerte de Isidoro. En una memoria flash, recordé la pregunta que Mappy me había hecho pocas horas antes. Aún cuando estábamos en el avión, llegó mi turno de contarle mi parte de la averiguación de las historias familiares y de probarle los documentos encontrados. Mientras yo le describía lo que había descubierto, ella se agarraba de los brazos de su asiento, empuñándolos con fuerzas. Sus ojos estaban agrandados por las expectativas y el asombro cuando, sin rodeos y con energía, me preguntó: «Entonces, ¿la abandonó o no la abandonó?».

    Mi sonrisa se había congelado ante aquella pregunta. La energía de su cuestionamiento me había transportado a una escena en una película blanco y negro. Era como si Mappy me agarrara por la solapa e insistiera: «¡Contéstame! ¿La abandonó o no?».

    ¿La abandonó o no? Y yo quería tener certeza. Quería explicarle toda la historia, incluir en la narración la opinión de mi corazón desde que supe del abandono. Pero no pude contestarle, porque esto no es una película, es una vida; dos vidas y más, la de una pareja y sus descendientes. ¿Es una historia de amor o una historia de olvido? 

    Y ahí estaban los ojos honestos de mi prima que me miraban con intensidad, ojos de pestañas oscuras e iluminados por la luz que reflejaba la ventanilla del avión… exigiendo la verdad. La verdad y nada más que la verdad. La realidad convertida ahora en un anhelo ancestral. 

    En este momento, de pie frente a la imagen en sepia de mi bisabuela Bianca, el viento trajo un susurro a mi oído. Pensé que alguien me estaba llamando y me volteé para mirar hacia atrás, pero los que estaban detrás de mí seguían enfrascados en sus conversaciones. Con un escalofrío que me recorrió la espina dorsal, me volví y busqué una conexión con los ojos en la foto de mi antepasada. Recibí su sonrisa confiada de matrona italiana y misteriosamente callada. Separé los dedos de los números silenciosos. Esta noche debía abrir un documento frente a todos y leer… para dejar que el pasado hablara. Y que cada descendiente escuchara con los oídos del corazón. 

    A pesar de esto, antes debía contar la verdad que descubrí con esta investigación y traer vivo a Isidoro a este rompecabezas familiar, para que todos los que no eran descendientes percibieran su ser y también escucharan la verdad en su corazón. 

    Así que comenzaré… con la historia del abandono.

    El abandono

    El momento más oscuro de la noche es justo antes de los primeros rayos del amanecer. Y la génesis de la historia del abandono no es una excepción. El abandono existía en la crónica familiar como una pena enterrada entre flores del olvido. Recuerdo el lugar y el momento, recuerdo el punzón en el centro del pecho, como una llave de metal en mi timo que encendió el misterio. La oscuridad es la tristeza. Para saber la verdad, hay que desenterrarla de la tierra de las penas. Para ello, hay que ser valiente y tener un corazón duro, no uno blandito como el mío. Si no me atrevo a entrar en la oscuridad y hundir la pala en la tierra para descubrirla, ¿por qué se me ocurrió desenterrarla?

    Después de la muerte de mi padre, mami vendió su casa. Era la casa de mi niñez. A modo de despedida, quise ir a visitarla antes de que la entregara. Tenía un patio amplio con muchas flores y árboles frutales. En la esquina, cerca de la terraza, había un jardín cuadrado de orquídeas, era un pequeño rincón lleno de color: las de tonalidades moradas colgaban de las palmas, y otras, de un naranja vivo, florecían casi todo el año. Yo le insistí que llegaría a despedirme de la casa, pero… ¡todo pasó tan rápido! Ella trató de explicármelo por teléfono: lo hizo porque el dolor era muy grande, me dijo que se había mudado a un nuevo lugar en el que no tenía ningún recuerdo triste. Me quedé callada, con el auricular en la mano, mordiéndome los labios, pues le iba a decir que yo había aprendido que era imposible no empacar las penas. Por más que uno cerrara las cajas y las sellara, no había que confiarse; en algún momento —quizás en la noche, cuando uno no miraba—, las penas salían de sus escondrijos y se arrastraban como gel viscoso para meterse en las maletas por las rendijas de las cajas ya cerradas. Quise advertirle y deseé, con los ojos cerrados como en una plegaria, que de haber estado allí para ayudarla a empacar, hubiera sacado a espada viva cualquier tristeza que acechara con la intención de aprovechar alguna distracción para meterse en la mudanza. Pero no llegué. Las distancias geográficas lo impedían, pues yo residía en el estado de Virginia con mi esposo e hijos y no era tan sencillo viajar cuando quería. Las obligaciones laborales y familiares demandaban planes con antelación. En aquella ocasión, solo podía ir con mis hijos después de Navidad, y así lo hice. Para cuando llegamos, ella ya estaba en su nuevo domicilio.

    Mami se había asentado cerca de un parque. Era el segundo piso de un apartamento cómodo y amplio con balcones opuestos, ambos muy frescos. El terreno en que se ubicaba el edificio estaba lleno de flamboyanes de ramas largas que cubrían todo el pasto y mantenía la grama fresca. Bajo sus troncos, había helechos colocados como adornos. Los caminitos entre las residencias lucían colmados de flores y, por una de las ventanas del cuarto, se divisaba un Ylang-Ylang que perfumaba a la distancia. Lo que más me gustaba era que, por fuera, mi mamá había colgado un alegre sonajero de viento que tintineaba cada vez que la brisa fresca entraba por la ventana 

    Llegué con el plan de hacerle preguntas sobre su niñez y su familia, en específico quería saber sobre sus abuelos. Mi idea era guardar esos recuerdos, apuntarlos para la posteridad. Así había hecho con mi papá, dos años atrás. Cuando en Nueva York sospeché que faltaban días para que terminara su presencia en esta tierra, le hice todos los interrogantes que se me ocurrieron. Eran preguntas tipo entrevista cuyas respuestas, grabadas en tinta, las pasaría a mis hijos para que no las olvidasen. Siempre que ellos quisieran, podrían leer y rememorar escenas de las vidas de sus antepasados, conocer sus raíces. Mis dudas  abarcaban desde su color favorito hasta su platillo preferido de niño, pasando por quién se lo preparaba. Así llegué a conocer a alguno de mis bisabuelos paternos. Al ver que mi papá era tan ameno al contestar con detalles, me dediqué aún más. Nuestros encuentros se convirtieron en una letanía fluvial de palabras a toda hora, como una conversación eterna entre los dos. Para mí, eran una excusa para que me hablara mientras intentaba que el sonido de su amorosa voz no se me olvidara nunca. Yo amaba a mi papá con todo mi ser.

    Y ahora, es preciso darles un reporte de la situación de mi corazón: cuando mi papá murió, el corazón se me rompió en añicos. Parece algo lógico, esperable, sin demasiadas vueltas, pero la realidad no es tan sencilla. Cada vez que lo veía en la cama del hospital, el corazón se me apretaba. Con cada visita, se secaba y se me cristalizaba. Mi corazón terminó como un pedazo de cristal rojo, similar a un rubí, que colgaba en la cavidad izquierda de mi pecho, tierno y frágil, a un lado del esternón. Al morir su cuerpo, el martillo pesado de la tristeza le pegó y estalló haciéndose añicos. Sus vidrios cayeron amontonados ahí dentro; las puntas penetrantes de aquella montaña de cristales rotos laceraban la cavidad de mi carne y si me movía mucho, me atravesaban y me lastimaba. Hasta el respirar hondo movía el vidrio que me cortaba la carne viva, me irritaba y… dolía.

    Dos años más tarde, cuando aún acarreaba esa tristeza, entré curiosa al nuevo lar de mi madre. El plan era que, durante mi estadía, le haría preguntas sobre sus ancestros. Sería una entrevista sinuosa entre los recuerdos rescatados que caería en largos párrafos sobre mi cuaderno. Que yo recuerde, no la había escuchado hablar nunca de sus abuelos, solo de su abuela materna, a quien tenía en un pedestal. Esta preferencia me intrigaba. Al ser mi mamá de personalidad reservada, sospeché que preguntarle algo sobre ellos iba a ser como preguntarle a una paloma: tendría que sacarle las respuestas como pedacitos de arroz con cucharitas.

    Decidí comenzar la entrevista. Llevé un cuaderno pequeño con rayas, uno que había sobrado de los de la escuela de mis hijos. Le había arrancado un par de páginas que estaban llenas y ya estaba listo para darle un nuevo uso. Sus hojas recibirían las respuestas de mi madre. Escribiría con claridad sus posibles anécdotas. 

    Ese día, mi mamá estaba sentada en la sala tejiendo bajo el fresco de las aspas del abanico del techo con los pies recogidos encima de un almohadón. Se había cortado el pelo y dejado las canas. Bien concentrada, sus dedos daban vueltas a las agujetas como soldados bajo sus órdenes. Sus uñas eran cortas y ovaladas y sus manos tejían con ademanes precisos y diligentes. Su tejido verde y violeta parecían flores de jardín que admiré. Me contó que estaba haciendo una mantilla para el bebé de alguien. Me hablaba sin levantar la vista ni aminorar la velocidad de su arte. Aunque sus ojos color olivo seguían tristes, cuando se posaban en sus nietos parecían refrescarse en un tibio río de agua verdes. 

    —Mami, quiero hacerte unas preguntas… 

    Me senté a su lado y recosté la cabeza en el espaldar del sillón esperando que terminara de calcular algo con el dedo. Despacio, levantó sus ojos para enfocarlos en mí. 

    Retomé: 

    —A ver, cuéntame, ¿cuáles son los recuerdos más tempranos que tienes de tus abuelos, mami? ¿Cómo eran? Digamos que tenías como cuatro o cinco años. Dame tus primeras impresiones… 

    Mi idea era empezar desde la temprana edad y llevarla, poco a poco, por la línea de la vida. Así había funcionado con mi papá, de manera lineal. Pero esta vez no sucedió lo mismo.

    —¿Para qué quieres saberlo? 

    Enredó una hebra de lana en su dedo que luego atrapó con la agujeta. A ella se le podía hablar mientras tejía; no le importaba. Sonreí porque sabía que negociaría sus palabras y yo venía preparada.

    —Es para un proyecto de mis hijos… para el día de los abuelos en la escuela —le contesté. 

    Esto era la mitad de la verdad. No le iba a decir: «Mami, quiero guardar tus palabras para tus nietos por si te mueres a destiempo y mis hijos se quedan sin recuerdos de su abuela también». Esto último lo menciono porque crecí escuchando historias contadas directamente por mis abuelos que me parecían fábulas fantásticas muy coloridas. En las reuniones familiares, avivados por mis preguntas, relataban sus vivencias en sus propias voces. Era un honor y un deleite. Si mis hijos no iban a obtener esto de la propia voz de sus abuelos, lo recibirían de mi voz escrita. Me convertiría en la preservadora de memorias, la rescatadora de recuerdos.

    Le insistí para que me dijera algo, por ejemplo, de su abuela Bianca o mamá Blanca, la italiana. Pensé que sería la más fácil, pues el amor por su abuela era inmenso y palpable. Así que le pregunté: 

    —¿Cuál es el recuerdo más temprano que tienes de tu niñez con tu abuela Blanca? 

    Me encantó ver su semblante tornarse de ensueño. Y comenzó: 

    —Cada verano de mi niñez, mis papás me llevaban a la casa de mi abuela en Puerto Plata. Desde temprana edad, pasaba allí los veranos con mis primos. Primero solo estábamos Billy y yo, de los primos mayores… Éramos inseparables. A mi abuela la llamábamos Babi. Sus nietos la habíamos bautizado de esta manera. Ella nos cocinaba delicioso…

    De pronto, sus ojos de ensueño se clavaron en mí y descendieron hasta mi libreta de apuntes. Curiosa, alargó el cuello para ver mi letra en el papel. Yo, para calmar su curiosidad y evitar que se detuviera, recité palabras mientras escribía: 

    —Puerto Plata… Con su abuela Bianca… Apodo: Babi… Veranos con tío Billy Harper… Jugaban en el jardín… —La atención de ella se volvió a posar en su agujeta y pensé que no iba a seguir, así que me puse a inventar—: Primos traviesos… jugando con tierra y agua en el jardín… Abuela que se ponía brava y les caía a escobazos.

    —Ella no era así —protestó levantando el dedo índice—, pero sí es cierto que las ocurrencias de Billy eran… 

    Miró al techo como si se acordara de algo divertido. Rememoró los veranos con su primo, que tenía unas salidas divertidísimas. Me contó que cuando Billy encontraba arañitas o algún pequeño sapo perdido dentro de la casa, para salvarles la vida, se los echaba con disimulo en los bolsillos y los dejaba libres en el jardín, ya que si Babi los encontraba, ¡los echaba a escobazos! Pero solo a las arañitas y a los sapos… nunca a los nietos. 

    Me encantó escucharla evocando su niñez. Su semblante se tornó soñador. Me contó que a su abuela le gustaba sentarse todas las tardes en una mecedora a disfrutar de la brisa, ver la gente pasar y deleitarse con un té. Gozaba de leer libros, pero más disfrutaba de darles gustos a sus nietos. ¡Como cuando querían sentarse con ella para que los meciera como en un columpio!

    En mi mente, evoqué la imagen. La veía pausar la lectura y poner el libro a un costado cuando sus nietos de tres y cuatro años se le acercaban, y, sentando a cada uno en una de sus rodillas, se balanceaban como si fueran a emprender un vuelo de a tres. Era un jardín lleno de flores, allí…, donde ahora quedaba situado el callejón. Admito que esta imagen de abuela feliz contrastaba con la imagen de heroína estoica que me habían inculcado de ella. Y le di la bienvenida en mi mente a esta nueva imagen de mamá Blanca. Así se lo hice saber a mami:

    —¡Qué diferente a la idea que tenía de aquella mujer dura y de gran temple!

    De inmediato, mami defendió a su abuela: 

    —En el negocio debía ser muy fuerte para levantar a todos sus hijos. Imagínate: sola. ¡Tenía que serlo! Y quizás era dura con ellos, pero no con nosotros, sus nietos. 

    Apuntó con el dedo al cielo y entendí que no quería que me llevara una impresión equivocada de nuestra antepasada. Es la lealtad familiar que tienen todos sus nietos la de tenerla en lo más alto, a doña Blanca… ¡Para siempre!

    —¿Y tu abuelo Isidoro? 

    Mi pregunta era inocente, pero no respondió. Si la evocación de la memoria de su abuela era como una nube rosa, al mencionarle a su abuelo, esa nube gloriosa pronto se disipó con un «¡puf!». En lugar de responder, mi mamá dio vueltas a su agujeta enredándola y desenredándola como solo ella sabía.

    Al ver que no me contestaba, quise inventarme algunas palabras para hurgar en su memoria, pero hasta yo me sentía incómoda. Sutilmente, recordé algo que mi propia abuela materna me había dicho años atrás. Fue una anécdota que se formó en mi mente. Algo sobre Isidoro. El recuerdo danzó frente a mí y se lo repetí:

    —Mamá Chela recordaba con mucho cariño a Isidoro. Una vez me dijo que jugaba con ellas y que siempre andaba de buen humor… —Me detuve cuando noté que negaba con la cabeza con el entrecejo fruncido. Antes de que lo negara, me apuré a decir—: Eso me dijo mi abuela…

    —Eso no pudo haber pasado así —respondió tajante. Su tono había cambiado—. Mamá era una niña de dos o tres años cuando su padre se fue. 

    Me estremecí cuando un griterío de voces protestó dentro de mí. Tuve que sacudir la cabeza para espantarlas. 

    —¿Qué? —Negué con vehemencia la afirmación de mami. Mi voz saltó a combatir los recuerdos de mi abuela contra los de ella—: Mamá Chela me dijo que cuando ella y sus hermanas tenían cuatro o cinco años se levantaban temprano, bajaban la escalera e iban a la oficina del hotel. Allí estaba él, trabajando desde el amanecer. A las pequeñas les encantaba interrumpirlo… a él, a Isidoro. ¿Cómo que no era así? —pregunté un poco molesta—. Eso me lo dijo ella, me lo describió… Solía referirse a él como una bella persona, muy trabajador y cariñoso, nunca se enojaba,

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1